WOODY ALLEN. A PROPÓSITO DE NADA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, cada miércoles desde hace ya doce cursos, os ofrezco una propuesta de lectura a mi juicio siempre sugerente. La recomendación de hoy puede resultar, para muchos de vosotros, algo redundante, pues el libro del que quiero hablaros ha encabezado la lista de más vendidos durante muchas semanas y aún ahora, medio año después de su publicación en España, todavía figura en un lugar destacado en ese significativo “termómetro” de la lectura en nuestro país, por lo que es probable que gran parte de la audiencia del programa -si es que esta frase puede significar algo- ya lo conozca y lo haya leído. En cualquier caso, mi decisión de, pese a ello, traerlo hoy aquí se basa en un doble motivo. El primero de ellos tiene que ver con el interés (discutible, aunque efectivo) del libro en sí mismo: estoy seguro de que, si os decidís a adentraros en sus páginas, que por otro lado se os pasarán como en un suspiro, vais a garantizaros horas de inteligente disfrute. Pero hay, además, una razón coyuntural, de oportunidad, para su presencia, ya algo tardía (¿qué lector no profesional puede resistir el vertiginoso ritmo de publicaciones de nuestro mercado editorial?), en el programa. El próximo lunes, 30 de noviembre, Woody Allen, pues no otro es el autor de mi sugerencia de esta semana, cumple 85 años. Es cierto que en todas sus biografías aparece el 1 de diciembre de 1935 como fecha de su nacimiento. Pero como él mismo indica en A propósito de nada. Autobiografía, el título del que voy a ocuparme, en realidad, nací el 30 de noviembre, muy cerca de la medianoche, y mis padres movieron la fecha para que yo empezara un día 1. Eso no me ha proporcionado ninguna ventaja en la vida, y yo habría preferido con diferencia que me hubieran dejado un enorme fideicomiso, añade, con su reconocible sentido del humor. La autobiografía de Allen, que vivió una tortuosa peripecia editorial antes de su publicación en Estados Unidos, se presentó en España en el mes de mayo, en pleno confinamiento, en traducción de Eduardo Hojman para Alianza Editorial. Y es de esa controvertida aparición del libro de lo que quiero hablaros en primer lugar para introducir esta reseña que he retrasado voluntariamente para hacerla coincidir con la fecha de tan redondo cumpleaños.
Como todos sabéis -es imposible haberse sustraído a los ecos de una polémica que dura años y que aún da coletazos en la actualidad-, en agosto de 1992, Mia Farrow, que se había separado de Allen meses antes (aunque no habían llegado a casarse ni a convivir fueron pareja durante doce años), interpuso una denuncia contra el director acusándolo de abusar sexualmente de Dylan, la pequeña hija adoptiva de ambos. El asunto, del que no voy a contar los pormenores por ser bien conocidos, se cerró en los tribunales en 1993 cuando un juez dictaminó que no existían evidencias relevantes que permitieran la condena de Woody Allen por unos hechos en definitiva no probados, aunque ordenó -en una decisión supuestamente “equidistante”- el alejamiento del padre de su hija; todo ello tras un muy triste -y devastador para ambos “contendientes”- intercambio de acusaciones, testimonios y comunicados de una y otra parte. Pero la clausura “formal” del proceso no puso fin al conflicto que, ahora, casi treinta años después, ha revivido a partir del fenómeno del MeToo. Ronan Farrow, el hijo biológico de Mia y Woody (aunque en este a menudo sórdido culebrón hay voces -empezando por la de la propia actriz- que apuntan a que en realidad Ronan es hijo de Frank Sinatra, con quien Mia había estado casada con anterioridad), periodista y activista social que destapó en 2017 el “escándalo Weinstein” (en un reportaje para el New York Times que le llevó a ganar el Premio Pulitzer en 2018), publicó algo después Catch and Kill (Atrapa y Mata: Mentiras, espías y una conspiración para proteger a los depredadores), en el que, a propósito del conflicto Allen-Farrow, toma partido claramente por la versión de su madre, acusa a Allen de pedófilo y abusador sexual e incita a quienes trabajan con el cineasta, producen sus películas, publican sus libros o consumen sus creaciones a boicotearlo y rechazar abiertamente su figura y su obra artística.
