ALAN LIGHTMAN. LOS SUEÑOS DE EINSTEIN
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un breve librito, aunque muy concentrado y sustancioso, publicado el pasado 2019 en la editorial Libros del Asteroide. Se trata de Los sueños de Einstein, escrito en 1993 por Alan Lightman, un apellido especialmente adecuado para un astrofísico, también director del programa de estudios literarios y humanistas del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts. La traducción, espléndida, es del escritor Andrés Barba Muñiz. El libro ya había visto la luz en nuestro país hace casi treinta años, en 1992, en la editorial Tusquets, entonces en la versión, casi podríamos decir radicalmente distinta, de Carlos Peralta. Un estudio comparado de ambas ediciones resulta muy interesante para reflexionar, a partir de él, sobre las dificultades de la traducción y sobre las altas dosis de creación que lleva consigo toda traslación de una obra a otro idioma. No me resisto a dejar aquí una breve muestra de lo disímiles que pueden llegar a ser dos interpretaciones -y el término es el idóneo- de un mismo texto.
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un breve librito, aunque muy concentrado y sustancioso, publicado el pasado 2019 en la editorial Libros del Asteroide. Se trata de Los sueños de Einstein, escrito en 1993 por Alan Lightman, un apellido especialmente adecuado para un astrofísico, también director del programa de estudios literarios y humanistas del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts. La traducción, espléndida, es del escritor Andrés Barba Muñiz. El libro ya había visto la luz en nuestro país hace casi treinta años, en 1992, en la editorial Tusquets, entonces en la versión, casi podríamos decir radicalmente distinta, de Carlos Peralta. Un estudio comparado de ambas ediciones resulta muy interesante para reflexionar, a partir de él, sobre las dificultades de la traducción y sobre las altas dosis de creación que lleva consigo toda traslación de una obra a otro idioma. No me resisto a dejar aquí una breve muestra de lo disímiles que pueden llegar a ser dos interpretaciones -y el término es el idóneo- de un mismo texto.
He aquí la “voz” de Peralta:
Un hombre está junto a la tumba de su amigo, arroja un puñado de tierra sobre el ataúd, siente la fría lluvia de abril en la cara. Pero no llora. Mira al frente, hacia ese día en que los pulmones de su amigo se recobrarán, en que su amigo se levantará de la cama riendo, en que los dos beberán cerveza, saldrán a navegar, conversarán. No llora. Espera con ansia un día especial que recuerda en el futuro: su amigo y él comerán sandwiches ante una mesa baja, él hablará de su temor a ser viejo y a que no lo quieran, su amigo asentirá amablemente, las gotas de lluvia se deslizarán por el cristal de la ventana.
Y ahora, Barba:
Hay un hombre frente a la tumba de su amigo, arroja un puñado de tierra sobre el ataúd, siente la fría lluvia de abril en el rostro. Anticipa mentalmente el día en que sus pulmones sean fuertes, en que su amigo se levante de la cama riendo, en que los dos tomen una cerveza juntos, salgan a navegar, charlen. No llora. Espera con anhelo un día muy particular que recuerda del futuro en el que él y su amigo estén comiendo unos bocadillos en una mesa baja, en el que él le confesará su miedo a envejecer y a acabar solo, y su amigo asentirá muy despacio, mientras la lluvia resbala suavemente por los cristales.
Los sueños de Einstein nos presenta al científico -en un prólogo que os dejo íntegro al cierre de esta reseña- adormilado en la oficina de patentes de la Speichergasse, en Berna, de la que es empleado. Mientras fuera del local la vida discurre por los habituales cauces de la normalidad más anodina, el joven -corre el año 1905 y Albert apenas cuenta con veintiséis años- alterna su modesta dedicación profesional con la creación de los primeros esbozos de su teoría de la relatividad. Agotado por la intensa actividad mental de los últimos meses -sus anticipadoras ideas bullen en su cerebro impidiéndole dormir- Einstein sueña, en un constante duermevela, con imaginados universos en lo que toman cuerpo sus controvertidas teorías, hasta el punto de que la realidad de sus estudios e investigaciones acaba por imbricarse y hacerse indiscernible con el difuso escenario de sus fantasiosas visiones. Lightman inventa treinta de esos sueños que se presentan en otros tantos breves capítulos -el libro no llega a las ciento cincuenta páginas-, fechados en distintos días que van desde el 14 de abril al 28 de junio de 1905, un día antes de que el joven Albert concluyera su innovadora teoría. Su formación científica y su dedicación profesional en el mundo de la astrofísica le permiten al autor construir esta brillante treintena de sucintos relatos combinando sus conocimientos de física, en particular de las abstrusas y muy avanzadas concepciones del tiempo, con la sensibilidad artística, que aflora en una serie de “escenas” memorables que reflejan, con agudeza y sensibilidad, algunos de los aspectos esenciales, filosóficos y hasta metafísicos, de la naturaleza humana. El libro recorre las distintas derivaciones de las, para los profanos, inconcebibles hipótesis sobre el tiempo que postula la teoría de la relatividad, inventando, en una operación muy atractiva literariamente, rezumando lirismo y belleza, su posible plasmación práctica en diferentes escenarios de un universo conocido y familiar pero descabalado y fantástico, incomprensible y enigmático por mor de la inquietante traslación, del imaginativo desplazamiento de la noción del tiempo, situada fuera su eje más consabido y convencional, esa confortable interpretación con la que convivimos a diario y que presupone un cómodo orden lineal, con pasado, presente y futuro sucediéndose imperturbables con nítida progresión.
