PAUL AUSTER. BAUMGARTNER
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy llega a su penúltima edición por este 2024 que da ya sus coletazos postreros. No he querido que terminara el año sin dejar aquí mi particular homenaje a un escritor espléndido, que yo he leído con devoción desde su primera aparición en nuestro mercado editorial -hace casi cuarenta años- y que, por desgracia, falleció en abril de este mismo 2024, con unos muy jóvenes setenta y siete años. Se trata, quizá lo habéis adivinado, del norteamericano -asociado para siempre al Brooklyn de su obra literaria- Paul Auster. En Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, os ofreceré otra emisión especial dedicada al escritor en la que, coincidiendo con la cercanía de la Navidad -el espacio saldrá al aire el 23 de diciembre-, leeré El cuento de Navidad de Auggie Wren, un bellísimo relato, con temática vagamente navideña, que aparecerá envuelto entre muy reconocibles temas alusivos a esa época en la voz de destacadas intérpretes de diferentes géneros musicales: Mina, Amy Grant, Diana Krall, Kylie Minogue, Anita Kerr, Holly Cole, Amy Winehouse, Ella Fitzgerald, Patti Page, Aretha Franklin, Dianne Reeves, Vanessa Hudgens, Aimee Mann, The Carpenters, Silje Nergaard, Lynn Anderson, Linda Draper, Lena Horne y Estrella Morente. Desde aquí os invito a visitar el blog del espacio para escuchar un programa con el que, aparte de celebrar la figura de Paul Auster, quiero felicitaros unas fiestas que para entonces ya estarán a la vuelta de la esquina.
Aquí, en cambio, mi sugerencia se centrará en Baumgartner, la última y para mí estupenda novela publicada por Auster antes de morir (tengo la sospecha, mera intuición no fundada en ningún argumento racional, de que habrá obras póstumas que quizá aparezcan en los próximos años). Es difícil detenerse en una única obra del prolífico escritor, autor de novelas, claro está, pero también de relatos, ensayos, poesía, obras de no ficción, y responsable, igualmente, de algunas notables incursiones en el universo cinematográfico como actor, guionista o incluso director. Es el caso de Smoke o Blue in the face, las películas de Wayne Wang inspiradas en el mencionado cuento navideño, (ambos títulos con una importante presencia del tabaco; Auster era muy fumador y su muerte se debió a un cáncer de pulmón), Lulu on the Bridge o El país de las últimas cosas. Yo os recomendaría cualquiera de las muchas novelas que he leído, en su mayor parte aparecidas en Anagrama (aunque hay también ediciones en Júcar -donde creo haber accedido por primera vez a su literatura, a mediados de los ochenta-, Edhasa, Libros del Zorro Rojo o, en sus más recientes publicaciones, Seix Barral). Entre las más interesantes, La trilogía de Nueva York (La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), El país de las últimas cosas, El palacio de la luna, La música del azar, Leviatán, todas en la traducción de Maribel de Juan, cuyo nombre permanecerá en mí asociado para siempre al de Auster; y también Tombuctú, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies (que yo presenté en Todos los libros un libro hace casi quince años), Sunset Park, la voluminosa, arriesgada y excepcional 4 3 2 1, y ahora esta Baumgartner, títulos en los que la traslación a nuestro idioma se debe a Benito Gómez Ibáñez.
Me resulta imposible -porque la tarea excede mis conocimientos y por la inevitable falta de tiempo- comentar en detalle los rasgos más destacados de la literatura de Paul Auster; sobre algunos de ellos, presentes también en Baumgartner, volveré en mi análisis del libro. De un modo general adelanto que en casi todas sus obras hay una serie de motivos y signos distintivos y recurrentes: las reflexiones sobre la identidad, el azar y los encuentros fortuitos, la soledad, el lenguaje, el tema del doble, el enfoque filosófico o metafísico, las referencias literarias, la mención -siquiera circunstancial- a la cultura judía, la singularidad de sus estructuras narrativas, las historias dentro de historias en un perpetuo juego al modo de las muñecas matrioshka, la mezcla de géneros, entre otros.
