Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de noviembre de 2022

ERIKA FATLAND. LA FRONTERA
 
Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, os da la bienvenida a una nueva emisión de nuestro espacio, recomendándoos, como de costumbre, la lectura de un libro elegido siempre con criterios de calidad e interés. Así ocurre, sin duda, con mi propuesta de esta tarde, una obra muy sugestiva, centrada en un territorio híbrido, a caballo del reportaje periodístico, la crónica histórica, la narración viajera o el ensayo de investigación; un texto de una subyugante potencia narrativa, capaz de cautivar la atención del lector, aparte de estimular su curiosidad, alentar su reflexión y avivar su ansia de conocimiento. 

Se trata de un libro publicado en 2021 que, además, cobra una especial actualidad, tras estos casi nueve meses de guerra en Ucrania, pues el núcleo central de su planteamiento gira sobre Rusia, la Rusia imperial y expansionista que, bajo cualquiera de sus formas (el Imperio zarista, la república de los soviets, la comunista de la URSS y, por fin, la del autócrata Putin), amenaza, depredadora, desde hace siglos, la autonomía de los países de su entorno. La frontera, escrito en 2017 por la noruega Erika Fatland y publicado cuatro años después en nuestro país por la Editorial Tusquets en traducción de Carmen Freixanet Tamborero, lleva, en este sentido, un subtítulo bien revelador: Un viaje alrededor de Rusia a través de Corea del Norte, China, Mongolia, Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Polonia, Letonia, Estonia, Finlandia, Noruega y también el Paso del Noreste. Y en eso consiste, precisamente, el libro, en la apasionante narración, llena de anécdotas y peripecias, pero también de muy documentada información, en la que se nos da cuenta del largo periplo de la autora por los catorce países que hacen frontera con Rusia (salvo China, ningún otro país del mundo cuenta con tantos vecinos). 

Erika Fatland es escritora, periodista y antropóloga social. En el ejercicio de su poliédrica condición profesional ha viajado por el mundo entero (El ser humano siente una irrefrenable necesidad de explorar cada rincón de nuestro planeta, reza la inequívoca cita de Fridtjof Nansen con la que se abre La frontera), habiendo vivido en numerosos países. La nota editorial con la que se nos presenta el libro nos informa de dos obras previas, que no están traducidas, que yo sepa, en nuestro país, dedicadas, la primera, a la masacre islamista en la escuela de Beslán ocurrida en 2004 en Osetia del Norte, una antigua república soviética en conflicto permanente con la actual Rusia (basada, al parecer, en el trabajo de campo para lo que acabaría por ser su tesis doctoral de antropología); y, la segunda, al ataque terrorista en la isla de Utoya, Noruega, el 22 de julio de 2011, en el que el ultraderechista Anders Berwick disparó de manera indiscriminada y cruel contra un campamento de adolescentes y jóvenes de entre 14 y 17 años, simpatizantes del Partido Laborista noruego, matando a sesenta y nueve de ellos y provocando lesiones y heridas graves a más de un centenar. En relación con este último suceso aprovecho para recomendaros la película Utoya. 22 de julio que, dirigida por Erik Poppe en un alarde de virtuosismo técnico (el filme consta de un único plano secuencia, salvo las imágenes iniciales del atentado previo en Oslo, perpetrado horas antes por el propio Brewick, extraídas de los vídeos grabados por cámaras de la zona), traslada al espectador la angustia, el sufrimiento y el terror que vivieron los chicos acampados en la isla tras la irrupción del asesino. 

Volviendo a Fatland, Tusquets publicó en 2019, y también con traducción de Carmen Freixanet, Sovietistán, un libro que, por desgracia, no he tenido tiempo de leer -aunque sí muchas ganas-, en el que la autora narra, partiendo de un enfoque y siguiendo un planteamiento con muchas concomitancias con los que rigen este La frontera que ahora os presento, un viaje por cinco repúblicas de Asia Central (Turkmenistán, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán), emancipadas de la antigua Unión Soviética en 1991, en lo que constituye, al parecer, otro apasionante reportaje sobre la cultura y la historia, la geografía y la política, los paisajes y las gentes de unas sociedades muy desconocidas para los ciudadanos occidentales. 

Una noche de hace tres años y medio, soñé que deambulaba por un gran mapa. Mi caminata recorría una sinuosa línea roja: la frontera de Rusia. Erraba de un país a otro, todo el tiempo con la enorme Rusia al norte y al este. Cuando desperté, comprendí enseguida que este sería mi siguiente libro, un viaje a lo largo de la frontera rusa, de Corea del Norte al norte de Noruega. Dejándose llevar por el impulso surgido en su sueño, Erika Fatland se dispone a la tarea y planifica su ruta. Empezaría en Pyongyang y viajando siempre hacia el oeste, terminaría en Kirkenes. La democrática y pluralista Noruega y la totalitaria y cerrada Corea del Norte no tienen demasiadas cosas en común, excepto una: los dos países hacen frontera con Rusia. Su largo periplo a lo largo de la frontera rusa le llevará dos años en los que recorrerá más de sesenta mil kilómetros. Interesada desde siempre por el inmenso país euroasiático (Desde que terminé el bachillerato, me había sentido atraída por Rusia, por su cultura, literatura, historia y, cómo no, por el pueblo ruso, por la llamada dusha rusa, el alma rusa) y profunda conocedora de su realidad (había dedicado años de mi vida a intentar comprender este gigantesco país y a su gente), decide encarar su nueva aproximación al objeto de su atracción con una mirada “nueva”: en vez de conocerlo desde dentro, como había hecho hasta entonces, pasar a observarlo “desde fuera”, desde la perspectiva de los vecinos. Y es que la frontera de Rusia es la más extensa del mundo, 60.932 kilómetros en su conjunto. Una gran parte de ellos discurre a lo largo de la costa, desde Vladivostok, en el este, hasta Múrmansk, en el oeste. Un enorme territorio casi deshabitado que gran parte del año está cubierto por el hielo y la nieve

El libro se abre precisamente en ese helador desierto marino, en una narración que parte de un largo flashback. Saliendo del cabo Dezhniov, el punto más oriental del continente euroasiático, a más de 8.500 kilómetros de Moscú, más de 6.500 de Nueva York y menos de 90 kilómetros del cabo Príncipe de Gales, en Alaska, al otro lado del estrecho de Bering que separa Asia y América, Fatland vuelve a casa cruzando el Paso del Noreste y atravesando el Ártico embarcada en el Akademik Shokalskiy, un viejo barco soviético dedicado a la investigación. En compañía de otros cuarenta y siete pasajeros, recorrerá, en apenas un mes, los más de diez mil kilómetros que constituyen la otra frontera de Rusia, la marítima septentrional, completando así, por otra vía, el proyecto largo tiempo deseado. En el capítulo preliminar del libro, que se centra en esas cuatro semanas en el gélido océano (sin cobertura telefónica, sin internet, sin contacto con el mundo. Ningún correo electrónico que responder, ningún tuit de Trump por el que enfadarse, ni elecciones en Noruega, ni actualizar el Facebook ni tener que seguir discusiones absurdas; el barco y su pequeño mundo era todo lo que existía. Así debió de ser viajar en otros tiempos: si uno estaba lejos de casa, estaba lejos y punto, el hogar era solo un recuerdo, un mundo paralelo, inaccesible, y no como ahora, siempre con él en el bolsillo), la autora detalla los pormenores de la vida a bordo, salpimentando su relato con anécdotas de los otros viajeros; describe los lugares que atraviesa, en los que percibe el abandono y la desidia de Rusia y el creciente peligro medioambiental, cercano a la catástrofe en aquellos territorios polares (El Ártico está entre las zonas del globo terráqueo donde el cambio climático provocado por la acción humana es más dramático y perceptible. El calentamiento en el norte se produce el doble de rápido que el de la media mundial, y cada vez se acelera más. Desde 1979, que fue cuando empezaron las mediciones, hay 91.000 kilómetros cuadrados menos de hielo cada año en el Ártico de promedio); ofrece datos de los descubrimientos, las expediciones y las investigaciones científicas que tuvieron lugar en esas regiones inhóspitas; examina aspectos de la historia, la cultura, la geografía y la política -y de, consecuentemente, la geopolítica- de la vasta y helada región (entre otros muchos ejemplos: Para las autoridades rusas, el dramático cambio climático abre una potencial mina de oro. No solo les será más fácil acceder a los recursos de petróleo y gas que almacena el fondo del mar, sino que dispondrán de una ruta más corta entre Asia y Europa del Norte); y, en definitiva, plantea el marco general en el que se inscribe la aventura vivida en los dos años precedentes y que acabará por transmitir al lector en las más de seiscientas páginas de un libro que, en último término y desde un plano teórico, podríamos decir que gira, ya lo indica el título, sobre la difusa noción de frontera, un concepto sobre el que Fatland reflexiona a lo largo de su voluminoso aunque muy sugestivo ensayo. 