Conocemos así el tiempo circular, un tiempo que se pliega sobre sí mismo de modo que el mundo se repite de forma precisa e infinita, en el que la gente vive sus vidas repetidas en un bucle continuo: comerciantes que realizan una y otra vez el mismo trato, políticos que lanzan sus discursos en infinitas ocasiones, padres que se embelesan con la siempre primera risa de sus hijos, amantes que hacen el amor con inocencia, como si se tratara siempre de un descubrimiento original. Un mundo en que se repite con precisión cada apretón de manos, cada beso, cada nacimiento, cada palabra. Y está el tiempo arrastrado hacia el pasado, que provoca que los pájaros, la tierra y las personas atrapadas en esa corriente desviada se ven arrastrados súbitamente al pasado. Y nos fascinan los pormenores de unas vidas organizadas según las exigencias del tiempo simultáneo en el que las distintas cadenas de acontecimientos suceden realmente y de manera simultánea. Un mundo tridimensional en el que un objeto también puede participar en tres futuros perpendiculares. Cada uno de esos futuros se mueve en una dirección distinta del tiempo, y todos son reales.
Y hay un capítulo que formula la existencia de dos tiempos, uno mecánico y otro corporal, el primero rígido y metálico como el de los relojes, inflexible y predeterminado; el segundo, dúctil y voluble, decide las cosas sobre la marcha. Otra situación sorprendente es la que se plantea a partir de la certeza, descubierta por la ciencia, de que el tiempo transcurre más despacio cuanto más lejos se está del centro de la tierra. Y aunque los efectos son casi inapreciables, este tiempo en altura permite al autor inventar una sociedad en la que las gentes, deseando permanecer jóvenes, se trasladan a las montañas, para arañar unos segundos al inflexible dios Cronos. Y está el tiempo entrelazado, en el que la causa y el efecto son erráticos: A veces el primero precede al segundo, a veces el segundo al primero. O tal vez la causa reside siempre en el pasado y el efecto en el futuro, pero futuro y pasado están entrelazados; el tiempo estático, que apenas se mueve, que pasa aunque no sucedan muchas cosas, porque el tiempo y el discurrir de las vidas no son lo mismo; el tiempo inmóvil, detenido, en el que las gotas de lluvia cuelgan inmóviles en el aire. Los péndulos de los relojes flotan a medio vaivén. Los perros alzan sus hocicos en aullidos silenciosos. Los transeúntes están congelados en calles polvorientas, con las piernas alzadas y como sostenidas por hilos. Los aromas de los dátiles, los mangos, el cilantro, el comino permanecen suspendidos en el espacio; el tiempo discontinuo, que provoca que todo esté a medio terminar, en un mundo de planes que cambian, de oportunidades súbitas, de visiones inesperadas. En este mundo, el tiempo no transcurre de manera uniforme, sino intermitente y, debido a esa razón, la gente tiene visiones súbitas del futuro; o el tiempo en movimiento, en el que las casas y los apartamentos, los edificios y las gentes, los muebles, los árboles, todo avanza frenéticamente porque en este mundo el tiempo pasa más despacio para la gente que se mantiene en movimiento. De ahí que todos viajen a gran velocidad, para ganarlo.
Otros supuestos muy evocadores son el de un tiempo que solo existe en imágenes; o que es un sentido como la vista o el gusto, de manera que una secuencia de episodios puede ser rápida o lenta, tenue o intensa, salada o dulce, causal o sin causa, ordenada o aleatoria, dependiendo de la historia previa de quien la contempla; o que es una cualidad y no una cantidad mensurable, por lo que los momentos se suceden y sus protagonistas desconocen su duración, abismados en las sensaciones de su vivencia, ignorantes de un tiempo imposible de medir; o que es visible y, del mismo modo que uno puede mirar en la distancia y ver casas, árboles y cimas de montañas que constituyen puntos de referencia en el espacio, uno puede también mirar en otra dirección y ver nacimientos, bodas, muertes que constituyen hitos en el tiempo, prolongándose vagamente hasta un futuro lejano.
