Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de diciembre de 2024


PAUL AUSTER. BAUMGARTNER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy llega a su penúltima edición por este 2024 que da ya sus coletazos postreros. No he querido que terminara el año sin dejar aquí mi particular homenaje a un escritor espléndido, que yo he leído con devoción desde su primera aparición en nuestro mercado editorial -hace casi cuarenta años- y que, por desgracia, falleció en abril de este mismo 2024, con unos muy jóvenes setenta y siete años. Se trata, quizá lo habéis adivinado, del norteamericano -asociado para siempre al Brooklyn de su obra literaria- Paul Auster. En Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, os ofreceré otra emisión especial dedicada al escritor en la que, coincidiendo con la cercanía de la Navidad -el espacio saldrá al aire el 23 de diciembre-, leeré El cuento de Navidad de Auggie Wren, un bellísimo relato, con temática vagamente navideña, que aparecerá envuelto entre muy reconocibles temas alusivos a esa época en la voz de destacadas intérpretes de diferentes géneros musicales: Mina, Amy Grant, Diana Krall, Kylie Minogue, Anita Kerr, Holly Cole, Amy Winehouse, Ella Fitzgerald, Patti Page, Aretha Franklin, Dianne Reeves, Vanessa Hudgens, Aimee Mann, The Carpenters, Silje Nergaard, Lynn Anderson, Linda Draper, Lena Horne y Estrella Morente. Desde aquí os invito a visitar el blog del espacio para escuchar un programa con el que, aparte de celebrar la figura de Paul Auster, quiero felicitaros unas fiestas que para entonces ya estarán a la vuelta de la esquina. 

Aquí, en cambio, mi sugerencia se centrará en Baumgartner, la última y para mí estupenda novela publicada por Auster antes de morir (tengo la sospecha, mera intuición no fundada en ningún argumento racional, de que habrá obras póstumas que quizá aparezcan en los próximos años). Es difícil detenerse en una única obra del prolífico escritor, autor de novelas, claro está, pero también de relatos, ensayos, poesía, obras de no ficción, y responsable, igualmente, de algunas notables incursiones en el universo cinematográfico como actor, guionista o incluso director. Es el caso de Smoke o Blue in the face, las películas de Wayne Wang inspiradas en el mencionado cuento navideño, (ambos títulos con una importante presencia del tabaco; Auster era muy fumador y su muerte se debió a un cáncer de pulmón), Lulu on the Bridge o El país de las últimas cosas. Yo os recomendaría cualquiera de las muchas novelas que he leído, en su mayor parte aparecidas en Anagrama (aunque hay también ediciones en Júcar -donde creo haber accedido por primera vez a su literatura, a mediados de los ochenta-, Edhasa, Libros del Zorro Rojo o, en sus más recientes publicaciones, Seix Barral). Entre las más interesantes, La trilogía de Nueva York (La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), El país de las últimas cosas, El palacio de la luna, La música del azar, Leviatán, todas en la traducción de Maribel de Juan, cuyo nombre permanecerá en mí asociado para siempre al de Auster; y también Tombuctú, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies (que yo presenté en Todos los libros un libro hace casi quince años), Sunset Park, la voluminosa, arriesgada y excepcional 4 3 2 1, y ahora esta Baumgartner, títulos en los que la traslación a nuestro idioma se debe a Benito Gómez Ibáñez. 

Me resulta imposible -porque la tarea excede mis conocimientos y por la inevitable falta de tiempo- comentar en detalle los rasgos más destacados de la literatura de Paul Auster; sobre algunos de ellos, presentes también en Baumgartner, volveré en mi análisis del libro. De un modo general adelanto que en casi todas sus obras hay una serie de motivos y signos distintivos y recurrentes: las reflexiones sobre la identidad, el azar y los encuentros fortuitos, la soledad, el lenguaje, el tema del doble, el enfoque filosófico o metafísico, las referencias literarias, la mención -siquiera circunstancial- a la cultura judía, la singularidad de sus estructuras narrativas, las historias dentro de historias en un perpetuo juego al modo de las muñecas matrioshka, la mezcla de géneros, entre otros. 

Así, por ejemplo, en las novelas de la Trilogía de Nueva York, el personaje principal, Daniel Quinn, es un escritor de novela policial, un hombre de mediana edad con una gran crisis de identidad que, al no encontrar nada verdadero en su interior en lo que fundamentar su subjetividad o su existencia, asume la personalidad de un detective privado, lo que provoca una serie de desorientaciones que culminan en la disolución de la propia conciencia de sí. Muchos de los personajes de otras de sus novelas adoptan a menudo nuevos nombres, se encuentran en situaciones en las que deben reinventarse, se enfrentan a la búsqueda de su identidad verdadera, de su propósito en la vida, en procesos que los llevan a cuestionar quiénes son realmente. Esta insistencia en la idea de una identidad fragmentada, de la relativización de los fundamentos del yo, también la dilución del rol del autor, del narrador, del personaje, la solvente exploración la fluidez de ese yo y su construcción como algo maleable y siempre en proceso, constituye una de las razones por las que se ha adscrito a Auster en el movimiento llamado post-modernismo, que cuestiona las grandes verdades, las certezas rotundas, la solidez de los principios, la inmutabilidad de la ciencia, la religión, la filosofía, la psicología, la antropología, en esa dimensión que he llamado filosófica o existencial de su obra. 

Del mismo modo, el azar es otro elemento clave en sus creaciones. En muchas de sus novelas -y ello será especialmente notorio en Baumgartner-, los acontecimientos parecen estar dirigidos por fuerzas fuera del control de los personajes, lo que sugiere un universo caótico e indiferente en el que sus protagonistas se ven arrastrados por hechos o sucesos fortuitos que alteran el curso de sus vidas de maneras inesperadas. La idea de incertidumbre, de caos, del sometimiento de la vida humana a decisiones en apariencia triviales que pueden, sin embargo, tener consecuencias trascendentales, vuelve a remitir la obra de Auster a su vertiente metafísica, aquella que indaga en la fragilidad de la condición humana, en la dificultad de encontrar sentido a la existencia. Ello es evidente en El país de las últimas cosas, cuya protagonista, Anna Blume (quedaos con este nombre), se mueve en un escenario distópico, una ciudad en ruinas en la que todo tiende al caos y los edificios y las calles desaparecen; un mundo en descomposición que atraviesa en busca de su hermano desaparecido y del que da cuenta en una carta a un corresponsal desconocido para el lector. Con un muy evidente paralelismo con La carretera, de Cormac McCarthy, que traje aquí hace algunos meses, la novela refleja de nuevo a un personaje enfrentado a una realidad que se rige por reglas completamente impredecibles. También en La música del azar, y explícito ya desde el mismo título, el destino, lo fortuito y la casualidad sirven de desencadenante de las historias. Un golpe de suerte hace rico a su protagonista. Un encuentro inesperado lo pone en contacto con otro personaje. Unos millonarios jugadores de póquer se les aparecerán a ambos a mitad de la novela. Sus vidas cambian, sometidos al albur de la fortuna, llevados por la sucesión de acontecimientos sin propósito definido, sin sentido. 

Otra de las señas definitorias de Auster es su indiscutible talento para mezclar géneros -ficción metafísica, de aventuras, detectivesca- estilos y recursos literarios: apuntes filosóficos, destacada presencia de referencias a escritores y alusiones culturales en una exaltación constante de la intertextualidad, laberintos de historias que se entremezclan, repletas de significados, pistas falsas, silencios, personajes dobles, efectos especulares, guiños autorreferenciales (nombres propios que son anagramas del autor, de su mujer o su hija, de amigos o conocidos), “autocitas” (personajes que aparecen y reaparecen, que saltan de una novela a otra), digresiones, relatos intercalados, juegos metaliterarios (a modo de ejemplo relevante, entre otros muchos, al comienzo de Trilogía de Nueva York, Daniel Quinn recibe una extraña llamada preguntando por un detective de nombre… ¡Paul Auster!), protagonismo del lenguaje y la escritura, en novelas que a menudo están pobladas por escritores, narradores y personajes que luchan con el acto de escribir o que experimentan dificultades en la comunicación. 