Es en este contexto crispado en donde se inscribe la presentación, rodeada de un enorme impacto mediático, de A propósito de nada. Tras ofrecer su escrito a distintas editoriales y siendo rechazado una y otra vez (¡¡un libro de Woody Allen!!) por casi todas, por fin Hachette le compró los derechos para su explotación comercial. Sin embargo, el movimiento desencadenado tras la ola post-MeToo, las presiones generadas por las denuncias de Ronan (que publica también en Hachette), y los efectos de la deriva políticamente correcta -a menudo infantil, simplificadora e injusta- de los asuntos relativos al feminismo (de cualquier asunto, en realidad, tal como está el debate público hoy en día), llevaron a la editorial, especialmente “sensible” ante los hechos, entre otras razones por las intensas reivindicaciones de los propios trabajadores de la casa editorial, que se manifestaron en contra de la difusión del libro, a renunciar a la publicación y distribución de la obra. Hasta el “serio” New York Times, adalid del periodismo liberal americano, se opuso abiertamente a que la autobiografía de Allen viera la luz.
En Europa, y en España en particular, también se ha planteado la controversia, aunque en términos menos agresivos y maniqueos que en los Estados Unidos, lo que no impidió que hasta pocas semanas antes de la aparición del libro no se supiera si alguna editorial se atrevería a hacerse con los derechos y lanzarse a la impredecible vorágine de la polémica. Lo hizo por fin, en nuestro país, Alianza, con excelentes resultados a lo que se ve, dada la persistencia del libro en los primeros lugares de las listas de ventas.
Todas estas cuestiones externas al libro carecen, no obstante, desde mi punto de vista, de un especial interés, como no sea el de propiciar la reflexión acerca de las modernas formas de censura que imponen hoy las tendencias ideológicas dominantes en el mundo cultural (llegando al delirante extremo que pone de manifiesto la furibunda discusión suscitada en torno a la “cultura de la cancelación”, tan actual) o avivar el debate sobre las aberraciones a las que puede dar lugar la corrección política exacerbada, amplificada por la ruin voracidad de las redes sociales. Y ello incluso teniendo en cuenta que una parte sustancial del texto de Allen (tan dilatada que el lector puede pensar, legítimamente, si el libro ha sido escrito con el único propósito de convertirse en una suerte de autodefensa) se ocupa del oscuro “affaire” de la acusación de abusos sexuales. A ambos temas, el puritanismo hipócrita desatado por las facciones más obtusas del progresismo militante y la quizá innecesaria y demasiado extensa autojustificación en que incurre el director en su biografía, tendré que referirme, obviamente, en las últimas líneas de mi comentario, pero ahora prefiero hacerlo del libro en sí, y en particular de las páginas -en algunos momentos muy brillantes (dentro de un tono general discreto, salvado siempre por el inteligente y desternillante humor del neoyorquino)- en las que se refiere a su infancia y adolescencia, a los inicios de su trayectoria profesional como humorista y al desarrollo de su deslumbrante carrera cinematográfica.
La descripción de los quince primeros años de su vida es, simplemente, genial, además de desopilante. Quienes seáis asiduos seguidores de Allen encontraréis en esa primera parte del libro muy claros ecos de Días de Radio, la emotiva y divertidísima película de 1987 en la que la mirada nostálgica del director nos dejaba un fiel retrato de una familia judía (la suya propia, muy claramente), caótica pero entrañable, en el Brooklyn de los años 40. Los absurdos conflictos familiares, las permanentes discusiones entre los padres, la profusión de parientes disparatados, todo aquel en apariencia insostenible ambiente doméstico, aparecen transfigurados, en la mirada del niño, por la atracción irresistible de la radio (con los concursos, las historias sobre deportistas, las crónicas sociales, las noticias y, sobre todo, la música) y por el encanto de los muchos motivos de fascinación que la vida ofrece a un chaval inquieto, inteligente, sensible y… muy especial. Todo ello está también en ese deslumbrante inicio de A propósito de nada, en el que se recorren, en páginas en las que un chiste, un giro ingenioso o una humorada genial nos asaltan casi a cada párrafo, las peripecias existenciales del muy singular niño, tan parecido ya al personaje que en que acabará por convertirse:
Yo era el blanco de todas las miradas de las cinco hermanas de mi madre, el único hijo varón, el niño mimado de aquellas dulces yentes, aquellas encantadoras cotillas, que me lo consentían todo. Jamás me faltó una comida, jamás carecí de ropa ni techo, jamás caí presa de alguna enfermedad grave como la poliomielitis, que en aquella época era endémica. No tenía síndrome de Down, como un niño de mi clase, ni tampoco era jorobado como la pequeña Jenny, ni padecía de alopecia como el chico Schwartz. Era sano, querido, muy atlético, siempre me escogían en primer lugar a la hora de formar los equipos, jugaba a la pelota, corría y, sin embargo, me las arreglé para terminar siendo inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, aislado, amargado, cargado de un pesimismo implacable. Algunas personas ven el vaso medio vacío, otras lo ven medio lleno. Yo siempre veía el ataúd medio lleno. De los mil y un quebrantos que heredó nuestra carne, yo conseguí evitarlos todos salvo el número seiscientos ochenta y dos: carezco del mecanismo de defensa de la negación. Mi madre decía que no podía entenderlo. Siempre aseguraba que yo fui un niño amable, dulce y alegre hasta los cinco años y que luego me convertí en un chaval avinagrado, desagradable, rencoroso y malo.
