ERIKA FATLAND. LA FRONTERA
Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, os da la bienvenida a una nueva emisión de nuestro espacio, recomendándoos, como de costumbre, la lectura de un libro elegido siempre con criterios de calidad e interés. Así ocurre, sin duda, con mi propuesta de esta tarde, una obra muy sugestiva, centrada en un territorio híbrido, a caballo del reportaje periodístico, la crónica histórica, la narración viajera o el ensayo de investigación; un texto de una subyugante potencia narrativa, capaz de cautivar la atención del lector, aparte de estimular su curiosidad, alentar su reflexión y avivar su ansia de conocimiento.
Se trata de un libro publicado en 2021 que, además, cobra una especial actualidad, tras estos casi nueve meses de guerra en Ucrania, pues el núcleo central de su planteamiento gira sobre Rusia, la Rusia imperial y expansionista que, bajo cualquiera de sus formas (el Imperio zarista, la república de los soviets, la comunista de la URSS y, por fin, la del autócrata Putin), amenaza, depredadora, desde hace siglos, la autonomía de los países de su entorno. La frontera, escrito en 2017 por la noruega Erika Fatland y publicado cuatro años después en nuestro país por la Editorial Tusquets en traducción de Carmen Freixanet Tamborero, lleva, en este sentido, un subtítulo bien revelador: Un viaje alrededor de Rusia a través de Corea del Norte, China, Mongolia, Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Polonia, Letonia, Estonia, Finlandia, Noruega y también el Paso del Noreste. Y en eso consiste, precisamente, el libro, en la apasionante narración, llena de anécdotas y peripecias, pero también de muy documentada información, en la que se nos da cuenta del largo periplo de la autora por los catorce países que hacen frontera con Rusia (salvo China, ningún otro país del mundo cuenta con tantos vecinos).
Erika Fatland es escritora, periodista y antropóloga social. En el ejercicio de su poliédrica condición profesional ha viajado por el mundo entero (El ser humano siente una irrefrenable necesidad de explorar cada rincón de nuestro planeta, reza la inequívoca cita de Fridtjof Nansen con la que se abre La frontera), habiendo vivido en numerosos países. La nota editorial con la que se nos presenta el libro nos informa de dos obras previas, que no están traducidas, que yo sepa, en nuestro país, dedicadas, la primera, a la masacre islamista en la escuela de Beslán ocurrida en 2004 en Osetia del Norte, una antigua república soviética en conflicto permanente con la actual Rusia (basada, al parecer, en el trabajo de campo para lo que acabaría por ser su tesis doctoral de antropología); y, la segunda, al ataque terrorista en la isla de Utoya, Noruega, el 22 de julio de 2011, en el que el ultraderechista Anders Berwick disparó de manera indiscriminada y cruel contra un campamento de adolescentes y jóvenes de entre 14 y 17 años, simpatizantes del Partido Laborista noruego, matando a sesenta y nueve de ellos y provocando lesiones y heridas graves a más de un centenar. En relación con este último suceso aprovecho para recomendaros la película Utoya. 22 de julio que, dirigida por Erik Poppe en un alarde de virtuosismo técnico (el filme consta de un único plano secuencia, salvo las imágenes iniciales del atentado previo en Oslo, perpetrado horas antes por el propio Brewick, extraídas de los vídeos grabados por cámaras de la zona), traslada al espectador la angustia, el sufrimiento y el terror que vivieron los chicos acampados en la isla tras la irrupción del asesino.
Volviendo a Fatland, Tusquets publicó en 2019, y también con traducción de Carmen Freixanet, Sovietistán, un libro que, por desgracia, no he tenido tiempo de leer -aunque sí muchas ganas-, en el que la autora narra, partiendo de un enfoque y siguiendo un planteamiento con muchas concomitancias con los que rigen este La frontera que ahora os presento, un viaje por cinco repúblicas de Asia Central (Turkmenistán, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán), emancipadas de la antigua Unión Soviética en 1991, en lo que constituye, al parecer, otro apasionante reportaje sobre la cultura y la historia, la geografía y la política, los paisajes y las gentes de unas sociedades muy desconocidas para los ciudadanos occidentales.