La apoteosis de esa singular utilización de recursos estilísticos y preocupaciones temáticas fue, a mi juicio, la última novela de Paul Auster antes de la que hoy quiero presentaros. 4 3 2 1, que apareció entre nosotros en 2017, en el seno de la editorial Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez, es un portentoso ejercicio de virtuosismo literario, una obra maestra, en mi opinión, que no pude reseñar aquí en su momento y que aprovecho para recomendaros vivamente ahora con solo un par de palabras de presentación. La novela cuenta la vida de Archibald Isaac Ferguson, que nace en un suburbio de Nueva Jersey en 1947 (año de nacimiento del propio Auster), aunque el singular que acabo de emplear no es adecuado, pues Archie no vive una sino cuatro vidas en paralelo. La propuesta, originalísima y desbordante -960 páginas en su edición española-, provoca, de entrada, una cierta confusión y hasta una leve perplejidad en el lector, desconcertado antes unos hechos que se narran de maneras distintas, con sutiles pero trascendentales diferencias, de una versión a otra de la novela. De repente, nos llama la atención una referencia a que la tía Mildred nunca se casó, pues se nos acaba de anticipar el nombre de su marido. Del mismo modo, sabemos que el tío Lew es millonario, pese a haber quedado en bancarrota por una apuesta de béisbol. El almacén del que depende el negocio familiar fue asaltado, pero en otro momento del texto se nos dice que se incendió. En ese incendio muere el padre de Ferguson, en un incidente que, en otro pasaje, solo le ha producido una cierta introspección, volviéndose distante e inescrutable. Un Archie asiste a la Universidad de Columbia durante los levantamientos estudiantiles de 1968 (como hizo el propio Auster), pero otro renuncia por completo a la universidad para vagabundear por París (también lo hizo Auster, aunque éste espero a su graduación). Dotados todos -los cuatro (aunque podríamos incluir también al escritor)- de una significativa vocación literaria, en un caso el personaje se desenvuelve como periodista y traductor, en otro es crítico de cine, en un tercero escribe ficción. 

Pronto nos damos cuenta -hay que leer la novela con continuidad; si la abandonamos para retomarla algo más adelante sin duda nos perderemos entre tanta variante en apariencia contradictoria- que el protagonista se cuadruplica. Sus cuatro yoes siguen caminos separados, cada uno con su propia experiencia de infancia, adolescencia, amistad, amor, deporte y escuela. Sus padres también tienen vidas cuádruples, aunque conservan sus nombres y profesiones (él es un hombre de negocios, ella una fotógrafa). Así también, las figuras clave en la vida de Ferguson, en particular su prima y novia Amy, asumen diferentes roles y características. 

A pesar de la complejidad estructural de la novela, la premisa es sencilla: Auster nos está contando una especie de vidas paralelas a partir de una clave que se recoge en el mismo texto que incluye un verso -Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo- de un conocido poema, El camino no elegido, de Robert Frost, el gran poeta norteamericano, que ahora os dejo en su versión de Agustín Bartra: 

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo, 
Y apenado por no poder tomar los dos 
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie 
Mirando uno de ellos tan lejos como pude, 
Hasta donde se perdía en la espesura;  

Entonces tomé el otro, imparcialmente, 
Y habiendo tenido quizás la elección acertada, 
Pues era tupido y requería uso; 
Aunque en cuanto a lo que vi allí 
Hubiera elegido cualquiera de los dos. 

Y ambos esa mañana yacían igualmente, 
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día! 
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante, 
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos. 

Debo estar diciendo esto con un suspiro 
De aquí a la eternidad: Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, 
Yo tomé el menos transitado, 
Y eso hizo toda la diferencia. 

Este muy simple expediente, permite a Auster desarrollar cuatro historias (por entre las que se asoman al menos media docena de personajes de sus novelas anteriores) que se entrelazan y corren en paralelo, mostrando las diferentes alternativas a las que se puede abrir una vida partiendo de un cambio meramente imperceptible, explorando sus temas favoritos -el azar, la identidad, la cuestiones metafísicas, el sentido de la existencia) y, de paso, recorriendo, en una amplia panorámica, varias décadas de la historia de su país, cubriendo grandes franjas de la cultura estadounidense de posguerra, con calas en sus principales problemas sociales (las cuestiones raciales, los avances en la vivencia de la sexualidad) y políticos. 

En su capítulo final -y esto no es, estrictamente, un spoiler- el personaje resume la esencia del proyecto literario: la insistente impresión de que por los desvíos y vías paralelas de los caminos que se han tomado y que no se han tomado ha circulado la misma gente al mismo tiempo, la gente visible y la que está en la sombra, y que el mundo tal cual era nunca podría ser más que una fracción del mundo, porque lo real también consistía en lo que podría haber ocurrido pero no sucedió, que un camino no era mejor o peor que cualquier otro, pero el tormento de estar vivo en un solo cuerpo significaba que en un momento dado uno tenía que encontrarse exclusivamente en un solo camino, aunque pudiera haber estado en otro dirigiéndose a un lugar enteramente diferente

Y, claro está, el carácter metaliterario, tan querido a Auster, se revela también en las espléndidas páginas finales de la magistral novela: cuatro chicos con los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético, pero viviendo en casas diferentes de ciudades distintas, cada uno con sus propias circunstancias particulares. Impulsados a un lado y a otro por la fuerza de esas circunstancias, los muchachos empezarían a divergir a medida que el libro avanzaba, pasando a rastras, caminando o galopando de la infancia a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta mientras el carácter los iba diferenciando cada vez más, cada uno por su camino particular y sin dejar por ello de ser el mismo individuo, tres versiones imaginarias de su propia persona, para luego incluirse a sí mismo, el autor del libro, como Número Cuatro por si fuera poco, pero los detalles de la novela aún eran desconocidos para él en aquel momento, sólo entendería lo que intentaba hacer cuando se pusiera a hacerlo, y lo fundamental era querer a aquellos chicos como si fuesen reales, quererlos tanto como se quería a sí mismo, tanto como había querido al muchacho que cayó muerto a sus pies en una calurosa tarde del verano de 1961, y ahora que su padre había muerto también, ése era el libro que necesitaba escribir: para ellos

Me parece oportuno, más allá de estas breves notas y como significativo resumen de la visión que el escritor tenía de la escritura, de la lectura, de las historias, de las novelas, dejaros aquí -aunque bastaría con un mero enlace, quiero dotar a mi elección de un valor testimonial y, una vez más, de homenaje- el discurso con el que recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que se le otorgó en el año 2006 (y que, muy modestamente y salvadas las abismales distancias, refleja también el planteamiento y el propósito último de Todos los libros un libro): 

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa. 

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más? 

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil. 

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos. 

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten "en la página impresa o en la pantalla de televisión", resultaría imposible imaginar la vida sin ellas. 

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento. Nunca he querido trabajar en otra cosa. 

Y, en efecto, Auster siguió escribiendo hasta sus últimos momentos y prueba de ello es esta novela, Baumgartner, publicada el 7 de noviembre de 2023 y aparecida en nuestro país en marzo de 2024, apenas un mes antes de su fallecimiento. Y, de acuerdo con lo expresado en su discurso, y en una pauta reiterada en su obra, este último y para mí magnífico libro constituye un ejemplo paradigmático del poder de las narraciones, en un torrente de historias que se van enlazando de manera sutil, que se enredan y entretejen, que brotan con naturalidad y se engarzan con fluidez; y la una lleva a la otra, con una ilación tenue, casi imperceptible gracias al talento del escritor, y se intercalan digresiones y relatos interpuestos y un suceso anodino abre un nuevo hilo que a su vez se desvía del curso originario y que más adelante se retoma… Y el lector, embebido en un texto que prolifera como una muy benéfica y placentera hidra, absorbido por la lectura, llevado de la mano por la potencia narrativa de Auster, se deja ir, asiste deslumbrado y arrastrado por su prosa magnética a la sucesión de historias, de anécdotas, de reflexiones, de recuerdos, de relatos, de idas y vueltas en el tiempo; un lector entusiasmado por el asombro y el deleite, la emoción y -por qué no decirlo- la felicidad que provoca en él el hipnótico flujo de la escritura de un autor que, más allá de las variadas facetas, ya reseñadas, de su literatura -la filosófica, la posmoderna, la metaliteraria, la experimental- era, sobre todo, un formidable contador de historias. 

Baumgartner narra una de estas historias, la de ST (Seymour -Sy- Tecumseh) Baumgartner, un profesor septuagenario, a punto de jubilarse de Princeton, que aún mantiene muy vivos los recuerdos de su mujer, Anna (Anna Blume, que aquí reaparece en uno de los juegos típicos de Auster, que, en el mismo sentido, también hace que la madre de su protagonista se llame Ruth Auster), fallecida hace casi una década y cuya “presencia” impregna todavía su vida (su primera y única vida (…) duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató). La historia, que comienza en 2018, se abre -¡cómo no!- con un incidente trivial. Baumgartner, que vive solo en su casa en Brooklyn, está sentado ante el escritorio de su estudio en la planta alta de la vivienda, enfrascado en la redacción de una monografía sobre los seudónimos de Kierkegaard. Necesitando verificar una cita, baja al salón en busca del libro que abandonó allí la noche anterior. Antes de recogerlo, mientras su mente errática piensa en telefonear a su hermana, se acerca a la cocina de la que sale un inquietante olor a quemado. A partir de este suceso anodino, los pequeños imprevistos se superponen, manifestaciones del caprichoso azar “austeriano”: se quema la mano con el cacillo que tres horas antes había dejado en el hornillo encendido y que ahora rueda por el suelo tras el intento espontáneo de Baumgartner de alejarlo del fuego; lo interrumpe el teléfono en el que un individuo desconocido le comunica que llegará tarde a la cita acordada semanas antes -y de la que Baumgartner no guarda recuerdo- para revisar el contador eléctrico; con la mano abrasada y un dolor indecible debe abrir la puerta a Molly, una repartidora habitual, con su consabida carga de libros; de nuevo el sonido del teléfono (¡cuántas llamadas telefónicas son decisivas en las novelas de Auster!) se suma al progresivo desorden para dar paso a Rosita, la hija de la señora Flores, encargada de la limpieza de su casa, que le informa de que su padre acaba de cortarse dos dedos con una sierra circular lo que impedirá que la asistenta pueda acudir a su trabajo; otra vez el timbre altera a un Baumgartner acelerado, dolorido y superado por los acontecimientos, esta vez para anunciar la llegada del inspector de la luz; finalmente, -y apenas hemos llegado a la vigésima página del libro- el profesor acaba cayéndose por las escaleras del sótano, a donde ha querido bajar para mostrarle el cuadro de la instalación eléctrica al trabajador, dañándose la rodilla. 