Conoceremos así infinidad de anécdotas sobre la difícil convivencia de los padres, narrada con una mirada escéptica, distante aunque cariñosa (Yo me burlo de mis padres en esta narración de mi vida, pero cada uno de los conocimientos que me impartieron me ha servido mucho en las décadas posteriores. De mi padre: cuando compres un periódico en un quiosco, nunca cojas el que está encima de todo. De mi madre: la etiqueta siempre va en la espalda), y, por encima de todo, el gozoso “hallazgo” de algunos de los deslumbrantes alicientes de la existencia que acabarán por definir la bien conocida -por el permanente reflejo autobiográfico en su filmografía- personalidad del director. Su visceral rechazo al aburrimiento de la escuela (toda aquella rutina regulada, diseñada para asegurarse de que nadie aprendiera nada); el “descubrimiento” del cine (Y así es como, gracias a mi prima Rita, me introduje en el cine, en las estrellas, en Hollywood, con su moralidad patriótica y sus finales milagrosos, y, mientras todo lo que trataron de enseñarme, desde mis padres hasta mis profesores de español cuando ya había cursado dos años de ese idioma, me resbalaba, Hollywood se me quedó fijado. Modern Screen. Photoplay. Bogart, Cagney, Edward G. Robinson, Rita Hayworth… Lo que aprendí fue ese mundo de celuloide. Que era más grande que la vida real, superficial, falsamente glamuroso, pero no me arrepiento ni un fotograma); el profundo impacto del jazz (Me compré un saxo soprano y aprendí a tocarlo, me compré un clarinete y aprendí a tocarlo. Me compré un tocadiscos, que aprendí a tocar sin tomar clases. Compré discos, libros sobre el nacimiento del jazz, sobre la vida de Louis Armstrong. Mis tres amigos, Jack, Jerry y Elliot, y yo seguramente parecíamos un cuarteto extraño. Mientras que todos los otros chavales se sumergían en la música pop de la época, Patti Page, Frankie Laine, The Four Aces, nosotros nos sentábamos delante de nuestros tocadiscos y poníamos jazz hora tras hora y día tras día); la omnipresencia salvífica de la radio (Me encantaba la radio. Era otra versión de la dicha: estar enfermo o simular estarlo para poder quedarme en casa en lugar de ir a la escuela. Fingir que estaba enfermo era difícil. Si no tenía fiebre tenía que ir a la escuela y como mi madre siempre se quedaba ahí sentada después de meterme el termómetro en la boca, era casi imposible encontrar algún radiador o bombilla de luz para hacer subir el mercurio sin que me dieran un coscorrón. Pero, ah, estar enfermo y en casa, en mi lugar de la cama, con la radio a mi lado. El Breakfast Club, Helen Trent, Luncheon at Sardi’s, Queen for a Day, Lorenzo Jones y su esposa Belle, y sí, André Baruch sí que estaba casado con Bea Wain. Finalmente, en las últimas horas de la tarde, Hop Harrigan, Tom Mix, Captain Midnight; y más tarde, por la noche, The Answer Man, Baby Snooks, El llanero solitario. Comer en la cama. Mi padre que volvía a casa con diez revistas de historietas nuevas, que le habían costado un dólar. La radio era un elemento muy importante en la vida de todos en aquella época); sus sucesivas y “definitivas” vocaciones: cómico, mago, jugador de béisbol, músico de jazz afroamericano, científico, vaquero, investigador privado, agente del FBI, fullero, apostador, criminal, buscavidas, estafador, periodista y escritor (Escribía antes de que supiera leer. No aprendí a leer hasta primer grado, pero en el jardín de infancia ya escribía cuando volvía a casa, es decir, inventaba ficciones. Escribía sin la capacidad de volcarlo en palabras. La tradición oral. Como las baladas. Mientras que Beowulf y Lord Randall se inclinaban un poco más hacia lo brutal, mis narraciones transcurrían en fiestas chispeantes y anticipaban un futuro jamás mancillado por un día de trabajo honesto); la súbita y deslumbrante “irrupción” de Manhattan en una primera visita, muy pequeño, con su padre (De modo que subimos por Broadway, pasando delante de una sala de cine tras otra y por los restaurantes: McGinni’s, Roth’s, Jack Dempsey’s, The Turf y, finalmente, Lindy’s. Entramos en varios salones recreativos, comimos salchichas, bebimos piñas coladas y tal vez viéramos alguna película. Yo