Las fronteras, sostiene la noruega, son algo concreto y extremadamente abstracto a la vez. En su trayecto ártico constata cómo los límites se difuminan (nos movíamos por dentro y por fuera de las aguas territoriales rusas, dentro y fuera de las líneas discontinuas solo visibles en el mapa del capitán y en el GPS). Pero también en sus desplazamientos por tierra comprueba lo que cualquier viajero puede percibir en cuanto abandona la seguridad de su hogar y su país: En el globo terráqueo los países están delimitados concienzudamente, a ser posible con colores diferentes, como piezas de un rompecabezas. Pero en realidad, el espacio físico es indivisible; en la naturaleza no hay fronteras, solo transiciones. Son los seres humanos quienes han dividido el mundo en colores distintos, separados con las líneas del mapa

En este espacio intermedio, a caballo de estas líneas invisibles, se mueve el libro. Nuestro perfil como individuos se construye a partir del contacto, de la confrontación, de las diferencias y -a veces- el enfrentamiento con los otros. Otro tanto ocurre con los países y las culturas: La identidad y las diferencias culturales se construyen en la frontera e interactuando con el extranjero. La aceptación de este hecho desencadena la pregunta que constituye la razón de ser del libro: estando Rusia rodeada de vecinos, algunos grandes y poderosos como China, otros pequeños y obstinados como Corea del Norte y Georgia, ¿podrá afirmarse, en consecuencia, que el pasado y el ahora de Rusia han sido moldeados por esta vecindad

El muy estimulante viaje de Fatland pretende resolver esta cuestión (y su corolario: ¿qué implica realmente tener al país más grande del mundo como vecino?), que formula habitualmente a sus interlocutores: —¿Qué tal es vivir tan cerca de Rusia? —le pregunté. Pronto haría cuatro meses que viajaba a lo largo de la frontera rusa y durante ese tiempo, a cientos de personas, les había hecho la misma pregunta que ahora le hacía a Nino. Empezaba a sentirme un poco monomaniaca; para añadir a continuación: Durante el trayecto descubrí que no existe una sola respuesta a esta pregunta, sino al menos catorce, una por cada país limítrofe. Aunque, en realidad, deben existir millones de ellas, una por cada persona que habita estos territorios fronterizos, ya que todas tienen una historia propia y única; que, hoy, por desgracia, vuelve a estar de tenebrosa actualidad a raíz de la invasión de Ucrania por el afán imperialista de Putin (Nunca fue fácil ser vecino de Rusia. De los catorce países limítrofes, Noruega es el único que no ha sido invadido ni ha entrado en guerra con Rusia en los últimos quinientos años; sin que el fenómeno se dé a la inversa: Grandes extensiones del país están cubiertas de tundra, taiga y bosque; difíciles de defender, fáciles de invadir. Pero las propias dimensiones, las enormes distancias, han constituido las mejores defensas de Rusia; Napoleón y Hitler pueden dar buena cuenta de ello). En las primeras páginas de La frontera se incluye esta esclarecedora síntesis de la reciente historia expansionista de Rusia, que aflora una y otra vez en las distintas regiones visitadas, seguida de una suerte de funesto, aunque por desgracia acertado presagio: 

Tras la caída de la Unión Soviética, Rusia tenía un nivel bajo, tanto económico como político y militar. El dirigente Borís Yeltsin, tan dado a la bebida, estaba al frente del Estado y tenía la ingrata tarea de poner orden después de muchos años de mala gestión económica. En los salvajes años noventa, unos cientos de inversores inmensamente ricos compraron obligaciones del Estado por poco dinero, mientras la mayoría de los ciudadanos lidiaban para llegar a final de mes. La inflación estaba fuera de control, reinaba la anarquía y proliferaban las bandas criminales. En Estados Unidos se celebraba la victoria sobre el comunismo, mientras que en Rusia se lamentaban por todo lo perdido: una sociedad relativamente estable y predecible, y un sistema del bienestar bastante funcional, además de una utopía, un sueño. 

También era la pérdida de un imperio. En pocos meses la población se redujo de 300 millones a 140 millones: había desaparecido una quinta parte del territorio, repartido entre catorce naciones independientes. Entre ellas estaban Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia y Estonia, estados que primero habían formado parte del Imperio ruso y después del soviético, pero que ahora eran los nuevos países vecinos de Rusia. También los países satélites de la Europa del Este escapaban al control de Moscú. Durante siglos los rusos estuvieron acostumbrados a que incontables pueblos y naciones bailaran al son de Rusia. Ahora la música sonaba diferente: apenas unas notas roncas y cansadas. 

En su discurso anual en el Parlamento, en 2005, el presidente Vladímir Putin calificó la caída de la Unión Soviética como «la mayor catástrofe geopolítica» del siglo XX. Naturalmente se refería a la disolución territorial, pero también al hecho de que 25 millones de rusos y personas con el ruso como lengua materna, de repente, se hallaran fuera del territorio ruso. Muchos de ellos viven actualmente en los países vecinos, al otro lado de la extensa frontera rusa. 

Rusia sigue siendo un país grande. Y ahora, lentamente, vuelve a recuperar territorio. Con Putin en el poder, estos últimos diez años, Rusia ha ido adquiriendo más protagonismo en la escena mundial. La economía está relativamente bien encaminada, y el ejército ha sido modernizado con vehemencia. Los vecinos ya no pueden dormir tranquilos por la noche. En determinados lugares ni tan siquiera duermen, sino que pasan la noche en fríos sótanos oscuros al abrigo de las granadas que alumbran el cielo como si fueran multitud de bengalas. 

(…) 

La historia de la frontera rusa es la de la Rusia moderna, con todos sus nuevos países vecinos escindidos, y, al mismo tiempo, también es la historia de la constitución de Rusia y, en consecuencia, de qué es. Queda por ver si también será la historia de la Rusia futura. Cuando soñé que vagaba por la frontera de Rusia hace tres años y medio, Putin todavía no recibía demasiadas críticas, la guerra de 2008 en Georgia estaba perdonada, si no olvidada, y los Juegos Olímpicos de invierno en Sochi llamaban a la puerta. Algunas semanas más tarde, Rusia se anexionó la península de Crimea y poco después estalló la guerra en el este de Ucrania. La frontera rusa se movía de nuevo. 