Cuando el frenesí de acontecimientos -un poco exagerados, a la manera del slapstick, la comedia cinematográfica disparatada típica del primer tercio del siglo pasado-, se remansa y el operario ha abandonado la casa, Baumgartner, que, atormentado por el punzante dolor en los codos, la desmedida hinchazón de una de sus rodillas y el ardor de su mano, ha olvidado su ensayo sobre Kierkegaard, el libro que debía consultar y la postergada llamada a su hermana, se entrega, agotado, a unos minutos de descanso y somnolencia. Sentado en la cocina, con la agitación disminuyendo y recuperando el ritmo normal de su respiración, atisba el cacillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primero de carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer apartamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio. No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota —lo que era y sigue siendo—, y acabó comprando aquel horrible cacillo de aluminio que le costó diez centavos y le ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana

A partir de este comienzo arrebatador, son las divagaciones de Baumgartner las que irrumpen una y otra vez en el texto. Acomodado en el jardín de su casa, tras la frenética escena inicial, el protagonista, aislado en una cierta bruma mental, progresivamente desgajado de su entorno, solo levemente consciente de su realidad -la tarde declinante, las nubes que ensombrecen el sol que se apaga, la silla incómoda que daña su espalda, la postura que entumece su piernas-, dejará que su pensamiento se disperse, vague, errabundo, por las profundidades de sus recuerdos, mientras se pregunta, algo perplejo, adónde lo llevará ahora la memoria

La novela que leemos seguirá esa corriente de pensamiento del profesor, marcado por la muerte de Anna, que ha dejado un vacío insondable en su vida (Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse, en un paralelismo, que el propio personaje explicita, con el conocido y estudiado “síndrome del miembro fantasma”). La trama avanza a través de las evocaciones que Baumgartner hace de la vida pasada con su mujer desaparecida (sus primeros encuentros juveniles, su fascinación mutua, su matrimonio feliz, los momentos de alegría y las inevitables dificultades que acompañan a cualquier relación de larga duración, la carrera profesional de ella como traductora y también escritora). Estos recuerdos (también los de la universidad y de su trayectoria como profesor de filosofía de Princeton, los de las infancias y los antecedentes familiares de ambos, entre otros) van y vienen imbricándose en el presente, en el relato de la cotidianidad de la vida del profesor, sus rutinas simultáneamente conmovedoras y patéticas (una sucesión de días vacíos que sobre todo solía llenar doblando y volviendo a doblar ropa interior [de Anna]), en una existencia anclada en el pasado (sus pensamientos (…) retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria), marcada por la ausencia, el aislamiento, la soledad y una creciente desconexión de la realidad. 

Y así, Anna llega a comparecer, podríamos decir que literalmente, en su vida, a través de una conversación telefónica fantasmal que Baumgartner mantiene con su esposa muerta (descuelga el aparato y aventura un saludo inseguro y perplejo: un saludo con una interrogación incorporada. Sigue un silencio, durante el cual se dice a sí mismo que debe de estar soñando, aun cuando está despierto y no puede estar soñando, y entonces Anna empieza a hablar, a hablarle con la misma voz grave de cuando estaba viva, llamándolo cariño y mi querido esposo, explicándole que la muerte no es lo que la gente siempre ha imaginado), y a partir de ahí más recuerdos, las noches de amor juvenil, la nostálgica descripción de la inteligencia, la fuerza, la voluntad, el atractivo y el encanto, la poderosa personalidad de su mujer (una persona que siempre hacía lo que quería y no aceptaba negativas, una persona impulsiva y exultante). Y Sy recorre con su vista, inclinando la cabeza para rendir tributo al reino perdido de la juventud, las paredes cubiertas de objetos enmarcados, lienzos, retratos, cuadros varios, los estantes de la biblioteca repletos de libros, de dibujos, de fotografías, de figuras decorativas cargadas de significado. Y contempla la vieja máquina de escribir de Anna y evoca, envuelto en la pena, los días en que se despertaba con el sonido de la mente de Anna cantando a través de los dedos que aporreaban la máquina, echando de menos aquellos sonidos familiares. 

Baumgartner se sume en el mundo de Entonces, como lo llama, cavilando, recordando y deambulando entre los cuarenta años pasados desde la primera vez que vio a Anna cuando era una cría de dieciocho años y la última, ya una mujer de cincuenta y ocho, muerta en la playa. Y la novela nos muestra el miedo de un personaje emocionalmente enfermo, enfrentado a la irresistible soledad, al deterioro, la vejez y la muerte (la novela es, también, en parte, una historia de los dolores y las indignidades de la ancianidad, trasunto obvio de la situación terminal del propio Auster en los meses de su escritura), al sentimiento de culpa por no haber podido evitar el accidente de su mujer; y aunque no siente lástima por sí mismo ni se regodea en la autocompasión, no se engaña con respecto a su presente (¿Cómo te encuentras ahora, en este momento? Muy mal. Con el ánimo por los suelos. Machacado, roto). El incidente del cacillo supone un punto de inflexión: La pérdida de memoria a corto plazo forma inevitablemente parte de hacerse viejo, y si no es olvidarse de subirse la cremallera, es ir a registrar la casa en busca de las gafas de lectura mientras las llevas en la mano, o bajar a realizar dos pequeñas tareas, coger un libro del salón y servirse un vaso de zumo en la cocina para luego volver a la planta de arriba con el zumo pero no con el libro, o si no con nada, porque una tercera cosa te ha distraído en la planta baja y has vuelto arriba con las manos vacías y habiendo olvidado para qué bajaste en un principio

Toma una determinación, tiene setenta años, al fin y al cabo, y ya no hay tiempo para titubeos, se dice. Se lanza a recuperar la relación con Judith, una vieja amiga de la que cree estar enamorado, temeroso de que vaya a rechazarlo por ser demasiado mayor para ella. E inesperadamente (La sorpresa llegó en forma de carta remitida desde Ann Arbor, en Míchigan. Una carta de verdad, de dos páginas mecanografiadas a doble espacio y enviada directamente a la residencia de Baumgartner en Poe Road en un sobre normal de tamaño corriente por una persona llamada Beatrix Coen), una joven estudiante, se pone en contacto con él para trasladarle su interés en hacer su tesis sobre la obra de Anna, y solicitar de Baumgartner el acceso a cualquier otra manifestación de la labor literaria de ella, más allá de los escasos ochenta y ocho poemas publicados en Lexicón: Poemas selectos 1971-2008, el libro de Anna que él había publicado, sin excesiva repercusión, como homenaje tras su muerte. La estudiante indaga por la existencia de más poemas, pero también de cualquier otro documento de posible interés literario, cartas, algún diario, cuadernos de notas, bosquejos u otros documentos sin publicar que pudieran contribuir a una comprensión más plena del desconcertante genio de Anna Blume, de cuya poesía se confiesa enamorada. La amable y entusiasta carta de Beatrix introduce un nuevo elemento de ilusión en la vida de Baumgartner, que se lanza a recuperar y revisar los papeles de Anna, manuscritos, borradores y pruebas de imprenta de sus traducciones publicadas, novelas y antologías poéticas, reseñas literarias, escritos autobiográficos y hasta cuatro cajoneras que contenían sus poemas en varios estadios de finalización, de los cuales solo unas decenas habían aparecido en Lexicón, la única creación de su esposa conocida por el público. 