era tan pequeño que no me acuerdo bien, salvo que experimenté una pasión instantánea por Manhattan y, con los años, regresé cada vez que se me presentó la oportunidad. Para mí no hay recuerdos más dichosos que hacer novillos, subirme al tren en la Avenida J de Brooklyn, viajar hasta la ciudad, comprar un periódico y meterme en el Automat para devorar una porción de tarta de cereza y café y leer los artículos de Jimmy Cannon. A esa hora el Paramount ya estaría abierto y yo veía una película y el espectáculo de variedades, en el que siempre me quedaba prendado del cómico) y en posteriores, ya adolescente (Pocos años antes, a los once, había empezado a acostumbrarme a ir en metro a mi adorada ciudad que estaba al otro lado del río e invertir mi paga en pasar un día en Manhattan. Eso era insólito para un chaval de mi edad, pero yo disponía de bastante libertad, o quizá ocurría que a mis padres no les importaba que me secuestraran. Si bien jamás conseguí que una chica me acompañara como en una cita, a veces mi amigo Andrew venía conmigo. Andrew también estaba interesado en el mundo del espectáculo y era un chico apuesto cuyos padres tenían pasta y lo consentían mucho más que a mí, a un nivel tal que terminó saltando por la ventana cuando la vida real hizo su sonriente aparición. Pobre Andrew. Narcóticos para evadirse, luego la ventana abierta del hospital. Pero aquellos dos precoces soñadores viajaban esporádicamente a Times Square, paseaban por allí, elegían alguna película, comían en Roth’s o McGinni’s y se divertían en el centro hasta que las reservas se acababan. A mí me encantaba caminar por Park Avenue o por la Quinta Avenida y llegar a Central Park. Era el Manhattan de las películas de Hollywood con las que yo me evadía desde pequeño); las expectativas y frustraciones de su incipiente vida amorosa (De modo que tengo quince años […] y, cuando mis hormonas alcanzan suficiente masa crítica, entra en escena mi vida amorosa o, como también podríamos denominarla, el Teatro del Absurdo. A la deriva en un mar de testosterona, en busca de sexo pero, de manera más precisa, de una combinación de la sensualidad de Rita Hayworth, la devoción y el acompañamiento de June Allyson y la chispa sarcástica de Eve Arden. Si bien se trataba de un cúmulo de características nada fácil de localizar en la superficie del planeta Tierra, lo era mucho menos entre las chicas quinceañeras del barrio cuya idea de una cita consistía en ir al cine, tomar un refresco y volver a casa, sacando la llave seis manzanas antes de llegar con el fin de estar listas para abrir la puerta y lanzarse al interior antes de que uno pudiera besarlas. Sin embargo, sí que salí con algunas de las buenas, chicas sencillas y adorables, listas, leídas, cultas, adorablemente neuróticas, que se morían de aburrimiento con un pelele balbuceante como yo que no podía sostener una conversación sobre ningún tema más complejo que las películas de «rutas» o cómo acertarle a una pelota desviada). Como se ve, Woody Allen en estado puro, con todos esos elementos que serán luego recurrentes en su vida y en su obra.
Un punto de inflexión, en su existencia y en el libro, lo constituyen sus primeras actuaciones en clubes de barrio, salas de fiesta, locales nocturnos y celebraciones privadas en las que su ingenio y su indudable vis cómica lo hicieron despuntar desde muy joven. Nos adentramos de esta manera en una etapa -muy pronto exitosa- de monólogos, colaboraciones en televisión, viajes por todo el país, guiones… en definitiva, el debut de Allen -y su sólido y aclamado “establecimiento” posterior- en el glamouroso mundo del espectáculo. El libro se puebla entonces de referencias a humoristas, productores, guionistas, empresarios, monologuistas, propietarios de locales, presentadores de shows televisivos, actrices y toda suerte de atractivas chicas (en una imagen del cómico, atractivo, seductor y de gran “tirón” con las mujeres, que contrasta con la del tipo tímido e inseguro, apocado y titubeante, que relata en sus películas, en lo que constituye, quizá, la “sorpresa” menos esperada del libro: la larga serie de “conquistas” femeninas que jalonan la larga existencia del artista).
