GIANI STUPARICH. LA ISLA
Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, como cada miércoles en primera emisión y cada viernes en redifusión dentro de la sintonía de Radio Universidad de Salamanca, llegando hasta todos vosotros con la intención de proponeros un libro cuya lectura pueda resultaros de vuestro interés. Hoy os traigo un pequeño librito, que ha puesto en circulación Minúscula, que haciendo honor a su nombre es un también diminuto sello editorial que se distingue por una muy cuidada política de publicaciones caracterizada por la recuperación de textos, generalmente breves, relativamente olvidados, pero de una excelente calidad, en traducciones magníficas y ediciones exquisitas. El libro de hoy se llama La isla, su autor es el italiano de Trieste Giani Stuparich, y su aparición ha sido saludada con auténtico alborozo por la crítica especializada, que ha visto en él una obra maestra. Del mismo modo ha sido ensalzada, y con razón, la estupenda traducción de José Antonio González Sainz. La edición se completa con un breve pero ilustrativo prólogo de Elvio Guagnini, y con un texto final en el que Claudio Magris traza en unas pocas páginas el esbozo del mundo literario triestino y de la destacada presencia en él de Giani Stuparich. No dispongo hoy de mucho tiempo para comentar el libro con detalle, pues aparte de nuestras limitaciones habituales me gustaría leeros al final de mi reseña un fragmento muy interesante, significativo y bastante extenso de la novela, por lo que os resalto un par de aspectos destacados del libro y dejo que sea la voz del propio autor la que hable.
Un hombre enfermo, que se sabe a las puertas de la muerte, decide volver, quizá por última vez, a la isla en la que nació, la isla de su infancia. Pide a su hijo, del que no se ha ocupado demasiado en la vida, que le acompañe en este viaje que se adivina el postrero. Ese viaje y la estancia en la isla, propiciarán un acercamiento entre ambos que resultará esencial en las vidas de ambos. El hijo analiza con aprensión la figura paterna, su grave dolencia, su declive, su cansancio, su miedo, aprende el sentido de la pérdida, experimenta el terror de la enfermedad y anticipa en él su propio destino, el triste horizonte hacia el que se dirige toda vida humana. El padre, feliz por encontrarse con su hijo, al que ve adulto y formado, en la plenitud de la existencia, se ve confortado en sus últimos días por el sentimiento de la paternidad, por su grandeza, por saber que su legado permanecerá en esa vida joven y poderosa que le acompaña en la isla. El paso del tiempo, la edad, la vejez, el deterioro, la muerte, el sufrimiento, la resignación, la lucha por la vida, son algunos de los grandes temas de la novela.
Y todo ello en el marco de la isla, que se configura como otro de los protagonistas de la obra; una isla que aparece tan viva, tan dotada de personalidad, que podríamos hablar de otro personaje, el que cierra el triángulo central de la novela. Es una isla que aparece en su rotunda realidad, una isla adriática, la luz inundándolo todo, el calor asfixiante, el viento seco agrietando las pieles, revolviendo los cabellos, el sol inclemente, el sopor de la sobremesa aprovechando la leve brisa del mistral, la tierra polvorienta, las monótonas rocas, los áridos pedregales, el vocerío embriagador de las cigarras, la ardiente vegetación mediterránea, los pinos, los alerces, los enebros, las pitas monstruosas, el frescor de la resina, los aparejos de los pescadores arrumbados en el puerto salobre, el mar detenido y persistente, amenazante y salvador, las barcas meciéndose, los reverberos fulgurantes, el terco oleaje, el exuberante, el intenso aroma del mar. Una isla que se muestra también como metáfora, como escenario concentrado donde evidenciar los modelos de comportamiento del hombre frente a los hitos importantes de la vida, como señala en su estudio introductorio Elvio Guagnini.
Os dejo ya con ese amplio fragmento que os anunciaba al comienzo de La isla, de Giani Stuparich publicado por editorial Minúscula, un libro que, sin duda, os va a interesar. Para cerrar la emisión de hoy, y tras el texto leído, escucharéis Father and son, una antigua canción de Cat Stevens, publicada en 1970 y que resulta muy apropiada para ilustrar las relaciones paternofiliales
El hombre nacido en la isla estaba hecho para moverse por el mundo y para regresar a ella sólo al final de sus días. Quien había atravesado cincuenta veces el Atlántico o navegado por el Pacífico, quien había corrido las aventuras propias de todas las tripulaciones por los distintos astilleros de Europa y América, no podía encontrar paz dentro de un huertecillo con sus hierbas aromáticas, mirando pasar las nubes sobre su cabeza, o admirando, mientras se acuna en una barquichuela, la superficie reverberante del puerto. Corría el riesgo de volverse como Fabricio, con su larga cara amarilla llena de bolsas y los ojos húmedos, parecía un viejo mastín rabioso, atado a la cadena, que nunca se hubiera movido más allá de un radio de dos metros en torno a su perrera; o como Antonio que, desdentado, con la barbilla apoyada siempre en la empuñadura de su bastón, enrojecidos y mellados los párpados, parecía un pupilo de una casa de caridad para mendigos.
No, que no contaran con él en aquella pandilla refunfuñona; a él le bastaría, en el último momento, el rectángulo donde estaba sepultado su padre: allí se uniría con la árida tierra de su isla natal, y su nombre se grabaría bajo el nombre de su padre en la modesta piedra extraída de aquella misma tierra. ¿Se acercaba la hora? No le importaba saberlo. Le esperaban algunos días buenos, en el aire que había respirado en su infancia y que sentía suyo, lo mismo que el tono de la sangre.