El desarrollo entrelazado de estos dos ejes principales -los episodios comunes del día a día y la remembranza del pasado con Anna- da pie a que la incontenible fuerza narrativa de Auster haga aflorar abundantes excursos e incisos, que se precipitan en cascada, que se entrecruzan y desvían del hilo principal, que se abren a infinidad de relatos, en una avalancha digresiva de historias que brotan siguiendo el flujo de pensamiento, perpetuamente interrumpido, del protagonista. Y así, la presencia inicial y episódica de Molly, la repartidora de UPS, da pie a que el solitario Baumgartner confiese que está chiflado en secreto por esa robusta mujer de treinta y tantos años de quien ni siquiera conoce el apellido, razón por la cual encarga libros de manera compulsiva y absurda, volúmenes que no necesita y que acaba donando a la biblioteca pública, con el único propósito de poder pasar un par de minutos, unas tres veces por semana, con la mujer. Y la llamada de Rosita abre la mente divagante del profesor a recorrer las circunstancias vitales de los Flores, la mujer que le ha evitado vivir rodeado de mugre y desaliño durante los últimos nueve años y medio, su marido y sus tres hijos. Y otro tanto ocurrirá con el solícito inspector de la luz, el señor Papadopoulos, exjugador de béisbol (la presencia del indescifrable deporte norteamericano, otro detalle recurrente en las obras de Auster) metido a operario eléctrico, que tras su aparición fulgurante (nunca mejor dicho) en la escena inicial, reaparecerá año y medio y cuatro capítulos después en otra nueva deriva de la secuencia argumental “primaria”. 

En el curso de sus divagaciones y llevado de sutiles conexiones que van aflorando a la vez que la memoria de Baumgartner se sumerge en su incesante oleada de remembranzas y reflexiones, surgen historias intercaladas. Se trasladan así al lector algunos escritos de Anna, en particular un poema; un relato muy íntimo y personal, Frankie Boyle, en el que narra su primer amor juvenil, de trágico final, con Frankie saltando por los aires por el estallido de un lanzacohetes durante su adiestramiento para la guerra de Vietnam; y otro texto, también autobiográfico, Combustión espontánea, redactado menos de un año antes de morir pero que se remonta al pasado lejano para narrar el episodio del intenso enamoramiento de la pareja y el consiguiente matrimonio entre ambos. Y aparecen las disquisiciones sobre Los misterios de la rueda, el texto en cuya elaboración ha estado enfrascado los últimos años.

Hay también largos y muy sugerentes excursos para recrear las historias de las familias de los dos. Los orígenes europeos paternos de Seymour: su progenitor, Jakov el Polaco, como lo llamaban de pequeño, un judío del este de Polonia, un sastre de tercera generación que llegó a Estados Unidos con seis años y acabaría abriendo una tienda en Newark, localidad natal de Auster, en 1912. Su madre, Ruth Auster, que con veinte años, a mediados de abril de 1939, empezó a trabajar de costurera en la tienda de quien ahora ya es Jacob, casándose con él cuatro años después, en plena guerra mundial. Una Ruth, de orígenes algo misteriosos para el niño Sy, sin parientes vivos en ninguna parte; su padre un evanescente emigrante en Estados Unidos desde una pequeña ciudad de Galitzia, su propia madre, Millie, “esfumándose” cuando la niña tenía solo tres años. El distinto entorno familiar de Anna, una muy acomodada familia que la educará como una princesa norteamericana burguesa y que se resistirá -para acabar aceptando con cariño- la “desequilibrada” boda de su hija. 

Sus pensamientos pasan del final al principio de la vida de su madre y luego a los años y siglos anteriores, cavila Baumgartner, y de pronto está recordando su viaje a Ucrania de hace dos años y el día que estuvo en la ciudad donde nació su abuelo paterno. Lo habían invitado a participar en una mesa redonda del congreso anual del PEN International, que aquel año se celebraba en Leópolis. La experiencia de un viaje a una ciudad del oeste de Ucrania, Ivano-Frankivsk, un hecho claramente “traído” de la propia vida de Auster, sobre el que incluso ya había escrito en una revista, da lugar a otro relato intercalado, Los lobos de Stanislav, en el que la historia que se nos cuenta es la narrada a su vez por un rabino del lugar, que explica a Baumgartner un siniestro episodio de la larga historia de la ciudad. Según el rabino, los soldados rusos se encontraron, cuando llegaron a liberar Ivano-Frankivsk de los nazis en julio de 1944, con una población prácticamente desaparecida y con las calles de lugar habitadas por lobos, centenares de lobos, centenares y centenares de lobos. Tras su vuelta a casa, Baumgartner investiga el extraño suceso sin encontrar ninguna prueba que lo confirmara; incluso un documental filmado en la época por la propaganda soviética no muestra rastro alguno de lobos, sino solo gentes alegres y agradecidas por su liberación. El comienzo del este texto intercalado se mueve en las coordenadas marca de la casa “austeriana”: ¿Tiene un acontecimiento que ser real para que se acepte como verdad, o la creencia en su verdad ya lo hace real aunque no sucediera lo que presuntamente ocurrió? ¿Y qué ocurre si a pesar de tus esfuerzos por averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre y ya no puedes estar seguro de si la historia que te contaron en la terraza de un café en Ivano-Frankivsk, una ciudad del oeste de Ucrania, se derivaba de un hecho histórico poco conocido pero verificable o era una leyenda, una exageración o un rumor sin fundamento que se transmitió de padres a hijos? 

Y, siempre llevado por sus evocaciones, Baumgartner nos ofrece ahora Cadena perpetua, uno de sus relatos, fábulas breves que ha ido escribiendo a lo largo de los años, naderías sin consecuencia que guarda en un cajón y nunca se ha molestado en enseñar a nadie, ni siquiera en su día a Anna. Y otro inciso nos lleva a conocer un no del todo difuminado episodio del pasado (investiga por qué algunos momentos efímeros e indiscriminados persisten en la memoria mientras otros, presuntamente más importantes, desaparecen para siempre), una escena protagonizada por una madre y una niña con las que coincide en un tren. Y luego hay otra historia, esta vez en el metro, de un chico con su padre. Y ambas permiten a la mente digresiva del protagonista reflexionar sobre la relación con sus propios padres, vincular los recuerdos con su presente, merodear intelectualmente en torno a las circunstancias de su propia vida. 

Lo metatextual, pues, las derivaciones constantes, las estructuras narrativas fragmentadas y circulares, que desafían la linealidad temporal tradicional, la ficción autorreferencial, los sutiles juegos lingüísticos, las narraciones laberínticas en las que se enredan y desentrañan misterios, se presentan y desdibujan identidades, y el azar y el destino se cruzan, un cierto tono melancólico, el sutil sentido del humor, son algunos de los elementos estilísticos habituales en la literatura de Auster, que aquí comparecen junto a bastantes de sus temas favoritos: la muerte y el duelo, la identidad, la pérdida, el pasado y el paso del tiempo, el reflejo de la realidad norteamericana de su tiempo (hay, aparte de las referencias históricas que surgen en las narraciones familiares -la inmigración de comienzos del siglo XX, la sociedad de los cincuenta, los años sesenta y la guerra del Vietnam-, alguna breve y punzante mención a Trump -el enloquecido Ubú de la Casa Blanca- y un comentario tangencial sobre el Make America Great Again). 

En fin, una espléndida novela crepuscular aunque muy llena de vida, que opera como una suerte de testamento confesional de Paul Auster, tristemente desaparecido este año y al que desde Todos los libros un libro hemos querido homenajear antes de que finalice este 2024 de su muerte. Os dejo ahora con un texto del libro y con un tema de Sophie Auster, hija del novelista y de la también escritora Siri Hustvedt, cuya música lleva interesándome desde el primero de sus cuatro discos. El último de ellos, de inminente aparición a principios de 2025, se cierra con una canción, Blue Team, dedicada a su padre tras su muerte. En la familia, un blue team es alguien íntegro y bondadoso que no renuncia nunca a sus principios, como ha señalado la propia Sophie. No he podido localizar el tema, pues del álbum solo se ha publicado un adelanto, la canción que da título al disco, Look What You're Doing To Me, que será la que suene como cierre al programa.


Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema (…) si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano. 

Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.

Videoconferencia

Paul Auster. Baumgartner

miércoles, 4 de diciembre de 2024

SEIS POETAS: GIOCONDA BELLI, ANNE SEXTON, CARILDA OLIVER, IDEA VILARIÑO, LOUISE GLÜCK, WISŁAWA SZYMBORSKA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde, la emisión aparece como una suerte de continuación de las de los últimos miércoles. Como sabéis quienes nos seguís habitualmente, coincidiendo con la concesión, en las primeras semanas de octubre, del Premio Nobel de Literatura a la surcoreana Han Kang, he dedicado aquí tres programas a repasar algunos libros de autores galardonados por la Academia sueca y que habían aparecido en las dos emisiones radiofónicas que dirijo, esta desde la que ahora hablo/escribo, Todos los libros un libro, y Buscando leones en las nubes, mi otro programa de música y literatura. Así, por las tres anteriores entregas de la serie han desfilado la propia Han Kang, Albert Camus, Kazuo Ishiguro, Mario Vargas Llosa, Alice Munro, John Galsworthy, Thomas Mann, Patrick Modiano, Bob Dylan, Ernest Hemingway, Orhan Pamuk, John Michael Coetzee, Jean-Marie Gustave Le Clézio y también, en un breve recordatorio pues su anterior presencia en el espacio está aún bastante reciente, Rudyard Kipling y John Steinbeck. 