Así, por ejemplo, en las novelas de la Trilogía de Nueva York, el personaje principal, Daniel Quinn, es un escritor de novela policial, un hombre de mediana edad con una gran crisis de identidad que, al no encontrar nada verdadero en su interior en lo que fundamentar su subjetividad o su existencia, asume la personalidad de un detective privado, lo que provoca una serie de desorientaciones que culminan en la disolución de la propia conciencia de sí. Muchos de los personajes de otras de sus novelas adoptan a menudo nuevos nombres, se encuentran en situaciones en las que deben reinventarse, se enfrentan a la búsqueda de su identidad verdadera, de su propósito en la vida, en procesos que los llevan a cuestionar quiénes son realmente. Esta insistencia en la idea de una identidad fragmentada, de la relativización de los fundamentos del yo, también la dilución del rol del autor, del narrador, del personaje, la solvente exploración la fluidez de ese yo y su construcción como algo maleable y siempre en proceso, constituye una de las razones por las que se ha adscrito a Auster en el movimiento llamado post-modernismo, que cuestiona las grandes verdades, las certezas rotundas, la solidez de los principios, la inmutabilidad de la ciencia, la religión, la filosofía, la psicología, la antropología, en esa dimensión que he llamado filosófica o existencial de su obra.
Del mismo modo, el azar es otro elemento clave en sus creaciones. En muchas de sus novelas -y ello será especialmente notorio en Baumgartner-, los acontecimientos parecen estar dirigidos por fuerzas fuera del control de los personajes, lo que sugiere un universo caótico e indiferente en el que sus protagonistas se ven arrastrados por hechos o sucesos fortuitos que alteran el curso de sus vidas de maneras inesperadas. La idea de incertidumbre, de caos, del sometimiento de la vida humana a decisiones en apariencia triviales que pueden, sin embargo, tener consecuencias trascendentales, vuelve a remitir la obra de Auster a su vertiente metafísica, aquella que indaga en la fragilidad de la condición humana, en la dificultad de encontrar sentido a la existencia. Ello es evidente en El país de las últimas cosas, cuya protagonista, Anna Blume (quedaos con este nombre), se mueve en un escenario distópico, una ciudad en ruinas en la que todo tiende al caos y los edificios y las calles desaparecen; un mundo en descomposición que atraviesa en busca de su hermano desaparecido y del que da cuenta en una carta a un corresponsal desconocido para el lector. Con un muy evidente paralelismo con La carretera, de Cormac McCarthy, que traje aquí hace algunos meses, la novela refleja de nuevo a un personaje enfrentado a una realidad que se rige por reglas completamente impredecibles. También en La música del azar, y explícito ya desde el mismo título, el destino, lo fortuito y la casualidad sirven de desencadenante de las historias. Un golpe de suerte hace rico a su protagonista. Un encuentro inesperado lo pone en contacto con otro personaje. Unos millonarios jugadores de póquer se les aparecerán a ambos a mitad de la novela. Sus vidas cambian, sometidos al albur de la fortuna, llevados por la sucesión de acontecimientos sin propósito definido, sin sentido.
Otra de las señas definitorias de Auster es su indiscutible talento para mezclar géneros -ficción metafísica, de aventuras, detectivesca- estilos y recursos literarios: apuntes filosóficos, destacada presencia de referencias a escritores y alusiones culturales en una exaltación constante de la intertextualidad, laberintos de historias que se entremezclan, repletas de significados, pistas falsas, silencios, personajes dobles, efectos especulares, guiños autorreferenciales (nombres propios que son anagramas del autor, de su mujer o su hija, de amigos o conocidos), “autocitas” (personajes que aparecen y reaparecen, que saltan de una novela a otra), digresiones, relatos intercalados, juegos metaliterarios (a modo de ejemplo relevante, entre otros muchos, al comienzo de Trilogía de Nueva York, Daniel Quinn recibe una extraña llamada preguntando por un detective de nombre… ¡Paul Auster!), protagonismo del lenguaje y la escritura, en novelas que a menudo están pobladas por escritores, narradores y personajes que luchan con el acto de escribir o que experimentan dificultades en la comunicación.