Una noche de hace tres años y medio, soñé que deambulaba por un gran mapa. Mi caminata recorría una sinuosa línea roja: la frontera de Rusia. Erraba de un país a otro, todo el tiempo con la enorme Rusia al norte y al este. Cuando desperté, comprendí enseguida que este sería mi siguiente libro, un viaje a lo largo de la frontera rusa, de Corea del Norte al norte de Noruega. Dejándose llevar por el impulso surgido en su sueño, Erika Fatland se dispone a la tarea y planifica su ruta. Empezaría en Pyongyang y viajando siempre hacia el oeste, terminaría en Kirkenes. La democrática y pluralista Noruega y la totalitaria y cerrada Corea del Norte no tienen demasiadas cosas en común, excepto una: los dos países hacen frontera con Rusia. Su largo periplo a lo largo de la frontera rusa le llevará dos años en los que recorrerá más de sesenta mil kilómetros. Interesada desde siempre por el inmenso país euroasiático (Desde que terminé el bachillerato, me había sentido atraída por Rusia, por su cultura, literatura, historia y, cómo no, por el pueblo ruso, por la llamada dusha rusa, el alma rusa) y profunda conocedora de su realidad (había dedicado años de mi vida a intentar comprender este gigantesco país y a su gente), decide encarar su nueva aproximación al objeto de su atracción con una mirada “nueva”: en vez de conocerlo desde dentro, como había hecho hasta entonces, pasar a observarlo “desde fuera”, desde la perspectiva de los vecinos. Y es que la frontera de Rusia es la más extensa del mundo, 60.932 kilómetros en su conjunto. Una gran parte de ellos discurre a lo largo de la costa, desde Vladivostok, en el este, hasta Múrmansk, en el oeste. Un enorme territorio casi deshabitado que gran parte del año está cubierto por el hielo y la nieve.
El libro se abre precisamente en ese helador desierto marino, en una narración que parte de un largo flashback. Saliendo del cabo Dezhniov, el punto más oriental del continente euroasiático, a más de 8.500 kilómetros de Moscú, más de 6.500 de Nueva York y menos de 90 kilómetros del cabo Príncipe de Gales, en Alaska, al otro lado del estrecho de Bering que separa Asia y América, Fatland vuelve a casa cruzando el Paso del Noreste y atravesando el Ártico embarcada en el Akademik Shokalskiy, un viejo barco soviético dedicado a la investigación. En compañía de otros cuarenta y siete pasajeros, recorrerá, en apenas un mes, los más de diez mil kilómetros que constituyen la otra frontera de Rusia, la marítima septentrional, completando así, por otra vía, el proyecto largo tiempo deseado. En el capítulo preliminar del libro, que se centra en esas cuatro semanas en el gélido océano (sin cobertura telefónica, sin internet, sin contacto con el mundo. Ningún correo electrónico que responder, ningún tuit de Trump por el que enfadarse, ni elecciones en Noruega, ni actualizar el Facebook ni tener que seguir discusiones absurdas; el barco y su pequeño mundo era todo lo que existía. Así debió de ser viajar en otros tiempos: si uno estaba lejos de casa, estaba lejos y punto, el hogar era solo un recuerdo, un mundo paralelo, inaccesible, y no como ahora, siempre con él en el bolsillo), la autora detalla los pormenores de la vida a bordo, salpimentando su relato con anécdotas de los otros viajeros; describe los lugares que atraviesa, en los que percibe el abandono y la desidia de Rusia y el creciente peligro medioambiental, cercano a la catástrofe en aquellos territorios polares (El Ártico está entre las zonas del globo terráqueo donde el cambio climático provocado por la acción humana es más dramático y perceptible. El calentamiento en el norte se produce el doble de rápido que el de la media mundial, y cada vez se acelera más. Desde 1979, que fue cuando empezaron las mediciones, hay 91.000 kilómetros cuadrados menos de hielo cada año en el Ártico de promedio); ofrece datos de los descubrimientos, las expediciones y las investigaciones científicas que tuvieron lugar en esas regiones inhóspitas; examina aspectos de la historia, la cultura, la geografía y la política -y de, consecuentemente, la geopolítica- de la vasta y helada región (entre otros muchos ejemplos: Para las autoridades rusas, el dramático cambio climático abre una potencial mina de oro. No solo les será más fácil acceder a los recursos de petróleo y gas que almacena el fondo del mar, sino que dispondrán de una ruta más corta entre Asia y Europa del Norte); y, en definitiva, plantea el marco general en el que se inscribe la aventura vivida en los dos años precedentes y que acabará por transmitir al lector en las más de seiscientas páginas de un libro que, en último término y desde un plano teórico, podríamos decir que gira, ya lo indica el título, sobre la difusa noción de frontera, un concepto sobre el que Fatland reflexiona a lo largo de su voluminoso aunque muy sugestivo ensayo.