Pero no se piense que estamos ante un muy sesudo trabajo de investigación académica sobre áridas cuestiones geoestratégicas (aunque resulta sobresaliente el conocimiento que revela Fatland de la historia, antigua y reciente, de las costumbres, de la política o de la economía de los países que visita, en un libro extraordinariamente documentado en el que la autora pone de manifiesto que cuenta, en cada país, con contactos muy bien informados, a menudo activistas a favor de los derechos humanos o autoridades locales, favorables u opositores a los diversos regímenes). La frontera es, quizá por encima de los demás y muy notables frentes que ofrece su poliédrico planteamiento, un formidable libro de viajes (la condición cosmopolita y viajera de su autora queda de manifiesto en el hecho, revelado por ella en un momento del libro, de que ya desde pequeña mostró una clara voluntad por conocer otros países: cursó dos años de secundaria en Lyon y, a los dieciocho, viajó a Helsinki para cumplir allí su último curso de secundaria), que despierta en el lector la pasión por el vagabundeo, las correrías, los descubrimientos; la añoranza de las empresas ya vividas; el ansia por las, quizá, aún por vivir; el afán por descubrir países exóticos, por conocer costumbres sorprendentes, por llevar a cabo experiencias inusitadas, por iniciar cada día sin saber dónde se pasará la noche, por resolver, con mayor o menor dificultad, los obstáculos del camino -el frío, los insoportables trámites burocráticos, las esperas interminables, la absurda arbitrariedad de los controles aduaneros, los trayectos de duración imprevisible, la desorientación, el miedo a veces (cuando uno cruza una frontera se convierte en una víctima propicia. Se está confuso, abrumado y no se sabe cómo funcionan las cosas al otro lado)-, por conversar despreocupadamente con gentes variopintas, con guías de viaje de muy distinto talante (En mis viajes he conocido a muchos guías excéntricos, pero Julia se lleva la palma, afirmará de su acompañante georgiana), por desplazarse en aviones, trenes, camiones, autobuses, furgonetas, taxis, cargueros, caballos y animales de carga de todo pelaje, también a pie, en kayak o en autostop, por compartir alimentos primitivos con lugareños alejados de toda civilización, por multiplicar los encuentros azarosos (en la etapa oriental de su viaje, la gente quiere hacerse selfies con ella, su cabello rubio insólito en aquellas tierras; en otros casos, el color de su pelo, su piel blanca se asocian a Rusia, provocando reacciones contrapuestas según cuál sea la posición política de quien la mira), por recorrer paisajes admirables, insólitos, bellísimos (montañas heladas, grandes extensiones desérticas; también escenarios urbanos caóticos o apacibles aldeas perdidas en la vasta estepa), por experimentar esa sensación de aventura y libertad, de constante asombro, exaltación y entusiasmo que constituye -quien lo probó lo sabe- la esencia de la práctica viajera. 

Más allá de esa clarificadora introducción, el libro se articula en tres grandes ejes, vinculados a las regiones visitadas, Asia, el Cáucaso y Europa, que albergan una cincuentena de capítulos, que aparecen siguiendo el itinerario del viaje, cuyo recorrido puede acompañar el lector a partir de media docena de ilustrativos mapas. Hay, además, cerca de ochenta fotografías que complementan el texto y, en las páginas finales del ensayo, algunos apéndices adicionales que recogen una historia abreviada de Rusia, en la que figuran, cronológicamente ordenados, los principales hechos de la convulsa trayectoria del país. 

Cómo resumir un libro que encierra más de dos años de viaje, infinidad de datos, de hechos y episodios históricos, de anécdotas curiosas, de incidentes llamativos, de lances extraordinarios, de informaciones interesantes. Mis abundantes notas de lectura, centenares en este caso, y mi voluntad (absurda, contraproducente para la legibilidad de mis reseñas, pero difícilmente reprimible) de compartir todo lo que me ha apasionado, me llevarían a dejar aquí reflejo de cada situación, de cada suceso, de cada circunstancia. Me limitaré, en la medida de mis posibilidades, a presentar algunos elementos comunes a la experiencia de Fatland en los distintos países visitados y, si fuera factible -no lo creo-, a ofrecer un breve apunte de cada país recorrido, a partir de lo que me ha resultado más relevante en el inagotable relato de la decidida, perspicaz, inteligente y atrevida escritora noruega. 

La primera idea, ya adelantada, que permea el libro entero es la del juego normalidad/extrañeza que conlleva la existencia de las fronteras: Cruzar una frontera es una de las cosas más fascinantes que existen. Geográficamente, el traslado es mínimo, casi microscópico. Solo te desplazas unos metros, pero de golpe te hallas en otro universo. Algunas veces, todo es absolutamente diferente, desde el alfabeto y la moneda hasta las caras, los colores, los sabores, las fechas importantes y los nombres remarcables que la gente reconoce. En pocos metros, en pocos minutos, el universo ha cambiado. La etimología del término frontera en ruso -granitsa- enlaza con las palabras noruega, grense, o alemana, grenze, y se vincula con la idea de arista o final, constituyendo una manifestación muy reveladora de lo que implica cruzar una frontera territorial. Se sale de una realidad y se entra en otra. El itinerario de Fatland está lleno de estas significativas mudanzas, sucediéndose en él países, regiones, decenas de óblast o provincias de Rusia, repúblicas separatistas (Donetsk, Abjasia, Nagorno Karabaj, Osetia del Sur: parias internacionales, no reconocidas por el resto del mundo; en muchos casos, ni siquiera Rusia, que hostigó las revueltas), idiomas, alfabetos (cirílico, latino, georgiano), religiones (judía, musulmana, católica, budista, ortodoxa, cristiana; por primera vez en este viaje me hallaba en la parte cristiana del mundo, dirá al entrar en Georgia), etnias (uigures, tuvanos, kirguises, kazajos, uzbekos, mongoles, ingusetios, chechenos, turcomanos, tártaros, calmucos, rusos, eslavos varios, tibetanos, tártaros de Manchuria, camelleros de Turkestán, cherquesos, osetios, abjasios, mingrelianos, georgianos, cumanos, kipchakos, samis, varegos, kvens), monedas, costumbres (Había aterrizado en una realidad nueva una vez más, todo era diferente y nuevo: la lengua, los siglos, el alfabeto, la historia y las historias. Los rostros, las voces. Las conversaciones en torno a las mesas de los restaurantes). Los vastos territorios del Cáucaso representan el paradigma de esta mezcla, en tanto que representa, por su central ubicación geográfica, un lugar de encuentro de culturas: El Cáucaso está en mitad de casi todo: entre Europa y Asia, entre Oriente y Occidente, entre el cristianismo y el mundo islámico, entre el mar Negro y el mar Caspio, entre los rusos, los persas y los turcos. Los antiguos árabes, al Cáucaso, lo llamaban djabal alalsun, «una montaña de lenguas». En casi ningún otro lugar del mundo se hablan tantas lenguas en un área tan pequeña, teniendo en cuenta que se incluye a los pueblos aborígenes que habitan la cara norte de la cordillera. Y todo ello en un constante replanteamiento de los límites, de los artificiales contornos que definen los países, de las barreras fronterizas que los separan: La historia de la Europa del Este puede aturdir a cualquiera. Las fronteras han avanzado y retrocedido a través de los siglos; hay países que han desaparecido y reaparecido, otros nuevos han surgido

Y, paradójicamente, siendo muy notoria esta idea de la diversidad, también lo es el hecho, que de continuo observa Fatland en su recorrido, de la actual y progresiva uniformidad en modas, en tiendas (Bulgari, Prada, Chanel, Gucci, Benetton, Adidas, Max Mara), en objetos de consumo, en escenarios urbanos, en gadgets electrónicos (Ahora la moda en las calles -escribe sobre Ulán Bator, la capital mongola- es idéntica a la que se ve en Minsk o en Pekín. Los hombres suelen llevar tejanos y chaquetas de piel, mientras que las chicas se mueven por doquier balanceándose encima de sus altos tacones, y llevan minifaldas y camisetas ceñidas (en cuanto a los turistas, se les reconoce fácilmente porque recorren las calles, ligeros y enérgicos, equipados con ropa deportiva sofisticada, listos para subir el K2 cuando las condiciones les sean propicias). Los bares están llenos de pandillas de chicas alegres que parlotean tomando cócteles hawaianos junto a luminosas pantallas de móviles; en todas partes hay internet de alta velocidad, y la mayoría habla inglés. De los altavoces emanan las mismas voces que en todas partes: Adele, U2, Lady Gaga). 