Avisaba entonces de que otras dos premiadas por el jurado de Estocolmo y presentes en mis espacios, ambas poetas, no formarían parte de esa “revisión” porque pensaba incluirlas en un especial dedicado a poesía femenina, compartiendo protagonismo con otras escritoras no galardonadas. Pues bien, este es el objeto de la propuesta que ahora estoy presentando: ofreceros la recomendación de seis poemarios de otras tantas mujeres, de épocas, ámbitos geográficos, idiomas y planteamientos literarios muy distintos, que ocupan un lugar destacado en la historia de la poesía (lamentablemente solo una sigue viva). La poesía no tiene habitualmente demasiado protagonismo en Todos los libros un libro, por lo que espero que mis sugerencias de esta tarde sirvan, en parte, para paliar esa significativa carencia. Anticipo, además, que tras las breves palabras con las que introduciré la obra y la figura literaria de cada una de ellas, os dejaré un poema representativo de su labor creativa. Igualmente, os invito a acceder al blog de Buscando leones en las nubes para escuchar en él un total de hasta dieciséis programas dedicados a estas seis poetas. 

Empezaré mi recorrido, precisamente, por la única de cuya presencia activa y aún fecundísima podemos disfrutar. Es más, la tuvimos con nosotros en un acto en la Universidad de Salamanca hace un par de meses. En efecto, Gioconda Belli fue protagonista de la jornada de estudios dedicada a su obra y celebrada el pasado 1 de octubre en la Facultad de Filología. Con esa excusa, innecesaria por otra parte, quiero hablaros de una antología poética, Parir el alba, publicada, en edición conjunta, por la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional. El libro, aparecido hace ahora poco más de un año, en octubre de 2023, es consecuencia directa de la concesión, meses antes, en mayo de ese mismo año, del XXXII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado por ambas instituciones a la fecunda autora nicaragüense por su expresividad creativa y su libertad y valentía poéticas. En abril de este mismo año, dediqué dos programas a su obra en Buscando leones en las nubes, que están disponibles en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com. 

Parir el alba es una muy completa antología que recoge unos ciento veinte poemas -cuatro de ellos inéditos-, seleccionados, de entre una decena de poemarios de la autora (cubriendo un arco temporal que se extiende entre 1974 y 2023), por la propia Belli y por la profesora de Literatura Española de nuestra Universidad, María José Bruña Bragado, responsable, igualmente, de la edición, que incluye una detallada nota biográfica, un amplio e ilustrativo estudio introductorio, una muy completa bibliografía y un poema manuscrito de la escritora. 

Belli, con una muy larga trayectoria literaria, autora de decenas de libros, novelas y poemarios, galardonada con infinidad de premios en España, Iberoamérica y Europa, muy comprometida políticamente, activista en su país durante muchos años de lucha contra la dictadura de Somoza y exiliada ahora en Madrid a causa, paradoja de los tiempos, de su oposición al régimen de Daniel Ortega, que la ha desprovisto, en un proceso fuera de toda legalidad, de su nacionalidad de origen, es una poeta formidable, con una obra en la que afloran sus preocupaciones vitales más destacadas, singularmente esa implicación política, el compromiso, la militancia revolucionaria. Es notoria, igualmente, la presencia en sus libros del feminismo, la reivindicación de la condición y los derechos de las mujeres. En la antología se recogen también numerosos poemas que giran sobre la escritura y la creación, sobre la aventura de las palabras, sobre, particularmente en los versos más recientes, la vejez y el paso del tiempo en una mujer que, muy bella aún a sus setenta y cinco años, resplandecía en su juventud y madurez. 

Pero la Gioconda Belli poeta -como la novelista- quedará en el recuerdo de sus lectores, más allá de los versos que aluden a los temas referidos, por la vertiente a mi juicio más interesante de su creación, el erotismo, el sexo, el deseo, que siempre brotan de un modo exuberante, primitivo, salvaje, ubérrimo, transgresor, tórrido y vital, acorde a los excesos de la naturaleza tropical, en unos poemas en los que la pasión, la intensidad amorosa, la exaltación erótica, el gozo, la atracción de los cuerpos, comparecen con un lenguaje muy rico y fecundo, muy claro y transparente. 

Esta dimensión cálida y sensual de su poesía alcanza sus mejores logros cuando, más allá del sexo y el deseo, nos habla del amor, uno de los motivos más destacados -sino el principal- de su obra poética. El amor en todas sus variantes, el amor romántico, el sexual, el erótico, el apasionado, el salvaje, el dulce, el intenso, el fogoso, el animal, el exuberante, el volcánico, el atrevido, el voluptuoso, el ardiente, el irracional, el excesivo. El amor siempre presente en unos versos escritos en un lenguaje muy cercano y accesible, y en los que la fecunda realidad del trópico comparece en abundantes metáforas florales, marinas, frutales, arbóreas, animales, de una ardiente voluptuosidad y una poderosa feminidad, de extraordinaria plasticidad, repletas de algas y árboles y conchas y ríos y frutas y olas y animales y lluvia y lágrimas y besos y cantos y truenos y risa y sudor y abrazos. Una poesía esplendorosa y deslumbrante, alborozada y gozosa, sensible, feliz y llena de vida. 

Gioconda Belli. Y dios me hizo mujer 

Y Dios me hizo mujer, 
de pelo largo, 
ojos, 
nariz y boca de mujer. 

Con curvas 
y pliegues 
y suaves hondonadas 
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos. 

Tejió delicadamente mis nervios 
y balanceó con cuidado 
el número de mis hormonas. 
Compuso mi sangre 
y me inyectó con ella 
para que irrigara 
todo mi cuerpo; 
nacieron así las ideas, 
los sueños, 
el instinto. 
Todo lo que creó suavemente 
a martillazos de soplidos 
y taladrazos de amor, 
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días 
por las que me levanto orgullosa 
todas las mañanas 
y bendigo mi sexo. 


La segunda invitada de esta semana es Anne Sexton, que también tuvo dos emisiones de Buscando leones en las nubes, radiadas en noviembre de 2013, centradas en su poesía. Tengo en mi biblioteca cuatro libros -y no sé si hay otros traducidos en nuestro país- de Anne Sexton: El asesino y otros poemas, publicado por Icaria en 1996; Vive o muere, que editó Vitruvio en 2008; Poemas de amor, una edición del “salmantino” Ben Clark, aparecida en Linteo en 2009; y el formidable Poesía completa que también en Linteo vio la luz ese mismo año y que, con traducción, introducción y notas de José Luis Reina Palazón, recoge en más de 900 páginas todos los versos de la autora. 

Ni hay tiempo, ni este es el lugar, ni yo tengo la competencia suficiente para profundizar demasiado en las interioridades de la destructiva y psíquicamente inestable vida de la escritora ni en su, consiguientemente, depresiva, angustiada, compleja, torturada, conflictiva, turbadora, descarnada y excesiva obra. Diré tan solo que sus poemas, intensos, difíciles, enrevesados a veces, reflejan el desasosiego, la tragedia, el malestar emocional, la vulnerabilidad, y los desequilibrios de su atormentada vida, a la que la escritora puso fin con solo cuarenta y cinco años. Un día de octubre de 1974 Anne Sexton se puso el abrigo de piel que había heredado de su madre, se bebió dos vodkas, y con un tercero en la mano entró en el garaje de su casa, encendió el motor y la radio de su Cougar rojo y se quitó la vida. Un desenlace trágico, por otro lado previsible, dados los numerosos intentos previos, y también el dolor, la enfermedad mental, el desequilibrio psíquico, los excesos con el alcohol y los desarreglos emocionales que jalonaron su vida. 

De todas las referencias bibliográficas que acabo de ofreceros, me quedo, para mi propuesta de esta tarde, con la que presenta sus poemas de amor, que la poeta construye con un estilo y una perspectiva que rompen con los cánones tradicionales de la poesía romántica. El amor de Anne Sexton no es nada convencional, nada complaciente; por el contrario es perturbador, turbulento y caótico, melancólico e infeliz. Sus poemas no son meras exaltaciones de un sentimiento idealizado, sino que revelan un enfoque crudo, personal y, a menudo, doloroso de las complejidades emocionales y físicas de un amor que se muestra como fuerza creadora y, a la vez, destructiva, un amor lejos de su plácida versión romántica, sublime, espiritual, lejos de la armonía, la belleza o la felicidad; y sí, por el contrario, vinculado de un modo inseparable con los padecimientos del cuerpo, con el deseo devorador, con la pérdida y la alienación, con el dolor y el sufrimiento, con la devastación, con la autodestrucción, con el sacrificio, con la quiebra, la ruina y la fractura emocional, con la decadencia, la alienación y la muerte. 