Las fronteras, sostiene la noruega, son algo concreto y extremadamente abstracto a la vez. En su trayecto ártico constata cómo los límites se difuminan (nos movíamos por dentro y por fuera de las aguas territoriales rusas, dentro y fuera de las líneas discontinuas solo visibles en el mapa del capitán y en el GPS). Pero también en sus desplazamientos por tierra comprueba lo que cualquier viajero puede percibir en cuanto abandona la seguridad de su hogar y su país: En el globo terráqueo los países están delimitados concienzudamente, a ser posible con colores diferentes, como piezas de un rompecabezas. Pero en realidad, el espacio físico es indivisible; en la naturaleza no hay fronteras, solo transiciones. Son los seres humanos quienes han dividido el mundo en colores distintos, separados con las líneas del mapa.
En este espacio intermedio, a caballo de estas líneas invisibles, se mueve el libro. Nuestro perfil como individuos se construye a partir del contacto, de la confrontación, de las diferencias y -a veces- el enfrentamiento con los otros. Otro tanto ocurre con los países y las culturas: La identidad y las diferencias culturales se construyen en la frontera e interactuando con el extranjero. La aceptación de este hecho desencadena la pregunta que constituye la razón de ser del libro: estando Rusia rodeada de vecinos, algunos grandes y poderosos como China, otros pequeños y obstinados como Corea del Norte y Georgia, ¿podrá afirmarse, en consecuencia, que el pasado y el ahora de Rusia han sido moldeados por esta vecindad?
El muy estimulante viaje de Fatland pretende resolver esta cuestión (y su corolario: ¿qué implica realmente tener al país más grande del mundo como vecino?), que formula habitualmente a sus interlocutores: —¿Qué tal es vivir tan cerca de Rusia? —le pregunté. Pronto haría cuatro meses que viajaba a lo largo de la frontera rusa y durante ese tiempo, a cientos de personas, les había hecho la misma pregunta que ahora le hacía a Nino. Empezaba a sentirme un poco monomaniaca; para añadir a continuación: Durante el trayecto descubrí que no existe una sola respuesta a esta pregunta, sino al menos catorce, una por cada país limítrofe. Aunque, en realidad, deben existir millones de ellas, una por cada persona que habita estos territorios fronterizos, ya que todas tienen una historia propia y única; que, hoy, por desgracia, vuelve a estar de tenebrosa actualidad a raíz de la invasión de Ucrania por el afán imperialista de Putin (Nunca fue fácil ser vecino de Rusia. De los catorce países limítrofes, Noruega es el único que no ha sido invadido ni ha entrado en guerra con Rusia en los últimos quinientos años; sin que el fenómeno se dé a la inversa: Grandes extensiones del país están cubiertas de tundra, taiga y bosque; difíciles de defender, fáciles de invadir. Pero las propias dimensiones, las enormes distancias, han constituido las mejores defensas de Rusia; Napoleón y Hitler pueden dar buena cuenta de ello). En las primeras páginas de La frontera se incluye esta esclarecedora síntesis de la reciente historia expansionista de Rusia, que aflora una y otra vez en las distintas regiones visitadas, seguida de una suerte de funesto, aunque por desgracia acertado presagio:
Tras la caída de la Unión Soviética, Rusia tenía un nivel bajo, tanto económico como político y militar. El dirigente Borís Yeltsin, tan dado a la bebida, estaba al frente del Estado y tenía la ingrata tarea de poner orden después de muchos años de mala gestión económica. En los salvajes años noventa, unos cientos de inversores inmensamente ricos compraron obligaciones del Estado por poco dinero, mientras la mayoría de los ciudadanos lidiaban para llegar a final de mes. La inflación estaba fuera de control, reinaba la anarquía y proliferaban las bandas criminales. En Estados Unidos se celebraba la victoria sobre el comunismo, mientras que en Rusia se lamentaban por todo lo perdido: una sociedad relativamente estable y predecible, y un sistema del bienestar bastante funcional, además de una utopía, un sueño.
También era la pérdida de un imperio. En pocos meses la población se redujo de 300 millones a 140 millones: había desaparecido una quinta parte del territorio, repartido entre catorce naciones independientes. Entre ellas estaban Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia y Estonia, estados que primero habían formado parte del Imperio ruso y después del soviético, pero que ahora eran los nuevos países vecinos de Rusia. También los países satélites de la Europa del Este escapaban al control de Moscú. Durante siglos los rusos estuvieron acostumbrados a que incontables pueblos y naciones bailaran al son de Rusia. Ahora la música sonaba diferente: apenas unas notas roncas y cansadas.