Este en apariencia fecundo melting pot provoca, sin embargo, dos efectos perniciosos, constatados de continuo por la viajera en cualquier nuevo traslado a una distinta región y que constituyen la segunda de las grandes aportaciones de su obra: las pulsiones identitarias y los constantes conflictos derivados de ellas. En cualquier área en que dos pueblos de distintos orígenes étnicos se ven obligados a convivir o a compartir frontera, los respectivos estados tienden a la uniformidad, a salvaguardar e imponer la cultura, el idioma, el alfabeto o las costumbres del “clan” dominante, a homogeneizar a la población y excluir o eliminar a las minorías que se oponen o resisten. En consecuencia, el viaje que se nos narra está plagado -en la historia y, por desgracia, en el presente: no parece que aprendamos de nuestros errores- de conflictos ancestrales, disputas por el territorio (a reseñar el fenómeno de la borderisation, lamentablemente tan actual, que consiste en que una frontera territorial se ensancha con medios físicos como vallas, cercados de espino u otros, pero sin autorización, lo que produce trágicos disparates como el que describe uno de los interlocutores de Erika: A mi abuela le impresiona que yo viaje tanto de un lugar a otro, pero suele decir que también ella ha viajado [sin moverse de su pueblo], puesto que ha vivido en tres países: ¡la Unión Soviética, Georgia y Osetia del Sur!), mentiras y manipulaciones identitarias que justifican la violencia, las guerras, el terror, los asesinatos, las violaciones brutales (valga la redundancia), las ocupaciones, los asedios, las invasiones, los campos de concentración, las ejecuciones y el exterminio, las tierras minadas, las deportaciones, los enfrentamientos entre ejércitos y también entre la población civil, las hambrunas, la escasez, el contrabando. Una y otra vez la noruega da cuenta de la pervivencia de los mismos frentes y disputas desde hace siglos, del ansia irracional por el poder (que provoca que, a cada poco, cambien las tendencias hegemónicas, la alianzas políticas y comerciales, los conceptos mismos de amigo y enemigo), de los odios viscerales entre pueblos vecinos, del levantamiento y destrucción, de la retirada y la reaparición de monumentos y estatuas de distintos próceres, exaltados o preteridos, según la tendencia hegemónica en cada momento, de los bulos y la desinformación (Lo de Ucrania es culpa de los norteamericanos. Enviaron agitadores y provocadores a Kiev y a Crimea. No veo que Rusia pudiera haber actuado de otra forma, a propósito de la anexión de Crimea), de la muy eficaz utilización de la propaganda (La máquina propagandística trabaja activamente para preservar Rusia como imperio), del miedo ante las invasiones y agresiones del rival fronterizo. ¡Somos rusos, claro que desearíamos que nuestro pueblo perteneciera a Rusia! Hasta la revolución, este territorio formó parte de Rusia a nivel administrativo. Aquí no había kazajos antes de que llegaran los rusos, ¡históricamente este territorio no es kazajo, de ninguna manera!, afirma categórico un individuo con el que habla la viajera, en una manifestación -esa, pero también su contraria (¡No somos rusos, somos osetios!)- que se oirá con frecuencia en distintos lugares del periplo (en Ucrania, por ejemplo, tan actual: La Gran Rusia ha mostrado al mundo entero que, sin ningún reparo, sigue utilizando cualquier medio a su alcance para poner a la Pequeña Rusia en su sitio). 

En este sentido, la manifestación más evidente de esa naturaleza conflictiva de la zona se muestra en la actualidad en la omnipresencia agresiva de Rusia en los límites de su territorio colindantes con prácticamente cada uno de los países que se recogen en el libro, en su condición de amenaza permanente para la paz mundial, en la pervivencia de sus ataques, de sus ocupaciones más o menos discretas (en su paso por la mayor parte de las zonas en conflicto, la autora refiere el intenso proceso de “rusificación” de los territorios ocupados, a través de la propaganda, la educación y, claro está, las deportaciones de las etnias “molestas”), de su propósito -probado en muchas ocasiones- de inmiscuirse en la política de otros países, de la presencia activa de sus tropas y sus armas imponiendo por la fuerza y la violencia los delirantes designios de sus dirigentes. Y todo ello personificado en la figura “tutelar” de un Putin (Rusia nos declara la guerra. Putin es como Hitler. ¿Cómo es posible que un país sin más se apodere de otro en pleno siglo XXI?, afirma un ucranio ¡hace cinco años!) que, como refleja Fatland en más de una ocasión, llena las pantallas de los televisores de restaurantes, centros comerciales, dependencias oficiales y hasta viviendas particulares con su pálido rostro redondo

Frente a la peligrosa figura del “oso ruso”, se alzan, como salvaguarda democrática, la Unión Europea, y, paradójicamente, la OTAN; y así podemos leer: aquí rige el artículo quinto de la OTAN que dice que un ataque militar a uno de los países miembros se considera un ataque a todos los demás, un precepto tan repetido en estos meses. En su recorrido, ya al final de su viaje, por Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia o Suecia, Fatland constata que en los últimos años han proliferado los ejercicios militares de la OTAN en los países bálticos y en el mar Báltico. El mensaje que se envía a Putin es claro: aquí, pero no más lejos. No nos sorprende, pues, que tras la invasión de Ucrania, Finlandia y Suecia hayan activado los protocolos para su incorporación a la organización atlantista. Y el fenómeno, aparentemente aletargado tras la Guerra Fría, se multiplica tras la modernización tecnológica del mundo: Cuando la Unión Soviética se desplomó en 1991, las fronteras geográficas y políticas tuvieron que ser trazadas de nuevo. El Telón de Acero, que dividía Europa en el Este y el Oeste, cayó de la noche a la mañana. Durante décadas la población mundial había vivido entre dos grandes potencias enfrentadas, cada una con un dedo puesto en el botón nuclear, mientras libraban guerras en otros lugares. Occidente contra Oriente, capitalismo contra socialismo, Estados Unidos contra la Unión Soviética, la OTAN contra los países del Pacto de Varsovia. Muchos de los países del Pacto de Varsovia son ahora miembros de la OTAN. Las alianzas se transforman rápidamente y las guerras ya no se libran ni con tanques ni con la maleta atómica; las guerras modernas de Rusia tienen lugar tanto en el ciberespacio como con las acciones de hombrecitos vestidos de caqui y sin insignias en el uniforme. Putin, como antiguo oficial del KGB, no repara en métodos para ejercer poder e influencia; las reglas del juego se respetan solo si favorecen a Rusia […] Rusia puede crear el caos donde le apetezca

Y si en la mente del lector permanece, tristemente, tras acabar el libro, la idea de la aparente inexorabilidad del dominio y las agresiones rusas, también le invade, de un modo igualmente perturbador, la sensación de que es el ser humano el que está abocado a la violencia, a las disputas étnicas, a los enfrentamientos a causa de nuestras diferencias de tribu, raza, credo o ideología (la guerra divide y separa a la gente). No podemos -no queremos, no sabemos- escapar, eso parece, a ese destino funesto que se repite a cada poco en cualquier región del mundo: nos matamos de continuo. Y lo hacemos, muy a menudo, por cuestiones vinculadas a esas difusas líneas que delimitan el espacio de los pueblos, esas fronteras sangrientas que trazamos para dividir y enfrentar, para separar, indisponer y quebrar, para romper, para odiar. ¡Cuántas víctimas, cuánta sangre y cuánto dolor ha causado la cuestión de las fronteras! No tienen fin los cementerios donde yacen aquellos que murieron en el mundo defendiéndolas, reza la cita de Ryszard Kapuściński con la que Fatland, significativamente, encabeza la tercera sección del libro correspondiente a las etapas europeas del viaje. Y todo ello, tanta cruel brutalidad parece fruto, quizá, de la pervivencia de la dimensión animal que aún subyace a nuestra imperfecta naturaleza humana. Manadas de animales que defienden su espacio en virtud de salvajes instintos atávicos. ¿O es esta una interpretación demasiado complaciente con nuestro egoísmo, con nuestra mezquindad, con nuestra maldad? 