Si os decidís a leerlos, os encontraréis con versos repletos de menciones al sexo, a la sangre y la menstruación, al aborto y la masturbación, al engaño, el adulterio y la infidelidad, a los tumores y la enfermedad, a los cadáveres, al cuerpo, a la sexualidad descarnada, a los encuentros físicos, a las pulsiones de la carne, a los deseos íntimos y a las emociones crudas, a las lágrimas y al alcohol. Su poesía nos traslada a atmósferas asfixiantes, claustrofóbicas, angustiosas, impregnadas de peligro, en las que la sexualidad femenina aparece, rotunda, poderosa, libre, desafiante incluso, a través de metáforas intensas, el fuego, la cárcel, las jaulas, las cicatrices, la muerte, la asfixia, la naturaleza salvaje, los ríos desbordados. Y todo ello contado con una voz cercana, inmediata, en un enfoque próximo a lo confesional. Os dejo con un poema carente de la crudeza de la mayoría de sus versos, aunque representativo de su obra y, también, bellísimo. 

Anne Sexton. Sólo una vez (traducción Ben Clark) 

Sólo una vez supe para qué servía la vida. 
En Boston, de repente, lo entendí; 
caminé junto al río Charles, 
observé las luces mimetizándose, 
todas de neón, luces estroboscópicas, abriendo 
sus bocas como cantantes de ópera; 
conté las estrellas, mis pequeñas defensoras, 
mis cicatrices de margarita, y comprendí que paseaba mi amor 
por la orilla verde noche y lloré 
vaciando mi corazón hacia los coches del este y lloré 
vaciando mi corazón hacia los coches del oeste y llevé 
mi verdad sobre un pequeño puente encorvado 
y apresuré mi verdad, su encanto, hacia casa 
y atesoré estas constantes hasta el amanecer 
sólo para descubrir que se habían ido. 


Carilda Oliver, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 6 de julio, fue doctora en Derecho, abogada, profesora de pintura, dibujo y escultura, promotora cultural y excelente poeta, llegando a obtener en su país el Premio Nacional de Literatura en 1998. Fue una mujer atrevida, transgresora en su vida personal, pródiga en amantes y maridos, libre e independiente en su dimensión social, irreverente, desprejuiciada y hasta escandalosa en la muy conservadora sociedad cubana de su tiempo, con difíciles relaciones con el régimen castrista que intentó proscribirla y hasta invisibilizarla, aunque solo en el ámbito oficial y en de la crítica literaria, pues su reconocimiento entre la gente era extraordinario, siendo sus obras muy leídas y difundidas. Y es que su poesía, popular ya antes de la revolución castrista, era vista por las nuevas autoridades como tibia ideológicamente, al centrarse el espacio privado, en lo cotidiano, lo doméstico, sin que su escritura, como era preceptivo, manifestase una adhesión ideológica explícita al régimen. 

Los temas principales de su poesía son la soledad, la independencia personal, la libertad, los hombres, el abandono, la tristeza y, sobre todo, el amor, el erotismo, la sensualidad, los desvaríos de la pasión, el fracaso, las pérdidas y las carencias amorosas, también la muerte, pues Carilda Oliver encarnaba en vida y obra, al decir de sus estudiosos, el tópico de la femme fatale, una suerte de mito erótico que aúna sensualidad y muerte. De ella se decía que traía la muerte consigo, porque muchos de sus seres queridos, morían inexplicablemente, como si la poetisa fuera una suerte de mensajera de “la dama de la guadaña”. Esa mezcla explosiva y letal de talento y de belleza irresistible, aderezó esta leyenda negra que decía que sus parejas estables, amantes y hasta incluso, sus enamorados, terminaban muriendo o padeciendo las suertes más aciagas, como afirma la profesora Bibiana Collado en un esclarecedor artículo sobre la poeta. 

En sus versos prima lo coloquial, lo autobiográfico, lo conversacional, la oralidad, rasgos todos que afloran en poemas que, a menudo, se acomodan a la versificación clásica, silvas, redondillas, cuartetas, décimas, sobre todo sonetos. En ellos destacan el ritmo y la musicalidad que proporciona el uso frecuente de la rima consonante. El libro que hoy os recomiendo es Antología poética, publicado en 1997 por la editorial Visor en edición de Marilyn Bobes. De él he entresacado este soneto, una suerte de muy singular retrato personal, de título, obviamente, Carilda

Carilda Oliver. Carilda 

Traigo el cabello rubio; de noche se me riza. 
Beso la sed del agua, pinto el temblor del loto. 
Guardo una cinta inútil y un abanico roto. 
Encuentro ángeles sucios saliendo en la ceniza. 

Cualquier música sube de pronto a mi garganta. 
Soy casi una burguesa con un poco de suerte: 
mirando para arriba el sol se me convierte 
en una luz redonda y celestial que canta… 

Uso la frente recta, color de leche pura, 
y una esperanza grande, y un lápiz que me dura; 
y tengo un novio triste, lejano como el mar. 

En esta casa hay flores, y pájaros, y huevos, 
y hasta una enciclopedia y dos vestidos nuevos; 
y sin embargo, a veces… ¡qué ganas de llorar! 


Mi cuarta poeta de esta tarde es, quizá mi favorita de entre todas las seleccionadas. El 28 abril de 2009, murió en Montevideo, en donde había nacido ochenta y ocho años antes, Idea Vilariño, la excepcional poeta uruguaya. La poesía completa de Idea Vilariño está disponible a través de una relativamente reciente edición con ese mismo nombre, Poesía completa, presentada por la editorial Lumen en 2016. Hay otra edición anterior, de 2008, también en Lumen, que es la que me dio a conocer la inolvidable obra de una de las más relevantes poetas de la literatura en español en el siglo veinte. 

Idea Vilariño es autora de una obra corta, tanto en lo que tiene que ver con la extensión total de su producción, pues al parecer no llegó a escribir más de 300 páginas, como en la propia brevedad y concisión de sus poemas. Con una temática centrada en el cuerpo, el deseo, el sexo, lo femenino, la atracción, la muerte, el fracaso, la soledad y el miedo y, sobre todo, el amor, el amor conflictivo, desesperado, apasionado, frustrado, imposible, sus versos conmueven y emocionan, por su desesperación y su desgarro, por su arrebato, su sufrimiento, por su dolor y su tristeza. Son poemas formalmente muy sencillos y austeros, muy directos y claros, plasmados en unos versos de gran intensidad, afligidos, desconsolados, rabiosos, crudos, sufrientes y descarnados, muy profundos y emotivos, que penetran con facilidad en el lector, al que impresionan, al que perturban y estremecen. Versos breves, entrecortados, desprovistos de puntuación, regidos por una sencillez (aparentemente) franciscana, como ha escrito Leila Guerriero, en los que se presentan “escenas” que muestran separaciones y desencuentros, amenazas y reconciliaciones, en un clima de desgarro, desesperación e impotencia, de dolor y terrible soledad. 

Vivió una tortuosa historia de amor, persistentemente adúltera, agónica, sufriente, con el escritor Juan Carlos Onetti, una relación que, de modo soterrado, puede apreciarse en muchos de sus poemas que, al decir de Mario Vargas Llosa, son un testimonio cifrado de la apasionada y conflictiva aventura sentimental y sexual que compartieron, con sus austeros y lacónicos pero desgarrados y lacerantes versos de dolor animal o de goce, exaltación, frustración y nostalgia -todos los estados del amor pasión condensados en una poesía donde cada palabra, a veces cada sílaba, arde como una brasa, lo que convierte a Idea Vilariño, siempre según Vargas Llosa, en una de las voces líricas más puras y ardientes de la poesía erótica moderna

Idea Vilariño. Ya no 

Ya no será 
ya no 
no viviremos juntos 
no criaré a tu hijo 
no coseré tu ropa
 no te tendré de noche 
no te besaré al irme 
nunca sabrás quién fui 
por qué me amaron otros. 

No llegaré a saber 
por qué ni cómo nunca 
ni si era de verdad 
lo que dijiste que era 
ni quién fuiste 
ni qué fui para ti 
ni cómo hubiera sido 
vivir juntos 
querernos 
esperarnos 
estar. 

Ya no soy más que yo 
para siempre y tú 
ya 
no serás para mí 
más que tú. Ya no estás 
en un día futuro 
no sabré dónde vives 
con quién 
ni si te acuerdas. 
No me abrazarás nunca 
como esa noche 
nunca. 

No volveré a tocarte. 

No te veré morir. 