La apoteosis de esa singular utilización de recursos estilísticos y preocupaciones temáticas fue, a mi juicio, la última novela de Paul Auster antes de la que hoy quiero presentaros. 4 3 2 1, que apareció entre nosotros en 2017, en el seno de la editorial Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez, es un portentoso ejercicio de virtuosismo literario, una obra maestra, en mi opinión, que no pude reseñar aquí en su momento y que aprovecho para recomendaros vivamente ahora con solo un par de palabras de presentación. La novela cuenta la vida de Archibald Isaac Ferguson, que nace en un suburbio de Nueva Jersey en 1947 (año de nacimiento del propio Auster), aunque el singular que acabo de emplear no es adecuado, pues Archie no vive una sino cuatro vidas en paralelo. La propuesta, originalísima y desbordante -960 páginas en su edición española-, provoca, de entrada, una cierta confusión y hasta una leve perplejidad en el lector, desconcertado antes unos hechos que se narran de maneras distintas, con sutiles pero trascendentales diferencias, de una versión a otra de la novela. De repente, nos llama la atención una referencia a que la tía Mildred nunca se casó, pues se nos acaba de anticipar el nombre de su marido. Del mismo modo, sabemos que el tío Lew es millonario, pese a haber quedado en bancarrota por una apuesta de béisbol. El almacén del que depende el negocio familiar fue asaltado, pero en otro momento del texto se nos dice que se incendió. En ese incendio muere el padre de Ferguson, en un incidente que, en otro pasaje, solo le ha producido una cierta introspección, volviéndose distante e inescrutable. Un Archie asiste a la Universidad de Columbia durante los levantamientos estudiantiles de 1968 (como hizo el propio Auster), pero otro renuncia por completo a la universidad para vagabundear por París (también lo hizo Auster, aunque éste espero a su graduación). Dotados todos -los cuatro (aunque podríamos incluir también al escritor)- de una significativa vocación literaria, en un caso el personaje se desenvuelve como periodista y traductor, en otro es crítico de cine, en un tercero escribe ficción.
Pronto nos damos cuenta -hay que leer la novela con continuidad; si la abandonamos para retomarla algo más adelante sin duda nos perderemos entre tanta variante en apariencia contradictoria- que el protagonista se cuadruplica. Sus cuatro yoes siguen caminos separados, cada uno con su propia experiencia de infancia, adolescencia, amistad, amor, deporte y escuela. Sus padres también tienen vidas cuádruples, aunque conservan sus nombres y profesiones (él es un hombre de negocios, ella una fotógrafa). Así también, las figuras clave en la vida de Ferguson, en particular su prima y novia Amy, asumen diferentes roles y características.
A pesar de la complejidad estructural de la novela, la premisa es sencilla: Auster nos está contando una especie de vidas paralelas a partir de una clave que se recoge en el mismo texto que incluye un verso -Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo- de un conocido poema, El camino no elegido, de Robert Frost, el gran poeta norteamericano, que ahora os dejo en su versión de Agustín Bartra:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;
Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.
Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.
Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.
Este muy simple expediente, permite a Auster desarrollar cuatro historias (por entre las que se asoman al menos media docena de personajes de sus novelas anteriores) que se entrelazan y corren en paralelo, mostrando las diferentes alternativas a las que se puede abrir una vida partiendo de un cambio meramente imperceptible, explorando sus temas favoritos -el azar, la identidad, la cuestiones metafísicas, el sentido de la existencia) y, de paso, recorriendo, en una amplia panorámica, varias décadas de la historia de su país, cubriendo grandes franjas de la cultura estadounidense de posguerra, con calas en sus principales problemas sociales (las cuestiones raciales, los avances en la vivencia de la sexualidad) y políticos.
En su capítulo final -y esto no es, estrictamente, un spoiler- el personaje resume la esencia del proyecto literario: la insistente impresión de que por los desvíos y vías paralelas de los caminos que se han tomado y que no se han tomado ha circulado la misma gente al mismo tiempo, la gente visible y la que está en la sombra, y que el mundo tal cual era nunca podría ser más que una fracción del mundo, porque lo real también consistía en lo que podría haber ocurrido pero no sucedió, que un camino no era mejor o peor que cualquier otro, pero el tormento de estar vivo en un solo cuerpo significaba que en un momento dado uno tenía que encontrarse exclusivamente en un solo camino, aunque pudiera haber estado en otro dirigiéndose a un lugar enteramente diferente.