Y es que las mujeres han desempeñado un papel muy importante en la vida de Allen, no solo sus parejas “oficiales”, con algunas de las cuales llegó a contraer matrimonio: Harlene Rosen (Era bonita, inteligente, venía de una buena familia dueña de una casa adorable y un barco, tocaba música clásica y estaba tomando clases de actuación. En resumidas cuentas, era demasiado buena para mí, lo que quedaría demostrado tras casarse conmigo), con quien se casó jovencísimo, con apenas veinte años (ella tenía diecisiete), en una experiencia que acabó pronto y mal (mientras tanto, los deprimentes días de un matrimonio infeliz seguían su curso, escribe sobre aquella época); Louise Lasser, actriz también -aparece en las primeras películas del director-, deslumbrante y guapísima, de personalidad desconcertante y conflictiva, lo que acabaría con el matrimonio; Diane Keaton, su gran musa, con la que tuvo una relación de poco más de un año pero que ha estado a su lado la “vida entera”, por así decirlo; Mia Farrow, de la que fue pareja doce años, y que, dadas las terribles repercusiones del abrupto final de su extraño vínculo, ocupa, como se ha dicho, gran parte del libro; y por supuesto Soon-Yi, con la que Allen parece haber encontrado una en principio inesperada paz, en un matrimonio que dura ya más de veinte años. De todas ellas, y de muchas otras mujeres de menor presencia “sentimental” en su vida, se habla en detalle en el libro.
A partir de su consolidación profesional y de su éxito en el mundo de la comedia, Woody Allen comienza su carrera en el cine. A propósito de nada se convierte entonces en un concienzudo repaso de todas sus películas, de las que el director nos comenta detalles de su gestación (La película tardó más tiempo en terminarse y costó más, pero a los inversores no les importaba siempre que mis ambiciones artísticas se vieran satisfechas… Y si os habéis creído lo que acabo de decir, tengo un puente en venta que tal vez os interesaría comprar), quejas sobre la codicia y la ignorancia cinematográfica de los productores (La mayoría de los que gestionan dinero no saben nada, carecen de instinto, pero con frecuencia suelen verse a sí mismos como tipos que sí saben, incluso más que el artista. Mutilan y destrozan la obra en curso, poniéndola en peligro de que naufrague porque intentan complacer como sea, y el resultado final suele ser diez veces peor que si hubieran dejado en paz al artista), apuntes sobre el desagradable conflicto, que terminó en los tribunales, con Jean Doumanian, su amiga y productora durante cuarenta años, anécdotas de sus rodajes, “cotilleos” (siempre muy benévolos y elogiosos, incluso en relación con quienes le darían la espalda tras el polémico affaire) sobre los actores y actrices que colaboraron en ellas, intercalados con apreciaciones -de nuevo rezumantes de humor escéptico y desencantado, marca de la casa- sobre sus preocupaciones existenciales. Afloran así, en una enumeración a vuelapluma de las muchas “derivaciones” que surgen en el análisis de cada película, algunos de los elementos que mejor identifican a Woody Allen, así como sus más conocidas excentricidades: las razones que justifican su vocación (me di el gusto de trabajar en ciudades que me encantaban y de mostrar Manhattan durante las cuatro estaciones, una isla que es un placer fotografiar en cualquiera época del año. Por eso digo que para mí lo único divertido del mundo del cine reside en la realización de la película. En el acto de trabajar, de despertarme temprano, de rodar, de disfrutar de la compañía de hombres y mujeres brillantes, de resolver problemas que no son fatales si no los subsanas, de contar con grandes vestuarios y una música fabulosa. Cuando todo termina y el filme está hecho, mi criterio para juzgarlo siempre consiste en preguntarme hasta qué punto logra, hasta dónde cumple el sueño que tenía cuando estaba tumbado en la cama creando furiosamente personajes y situaciones); su encandilamiento con las actrices -lo que ha acentuado las críticas feministas, que citan expresamente, con puritano escándalo, las entregadas afirmaciones sobre Scarlett Johansson: Apenas tenía diecinueve años cuando hizo Match Point, pero ya lo tenía todo: era una actriz excitante, una estrella natural, poseía verdadera inteligencia, era rápida y divertida y cuando te la encontrabas tenías que luchar para abrirte paso entre las feromonas. No solo era dotada y hermosa, sino que sexualmente era radiactiva. Sentías que en cualquier momento te agarraría de la mano, sonreiría y te diría: si realmente quieres que nos lo montemos, podemos intentarlo. Terminé empleándola en varias películas en las que estuvo genial, y solo espero poder volver a trabajar con ella antes de