De la poeta norteamericana Louise Glück, Premio Nobel en 2020, ya os había hablado aquí en enero de 2021 a raíz de la concesión del galardón sueco. El desencadenante de mi lectura de la poeta premiada fue un regalo que recibí, el del libro Una vida de pueblo, un poemario de 2009, publicado en España en marzo de 2020, en el siempre cuidadoso y elegante sello de la editorial Pre-Textos, que alberga en su catálogo -muerta en sus almacenes, como ahora explicaré- gran parte de su obra. Como comenté en mi reseña de entonces, merece la pena mencionar, siquiera brevemente, la sorprendente y lamentable peripecia editorial en la que se han visto envueltas las versiones españolas de sus poemas. La ejemplar editorial Pre-Textos se lanzó en 2006, de modo humilde pero obstinado, a la difícil tarea de dar a conocer la obra de una poeta entonces -y hasta la repercusión mundial del Nobel- casi desconocida para el público medio. La perseverancia de sus responsables, la calidad de la obra y la belleza de las ediciones (textos bilingües, traducciones cuidadas a cargo de reconocidos poetas -Abraham Gragera, Ruth Miguel, Eduardo Chirinos, Mirta Rosenberg, Andrés Catalán, Adalber Salas o Mariano Peyrou-, delicadas viñetas de Ramón Gaya en la portada, acogedor formato, elegante tipografía) no fueron suficientes para conseguir cubrir gastos, tras la venta, en catorce años, de apenas algunos escasos centenares de los siete títulos, condenados al olvido y a la indiferencia por parte, incluso, de la crítica especializada. La “lotería” del Nobel resultaba, pues, un acto de justicia poética -nunca mejor dicho- que iba a recompensar la esforzada labor de la editorial independiente y su hasta entonces poco valorada apuesta por la escritora neoyorquina… Y a ello parecían apuntar todos los indicios: “En un cuarto de hora vendimos más libros que en 14 años”, confesaban, exultantes, los editores una semana después de darse a conocer el nombre de la premiada, anticipando la inmediata reedición de los libros ya publicados y augurando la traducción de los otros cuatro o cinco escritos por la autora y sin ver aún la luz en nuestro país. 

Al poco, no obstante, en noviembre de 2020, transcurrido un mes escaso del premio, conocíamos por los medios de comunicación que el agente literario de Glück, Andrew Wylie, significativamente conocido en los ambientes culturales como El Chacal, por su planteamiento agresivo y hasta despiadado de las negociaciones entre escritores y editoriales, y que cuenta entre sus clientes con una lista interminable de muy afamados autores en el mundo entero, denunciaba el contrato con Pre-Textos, retiraba al sello los derechos de traducción y difusión de las obras, prohibía la venta de los ejemplares que pudieran obrar en su poder y exigía su destrucción (de hecho, en la página de la editorial cualquier posibilidad de compra de los libros resulta estéril). Ofrecida, al parecer, al mejor postor, la obra de Glück ha aparecido desde esas fechas en la editorial Visor, que se ha hecho con sus derechos. Una historia, en fin, que, pese a que las razones de ambos litigantes puedan ser entendidas, resulta muy triste e insatisfactoria. 

Louise Glück, fallecida hace ahora poco más de un año, fue miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras y profesora en diversas universidades. Su obra poética, que alcanza la docena de títulos, le proporcionó numerosos premios aparte de este Nobel de su consagración: el Nacional de la Crítica de su país, el muy prestigioso Premio Pulitzer, el de los lectores del New Yorker, la influyente revista cultural norteamericana, el de la Biblioteca del Congreso, entre otros. 

Una vida de pueblo es una maravilla. Con un planteamiento aparentemente sencillo y un estilo austero, transparente, Glück muestra, en una especie de monólogos interiores en los que se aprecia el tono autobiográfico, el discurrir de la existencia en un entorno rural norteamericano. En ellos la naturaleza cobra un especial protagonismo, los ciclos vitales, el paso de las estaciones y su reflejo en el paisaje (Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura), las montañas y los campos, las cosechas, el río cercano, los árboles -álamos, olivos, pinos, durazneros-, las hojas, el humo de las fogatas, los animales -la lombriz, el zorro, grillos, cigarras, y perros, y gatos, y ratones, y murciélagos, y gaviotas (estas solo imaginadas)-, los olores -limoneros, naranjos, romero, tomillo, menta-, la tierra, dura, fría, poderosa, la luz, el sol que se cuela entre las cortinas, la lluvia, la nieve como silencio cayendo del cielo, las tormentas, el crepúsculo, la oscuridad nocturna, las estrellas reflejándose en las aguas del río. También las desoladas calles de la pequeña ciudad, sus restaurantes, la plaza y su triste fuente, el café, las madres con sus carritos de bebé, la anodina vida de pueblo, sin expectativas (Nadie entiende realmente/ la ferocidad de este lugar,/ la manera en que mata gente sin razón). Y el discurrir del tiempo y sus efectos en las gentes: las adolescentes perdidas en su confuso descubrimiento del mundo, los chicos que se enamoran, la tibia y perturbadora intuición del sexo, los bailes populares y los rituales de acercamiento entre sexos, los matrimonios que se rompen, la derrota del amor (no queda nada del amor,/ sólo extrañamiento y odio), los nacimientos, la tristeza de los que se van, la soledad de quienes se quedan, el silencio, el cansancio vital, la muerte, y de nuevo todo recomienza... Los poemas, bellísimos, son como instantáneas, fotografías que atrapan un momento fugaz: una mujer que mira por la ventana; un hombre que bebe en soledad, abandonado; la madre mortalmente harta de su vida; el amigo enamoradizo, amante de las mujeres, pujante, feliz en su cuerpo; una vecina que sueña con el mar; jóvenes fumando apoyados en la pared de la clínica del pueblo, en domingos crueles, perdida ya toda esperanza; ancianos merodeando entre las mesas de la plaza; la doctora que cena en soledad tras el funesto diagnóstico a un paciente; una vieja que camina a medianoche, invisible ya a los ojos del mundo; un hombre que conversa con el dueño de un oscuro bar, menos sombrío, en cambio que el cuarto solitario… hay algo hopperiano en estas estampas, el mismo tono neutro, casi documental, pero lleno de emoción, de ternura, de delicadeza, de sensibilidad, de una belleza inconmensurable. 

 Louise Glück. Crepúsculo (traducción Adalber Salas Hernández) 

Trabaja todo el día en el molino del primo, 
 así que al llegar a casa, en la noche, siempre se sienta junto a la ventana, 
observa ese momento del día, el crepúsculo. 

Debería haber más tiempo así, para sentarse y soñar. 
Es como dice su primo: 
Vivir-vivir te impide sentarte. 

En la ventana, no el mundo, sino un paisaje enmarcado 
que representa el mundo. Las estaciones cambian, 
cada una visible apenas unas horas al día. 
Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura, 
abstracciones de las que provienen placeres intensos, 
como higos en la mesa. 

Al atardecer, el sol cae entre dos álamos, en una bruma de fuego rojo. 
Cae tarde en el verano, a veces cuesta mantenerse despierto. 

Entonces todo se desmorona. 
Por un rato más, el mundo 
es algo que ver, luego solo algo que escuchar, 
grillos, cigarras. 
O algo que oler, a veces, aroma de limoneros, de naranjos. 
Entonces el sueño también roba esto. 

Pero es fácil renunciar a las cosas así, experimentalmente 
por una cuestión de horas. 

Abro mis dedos, 
dejo que todo se vaya. 

Mundo visual, lenguaje, 
susurro de hojas en la noche 
el olor de la hierba alta, de las fogatas. 

Lo dejo ir. Entonces enciendo la vela. 


Hay una razón de oportunidad en la presencia esta tarde en nuestro espacio de la poeta que cierra por hoy el espacio, la polaca Wisława Szymborska, más allá de la indudable calidad de su poesía, del hecho de que haya obtenido el Nobel en 1996 (por su poesía que con precisión irónica permite que los contextos histórico y biológico salgan a la luz en los fragmentos de la realidad humana) y del protagonismo de sus versos en cuatro programas de Buscando leones en las nubes dedicados a sus poemas, emitidos en abril de 2012, semanas después de su muerte. La escritora vuelve a estar de relativa actualidad en nuestro país porque a finales de 2023, coincidiendo con el centenario del nacimiento de la poeta, la editorial Visor dio a la luz Poesía completa, que recoge por primera vez en una lengua distinta al polaco de origen toda la poesía de Wisława Szymborska, presentada, en 736 bien aprovechadas páginas, en traducción de Abel Murcia, Gerardo Beltrán y Katarzyna Mołoniewicz. 