Y, claro está, el carácter metaliterario, tan querido a Auster, se revela también en las espléndidas páginas finales de la magistral novela: cuatro chicos con los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético, pero viviendo en casas diferentes de ciudades distintas, cada uno con sus propias circunstancias particulares. Impulsados a un lado y a otro por la fuerza de esas circunstancias, los muchachos empezarían a divergir a medida que el libro avanzaba, pasando a rastras, caminando o galopando de la infancia a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta mientras el carácter los iba diferenciando cada vez más, cada uno por su camino particular y sin dejar por ello de ser el mismo individuo, tres versiones imaginarias de su propia persona, para luego incluirse a sí mismo, el autor del libro, como Número Cuatro por si fuera poco, pero los detalles de la novela aún eran desconocidos para él en aquel momento, sólo entendería lo que intentaba hacer cuando se pusiera a hacerlo, y lo fundamental era querer a aquellos chicos como si fuesen reales, quererlos tanto como se quería a sí mismo, tanto como había querido al muchacho que cayó muerto a sus pies en una calurosa tarde del verano de 1961, y ahora que su padre había muerto también, ése era el libro que necesitaba escribir: para ellos.
Me parece oportuno, más allá de estas breves notas y como significativo resumen de la visión que el escritor tenía de la escritura, de la lectura, de las historias, de las novelas, dejaros aquí -aunque bastaría con un mero enlace, quiero dotar a mi elección de un valor testimonial y, una vez más, de homenaje- el discurso con el que recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que se le otorgó en el año 2006 (y que, muy modestamente y salvadas las abismales distancias, refleja también el planteamiento y el propósito último de Todos los libros un libro):
No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?
En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten "en la página impresa o en la pantalla de televisión", resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.
De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.
Nunca he querido trabajar en otra cosa.
Y, en efecto, Auster siguió escribiendo hasta sus últimos momentos y prueba de ello es esta novela, Baumgartner, publicada el 7 de noviembre de 2023 y aparecida en nuestro país en marzo de 2024, apenas un mes antes de su fallecimiento. Y, de acuerdo con lo expresado en su discurso, y en una pauta reiterada en su obra, este último y para mí magnífico libro constituye un ejemplo paradigmático del poder de las narraciones, en un torrente de historias que se van enlazando de manera sutil, que se enredan y entretejen, que brotan con naturalidad y se engarzan con fluidez; y la una lleva a la otra, con una ilación tenue, casi imperceptible gracias al talento del escritor, y se intercalan digresiones y relatos interpuestos y un suceso anodino abre un nuevo hilo que a su vez se desvía del curso originario y que más adelante se retoma… Y el lector, embebido en un texto que prolifera como una muy benéfica y placentera hidra, absorbido por la lectura, llevado de la mano por la potencia narrativa de Auster, se deja ir, asiste deslumbrado y arrastrado por su prosa magnética a la sucesión de historias, de anécdotas, de reflexiones, de recuerdos, de relatos, de idas y vueltas en el tiempo; un lector entusiasmado por el asombro y el deleite, la emoción y -por qué no decirlo- la felicidad que provoca en él el hipnótico flujo de la escritura de un autor que, más allá de las variadas facetas, ya reseñadas, de su literatura -la filosófica, la posmoderna, la metaliteraria, la experimental- era, sobre todo, un formidable contador de historias.