morir o de que me ponga senil y empiece babear, pero no sobre ella; sus abundantes referencias culturales, que detalla con profusión, aunque rechaza abierta e insistentemente la condición de intelectual que se le atribuye, por lo que no ahorra al lector la lista de sus lagunas literarias (Jamás he leído el Ulises, ni el Quijote, ni Lolita, ni Trampa 22, ni 1984, ni nada de Virginia Woolf, E. M. Forster o D. H. Lawrence. Nada de las hermanas Brontë ni de Dickens) y cinematográficas (En cuanto a las películas, no he visto ¡Armas al hombro! ni El circo de Chaplin, tampoco El navegante de Buster Keaton. Jamás he visto ninguna de las versiones de A Star Is Born. A pesar de todos los sábados que pasé en el Midwood Theater, no he visto ¡Qué verde era mi valle! ni Cumbres borrascosas ni Margarita Gautier o La dama de las camelias ni La extraña pasajera ni Ben-Hur ni muchas otras. La pasión ciega, Los intrusos o El mandato de otro mundo, La novia de Frankenstein: no las he visto. No es mi intención menospreciar ninguna de esas obras, sino poner de manifiesto mi ignorancia y el hecho de que llevar gafas no convierte a nadie en una persona especialmente culta, ni mucho menos en un intelectual. Y estos no son más que unos pocos ejemplos de las lagunas de mi erudición. Aún no he visto El secreto de vivir ni Caballero sin espada); su amor por los escenarios de Manhattan; su pasión por Tennessee Williams; su odio a las bicicletas (Si leéis cuidadosamente la historia del Pésaj, la fiesta del Éxodo de Egipto, en la parte que habla de las diez plagas, después de las langostas, las ranas y la lluvia de granizo y fuego, aparecen las bicicletas); el rechazo que le provocan los modernos monologuistas (Los típicos comediantes de hoy en día salen a escena, sacan el micrófono del soporte para poder dar vueltas por el escenario gritando sus frases y, Dios nos ayude, luego se sientan en una silla o delante de una mesa que han puesto en el centro del escenario con una botella de agua, para que de vez en cuando puedan beber. ¿De dónde han salido todos estos cómicos sedientos? Jamás he oído hablar de que ningún monologuista se haya caído redondo de deshidratación. Hay actores que interpretan horas de Shakespeare sin que Hamlet o Lear se escabullan detrás de un telón para echar un trago de agua Poland Spring. Pero ahora en la tele vemos a un tipo gracioso que va y viene diciendo: «¿Sabéis lo que me jode? ¿Habéis estado en uno de esos putos cruceros que van por el Caribe? Son una puta mierda». Entonces necesita tomar un poco de agua o de lo contrario terminarán hallando sus restos marchitos sobre el escenario como un esqueleto en el desierto. En lugar de esperar que sacie sus resecadas encías, siempre cambio de canal en busca de algo más cautivador, como el canal de los Relojes Invicta); su propio sentido del humor (Al igual que Bertrand Russell, siento una gran tristeza por el mundo. A diferencia de Bertrand Russell, no sé hacer cálculos matemáticos complejos. Y tal vez no pueda transmutar mi sufrimiento en un gran arte o una gran filosofía, pero puedo escribir buenos chistes cortos que sirven para distraer momentáneamente y brindan un breve respiro de las consecuencias irresponsables del Big Bang); el psicoanálisis; los rituales y costumbres judíos; su incompatibilidad con la tecnología (Como me ocurre con todos los objetos mecánicos, nos convertimos inmediatamente en archienemigos. No me gustan los aparatitos. No tengo relojes, no uso paraguas, no poseo cámaras ni grabadoras y aún hoy necesito que mi esposa configure el televisor. No tengo ningún ordenador, jamás me acerqué a un procesador de texto, nunca he cambiado una bombilla, ni he mandado ningún correo electrónico ni he lavado un solo plato. Soy uno de esos ancianos confundidos que necesitan que les inutilicen todos los botones del televisor poniéndoles una cinta adhesiva encima, de modo que solo pueda usar los botones de encendido y apagado y subir y bajar el volumen), su pesimista visión de la vida; su neurótica insatisfacción (Con los años, mis seres queridos me han dicho que soy una persona crónicamente insatisfecha, y es cierto que siempre prefiero estar donde no estoy. Quiero decir, por ejemplo, que en un hermoso domingo de otoño voy paseando con Soon-Yi por el Upper East Side, tal vez en Central Park, y todo es encantador. Y entonces pienso: Dios mío, ¿no sería maravilloso estar en París ahora mismo, o en Venecia? La fantasía de que estaría mejor en otro sitio se extiende a ideas románticas de poseer una casa en la playa, caminar por la arena junto al mar, observando cómo rompen las olas y contemplando el horizonte, con la mente inundada de señales de que existe un cosmos un poco más agradable y amable).