En su discurso anual en el Parlamento, en 2005, el presidente Vladímir Putin calificó la caída de la Unión Soviética como «la mayor catástrofe geopolítica» del siglo XX. Naturalmente se refería a la disolución territorial, pero también al hecho de que 25 millones de rusos y personas con el ruso como lengua materna, de repente, se hallaran fuera del territorio ruso. Muchos de ellos viven actualmente en los países vecinos, al otro lado de la extensa frontera rusa.
Rusia sigue siendo un país grande. Y ahora, lentamente, vuelve a recuperar territorio. Con Putin en el poder, estos últimos diez años, Rusia ha ido adquiriendo más protagonismo en la escena mundial. La economía está relativamente bien encaminada, y el ejército ha sido modernizado con vehemencia. Los vecinos ya no pueden dormir tranquilos por la noche. En determinados lugares ni tan siquiera duermen, sino que pasan la noche en fríos sótanos oscuros al abrigo de las granadas que alumbran el cielo como si fueran multitud de bengalas.
(…)
La historia de la frontera rusa es la de la Rusia moderna, con todos sus nuevos países vecinos escindidos, y, al mismo tiempo, también es la historia de la constitución de Rusia y, en consecuencia, de qué es. Queda por ver si también será la historia de la Rusia futura. Cuando soñé que vagaba por la frontera de Rusia hace tres años y medio, Putin todavía no recibía demasiadas críticas, la guerra de 2008 en Georgia estaba perdonada, si no olvidada, y los Juegos Olímpicos de invierno en Sochi llamaban a la puerta. Algunas semanas más tarde, Rusia se anexionó la península de Crimea y poco después estalló la guerra en el este de Ucrania. La frontera rusa se movía de nuevo.
Pero no se piense que estamos ante un muy sesudo trabajo de investigación académica sobre áridas cuestiones geoestratégicas (aunque resulta sobresaliente el conocimiento que revela Fatland de la historia, antigua y reciente, de las costumbres, de la política o de la economía de los países que visita, en un libro extraordinariamente documentado en el que la autora pone de manifiesto que cuenta, en cada país, con contactos muy bien informados, a menudo activistas a favor de los derechos humanos o autoridades locales, favorables u opositores a los diversos regímenes). La frontera es, quizá por encima de los demás y muy notables frentes que ofrece su poliédrico planteamiento, un formidable libro de viajes (la condición cosmopolita y viajera de su autora queda de manifiesto en el hecho, revelado por ella en un momento del libro, de que ya desde pequeña mostró una clara voluntad por conocer otros países: cursó dos años de secundaria en Lyon y, a los dieciocho, viajó a Helsinki para cumplir allí su último curso de secundaria), que despierta en el lector la pasión por el vagabundeo, las correrías, los descubrimientos; la añoranza de las empresas ya vividas; el ansia por las, quizá, aún por vivir; el afán por descubrir países exóticos, por conocer costumbres sorprendentes, por llevar a cabo experiencias inusitadas, por iniciar cada día sin saber dónde se pasará la noche, por resolver, con mayor o menor dificultad, los obstáculos del camino -el frío, los insoportables trámites burocráticos, las esperas interminables, la absurda arbitrariedad de los controles aduaneros, los trayectos de duración imprevisible, la desorientación, el miedo a veces (cuando uno cruza una frontera se convierte en una víctima propicia. Se está confuso, abrumado y no se sabe cómo funcionan las cosas al otro lado)-, por conversar despreocupadamente con gentes variopintas, con guías de viaje de muy distinto talante (En mis viajes he conocido a muchos guías excéntricos, pero Julia se lleva la palma, afirmará de su acompañante georgiana), por desplazarse en aviones, trenes, camiones, autobuses, furgonetas, taxis, cargueros, caballos y animales de carga de todo pelaje, también a pie, en kayak o en autostop, por compartir alimentos primitivos con lugareños alejados de toda civilización, por multiplicar los encuentros azarosos (en la etapa oriental de su viaje, la gente quiere hacerse selfies con ella, su cabello rubio insólito en aquellas tierras; en otros casos, el color de su pelo, su piel blanca se asocian a Rusia, provocando reacciones contrapuestas según cuál sea la posición política de quien la mira), por recorrer paisajes admirables, insólitos, bellísimos (montañas heladas, grandes extensiones desérticas; también escenarios urbanos caóticos o apacibles aldeas perdidas en la vasta estepa), por experimentar esa sensación de aventura y libertad, de constante asombro, exaltación y entusiasmo que constituye -quien lo probó lo sabe- la esencia de la práctica viajera.