Baumgartner narra una de estas historias, la de ST (Seymour -Sy- Tecumseh) Baumgartner, un profesor septuagenario, a punto de jubilarse de Princeton, que aún mantiene muy vivos los recuerdos de su mujer, Anna (Anna Blume, que aquí reaparece en uno de los juegos típicos de Auster, que, en el mismo sentido, también hace que la madre de su protagonista se llame Ruth Auster), fallecida hace casi una década y cuya “presencia” impregna todavía su vida (su primera y única vida (…) duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató). La historia, que comienza en 2018, se abre -¡cómo no!- con un incidente trivial. Baumgartner, que vive solo en su casa en Brooklyn, está sentado ante el escritorio de su estudio en la planta alta de la vivienda, enfrascado en la redacción de una monografía sobre los seudónimos de Kierkegaard. Necesitando verificar una cita, baja al salón en busca del libro que abandonó allí la noche anterior. Antes de recogerlo, mientras su mente errática piensa en telefonear a su hermana, se acerca a la cocina de la que sale un inquietante olor a quemado. A partir de este suceso anodino, los pequeños imprevistos se superponen, manifestaciones del caprichoso azar “austeriano”: se quema la mano con el cacillo que tres horas antes había dejado en el hornillo encendido y que ahora rueda por el suelo tras el intento espontáneo de Baumgartner de alejarlo del fuego; lo interrumpe el teléfono en el que un individuo desconocido le comunica que llegará tarde a la cita acordada semanas antes -y de la que Baumgartner no guarda recuerdo- para revisar el contador eléctrico; con la mano abrasada y un dolor indecible debe abrir la puerta a Molly, una repartidora habitual, con su consabida carga de libros; de nuevo el sonido del teléfono (¡cuántas llamadas telefónicas son decisivas en las novelas de Auster!) se suma al progresivo desorden para dar paso a Rosita, la hija de la señora Flores, encargada de la limpieza de su casa, que le informa de que su padre acaba de cortarse dos dedos con una sierra circular lo que impedirá que la asistenta pueda acudir a su trabajo; otra vez el timbre altera a un Baumgartner acelerado, dolorido y superado por los acontecimientos, esta vez para anunciar la llegada del inspector de la luz; finalmente, -y apenas hemos llegado a la vigésima página del libro- el profesor acaba cayéndose por las escaleras del sótano, a donde ha querido bajar para mostrarle el cuadro de la instalación eléctrica al trabajador, dañándose la rodilla.
Cuando el frenesí de acontecimientos -un poco exagerados, a la manera del slapstick, la comedia cinematográfica disparatada típica del primer tercio del siglo pasado-, se remansa y el operario ha abandonado la casa, Baumgartner, que, atormentado por el punzante dolor en los codos, la desmedida hinchazón de una de sus rodillas y el ardor de su mano, ha olvidado su ensayo sobre Kierkegaard, el libro que debía consultar y la postergada llamada a su hermana, se entrega, agotado, a unos minutos de descanso y somnolencia. Sentado en la cocina, con la agitación disminuyendo y recuperando el ritmo normal de su respiración, atisba el cacillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primero de carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer apartamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio. No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota —lo que era y sigue siendo—, y acabó comprando aquel horrible cacillo de aluminio que le costó diez centavos y le ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana.
A partir de este comienzo arrebatador, son las divagaciones de Baumgartner las que irrumpen una y otra vez en el texto. Acomodado en el jardín de su casa, tras la frenética escena inicial, el protagonista, aislado en una cierta bruma mental, progresivamente desgajado de su entorno, solo levemente consciente de su realidad -la tarde declinante, las nubes que ensombrecen el sol que se apaga, la silla incómoda que daña su espalda, la postura que entumece su piernas-, dejará que su pensamiento se disperse, vague, errabundo, por las profundidades de sus recuerdos, mientras se pregunta, algo perplejo, adónde lo llevará ahora la memoria.
La novela que leemos seguirá esa corriente de pensamiento del profesor, marcado por la muerte de Anna, que ha dejado un vacío insondable en su vida (Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse, en un paralelismo, que el propio personaje explicita, con el conocido y estudiado “síndrome del miembro fantasma”). La trama avanza a través de las evocaciones que Baumgartner hace de la vida pasada con su mujer desaparecida (sus primeros encuentros juveniles, su fascinación mutua, su matrimonio feliz, los momentos de alegría y las inevitables dificultades que acompañan a cualquier relación de larga duración, la carrera profesional de ella como traductora y también escritora). Estos recuerdos (también los de la universidad y de su trayectoria como profesor de filosofía de Princeton, los de las infancias y los antecedentes familiares de ambos, entre otros) van y vienen imbricándose en el presente, en el relato de la cotidianidad de la vida del profesor, sus rutinas simultáneamente conmovedoras y patéticas (una sucesión de días vacíos que sobre todo solía llenar doblando y volviendo a doblar ropa interior [de Anna]), en una existencia anclada en el pasado (sus pensamientos (…) retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria), marcada por la ausencia, el aislamiento, la soledad y una creciente desconexión de la realidad.