En este mismo sentido, Allen insiste de un modo recurrente en lo que quizá constituya la esencia de su vida y de su obra: el conflicto entre una realidad limitada, gris y anodina, que suscita en él sentimientos de angustia, ansiedad, depresión, soledad y muerte (por cierto, jamás asistí a un funeral: siempre me ahorraron tener que enfrentarme a la realidad), y la ilusión, la “magia”, los sueños: A mí me parece que la única esperanza de la humanidad reside en la magia. Siempre he detestado la realidad, pero es el único sitio donde se consiguen alitas de pollo, afirma, con su ironía habitual. Una magia que se encarna, por encima de todo, en el cine, como cuando recuerda sus sesiones adolescentes en las salas de Manhattan: Entonces la función doble ha terminado y abandono la magia oscura y reconfortante de la sala de cine y vuelvo a emerger en la Coney Island Avenue, con el sol y el tráfico, y emprendo el regreso al triste apartamento de la Avenida K. Otra vez en las garras de mi archienemiga, la realidad. No puedo resistirme a transcribir este elocuente párrafo, extraordinariamente significativo, en el que escribe a propósito de El dormilón:
En mi película Sleeper, hay una secuencia cómica en la que, mediante alguna clase de endiablado proceso, me imagino que soy Blanche Du Bois en Un tranvía llamado deseo. Hablo con acento femenino y sureño, tratando de que la secuencia tenga alguna gracia, mientras Diane Keaton hace una imitación perfecta de Brando. Keaton es de las que se quejan: «Oh, no puedo hacer esto. No puedo imitar a Marlon Brando». Como esa chica en clase que te dice que le ha salido fatal el examen y cuando le dan la nota tiene un diez. Como es lógico, su Brando es mejor que mi Blanche, pero lo que quiero dar a entender es que, en la vida real, yo soy Blanche. Blanche dice: «No quiero realidad, quiero magia». Y yo siempre he despreciado la realidad y he anhelado la magia. Traté de ser mago, hasta que descubrí que solo podía manipular naipes y monedas, pero no el universo.
No cabe cerrar esta reseña sin comentar, siquiera sea de modo muy breve, la polémica que ha convulsionado la vida del director a partir de las acusaciones de abuso sexual ya referidas, especialmente en los últimos cinco años, tras la “revisión” periodística del asunto tras las denuncias de Ronan Farrow. Desde las primeras páginas del libro, y aunque cronológicamente aún no haya llegado a la narración de la etapa de su vida en la que se desarrollaron los hechos, Allen va dejando referencias al enojoso asunto, anticipándose a la más que probable lógica del lector, que “sabe” que -de un modo u otro- ese es el núcleo central del libro. Del mismo modo, esa estrategia de dejar caer alusiones leves, que van predisponiendo la toma de posición de quien le lee, le lleva a “filtrar” los juicios de valor que hace sobre las mujeres o la información que proporciona sobre actores y actrices, presentándolos desde la posición -autoexculpatoria, ya se ha dicho- de quien se sabe objeto de reprobación por unas supuestas conductas inapropiadas (o delictivas, desde el punto de vista de sus acusadores). Así, sus comentarios sobre quienes han trabajado con él son siempre encomiásticos, y es, al menos, muy benévolo incluso con sus “enemigos”, con quienes han “abjurado” de él tras el escándalo.
Un idéntico intento de ecuanimidad impregna la extensa sección del libro dedicada expresamente a relatar la complicada relación con Mia Farrow y los lamentables episodios finales de su separación, tras el descubrimiento de su vínculo con Soon-Yi y los posteriores procedimientos judiciales que enfrentaron a los antaño amantes. Pese a ello, la imagen que Allen ofrece de Mia es devastadora, proporcionando numerosos ejemplos -aunque “rebajados” con su chispeante humor (hay incisos ingeniosísimos incluso cuando narra los momentos más dolorosos que vive en esos días)- de una excentricidad rayana en la locura. La actriz aparece así, como complicada, neurótica, fría perpetradora de enrevesadas y delirantes tramas para lograr la incriminación de Allen, desequilibrada (me había mandado una hostil tarjeta de San Valentín con un verdadero y terrorífico cuchillo de cocina atravesando un corazón) y calculadora: estaba enfrentándome a una persona más complicada que la frágil y hermosa supermamá que parecía ser, escribe.