Y hay un tiempo que transcurre hacia atrás y en el que alguien coge un melocotón podrido y blanduzco de la basura y lo pone sobre la mesa para que se vuelva rosado. Se pone primero rosado y a continuación, duro, lo llevan en la bolsa de la compra hasta la tienda del mercado, de ahí pasa al mostrador y a la caja y regresa al árbol de flores rosadas, la vida entera deslizándose a contracorriente; o el tiempo en un día, en el que la gente vive su existencia entera en una sola jornada y los hombres y las mujeres solo ven un amanecer y una puesta de sol; o el mundo sin futuro, mero presente, en el que los sentidos no pueden concebir qué hay más allá del instante actual, un mundo en que cada amigo que se aleja es una muerte, cada risa es la última risa; un presente permanente como el que se vive en el mundo en que la gente no tiene recuerdos y debe llevar cuadernos de notas -el Libro de la vida- para recuperar las experiencias que han vivido y cuya memoria instantánea apenas retienen.
Las ficciones de Lightman nos ponen en contacto también con el tiempo infinito, en el que las personas viven eternamente y la población se divide entre los Luego y los Ahora (los primeros carecen de prisa, pues siempre habrá tiempo para trabajar, para estudiar, para enamorarse; los otros se lanzan a la infinitud de la vida experimentando mil trabajos, mil estudios, mil amores; unos son tranquilos y sosegados, posponen de continuo sus tareas; los otros impacientes, viven un frenesí de actividad); y con el tiempo desconectado, en el que el mundo se rompe, no es continuo, se disloca en una sucesión de pausas y avances, de abruptas interrupciones: La boca del panadero se congela a media frase. El niño flota a media zancada, la pelota queda suspendida en el aire. El hombre y la mujer se convierten en estatuas bajo el soportal, se interrumpe su conversación como si alguien hubiese alzado la aguja de un fonógrafo. El pájaro se queda fijo en su vuelo, inmóvil sobre el río como el decorado de un escenario; o con el tiempo detenido, que paraliza las acciones y condena a la impotencia a las personas, imposibilitadas de atrapar un instante, pues todo es evanescente y desaparece o se marchita sin permitir el disfrute del instante congelado.
Y leemos también qué ocurre cuando el tiempo es un fenómeno local, de manera que dos relojes separados a cierta distancia dan horas distintas, que se alejan cuanto más distantes están; el tiempo transcurre entonces a diferentes velocidades y con él los deseos, los latidos del corazón, las inhalaciones y exhalaciones, el movimiento del viento en la hierba, dificultando el comercio, los negocios, los viajes, el contacto entre las gentes. Y nos aterran las consecuencias del tiempo inmutable, que no fluye y es una estructura rígida, ósea, que se extiende infinitamente hacia adelante y hacia atrás, fosilizando tanto el futuro como el pasado, de modo que todas las acciones, los pensamientos, los soplos del viento y hasta el vuelo de los pájaros están completamente predeterminados, desde siempre. Idéntica sensación de vértigo nos estremece al conocer los pormenores del tiempo repetido, que multiplica los instantes, en un número incontable de copias, en una infinitud inconmensurable de actos, pensamientos, imágenes, melodías, situaciones. Como angustiosa es también la realidad del tiempo de pasado cambiante, un pasado que no es firme y estático, que es solo una ilusión: ¿Podría ser el pasado un caleidoscopio, un patrón de imágenes que se mueven cada vez que las perturba una brisa repentina, una risa, un pensamiento?, una vida imposible en la que con el paso del tiempo el pasado acaba por no haber ocurrido nunca.
Y hay lugar también para la certeza del fin del mundo (El fin del mundo será el 26 de septiembre de 1907. Todo el mundo lo sabe); para el dramático atrapamiento en el tiempo, un universo aciago en el que nadie es feliz, no importa que se hayan detenido en una época de tristeza o de alegría, porque todas las personas atrapadas en el tiempo se quedan atrapadas en soledad; para el férreo orden del tiempo, una dimensión cósmica, la ley de la naturaleza, la tendencia universal en la que nada está fuera de lugar; para el tiempo absoluto que avanza con una regularidad exquisita y a la misma precisa velocidad en todos los rincones del espacio; para el Templo del Tiempo, el Gran Reloj, inflexible y dictatorial, gobernante eterno que rige la vida de todos.