Y así, Anna llega a comparecer, podríamos decir que literalmente, en su vida, a través de una conversación telefónica fantasmal que Baumgartner mantiene con su esposa muerta (descuelga el aparato y aventura un saludo inseguro y perplejo: un saludo con una interrogación incorporada. Sigue un silencio, durante el cual se dice a sí mismo que debe de estar soñando, aun cuando está despierto y no puede estar soñando, y entonces Anna empieza a hablar, a hablarle con la misma voz grave de cuando estaba viva, llamándolo cariño y mi querido esposo, explicándole que la muerte no es lo que la gente siempre ha imaginado), y a partir de ahí más recuerdos, las noches de amor juvenil, la nostálgica descripción de la inteligencia, la fuerza, la voluntad, el atractivo y el encanto, la poderosa personalidad de su mujer (una persona que siempre hacía lo que quería y no aceptaba negativas, una persona impulsiva y exultante). Y Sy recorre con su vista, inclinando la cabeza para rendir tributo al reino perdido de la juventud, las paredes cubiertas de objetos enmarcados, lienzos, retratos, cuadros varios, los estantes de la biblioteca repletos de libros, de dibujos, de fotografías, de figuras decorativas cargadas de significado. Y contempla la vieja máquina de escribir de Anna y evoca, envuelto en la pena, los días en que se despertaba con el sonido de la mente de Anna cantando a través de los dedos que aporreaban la máquina, echando de menos aquellos sonidos familiares.
Baumgartner se sume en el mundo de Entonces, como lo llama, cavilando, recordando y deambulando entre los cuarenta años pasados desde la primera vez que vio a Anna cuando era una cría de dieciocho años y la última, ya una mujer de cincuenta y ocho, muerta en la playa. Y la novela nos muestra el miedo de un personaje emocionalmente enfermo, enfrentado a la irresistible soledad, al deterioro, la vejez y la muerte (la novela es, también, en parte, una historia de los dolores y las indignidades de la ancianidad, trasunto obvio de la situación terminal del propio Auster en los meses de su escritura), al sentimiento de culpa por no haber podido evitar el accidente de su mujer; y aunque no siente lástima por sí mismo ni se regodea en la autocompasión, no se engaña con respecto a su presente (¿Cómo te encuentras ahora, en este momento? Muy mal. Con el ánimo por los suelos. Machacado, roto). El incidente del cacillo supone un punto de inflexión: La pérdida de memoria a corto plazo forma inevitablemente parte de hacerse viejo, y si no es olvidarse de subirse la cremallera, es ir a registrar la casa en busca de las gafas de lectura mientras las llevas en la mano, o bajar a realizar dos pequeñas tareas, coger un libro del salón y servirse un vaso de zumo en la cocina para luego volver a la planta de arriba con el zumo pero no con el libro, o si no con nada, porque una tercera cosa te ha distraído en la planta baja y has vuelto arriba con las manos vacías y habiendo olvidado para qué bajaste en un principio.
Toma una determinación, tiene setenta años, al fin y al cabo, y ya no hay tiempo para titubeos, se dice. Se lanza a recuperar la relación con Judith, una vieja amiga de la que cree estar enamorado, temeroso de que vaya a rechazarlo por ser demasiado mayor para ella. E inesperadamente (La sorpresa llegó en forma de carta remitida desde Ann Arbor, en Míchigan. Una carta de verdad, de dos páginas mecanografiadas a doble espacio y enviada directamente a la residencia de Baumgartner en Poe Road en un sobre normal de tamaño corriente por una persona llamada Beatrix Coen), una joven estudiante, se pone en contacto con él para trasladarle su interés en hacer su tesis sobre la obra de Anna, y solicitar de Baumgartner el acceso a cualquier otra manifestación de la labor literaria de ella, más allá de los escasos ochenta y ocho poemas publicados en Lexicón: Poemas selectos 1971-2008, el libro de Anna que él había publicado, sin excesiva repercusión, como homenaje tras su muerte. La estudiante indaga por la existencia de más poemas, pero también de cualquier otro documento de posible interés literario, cartas, algún diario, cuadernos de notas, bosquejos u otros documentos sin publicar que pudieran contribuir a una comprensión más plena del desconcertante genio de Anna Blume, de cuya poesía se confiesa enamorada. La amable y entusiasta carta de Beatrix introduce un nuevo elemento de ilusión en la vida de Baumgartner, que se lanza a recuperar y revisar los papeles de Anna, manuscritos, borradores y pruebas de imprenta de sus traducciones publicadas, novelas y antologías poéticas, reseñas literarias, escritos autobiográficos y hasta cuatro cajoneras que contenían sus poemas en varios estadios de finalización, de los cuales solo unas decenas habían aparecido en Lexicón, la única creación de su esposa conocida por el público.