Os dejo ya con otro fragmento premonitorio, escrito en relación con la anexión de Crimea por Rusia y con las -entonces, cuando se escribió el libro- solo amenazas de Putin sobre las regiones de Ucrania oriental, hoy tristemente confirmadas. Como acompañamiento musical a mi, una vez más, extensa reseña, os ofrezco Back in the U.S.S.R., el clásico de los Beatles que da título a un capítulo del libro. 


Setenta años después de que el Ejército Rojo hubiera reconquistado Crimea y todos los tártaros de Crimea hubieran sido deportados, los soldados rusos desembarcaron en la península de nuevo. La anexión de 2014 dejó estupefacto al mundo entero. Seis años después de la guerra de Georgia, Rusia infringía de nuevo todas las convenciones habidas y por haber, y violaba el territorio de un Estado soberano. Por lo demás un Estado soberano europeo. El oso había despertado de su letargo y a Europa la cogió por sorpresa. El Kremlin había puesto en claro a los políticos del mundo entero quién decidía en el patio trasero de Rusia. En el patio trasero de Rusia ni se flirteaba con la OTAN ni se rechazaba ser miembro de la Unión Euroasiática para aceptar un acuerdo de asociación con la Unión Europea, sin que eso acarreara consecuencias. 

Esta agresiva política exterior no le ha salido gratis a Rusia. Como castigo se le han impuesto sanciones económicas. A una serie de rusos se les negó la entrada en la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Noruega y Suiza. Como respuesta, y para desesperación de la clase media rusa, Rusia dejó de importar determinados productos alimenticios de los países que apoyaban las sanciones. Para hacer cumplir la prohibición, el Gobierno ruso mandó destruir toneladas de queso francés y de manzanas polacas, productos importados ilegalmente. 

En el ámbito estratégico militar es casi imposible sobrestimar la importancia de que ahora Rusia tenga el control total sobre Crimea. Ahora bien, a la población local, la anexión le ha traído pocas cosas buenas hasta la fecha. La cantidad de turistas ha disminuido en dos millones anuales. Un desastre para el sector turístico, la mayor fuente de ingresos de Crimea. En el momento de escribir esto, los rusos están construyendo un puente sobre el estrecho de Kerch, para conectar la península con el continente. El puente tendrá 19 kilómetros de largo y, según los planes, se abrirá al tráfico rodado en 2018, y para el ferrocarril el año siguiente. Tres mil obreros trabajan día y noche para terminarlo. El precio estimado es de unos de 3300 millones de euros. Por cierto, Hitler y Stalin intentaron construirlo sin éxito, pues el estrecho está expuesto a terremotos y a tormentas, y suele congelarse durante los meses invernales. En otras palabras, el puente tiene la suerte en contra, pero para Putin es una cuestión de prestigio y, en muchos sentidos, de vida o muerte para Crimea. Si el puente llega a buen puerto, Crimea se beneficiará de un cordón umbilical muy necesario con la madre Rusia y dejará de estar a merced del abastecimiento de buques, de la benevolencia de Kiev y de los intentos de sabotaje de los tártaros de Crimea.

Crimea era solo el principio, como pudo verse después. A raíz de la anexión de la península de Crimea, estallaron manifestaciones prorrusas en la región de Donbás, en el este de Ucrania. La situación empeoró rápidamente y en mayo, la República Popular de Lugansk y la República Popular de Donetsk se declararon independientes de Ucrania. Habían nacido dos nuevas repúblicas separatistas. Con el apoyo de Rusia, los sublevados prorrusos exigían que toda la región de Donbás, y, aún mejor, toda la región de Novoróssia, se separaran de Ucrania. Ciudades importantes como Sloviansk y Mariúpol fueron recuperadas por las fuerzas militares ucranianas a lo largo del verano y el otoño de 2014, pero los sublevados controlan todavía ciudades importantes de las provincias de Donetsk y Lugansk. A diferencia de cuando se produjo la anexión de Crimea, el Gobierno ruso todavía niega rotundamente haber enviado material militar o tropas regulares al este de Ucrania, pero existen numerosas fotografías hechas vía satélite y testigos que demuestran lo contrario. 

Más de dos millones de personas han huido de la guerra que hasta el momento ha segado la vida de diez mil personas. Se han firmado varios armisticios, que en teoría debían ser permanentes, pero hasta ahora ninguno ha sido respetado más allá de unos pocos días consecutivos. Desde el bloqueo de los tártaros de Crimea y de las blancas playas del mar Negro, puse rumbo al noreste. Y cuanto más me acercaba a la línea del frente de guerra, más corta era la distancia entre los controles militares. En la carretera, pronto hubo más vehículos militares que civiles. La guerra se acercaba cada vez más.

Videoconferencia
Erika Fatland. La frontera

miércoles, 2 de noviembre de 2022

CLAUDIA PIÑEIRO. CATEDRALES
  
Hola, buenas tardes. Como cada miércoles, desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, ofreciéndoos una nueva sugerencia lectora. He querido dejar para mi propuesta de hoy, 2 de noviembre, Día de difuntos, un libro leído ya hace tiempo pero que resulta ahora oportuno porque, además de otros elementos destacados, hay en él una cierta presencia de la muerte, no como protagonista, pero sí de un modo sustantivo, en su trama argumental. Se trata de una novela, escrita por una mujer, publicada en nuestro país en 2021, en el sello Alfaguara. La novela pertenece, vagamente, a un género, el thriller, al que se adscribe de una manera singular, pues no constituye un exponente convencional de ese hoy muy frecuentado ámbito literario, sino que lo “roza” con inteligencia y originalidad, compartiendo algunos de los rasgos de las novelas policiales clásicas, pero alejándose de ellas en un planteamiento y un desarrollo libres de los corsés del género y abiertos a frentes que claramente los desbordan. Me estoy refiriendo, hora es ya de revelar el título, a Catedrales, la última obra de la prolífica escritora argentina Claudia Piñeiro.

Claudia Piñeiro es una escritora veterana que cuenta, en efecto, una consolidada carrera como escritora, pese a lo cual este Catedrales es el primer libro de ella que he leído. La nota con la que la editorial nos la presenta nos informa que nació en Buenos Aires en 1960 y que aparte de escritora, es también dramaturga, guionista de televisión y colaboradora de distintos medios gráficos. Sólo en la editorial Alfaguara han visto la luz otras ocho novelas y un libro de cuentos. Su obra ha sido muy traducida y, en algunos casos, llevada al cine. Su exitosa trayectoria literaria la ha hecho acreedora de diversos galardones por algunos de sus títulos, como el Premio Negra y Criminal 2021 del festival del género Tenerife Noir, el Pepe Carvalho del Festival Barcelona Negra y el XII Premio Rosalía de Castro del PEN (Club de Poetas, Ensayistas y Narradores de Galicia). En concreto, con Catedrales ganó el premio Best Novel de Valencia Negra 2021 y el premio Dashiell Hammett a la mejor novela de género negro en español publicada en 2020 (la primera edición de Alfaguara, al menos la española, es de enero de 2021) que otorga la organización de la prestigiosa Semana negra de Gijón. 