Más allá de esa clarificadora introducción, el libro se articula en tres grandes ejes, vinculados a las regiones visitadas, Asia, el Cáucaso y Europa, que albergan una cincuentena de capítulos, que aparecen siguiendo el itinerario del viaje, cuyo recorrido puede acompañar el lector a partir de media docena de ilustrativos mapas. Hay, además, cerca de ochenta fotografías que complementan el texto y, en las páginas finales del ensayo, algunos apéndices adicionales que recogen una historia abreviada de Rusia, en la que figuran, cronológicamente ordenados, los principales hechos de la convulsa trayectoria del país.
Cómo resumir un libro que encierra más de dos años de viaje, infinidad de datos, de hechos y episodios históricos, de anécdotas curiosas, de incidentes llamativos, de lances extraordinarios, de informaciones interesantes. Mis abundantes notas de lectura, centenares en este caso, y mi voluntad (absurda, contraproducente para la legibilidad de mis reseñas, pero difícilmente reprimible) de compartir todo lo que me ha apasionado, me llevarían a dejar aquí reflejo de cada situación, de cada suceso, de cada circunstancia. Me limitaré, en la medida de mis posibilidades, a presentar algunos elementos comunes a la experiencia de Fatland en los distintos países visitados y, si fuera factible -no lo creo-, a ofrecer un breve apunte de cada país recorrido, a partir de lo que me ha resultado más relevante en el inagotable relato de la decidida, perspicaz, inteligente y atrevida escritora noruega.
La primera idea, ya adelantada, que permea el libro entero es la del juego normalidad/extrañeza que conlleva la existencia de las fronteras: Cruzar una frontera es una de las cosas más fascinantes que existen. Geográficamente, el traslado es mínimo, casi microscópico. Solo te desplazas unos metros, pero de golpe te hallas en otro universo. Algunas veces, todo es absolutamente diferente, desde el alfabeto y la moneda hasta las caras, los colores, los sabores, las fechas importantes y los nombres remarcables que la gente reconoce. En pocos metros, en pocos minutos, el universo ha cambiado. La etimología del término frontera en ruso -granitsa- enlaza con las palabras noruega, grense, o alemana, grenze, y se vincula con la idea de arista o final, constituyendo una manifestación muy reveladora de lo que implica cruzar una frontera territorial. Se sale de una realidad y se entra en otra. El itinerario de Fatland está lleno de estas significativas mudanzas, sucediéndose en él países, regiones, decenas de óblast o provincias de Rusia, repúblicas separatistas (Donetsk, Abjasia, Nagorno Karabaj, Osetia del Sur: parias internacionales, no reconocidas por el resto del mundo; en muchos casos, ni siquiera Rusia, que hostigó las revueltas), idiomas, alfabetos (cirílico, latino, georgiano), religiones (judía, musulmana, católica, budista, ortodoxa, cristiana; por primera vez en este viaje me hallaba en la parte cristiana del mundo, dirá al entrar en Georgia), etnias (uigures, tuvanos, kirguises, kazajos, uzbekos, mongoles, ingusetios, chechenos, turcomanos, tártaros, calmucos, rusos, eslavos varios, tibetanos, tártaros de Manchuria, camelleros de Turkestán, cherquesos, osetios, abjasios, mingrelianos, georgianos, cumanos, kipchakos, samis, varegos, kvens), monedas, costumbres (Había aterrizado en una realidad nueva una vez más, todo era diferente y nuevo: la lengua, los siglos, el alfabeto, la historia y las historias. Los rostros, las voces. Las conversaciones en torno a las mesas de los restaurantes). Los vastos territorios del Cáucaso representan el paradigma de esta mezcla, en tanto que representa, por su central ubicación geográfica, un lugar de encuentro de culturas: El Cáucaso está en mitad de casi todo: entre Europa y Asia, entre Oriente y Occidente, entre el cristianismo y el mundo islámico, entre el mar Negro y el mar Caspio, entre los rusos, los persas y los turcos. Los antiguos árabes, al Cáucaso, lo llamaban djabal alalsun, «una montaña de lenguas». En casi ningún otro lugar del mundo se hablan tantas lenguas en un área tan pequeña, teniendo en cuenta que se incluye a los pueblos aborígenes que habitan la cara norte de la cordillera. Y todo ello en un constante replanteamiento de los límites, de los artificiales contornos que definen los países, de las barreras fronterizas que los separan: La historia de la Europa del Este puede aturdir a cualquiera. Las fronteras han avanzado y retrocedido a través de los siglos; hay países que han desaparecido y reaparecido, otros nuevos han surgido.