El desarrollo entrelazado de estos dos ejes principales -los episodios comunes del día a día y la remembranza del pasado con Anna- da pie a que la incontenible fuerza narrativa de Auster haga aflorar abundantes excursos e incisos, que se precipitan en cascada, que se entrecruzan y desvían del hilo principal, que se abren a infinidad de relatos, en una avalancha digresiva de historias que brotan siguiendo el flujo de pensamiento, perpetuamente interrumpido, del protagonista. Y así, la presencia inicial y episódica de Molly, la repartidora de UPS, da pie a que el solitario Baumgartner confiese que está chiflado en secreto por esa robusta mujer de treinta y tantos años de quien ni siquiera conoce el apellido, razón por la cual encarga libros de manera compulsiva y absurda, volúmenes que no necesita y que acaba donando a la biblioteca pública, con el único propósito de poder pasar un par de minutos, unas tres veces por semana, con la mujer. Y la llamada de Rosita abre la mente divagante del profesor a recorrer las circunstancias vitales de los Flores, la mujer que le ha evitado vivir rodeado de mugre y desaliño durante los últimos nueve años y medio, su marido y sus tres hijos. Y otro tanto ocurrirá con el solícito inspector de la luz, el señor Papadopoulos, exjugador de béisbol (la presencia del indescifrable deporte norteamericano, otro detalle recurrente en las obras de Auster) metido a operario eléctrico, que tras su aparición fulgurante (nunca mejor dicho) en la escena inicial, reaparecerá año y medio y cuatro capítulos después en otra nueva deriva de la secuencia argumental “primaria”.
En el curso de sus divagaciones y llevado de sutiles conexiones que van aflorando a la vez que la memoria de Baumgartner se sumerge en su incesante oleada de remembranzas y reflexiones, surgen historias intercaladas. Se trasladan así al lector algunos escritos de Anna, en particular un poema; un relato muy íntimo y personal, Frankie Boyle, en el que narra su primer amor juvenil, de trágico final, con Frankie saltando por los aires por el estallido de un lanzacohetes durante su adiestramiento para la guerra de Vietnam; y otro texto, también autobiográfico, Combustión espontánea, redactado menos de un año antes de morir pero que se remonta al pasado lejano para narrar el episodio del intenso enamoramiento de la pareja y el consiguiente matrimonio entre ambos. Y aparecen las disquisiciones sobre Los misterios de la rueda, el texto en cuya elaboración ha estado enfrascado los últimos años.
Hay también largos y muy sugerentes excursos para recrear las historias de las familias de los dos. Los orígenes europeos paternos de Seymour: su progenitor, Jakov el Polaco, como lo llamaban de pequeño, un judío del este de Polonia, un sastre de tercera generación que llegó a Estados Unidos con seis años y acabaría abriendo una tienda en Newark, localidad natal de Auster, en 1912. Su madre, Ruth Auster, que con veinte años, a mediados de abril de 1939, empezó a trabajar de costurera en la tienda de quien ahora ya es Jacob, casándose con él cuatro años después, en plena guerra mundial. Una Ruth, de orígenes algo misteriosos para el niño Sy, sin parientes vivos en ninguna parte; su padre un evanescente emigrante en Estados Unidos desde una pequeña ciudad de Galitzia, su propia madre, Millie, “esfumándose” cuando la niña tenía solo tres años. El distinto entorno familiar de Anna, una muy acomodada familia que la educará como una princesa norteamericana burguesa y que se resistirá -para acabar aceptando con cariño- la “desequilibrada” boda de su hija.