Yo llevo leyendo con pasión a Szymborska desde que descubrí su obra tras el Nobel, a partir de Paisaje con grano de arena, el espléndido libro que publicó en 1997 la editorial Lumen, con la traducción de Ana María Moix y Jerzy Wojciech Slawomirski. Esta primera antología aparecida en España de la poeta polaca, altamente recomendable como inicial aproximación a su literatura, reúne cien de sus poemas en los que se muestran los rasgos más destacados de su universo poético: el amor, la ironía, el azar, la condición humana. Muy interesante también, no sólo por los poemas escogidos sino por su esclarecedor estudio introductorio, es El gran número. Fin y principio y otros poemas, que publicó Hiperión en 1997 en una edición al cuidado de Maria Filipowicz-Rudek y Juan Carlos Vidal. El volumen lo componen dos de los libros de Wisława Szymborska, los considerados más valiosos y representativos de su obra, El gran número y Principio y fin, complementados por quince poemas de sus obras anteriores y cinco más que en el momento de la publicación en España aún no habían sido recopilados en libro por su autora. Contiene asimismo el texto El poeta y el mundo, leído por su autora en Estocolmo con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura (cuya lectura os recomiendo), así como un estudio preliminar: Wisława Szymborska, poeta de la conciencia del ser, de la reconocida especialista Malgorzata Baranowska. En Poesía no completa el mexicano Fondo de Cultura Económica propuso, en 2002, una antología de la escritora polaca en la que se recoge una preciosa selección de poemas entresacados de siete de sus libros más algunos otros sueltos. Con introducción de Elena Poniatowska, y la traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano, el libro constituye otra formidable puerta de entrada al peculiar y subyugante mundo de la poeta. Por último, de entre los que yo he leído, Aquí, que vio la luz en Bartleby Editores en 2009, simultáneamente a su aparición en Polonia, presenta, en la traducción -de nuevo- de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano, un puñado de poemas en los que se muestra -como indican sus editores- esa aguda e irónica mirada que caracteriza a la poeta polaca. La memoria, el paso del tiempo, la belleza, el amor o el desamor, el dolor, la soledad, la ausencia, la pérdida, los sueños, el azar, los misterios de lo cotidiano, la ciencia y el conocimiento, la muerte, la naturaleza finita de las cosas y de la existencia, la condición humana, la fragilidad e insignificancia que nos constituyen, todo queda filtrado por una escritura sutil, intimista y clarividente, en apariencia sencilla, que la ha situado entre los poetas europeos más relevantes de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. 

Son muchos, aparte de los ya mencionados, los frentes a los que se abre la poesía de la polaca. Hay, así, a mi juicio, versos en los que puede apreciarse un rastro ligera o abiertamente autobiográfico y en los que, por lo tanto, la voz narradora -literaria- puede confundirse con la de la propia escritora -real-. Fotografías de familia y paisajes de la infancia, descripciones del alma y autorretratos existenciales, dibujos impresionistas de los propios sentimientos e indagación en sus orígenes como ser humano; también alguna exhaustiva enumeración de preferencias y opciones vitales. Conectado con esta dimensión “íntima” aparecen los muchos poemas que cabe calificar como “de lo cotidiano”, en los que lo común y ordinario alcanzan cualidad poética; los objetos, los gestos, los momentos más simples, adquieren un sentido poético y trascendental; una cebolla, una fotografía o una silla, una prenda de ropa, una brizna de hierba o un gato, pueden convertirse en metáforas (el uso ingenioso y sorprendente de este recurso es uno de los rasgos estilísticos de la escritora) de la vida, del tiempo, del duelo y la pérdida, de la identidad... 

Están también los poemas de amor, quizá los más conocidos de su obra, en los que la vivencia del sentimiento amoroso centra el texto, tanto de un modo expreso y principal como de una manera más lateral e indirecta. Poemas como Amor feliz, Nada sucede dos veces, Identificación, Estoy demasiado cerca para que él sueñe conmigo, Encuentro inesperado, En la torre de Babel o Amor a primera vista, espléndidos, reflejan el tratamiento del amor en su poesía, abordado de un modo peculiar, muy singular y personal, con una mezcla de ironía, humor y melancolía. Alejada del enfoque romántico o idealizado convencional, la poeta explora el modo en que el amor afecta y transforma a las personas, y cómo las experiencias amorosas pueden ser tanto fuente de consuelo como de conflicto interno. Un amor que comparece, como ya he señalado, en la cotidianidad, las pequeñas cosas y situaciones ordinarias, mostrado en los momentos más mundanos. menos esperados, en las coincidencias y los azares del día a día. Hay, además, como en el resto de su poesía, un tono irónico y desmitificador: el amor de Szymborska no es sublime, ni perfecto, ni fácil, es, por el contrario, incierto, inesperado e imperfecto. Es, también, complejo, ambiguo, dual, fuente de alegría y de sufrimiento, de seguridad como de vulnerabilidad, de intensa transformación y de dolor y sufrimiento, de goce e incomprensión, de belleza y misterio. 

Otro de los ejes de su obra es el que podríamos llamar “existencial”, en versos que constituyen un acercamiento a la figura de los hombres y las mujeres que vagamos algo perplejos por este mundo difícil. Poemas más o menos metafísicos, escritos desde una visión de nuestra existencia siempre optimista, siempre lúcida, siempre esperanzada, pero también crítica y, a menudo, irónica. Están también la guerra y sus horrores, muy relevantes en las vivencias de una mujer marcada por la segunda contienda mundial (hoy, con la escritora ya fallecida, se examina con distancia crítica no exenta de una cierta controversia su inclinación por el comunismo, con algún poema dedicado a Stalin, una decena de textos propagandísticos o alguna declaración cuestionable: “Al Partido le debo el pleno conocimiento de la verdad”). Y está también la vertiente científica y filosófica, la política, la democracia, los derechos humanos, el interés por la Historia, en particular la terrible de Polonia en el siglo XX, entre otros. 

Y todos ellos se expresan en un estilo sencillo aunque exento de sentimentalidad, humorístico pero sin cinismo. Sus poemas son accesibles, escritos en un lenguaje coloquial, cercano, con un tono vivo e inquisitivo, a menudo provocador. En ellos hay ingenio y perspicacia, y con frecuencia plantean una suerte de interpelación al lector, incorporado de este modo al texto. No hay excesos, ni siquiera en las denuncias; su voz es serena, ecuánime, algo escéptica, con un punto de melancolía. Apreciamos su ingenio, su mirada crítica pero compasiva sobre los pobres seres humanos, desconcertados, perdidos, sufrientes, su ironía suave, su humor no agresivo ni mordaz, sino sutil y amable, una herramienta que utiliza para despojar de solemnidad los grandes temas y acercarlos a la experiencia humana. A propósito de esta sencillez afirma Elena Poniatowska, la escritora mexicana, en el prólogo a una de sus obras traducidas: Sus poemas nítidos, aforísticos, nada describen, ninguno se alarga demasiado. Su ironía es precisa, tajante a veces. Más que cantar grandes elegías, exalta, juguetona, traviesa, las pequeñas y curiosas diferencias que nos determinan. Szymborska anda de boca en boca, la tararean, la dicen en voz baja y en voz alta, es parte de la vida cotidiana por su modestia, su sencillez estilística y porque no vuela encima ni debajo de nadie. Y, en el mismo sentido, Fernando Savater, entusiasta de la polaca: Su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa, escapa a ese adjetivo alarmante que tanto satisface a los partidarios de que importe el tamaño: torrencial. Sobre todo nos hace a menudo sonreír, sin incurrir en caricaturas ni ceder a la simpleza satírica

Wisława Szymborska. Amor a primera vista (traducción de Abel. A. Murcia) 

Ambos están convencidos 
de que los ha unido un sentimiento repentino. 
Es hermosa esa seguridad, 
pero la inseguridad es más hermosa. 
Imaginan que como antes no se conocían 
no había sucedido nada entre ellos. 
Pero ¿qué decir de las calles, las escaleras, los pasillos 
en los que hace tiempo podrían haberse cruzado? 
Me gustaría preguntarles 
si no recuerdan 
‒quizá un encuentro frente a frente 
alguna vez en una puerta giratoria, 
o algún “lo siento” 
o el sonido de “se ha equivocado” en el teléfono‒, 
pero conozco su respuesta. 
No recuerdan. 
Se sorprenderían 
de saber que ya hace mucho tiempo 
que la casualidad juega con ellos, 
una casualidad no del todo preparada 
para convertirse en su destino, 
que los acercaba y alejaba, 
que se interponía en su camino 
y que conteniendo la risa 
se apartaba a un lado. 
Hubo signos, señales, 
pero qué hacer si no eran comprensibles. 
¿No habrá revoloteado 
una hoja de un hombro a otro 
hace tres años 
o incluso el último martes? 
Hubo algo perdido y encontrado. 
Quién sabe si alguna pelota 
en los matorrales de la infancia. 
Hubo picaportes y timbres 
en los que un tacto 
se sobrepuso a otro tacto. 
Maletas, una junto a otra, en una consigna. 
Quizá una cierta noche el mismo sueño 
desaparecido inmediatamente después de despertar. 
Todo principio 
no es más que una continuación, 
y el libro de los acontecimientos 
se encuentra siempre abierto a la mitad. 

Para despedir el programa dejo un espléndido tema musical, Black Coffee, interpretado por Ella Fitzgerald. Wisława Szymborska escribió un poema, Ella Fitzgerald en el cielo, que tenía a la cantante norteamericana de jazz como protagonista. Black coffee, la canción favorita de la escritora polaca, sonó en su entierro, en febrero de 2012.

 
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