Y, paradójicamente, siendo muy notoria esta idea de la diversidad, también lo es el hecho, que de continuo observa Fatland en su recorrido, de la actual y progresiva uniformidad en modas, en tiendas (Bulgari, Prada, Chanel, Gucci, Benetton, Adidas, Max Mara), en objetos de consumo, en escenarios urbanos, en gadgets electrónicos (Ahora la moda en las calles -escribe sobre Ulán Bator, la capital mongola- es idéntica a la que se ve en Minsk o en Pekín. Los hombres suelen llevar tejanos y chaquetas de piel, mientras que las chicas se mueven por doquier balanceándose encima de sus altos tacones, y llevan minifaldas y camisetas ceñidas (en cuanto a los turistas, se les reconoce fácilmente porque recorren las calles, ligeros y enérgicos, equipados con ropa deportiva sofisticada, listos para subir el K2 cuando las condiciones les sean propicias). Los bares están llenos de pandillas de chicas alegres que parlotean tomando cócteles hawaianos junto a luminosas pantallas de móviles; en todas partes hay internet de alta velocidad, y la mayoría habla inglés. De los altavoces emanan las mismas voces que en todas partes: Adele, U2, Lady Gaga).
Este en apariencia fecundo melting pot provoca, sin embargo, dos efectos perniciosos, constatados de continuo por la viajera en cualquier nuevo traslado a una distinta región y que constituyen la segunda de las grandes aportaciones de su obra: las pulsiones identitarias y los constantes conflictos derivados de ellas. En cualquier área en que dos pueblos de distintos orígenes étnicos se ven obligados a convivir o a compartir frontera, los respectivos estados tienden a la uniformidad, a salvaguardar e imponer la cultura, el idioma, el alfabeto o las costumbres del “clan” dominante, a homogeneizar a la población y excluir o eliminar a las minorías que se oponen o resisten. En consecuencia, el viaje que se nos narra está plagado -en la historia y, por desgracia, en el presente: no parece que aprendamos de nuestros errores- de conflictos ancestrales, disputas por el territorio (a reseñar el fenómeno de la borderisation, lamentablemente tan actual, que consiste en que una frontera territorial se ensancha con medios físicos como vallas, cercados de espino u otros, pero sin autorización, lo que produce trágicos disparates como el que describe uno de los interlocutores de Erika: A mi abuela le impresiona que yo viaje tanto de un lugar a otro, pero suele decir que también ella ha viajado [sin moverse de su pueblo], puesto que ha vivido en tres países: ¡la Unión Soviética, Georgia y Osetia del Sur!), mentiras y manipulaciones identitarias que justifican la violencia, las guerras, el terror, los asesinatos, las violaciones brutales (valga la redundancia), las ocupaciones, los asedios, las invasiones, los campos de concentración, las ejecuciones y el exterminio, las tierras minadas, las deportaciones, los enfrentamientos entre ejércitos y también entre la población civil, las hambrunas, la escasez, el contrabando. Una y otra vez la noruega da cuenta de la pervivencia de los mismos frentes y disputas desde hace siglos, del ansia irracional por el poder (que provoca que, a cada poco, cambien las tendencias hegemónicas, la alianzas políticas y comerciales, los conceptos mismos de amigo y enemigo), de los odios viscerales entre pueblos vecinos, del levantamiento y destrucción, de la retirada y la reaparición de monumentos y estatuas de distintos próceres, exaltados o preteridos, según la tendencia hegemónica en cada momento, de los bulos y la desinformación (Lo de Ucrania es culpa de los norteamericanos. Enviaron agitadores y provocadores a Kiev y a Crimea. No veo que Rusia pudiera haber actuado de otra forma, a propósito de la anexión de Crimea), de la muy eficaz utilización de la propaganda (La máquina propagandística trabaja activamente para preservar Rusia como imperio), del miedo ante las invasiones y agresiones del rival fronterizo. ¡Somos rusos, claro que desearíamos que nuestro pueblo perteneciera a Rusia! Hasta la revolución, este territorio formó parte de Rusia a nivel administrativo. Aquí no había kazajos antes de que llegaran los rusos, ¡históricamente este territorio no es kazajo, de ninguna manera!, afirma categórico un individuo con el que habla la viajera, en una manifestación -esa, pero también su contraria (¡No somos rusos, somos osetios!)- que se oirá con frecuencia en distintos lugares del periplo (en Ucrania, por ejemplo, tan actual: La Gran Rusia ha mostrado al mundo entero que, sin ningún reparo, sigue utilizando cualquier medio a su alcance para poner a la Pequeña Rusia en su sitio).