Sus pensamientos pasan del final al principio de la vida de su madre y luego a los años y siglos anteriores, cavila Baumgartner, y de pronto está recordando su viaje a Ucrania de hace dos años y el día que estuvo en la ciudad donde nació su abuelo paterno. Lo habían invitado a participar en una mesa redonda del congreso anual del PEN International, que aquel año se celebraba en Leópolis. La experiencia de un viaje a una ciudad del oeste de Ucrania, Ivano-Frankivsk, un hecho claramente “traído” de la propia vida de Auster, sobre el que incluso ya había escrito en una revista, da lugar a otro relato intercalado, Los lobos de Stanislav, en el que la historia que se nos cuenta es la narrada a su vez por un rabino del lugar, que explica a Baumgartner un siniestro episodio de la larga historia de la ciudad. Según el rabino, los soldados rusos se encontraron, cuando llegaron a liberar Ivano-Frankivsk de los nazis en julio de 1944, con una población prácticamente desaparecida y con las calles de lugar habitadas por lobos, centenares de lobos, centenares y centenares de lobos. Tras su vuelta a casa, Baumgartner investiga el extraño suceso sin encontrar ninguna prueba que lo confirmara; incluso un documental filmado en la época por la propaganda soviética no muestra rastro alguno de lobos, sino solo gentes alegres y agradecidas por su liberación. El comienzo del este texto intercalado se mueve en las coordenadas marca de la casa “austeriana”: ¿Tiene un acontecimiento que ser real para que se acepte como verdad, o la creencia en su verdad ya lo hace real aunque no sucediera lo que presuntamente ocurrió? ¿Y qué ocurre si a pesar de tus esfuerzos por averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre y ya no puedes estar seguro de si la historia que te contaron en la terraza de un café en Ivano-Frankivsk, una ciudad del oeste de Ucrania, se derivaba de un hecho histórico poco conocido pero verificable o era una leyenda, una exageración o un rumor sin fundamento que se transmitió de padres a hijos?
Y, siempre llevado por sus evocaciones, Baumgartner nos ofrece ahora Cadena perpetua, uno de sus relatos, fábulas breves que ha ido escribiendo a lo largo de los años, naderías sin consecuencia que guarda en un cajón y nunca se ha molestado en enseñar a nadie, ni siquiera en su día a Anna. Y otro inciso nos lleva a conocer un no del todo difuminado episodio del pasado (investiga por qué algunos momentos efímeros e indiscriminados persisten en la memoria mientras otros, presuntamente más importantes, desaparecen para siempre), una escena protagonizada por una madre y una niña con las que coincide en un tren. Y luego hay otra historia, esta vez en el metro, de un chico con su padre. Y ambas permiten a la mente digresiva del protagonista reflexionar sobre la relación con sus propios padres, vincular los recuerdos con su presente, merodear intelectualmente en torno a las circunstancias de su propia vida.
Lo metatextual, pues, las derivaciones constantes, las estructuras narrativas fragmentadas y circulares, que desafían la linealidad temporal tradicional, la ficción autorreferencial, los sutiles juegos lingüísticos, las narraciones laberínticas en las que se enredan y desentrañan misterios, se presentan y desdibujan identidades, y el azar y el destino se cruzan, un cierto tono melancólico, el sutil sentido del humor, son algunos de los elementos estilísticos habituales en la literatura de Auster, que aquí comparecen junto a bastantes de sus temas favoritos: la muerte y el duelo, la identidad, la pérdida, el pasado y el paso del tiempo, el reflejo de la realidad norteamericana de su tiempo (hay, aparte de las referencias históricas que surgen en las narraciones familiares -la inmigración de comienzos del siglo XX, la sociedad de los cincuenta, los años sesenta y la guerra del Vietnam-, alguna breve y punzante mención a Trump -el enloquecido Ubú de la Casa Blanca- y un comentario tangencial sobre el Make America Great Again).
En fin, una espléndida novela crepuscular aunque muy llena de vida, que opera como una suerte de testamento confesional de Paul Auster, tristemente desaparecido este año y al que desde Todos los libros un libro hemos querido homenajear antes de que finalice este 2024 de su muerte.
Os dejo ahora con un texto del libro y con un tema de Sophie Auster, hija del novelista y de la también escritora Siri Hustvedt, cuya música lleva interesándome desde el primero de sus cuatro discos. El último de ellos, de inminente aparición a principios de 2025, se cierra con una canción, Blue Team, dedicada a su padre tras su muerte. En la familia, un blue team es alguien íntegro y bondadoso que no renuncia nunca a sus principios, como ha señalado la propia Sophie. No he podido localizar el tema, pues del álbum solo se ha publicado un adelanto, la canción que da título al disco, Look What You're Doing To Me, que será la que suene como cierre al programa.
Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema (…) si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano.
Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.
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Paul Auster. Baumgartner