Encarar la reseña de Catedrales plantea, más que en ninguna otra ocasión de las muchas en las que me atenaza la misma duda, el dilema de “contar o no contar” los aspectos sustanciales de la trama del libro analizado. ¿Cómo presentar -con un mínimo de extensión y profundidad- un libro -en particular una novela de intriga en la que se parte de un crimen cuya resolución solo se conocerá a su término (aunque el lector avezado intuye el desenlace desde muy pronto)- sin mencionar el elemento central que lo explica y da sentido? Algunas de las críticas que he podido leer, incluso alguna de las recomendaciones de expertos y lectores que figuran en la solapa y la contraportada del libro, incluyen abiertamente la referencia a ese hecho nuclear, la causa de la muerte que abre la novela, bien que sin desvelar su autoría; una circunstancia -qué provocó la muerte inicial- que Piñeiro solo descubre -parcialmente- cuando ya ha transcurrido, con largueza, la tercera parte del libro. Por otro lado, y salvo que la reseña se limite a un mero comentario genérico, superficial y casi anecdótico, que hurte al lector o al oyente una de las dimensiones fundamentales de la obra estudiada, el análisis se revela del todo imposible sin esa mención. 

Pese a ello, en el presente caso he decidido optar por el silencio, por preservar la “inocencia” del lector obviando ese dato sustancial y dispuesto a encarar la reseña bien pertrechado de un arsenal de evasivas y digresiones. Ni siquiera querría permitirme circunloquios, elipsis, rodeos, perífrasis o insinuaciones, aunque la inteligencia de nuestros seguidores será capaz -pese a mi voluntad- de encontrar atisbos del elemento elidido. 

Catedrales se abre con la aparición del cuerpo quemado y descuartizado de una adolescente, Ana Sardá, en un descampado de un barrio del extrarradio bonaerense que los vecinos utilizan para abandonar basura. A lo largo del libro averiguaremos qué ha sucedido y quién ha sido el autor del, en apariencia, terrible crimen (y aquí -en ese “quién”, en ese “autor”, en ese “crimen”- ya encontramos una de las manifestaciones de mi voluntad confesada de “echar balones fuera”: ¿y si la autoría es plural? ¿y si es femenina? ¿y si no hay autoría por no haber crimen?). La originalidad del relato estriba en que, gracias al indudable talento de la autora, se nos van ofreciendo atisbos de lo que pudo haber ocurrido -hasta la ineludible explicación final- mediante los testimonios en primera persona de seis personajes -en realidad siete, como luego veremos- relacionados de manera más o menos directa con el dramático suceso. Y digo atisbos, porque lo esencial de las historias que cada uno de los “hablantes” nos ofrecen no radica sólo en que muestren distintos ángulos de las indagaciones sobre el suceso -lo hacen, pero de un modo tangencial, subsidiario, accesorio casi, aunque acabará por resultar esclarecedor en relación con la resolución del asunto de un modo progresivo, por la acumulación de detalles, en virtud, como digo, del magistral entramado, muy medido y ajustado, que “fabrica” Piñeiro- sino en que permiten reflejar la personalidad de cada uno de ellos, sus motivaciones vitales, sus modos de encarar la existencia, sus valores, sus prejuicios, sus -incluso- planteamientos ideológicos. Hay, pues, ya de entrada, dos motivos de interés en el libro, la dimensión “detectivesca”, que subyuga en tanto inquieta, provoca y reta intelectualmente al lector, ansioso por conocer por qué murió Ana y sobre quién recae la responsabilidad de su muerte; y la vertiente psicológica, que aflora en la construcción -profunda, afilada, penetrante, compleja- de los personajes. Destaca igualmente la faceta meramente literaria de la obra, reflejada en la variedad de recursos estilísticos, la forma en que se dosifica la información, el perfecto ensamblaje de las distintas versiones en un conjunto coherente, las referencias culturales y librescas (Raymond Carver, Sigmund Freud, Richard Dawkins, Borges, citas bíblicas, entre otras), que brotan con naturalidad y resultan muy pertinentes, la riqueza con la que se muestra la pluralidad de voces de esta novela coral, que ya sería altamente recomendable desde esta única perspectiva. Y hay, también, en Piñeiro, mostrándose a través del discurso de sus “criaturas”, una voluntad comprometida, política, de plasmar en la obra sus ideas, en un enfoque que induce a la reflexión sobre la hipocresía y los prejuicios sociales, el sometimiento de la mujer en nuestras sociedades, el fanatismo religioso, la ambigua realidad de la institución familiar, la necesidad y las dificultades de la memoria, entre otros temas de interés. Un ámbito, este ideológico, a mi juicio demasiado ostensible, demasiado explícito, que acerca peligrosamente Catedrales a la calificación de “novela de tesis”, un enfoque con frecuencia reduccionista y que devalúa -siempre desde mis peculiares preferencias- un texto literario, en este caso, y pese a ello, magnífico. 

Entre las singularidades de la novela figura el hecho de que la recreación de las circunstancias que envolvieron el presunto asesinato y el desvelamiento de su autoría se producen treinta años después de ocurridos los hechos, a través de la remembranza que cada uno de los personajes hace, retrospectivamente, de lo vivido en aquellos aciagos días. Lía y Carmen, hermanas mayores de Ana; Alfredo, su padre; Marcela, su mejor amiga; Julián, entonces un joven seminarista y ahora casado con Carmen; Mateo, el único hijo de ambos; y Elmer, el criminalista para el que la investigación de la muerte de la chica fue, en su momento, siendo un recién egresado de la Academia de policía, el primer caso de su carrera, aportan su enfoque contribuyendo con sus palabras al gradual esclarecimiento del aciago suceso para el lector. 

En la primera sección del libro -a mi juicio la más lograda- la voz de Lía, un par de años mayor que su hermana Ana, abre la novela y establece el marco (y los perfiles morales y psicológicos del resto de personajes, delimitados, fijados ya en el lector por ese sesgo inicial, a pesar de que los trazos con los que se dibujan en estas páginas iniciales son, en muchos casos, muy débiles aún) que los demás relatos -que no son divergentes, sino que complementan las lagunas que, forzosamente, quedan en las narraciones, parciales y subjetivas, del resto- irán desarrollando, definiendo y completando al modo de un muy peculiar rompecabezas. Lía escribe desde Santiago de Compostela, a donde se trasladó tras la muerte de su hermana (no soporté la ausencia de Ana ni que nadie pudiera decirme quién la mató y por qué, quién la quemó, quién serruchó sus piernas, su cuello, quién dejó las partes del cuerpo de mi hermana en un terreno baldío donde los vecinos depositaban la basura. Me fui de mi casa, de mi ciudad, de mi país, de mi vida anterior. Empecé una nueva a miles de kilómetros de distancia, en Santiago de Compostela. Ana había visto un documental sobre el Camino de Santiago y soñaba con que algún día hiciéramos juntas ese recorrido; apenas estábamos saliendo de la adolescencia, un viaje de ese tipo recién lo podríamos haber hecho cuando trabajáramos, cuando pudiéramos ahorrar para un pasaje, cuando fuéramos “grandes”. Pero a ella no le permitieron ser grande, y yo crecí de golpe aquel día). Con apenas veinte años, renunciará a su familia, cortará lazos con ella (salvo las cartas que periódicamente envía y recibe de su padre, un intercambio epistolar que a menos que se descubriera quién había matado a Ana (…) no incluiría noticias mías ni de ellos) y se instalará en Santiago, en donde, tras algunos trabajos esporádicos y menores, acabará por comprar una librería desde la que, tres décadas después de su marcha, revisa su pasado. Un pasado marcado por la apacible vida familiar y la asfixiante fe religiosa de los Sardá. 