Hay, en fin, algo inquietante, doblemente inquietante, en la lectura de este Los sueños de Einstein, de Alan Lightman. Por un lado, la propia abstracción de las complejas teorías del científico que hace que su plasmación en los relatos resulte perturbadora, con la realidad que conocemos retorcida en decenas de giros y alternativas que intranquilizan y hasta sobrecogen. Además, la dificultad de comprensión plena de todas las derivaciones y consecuencias de los abismos de la relatividad, solo accesibles a expertos, provoca que el lector finalice el libro con la sensación, que puede llegar a ser desasosegante, de no haber entendido del todo, de no haber llegado hasta el extremo de todos los hilos abiertos por la profunda inteligencia del autor. Pese a ello, el libro es magnífico y la experiencia de su lectura altamente recomendable.
Os dejo ahora con la sonata Claro de luna, de Beethoven, una obra que se cita en ese capítulo preliminar del libro al que ya me he referido y que os ofrezco como cierre de mi reseña en la interpretación de Claudio Arrau.
Sobre un lejano soportal, el reloj de la torre suena seis veces y a continuación se detiene. Hay un joven desplomado sobre su escritorio. Ha llegado a la oficina al amanecer, tras otra noche de inquietud. Lleva el pelo despeinado y unos pantalones demasiado grandes. Tiene en la mano veinte páginas arrugadas: la nueva teoría del tiempo que enviará hoy por correo a una revista alemana de física.
En la sala flotan tenues sonidos procedentes de la ciudad. Una botella de leche tintinea sobre el empedrado. Alguien despliega el toldo de una tienda en la Marktgasse. Un carro con verduras traquetea lentamente en alguna calle. Un hombre y una mujer hablan en susurros en un apartamento cercano. Bajo la débil luz que inunda la sala, los escritorios tienen un aspecto sombrío y suave, como animales dormidos. Excepto el del joven, que está abarrotado de libros abiertos, los doce escritorios de roble están cubiertos de documentos pulcramente organizados el día anterior. Dentro de dos horas, cuando llegue, cada empleado sabrá exactamente por dónde empezar, pero en este momento, bajo esta débil luz, los documentos de las mesas no son más visibles que el reloj de la esquina o el banquillo de la secretaria junto a la puerta. En este momento, lo único que se ve son las formas sombrías del mobiliario y la figura del joven desplomado.
Son las seis y diez según el invisible reloj de la esquina. A cada minuto que pasa se van perfilando más objetos. Ahí aparece una papelera de latón. Allí un calendario en la pared. Aquí la fotografía de una familia, una caja de clips, un tintero, una pluma. Allí una máquina de escribir, una chaqueta doblada sobre una silla. Cuando llega su turno, las ubicuas estanterías emergen de la niebla nocturna que inunda las paredes. Las estanterías contienen archivos de patentes. Una de esas patentes se refiere a un nuevo trépano de dientes curvos que minimiza la fricción. Otra propone un transformador eléctrico capaz de mantener un voltaje constante cuando varía el suministro eléctrico. Otra presenta el diseño de una máquina de escribir con unos tipos de velocidad reducida que eliminan el ruido. Es una sala llena de ideas prácticas. Afuera, las cimas de los Alpes resplandecen bajo el sol. Estamos a finales de junio. Un barquero desata su pequeño esquife en el Aar, lo aleja de la orilla y deja que la corriente lo arrastre por la Aarstrasse hacia la Gerberngasse, donde distribuirá sus manzanas y bayas de verano. Un panadero llega a su tienda de la Marktgasse, enciende su horno de carbón y comienza a amasar la harina y la levadura. Dos amantes se abrazan en el puente Nydegg y contemplan el río con tristeza. Un hombre examina el cielo rosado desde su balcón de la Schifflaube. Una mujer insomne baja lentamente por la Kramgasse, asomándose a cada soportal, leyendo los carteles a media luz.
En la larga y estrecha oficina de la Speichergasse, en esa sala repleta de ideas prácticas, el joven empleado sigue dormido en su silla, con la cabeza apoyada en el escritorio. Desde hace ya algunos meses, desde mediados de abril, tiene sueños relacionados con el tiempo. Sus sueños se han apoderado de sus investigaciones. Sus sueños le han agotado, le han dejado tan exhausto que a veces ni siquiera sabe si está dormido o despierto. Pero los sueños ya han cesado. De entre las muchas naturalezas del tiempo, imaginadas como noches igualmente numerosas, una de ellas parece más convincente que las demás. Y no es que las otras sean imposibles. Tal vez existan en otros mundos.
El joven se remueve en su silla, a la espera de que llegue alguna mecanógrafa, y tararea por lo bajo el Claro de luna de Beethoven.