En este sentido, la manifestación más evidente de esa naturaleza conflictiva de la zona se muestra en la actualidad en la omnipresencia agresiva de Rusia en los límites de su territorio colindantes con prácticamente cada uno de los países que se recogen en el libro, en su condición de amenaza permanente para la paz mundial, en la pervivencia de sus ataques, de sus ocupaciones más o menos discretas (en su paso por la mayor parte de las zonas en conflicto, la autora refiere el intenso proceso de “rusificación” de los territorios ocupados, a través de la propaganda, la educación y, claro está, las deportaciones de las etnias “molestas”), de su propósito -probado en muchas ocasiones- de inmiscuirse en la política de otros países, de la presencia activa de sus tropas y sus armas imponiendo por la fuerza y la violencia los delirantes designios de sus dirigentes. Y todo ello personificado en la figura “tutelar” de un Putin (Rusia nos declara la guerra. Putin es como Hitler. ¿Cómo es posible que un país sin más se apodere de otro en pleno siglo XXI?, afirma un ucranio ¡hace cinco años!) que, como refleja Fatland en más de una ocasión, llena las pantallas de los televisores de restaurantes, centros comerciales, dependencias oficiales y hasta viviendas particulares con su pálido rostro redondo.
Frente a la peligrosa figura del “oso ruso”, se alzan, como salvaguarda democrática, la Unión Europea, y, paradójicamente, la OTAN; y así podemos leer: aquí rige el artículo quinto de la OTAN que dice que un ataque militar a uno de los países miembros se considera un ataque a todos los demás, un precepto tan repetido en estos meses. En su recorrido, ya al final de su viaje, por Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia o Suecia, Fatland constata que en los últimos años han proliferado los ejercicios militares de la OTAN en los países bálticos y en el mar Báltico. El mensaje que se envía a Putin es claro: aquí, pero no más lejos. No nos sorprende, pues, que tras la invasión de Ucrania, Finlandia y Suecia hayan activado los protocolos para su incorporación a la organización atlantista. Y el fenómeno, aparentemente aletargado tras la Guerra Fría, se multiplica tras la modernización tecnológica del mundo: Cuando la Unión Soviética se desplomó en 1991, las fronteras geográficas y políticas tuvieron que ser trazadas de nuevo. El Telón de Acero, que dividía Europa en el Este y el Oeste, cayó de la noche a la mañana. Durante décadas la población mundial había vivido entre dos grandes potencias enfrentadas, cada una con un dedo puesto en el botón nuclear, mientras libraban guerras en otros lugares. Occidente contra Oriente, capitalismo contra socialismo, Estados Unidos contra la Unión Soviética, la OTAN contra los países del Pacto de Varsovia. Muchos de los países del Pacto de Varsovia son ahora miembros de la OTAN. Las alianzas se transforman rápidamente y las guerras ya no se libran ni con tanques ni con la maleta atómica; las guerras modernas de Rusia tienen lugar tanto en el ciberespacio como con las acciones de hombrecitos vestidos de caqui y sin insignias en el uniforme. Putin, como antiguo oficial del KGB, no repara en métodos para ejercer poder e influencia; las reglas del juego se respetan solo si favorecen a Rusia […] Rusia puede crear el caos donde le apetezca.
Y si en la mente del lector permanece, tristemente, tras acabar el libro, la idea de la aparente inexorabilidad del dominio y las agresiones rusas, también le invade, de un modo igualmente perturbador, la sensación de que es el ser humano el que está abocado a la violencia, a las disputas étnicas, a los enfrentamientos a causa de nuestras diferencias de tribu, raza, credo o ideología (la guerra divide y separa a la gente). No podemos -no queremos, no sabemos- escapar, eso parece, a ese destino funesto que se repite a cada poco en cualquier región del mundo: nos matamos de continuo. Y lo hacemos, muy a menudo, por cuestiones vinculadas a esas difusas líneas que delimitan el espacio de los pueblos, esas fronteras sangrientas que trazamos para dividir y enfrentar, para separar, indisponer y quebrar, para romper, para odiar. ¡Cuántas víctimas, cuánta sangre y cuánto dolor ha causado la cuestión de las fronteras! No tienen fin los cementerios donde yacen aquellos que murieron en el mundo defendiéndolas, reza la cita de Ryszard Kapuściński con la que Fatland, significativamente, encabeza la tercera sección del libro correspondiente a las etapas europeas del viaje. Y todo ello, tanta cruel brutalidad parece fruto, quizá, de la pervivencia de la dimensión animal que aún subyace a nuestra imperfecta naturaleza humana. Manadas de animales que defienden su espacio en virtud de salvajes instintos atávicos. ¿O es esta una interpretación demasiado complaciente con nuestro egoísmo, con nuestra mezquindad, con nuestra maldad?