Los vínculos familiares están hechos, como en casi todos los casos, de afectos y rechazos. Las hermanas menores están muy unidas, en una relación hecha de confidencias, complicidad y cercanía. Carmen, en cambio, haciendo valer permanentemente su condición de hermana mayor, es más distante, mandona, egoísta, aunque fuera del círculo familiar se revela como una “encantadora de serpientes” (el mundo de Carmen, cuenta Lía, era “Carmencéntrico” y, si sus hermanas menores osábamos modificar alguna de sus indicaciones, la insubordinación era castigada con el silencio, la burla o el destierro infantil a los lugares más solitarios y oscuros de nuestra casa. Durante la infancia y parte de la adolescencia, la obedecimos casi reverencialmente. Carmen no sólo era la mayor, sino aquella persona a la que Ana y yo más temíamos en esa casa; un miedo que no sentimos por nuestros padres, ni siquiera por nuestra madre, que hacía muchos méritos para espantarnos. Fuera de casa, mi hermana era otra cosa, nunca entenderé cómo lograba ser carismática, agradable, seductora, ni bien pasaba el umbral). El padre, afectuoso, se mantiene en un discreto segundo plano (la supuesta neutralidad de mi padre), mientras que la madre participa (el gesto reprobatorio de mi madre) de esa algo fría severidad de la mayor de sus vástagos. En torno a este pequeño círculo familiar aparecen también, en la recreación de Lía, el resto de los personajes. Está Marcela, amiga estrecha de Ana, que tras la muerte de esta, aún fuertemente impresionada, y a lo largo de los años posteriores, afirmará reiteradamente que la joven murió en sus brazos en la iglesia de la parroquia que frecuentaban los Sardá; pero a cuyo testimonio nadie le da valor porque, como consecuencia de un golpe en la cabeza al caerle en la iglesia, de manera fortuita, una imagen gigante de San Gabriel, que tutela el templo, padece amnesia anterógrada, síndrome que le impide recordar cualquier acontecimiento posterior al golpe. El peso del arcángel, que cayó de lleno sobre mí, dañó alguna parte de mi cerebro, explicará en el apartado en que oímos su voz. Y a partir de entonces, no pude guardar nuevos recuerdos. Ninguno. Ni sucesos trascendentes, como de quién me enamoré unas horas atrás; ni detalles de la vida cotidiana, como qué plato ordené en un restaurante cuando por fin el mozo trae la comida, o qué llevaba puesto al llegar a un sitio en el momento de volver al guardarropa a pedir mi abrigo para retirarme. La memoria anterior quedó intacta; a partir del golpe, la memoria corta empezó a fallar. Y está también Julián, el guapo seminarista del que todas las chicas se enamoran, que se encarga de la catequesis, prepara a los muchachos para la confirmación y dirige, en colaboración con Carmen, los campamentos de Acción Católica al que acuden niños y adolescentes de la parroquia de San Gabriel en la que está destinado. 

En ese entorno, la madre y, sobre todo, Carmen representan esa visión obtusa, cercana al fanatismo -en el caso de la primogénita adentrándose de pleno en él-, casi sectaria, de las creencias religiosas, de la que muy pronto Lía fue alejándose sin atreverse a encarar a fondo ni manifestar a los suyos esa íntima intuición de la inexistencia de Dios. La trágica muerte de su hermana será el desencadenante último de ese lento proceso de desapego de las creencias fuertemente inculcadas (Así había sido educada, en el temor reverencial a Dios. Pero ahora habían matado a mi hermana, habían intentado quemar su cuerpo, la habían descuartizado, ¿qué cosa más horrorosa podía suceder si yo dejaba de creer?). En el funeral de Ana “escenificará” su “disidencia”, mostrando con sus actos el rechazo que su razón le hace evidente. Así lo expresa en su relato, del que Piñeiro, en su vida personal activista claramente enfrentada a las posturas de la Iglesia católica con respecto a los derechos civiles, se sirve para “colocar” una de sus, por lo demás, razonables tesis: Desde que me negué a rezar junto a su ataúd cerrado, cuestiono cualquier relato, de la religión que sea, con el que se siga transmitiendo, aún en el siglo XXI, una construcción ficcional como si fuera la verdad. Me inquieta no poder descifrar qué hace que tantas personas, miles de años después, sigan creyendo en historias que no resisten la prueba de verosimilitud que le exigimos a cualquier ficción menor. Tal vez, lo hacen porque la duda frente a creencias arraigadas viene acompañada del temor a perder beneficios secundarios: los regalos que traen Papá Noel o los Reyes Magos, el dinero que deja bajo la almohada el Ratón Pérez, el cielo que nos espera después del Juicio Final. ¿Por qué sigo escribiendo “Juicio Final” con mayúsculas si para mí ese juicio no significa nada? Quien deja de creer en Dios ya no cuenta con la vida eterna, ni con la protección de un ángel de la guarda, mucho menos con la aprobación de los que lo rodean. En un mundo que asume la corrupción como un mal inevitable, no tengo dudas de que debe de haber quienes fingen creer a cambio de seguir disfrutando de esos beneficios. Yo no pude. Un acontecimiento inesperado rasgó el velo que protege la vida cotidiana de lo brutal, que la separa de lo salvaje, y ya no hubo lugar para seguir mintiendo una fe que no tenía

En su voluntario exilio compostelano, Lía recibe la visita de Carmen y Julián, con los que no ha vuelto hablar desde su marcha de la Argentina y cuyo matrimonio, tras tantos años “desconectada” de la familia, desconoce. El hijo de ambos, Mateo, de veintitrés años y estudiante de Arquitectura, ha desaparecido y ellos creen que es posible que se encuentre en Santiago, porque, educado por sus padres en el catolicismo, ha decidido, al parecer, recorrer algunas de las principales catedrales europeas. La frialdad de la relación entre las hermanas convierte el breve encuentro entre ellos en un mero saludo, una aséptica comunicación de la información sobre el hijo, una petición de noticias en caso de que el muchacho se pusiera en contacto con ella y una muy gélida despedida. 

A partir de este núcleo inicial, que perfila la base de la historia, van surgiendo, cada una con su particular y diferente tratamiento literario, las versiones del propio Mateo, conocedor de la existencia de Lía por su abuelo Alfredo, que, envuelto en tristeza y amargura, ha mantenido durante décadas la correspondencia con su hija; la de Marcela, que revive lo que su memoria dañada puede recordar, lo sucedido antes del golpe en la iglesia tras la muerte de Ana; la de Elmer, que “reabre”, no de manera oficial pero sí a título personal, la indagación sobre el presunto asesinato; la de Julián, que narra su vivencia de aquellos días, en los que se debatía entre la angustia por las pulsiones juveniles que le asaltan (está enamorado de Carmen, con la que comparte convicciones religiosas) y las exigencias de una fe y una vocación que empiezan a flaquear; la de Carmen, que explica su comportamiento ante la muerte de su hermana, subraya, categórica, rotunda, convencida y con firmeza, sus creencias y realiza un muy benevolente ajuste de cuentas con el pasado; y, por fin, la del anciano y entrañable Alfredo, un personaje que a lo largo de la novela ha ido ganando en consistencia desde su muy discreto y apagado papel inicial en el seno de la familia, y que pone el epílogo al libro en una carta final, que Mateo acabará por entregar a Lía, y con la que se cierra la novela aportando una revelación que, por lo demás, ya había venido anticipándose desde doscientas páginas antes: Empiezo por la muerte. Y, en concreto, por la muerte de Ana, algo que ha perturbado a nuestra familia durante treinta años. Hoy, a poco de morir, sé qué le pasó a mi hija, la menor, la pequeña. Ana, mi pimpollo. Nuestra Ana. Luego de buscar, durante años y con desesperación, la respuesta a la pregunta de quién mató a Ana y por qué, encontrar la verdad supuso un dolor aun mayor que el que pude haber imaginado. Es por eso, por este nuevo dolor que se ha sumado al que siento desde el día en que ella murió, que me pregunté una y otra vez si debía trasmitirles o no esa verdad. Me lo sigo preguntando ahora mientras escribo; me lo preguntaré con esta carta ya escrita, en el momento en que sienta que abandono mi cuerpo. Sin embargo, ¿quién soy yo para negarles a ustedes la verdad? ¿Quién soy yo para dejar que sigan viviendo en la duda y en la mentira, con el afán de evitarles un nuevo dolor? La verdad que se nos niega duele hasta el último día