Cosas ligeras, rincones tranquilos reverberaban en su imaginación. Hasta el punto de que el mal físico no conseguía turbarlo, era como un fondo molesto que se distanciara cada vez más de la realidad viva.
Sabía que más allá, en la otra habitación, cerca, respiraba su hijo. Le daba una sensación de seguridad, nueva y apacible. Nunca había sentido la necesidad de que nadie fuera su sostén, pero ahora un misterioso temor, que había anidado en el fondo oscuro de su ser, lo llevaba a mirar en torno a él, como buscando una criatura que le infundiera valor. Su hijo. Tenían poco que decirse, pero qué sencillo era sentirse unidos.
Un hombre enfermo, que se sabe a las puertas de la muerte, decide volver, quizá por última vez, a la isla en la que nació, la isla de su infancia. Pide a su hijo, del que no se ha ocupado demasiado en la vida, que le acompañe en este viaje que se adivina el postrero. Ese viaje y la estancia en la isla, propiciarán un acercamiento entre ambos que resultará esencial en las vidas de ambos. El hijo analiza con aprensión la figura paterna, su grave dolencia, su declive, su cansancio, su miedo, aprende el sentido de la pérdida, experimenta el terror de la enfermedad y anticipa en él su propio destino, el triste horizonte hacia el que se dirige toda vida humana. El padre, feliz por encontrarse con su hijo, al que ve adulto y formado, en la plenitud de la existencia, se ve confortado en sus últimos días por el sentimiento de la paternidad, por su grandeza, por saber que su legado permanecerá en esa vida joven y poderosa que le acompaña en la isla. El paso del tiempo, la edad, la vejez, el deterioro, la muerte, el sufrimiento, la resignación, la lucha por la vida, son algunos de los grandes temas de la novela.
Y todo ello en el marco de la isla, que se configura como otro de los protagonistas de la obra; una isla que aparece tan viva, tan dotada de personalidad, que podríamos hablar de otro personaje, el que cierra el triángulo central de la novela. Es una isla que aparece en su rotunda realidad, una isla adriática, la luz inundándolo todo, el calor asfixiante, el viento seco agrietando las pieles, revolviendo los cabellos, el sol inclemente, el sopor de la sobremesa aprovechando la leve brisa del mistral, la tierra polvorienta, las monótonas rocas, los áridos pedregales, el vocerío embriagador de las cigarras, la ardiente vegetación mediterránea, los pinos, los alerces, los enebros, las pitas monstruosas, el frescor de la resina, los aparejos de los pescadores arrumbados en el puerto salobre, el mar detenido y persistente, amenazante y salvador, las barcas meciéndose, los reverberos fulgurantes, el terco oleaje, el exuberante, el intenso aroma del mar. Una isla que se muestra también como metáfora, como escenario concentrado donde evidenciar los modelos de comportamiento del hombre frente a los hitos importantes de la vida, como señala en su estudio introductorio Elvio Guagnini.
Os dejo ya con ese amplio fragmento que os anunciaba al comienzo de La isla, de Giani Stuparich publicado por editorial Minúscula, un libro que, sin duda, os va a interesar. Para cerrar la emisión de hoy, y tras el texto leído, escucharéis Father and son, una antigua canción de Cat Stevens, publicada en 1970 y que resulta muy apropiada para ilustrar las relaciones paternofiliales
El hombre nacido en la isla estaba hecho para moverse por el mundo y para regresar a ella sólo al final de sus días. Quien había atravesado cincuenta veces el Atlántico o navegado por el Pacífico, quien había corrido las aventuras propias de todas las tripulaciones por los distintos astilleros de Europa y América, no podía encontrar paz dentro de un huertecillo con sus hierbas aromáticas, mirando pasar las nubes sobre su cabeza, o admirando, mientras se acuna en una barquichuela, la superficie reverberante del puerto. Corría el riesgo de volverse como Fabricio, con su larga cara amarilla llena de bolsas y los ojos húmedos, parecía un viejo mastín rabioso, atado a la cadena, que nunca se hubiera movido más allá de un radio de dos metros en torno a su perrera; o como Antonio que, desdentado, con la barbilla apoyada siempre en la empuñadura de su bastón, enrojecidos y mellados los párpados, parecía un pupilo de una casa de caridad para mendigos.
No, que no contaran con él en aquella pandilla refunfuñona; a él le bastaría, en el último momento, el rectángulo donde estaba sepultado su padre: allí se uniría con la árida tierra de su isla natal, y su nombre se grabaría bajo el nombre de su padre en la modesta piedra extraída de aquella misma tierra. ¿Se acercaba la hora? No le importaba saberlo. Le esperaban algunos días buenos, en el aire que había respirado en su infancia y que sentía suyo, lo mismo que el tono de la sangre.
Cosas ligeras, rincones tranquilos reverberaban en su imaginación. Hasta el punto de que el mal físico no conseguía turbarlo, era como un fondo molesto que se distanciara cada vez más de la realidad viva.
Sabía que más allá, en la otra habitación, cerca, respiraba su hijo. Le daba una sensación de seguridad, nueva y apacible. Nunca había sentido la necesidad de que nadie fuera su sostén, pero ahora un misterioso temor, que había anidado en el fondo oscuro de su ser, lo llevaba a mirar en torno a él, como buscando una criatura que le infundiera valor. Su hijo. Tenían poco que decirse, pero qué sencillo era sentirse unidos.