Os dejo ya con otro fragmento premonitorio, escrito en relación con la anexión de Crimea por Rusia y con las -entonces, cuando se escribió el libro- solo amenazas de Putin sobre las regiones de Ucrania oriental, hoy tristemente confirmadas. Como acompañamiento musical a mi, una vez más, extensa reseña, os ofrezco Back in the U.S.S.R., el clásico de los Beatles que da título a un capítulo del libro.
Setenta años después de que el Ejército Rojo hubiera reconquistado Crimea y todos los tártaros de Crimea hubieran sido deportados, los soldados rusos desembarcaron en la península de nuevo. La anexión de 2014 dejó estupefacto al mundo entero. Seis años después de la guerra de Georgia, Rusia infringía de nuevo todas las convenciones habidas y por haber, y violaba el territorio de un Estado soberano. Por lo demás un Estado soberano europeo. El oso había despertado de su letargo y a Europa la cogió por sorpresa. El Kremlin había puesto en claro a los políticos del mundo entero quién decidía en el patio trasero de Rusia. En el patio trasero de Rusia ni se flirteaba con la OTAN ni se rechazaba ser miembro de la Unión Euroasiática para aceptar un acuerdo de asociación con la Unión Europea, sin que eso acarreara consecuencias.
Esta agresiva política exterior no le ha salido gratis a Rusia. Como castigo se le han impuesto sanciones económicas. A una serie de rusos se les negó la entrada en la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Noruega y Suiza. Como respuesta, y para desesperación de la clase media rusa, Rusia dejó de importar determinados productos alimenticios de los países que apoyaban las sanciones. Para hacer cumplir la prohibición, el Gobierno ruso mandó destruir toneladas de queso francés y de manzanas polacas, productos importados ilegalmente.
En el ámbito estratégico militar es casi imposible sobrestimar la importancia de que ahora Rusia tenga el control total sobre Crimea. Ahora bien, a la población local, la anexión le ha traído pocas cosas buenas hasta la fecha. La cantidad de turistas ha disminuido en dos millones anuales. Un desastre para el sector turístico, la mayor fuente de ingresos de Crimea. En el momento de escribir esto, los rusos están construyendo un puente sobre el estrecho de Kerch, para conectar la península con el continente. El puente tendrá 19 kilómetros de largo y, según los planes, se abrirá al tráfico rodado en 2018, y para el ferrocarril el año siguiente. Tres mil obreros trabajan día y noche para terminarlo. El precio estimado es de unos de 3300 millones de euros. Por cierto, Hitler y Stalin intentaron construirlo sin éxito, pues el estrecho está expuesto a terremotos y a tormentas, y suele congelarse durante los meses invernales. En otras palabras, el puente tiene la suerte en contra, pero para Putin es una cuestión de prestigio y, en muchos sentidos, de vida o muerte para Crimea. Si el puente llega a buen puerto, Crimea se beneficiará de un cordón umbilical muy necesario con la madre Rusia y dejará de estar a merced del abastecimiento de buques, de la benevolencia de Kiev y de los intentos de sabotaje de los tártaros de Crimea.
Crimea era solo el principio, como pudo verse después. A raíz de la anexión de la península de Crimea, estallaron manifestaciones prorrusas en la región de Donbás, en el este de Ucrania. La situación empeoró rápidamente y en mayo, la República Popular de Lugansk y la República Popular de Donetsk se declararon independientes de Ucrania. Habían nacido dos nuevas repúblicas separatistas. Con el apoyo de Rusia, los sublevados prorrusos exigían que toda la región de Donbás, y, aún mejor, toda la región de Novoróssia, se separaran de Ucrania. Ciudades importantes como Sloviansk y Mariúpol fueron recuperadas por las fuerzas militares ucranianas a lo largo del verano y el otoño de 2014, pero los sublevados controlan todavía ciudades importantes de las provincias de Donetsk y Lugansk. A diferencia de cuando se produjo la anexión de Crimea, el Gobierno ruso todavía niega rotundamente haber enviado material militar o tropas regulares al este de Ucrania, pero existen numerosas fotografías hechas vía satélite y testigos que demuestran lo contrario.
Más de dos millones de personas han huido de la guerra que hasta el momento ha segado la vida de diez mil personas. Se han firmado varios armisticios, que en teoría debían ser permanentes, pero hasta ahora ninguno ha sido respetado más allá de unos pocos días consecutivos.
Desde el bloqueo de los tártaros de Crimea y de las blancas playas del mar Negro, puse rumbo al noreste. Y cuanto más me acercaba a la línea del frente de guerra, más corta era la distancia entre los controles militares. En la carretera, pronto hubo más vehículos militares que civiles. La guerra se acercaba cada vez más.