Obligado por mi “autoconstricción” inicial a eludir el comentario sobre el núcleo central que fundamenta la obra, solo hay espacio para resaltar algunos otros temas importantes en el libro, subyacentes al desarrollo de la trama argumental. Así, es notoria la presencia de la familia y su consideración como un ámbito opresivo, hecho de secretos, de prejuicios, de miedos, de mentiras (Hay lugares en donde es más difícil sobrevivir: en un desierto, en una isla inhabitada, en el pico de una montaña, en Marte, en un país en guerra, en la selva. En mi familia, escribirá Mateo); una institución que está en crisis, que se resquebraja (Somos una cicatriz. Mi familia es la cicatriz que dejó un asesinato, en una nueva afirmación de Mateo), y en la que los hijos que huyen y se desvanecen aluden, en la militante visión de Piñeiro, a los “desaparecidos” de las dictaduras argentinas. Crisis también en la religión, quizá el eje principal de la novela -junto al que deliberadamente oculto-, de la que la autora critica tanto la irracionalidad de las creencias en las que se basa -como ha podido deducirse del largo fragmento que ofrecí anteriormente- como las a menudo injustas y poco ejemplares posiciones políticas de la institución eclesiástica. 

Sutil pero significativamente aparecen los planteamientos feministas de Claudia Piñeiro, de manera sobresaliente en la muy poderosa personalidad de Lía, pero también, de un modo más explícito, en algún pasaje en el que se glosan algunos episodios de la Biblia: Fijate [sic por la falta de tilde; el libro, como es natural, está escrito en “argentino”] en la lectura diaria del Éxodo, pasan del versículo 14 al versículo 22, se saltean así nada menos que cuando Sifra y Púa resisten la orden del faraón de matar a los niños hebreos. Esos pasajes están en la Biblia, pero no suben al púlpito. No se leen, entonces nadie los escucha en las misas. Lo mismo sucede con Ester y Judit, son reconocidas por los obispos por sus cualidades ‘femeninas’ y no por su heroísmo para salvar al pueblo. Judit, incluso, es admirada por su belleza física. A nadie le importa leerles a los niños acerca de su coraje. A nadie le importan las heroínas, sino las madres, las esposas, las cuidadoras

Resulta también remarcable la “presencia” de las catedrales en la novela, no solo en su título sino también en el proyecto, fraguado entre Mateo y su abuelo Alfredo, de visitar las principales de Europa, que acabará por llevar al muchacho a Compostela, e incluso, en el valor simbólico de la ciudad gallega como fin de trayecto y como faro que guía el viaje de los peregrinos y, metafóricamente, cualquier búsqueda vital. Una explicación de ese múltiple significado que las imponentes construcciones adquieren en el libro podéis encontrarlo en el fragmento que os ofrezco como cierre a esta reseña, en el que Lía cuenta cómo apareció el motivo catedralicio en la correspondencia con su padre y presenta también la alusión -una de las muchas literarias del texto, como ya se ha dicho- al cuento Catedral, de Raymond Carver. 

Voy a dejaros, como complemento a esta reseña. con la canción Garganta con arena de la argentina Adriana Varela. Citada en el libro, con ella me despido por esta semana. 

Recuerdo que uno de los primeros temas en que nos sumergimos fueron las catedrales. Antes de dejarnos de escribir, yo le había contado que hacía meses que estaban restaurando la catedral de Santiago de Compostela y que muchos peregrinos, cuando llegaban exhaustos a sentarse o simplemente a dejarse caer frente a ella, sentían cierta desilusión al verla cubierta. Creo que varios de los libros de fotos que vendí, por aquella época, se los debo a la necesidad de saber cómo era esa iglesia detrás de los andamios y de las telas que la cubrían. En su primera respuesta, luego de que retomé el intercambio, mi padre me pidió que le describiera la catedral de mi ciudad en detalle: “Para que pueda verla como si estuviera allí, con vos, frente a ella. No me hagas trampa mandando una imagen, foto o bosquejo. Quiero palabras”. Él me pedía lo que yo le podía dar, palabras. Sabía que, en cambio, soy pésima dibujando. Ana era la artista entre nosotras —lo había heredado de mi padre—. Carmen le envidiaba ese don, pero sobre todo el parecerse a él en algo. La mayor de nosotras se daba maña con la cerámica y la escultura metálica —hierro, cobre, bronce—; a pesar de que había invertido en un horno y una amoladora sus primeros ingresos como profesora de Teología, y de que se había hecho un lugar en el depósito al que llamaba “mi taller”, lo que hacía no pasaba de ser un intento pretencioso y poco agraciado de copias de trabajos de otros, especialmente ángeles, vírgenes y santos. En cambio, Ana habría llegado a ser una artista reconocida, no tengo dudas de eso; pero trato de no pensar en lo que mi hermana menor podría haber sido, porque cada vez que permito que mi pensamiento vuele para ese lado quedo destrozada. Ana podía dibujar el retrato inconfundible de cualquier persona, aunque el modelo no estuviera frente a sus ojos. Nunca supe si mi padre tenía tan presente como yo las veces que dibujaron juntos; tal vez, él escondía algunos recuerdos que prefería no evocar, así que no lo mencioné. 

Tal como me había pedido, en la próxima carta no hice trampa. Sólo me tomé una licencia. No le envié una foto; pero tampoco mis palabras, sino las de otro: fotocopié el cuento Catedral, de Raymond Carver, y resalté algunos párrafos. En el reverso, escrito de mi puño y letra, agregué: “Tal como cuenta Carver, no se puede describir una catedral con palabras, tendríamos que dibujarla juntos, uno guiando la mano del otro, y nuestras manos están demasiado lejos”. El cuento termina con una escena en la que el narrador le debe contar a un ciego qué es una catedral, pero el hombre no encuentra la manera de hacerlo. Entonces, se excusa de este modo: “Lo cierto es que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo”. Sin embargo, el ciego no está dispuesto a darse por vencido y le propone un método: que la dibujen juntos, una mano sobre la otra, guiando el trazo. A mi padre —profesor de Historia que se la pasaba leyendo ensayos de cualquier tipo, pero nunca había sido un gran lector de ficción— le encantó el cuento de Carver. Escribió: “Lo sentí cercano, hay mucha gente que no es ciega y, de todos modos, no quiere ver. Quizá tomándoles la mano lo logren”. Y me contó que él mismo se puso a dibujar catedrales después de leer el cuento que le mandé. Recordó en la carta que hacía mucho que no dibujaba y que había recuperado el placer de hacerlo. En esa frase, sin nombrarla, estaba Ana. Con ella dibujaban personas, cada uno de nosotros teníamos nuestro retrato dedicado. Me pregunté al leerlo dónde estaría el mío, por qué no me lo había traído cuando me fui, si mi retrato habría sobrevivido a mi ausencia. 

Videoconferencia
Claudia Piñeiro. Catedrales