En cualquier caso, aparte de mostrar su versión de los hechos -que como mínimo merece, tras las decisiones exculpatorias de los jueces, el respeto de la presunción de inocencia-, Woody apela a la razón, al sentido común, al análisis detallado de lo ocurrido, a la valoración de las declaraciones de la psicóloga de Dylan, de la canguro y la asistente que trabajaban en la casa en ese tiempo, de los forenses y expertos varios que testificaron en el proceso: Yo sabía que cualquiera que estuviese dispuesto a estudiar ese tema en detalle se daría cuenta de que la acusación era evidentemente falsa y que la verdad terminaría saliendo a la luz. Todavía había algunos que no lo entendían, personas que, contra toda lógica, por una razón u otra parecían no querer comprenderlo. Nada podía disuadirlos de la idea de que yo había violado a la hija retrasada y menor de edad de Mia o que me había casado con mi propia hija y abusado sexualmente de Dylan. Yo confiaba en que, a su debido tiempo, el sentido común, la razón y las pruebas prevalecerían sobre incluso el más flemático de esos agitados, pero también es cierto que pensaba que Hillary ganaría las elecciones.
Allen aprovecha para deslizar abiertamente sus críticas hacia ese fácil estado de indignación moral, que obnubila a quien lo “padece” y borra cualquier atisbo de pensamiento racional, que es una de las consecuencias negativas que nos ha dejado la versión más exacerbada de la corrección política, en particular, la que surge, en una deriva inconcebible, del Me-Too. No hay tiempo ni espacio aquí para comentar los muchos matices cuestionables del al parecer imparable fenómeno social. La semana que viene os traeré aquí otro libro, El síndrome Woody Allen, en el que el psicólogo y crítico cultural Edu Galán analiza, en una aproximación muy lúcida y convincente, las desmesuradas y delirantes manifestaciones que en nuestros días ha alcanzado esta moderna y peligrosa locura censora. Os dejo ahora, tan solo, y como cierre ya a mi reseña, dos largos y muy clarividentes fragmentos de A propósito de nada:
Mientras tanto, la aparición televisiva de Dylan no solo convenció a los medios, sino que algunos actores y actrices, que no tenían ningún conocimiento exacto de si yo había abusado de ella o no, decidieron apoyar a Dylan y atacarme a mí, declarando que se arrepentían de haber trabajado en mis películas y que jamás volverían a hacerlo. Algunos llegaron a donar sus salarios a una causa benéfica para no aceptar dinero manchado. Ese gesto no es tan heroico como parece, porque nosotros solo podemos pagar el mínimo que marca el sindicato, y supongo que si pagáramos sumas más cercanas a las habituales en las películas, que en muchos casos suelen ser bastante elevadas, probablemente esos actores se habrían mostrado igual de indignados y también habrían anunciado que jamás volverían a trabajar conmigo, pero tal vez habrían omitido la donación de sus salarios. El hecho de que estos actores y actrices jamás hubiesen examinado el caso en detalle (porque si lo hubieran hecho no habrían llegado a la misma conclusión con tanta certeza) no les impidió manifestarse en público con una convicción férrea. Algunos afirmaron que ahora su política consistía en creer siempre a la mujer. Yo habría esperado que la mayoría de las personas inteligentes rechazaría esa cortedad de miras. Quiero decir, contádselo a los chicos de Scottsboro. (Los chicos de Scottsboro fueron nueve adolescentes afroamericanos que en el año 1931 fueron acusados injustamente de violar a dos mujeres blancas y condenados a largas penas de cárcel, e incluso, en algunos casos, a cadena perpetua y pena de muerte. [N. del T.])
Ciudadanos bienintencionados, rebosantes de indignación moral, que estaban la mar de felices asumiendo noblemente una posición en un asunto del cual no tenían ningún conocimiento. Teniendo en cuenta lo que todos esos cruzados sabían realmente, yo podría ser tanto una víctima equiparable a Alfred Dreyfus como un asesino en serie. Ellos jamás notarían la diferencia. (Incluso el propio abogado de Mia admitió en público que no sabía si el abuso sexual había tenido lugar o si Dylan lo había imaginado.) Sin embargo, nada de eso impidió que esos actores y actrices corrieran a competir entre sí para ver quién mostraba una actitud más enérgica. Por Dios, por supuesto que se oponían al abuso sexual de niños y no temían decirlo, en especial a partir de esos nuevos descubrimientos científicos en el ámbito de la física según los cuales la mujer siempre tiene razón (el subrayado es mío, muy sensible ante el profundamente antidemocrático, reaccionario, injusto, contrario a todo progreso liberador, el inicuo lema: “Hermana, yo sí te creo”)
De entre la infinidad de referencias musicales del libro (tantas que darán para un par de programas en Buscando leones en las nubes, estad atentos “a la pantalla”) he seleccionado para despedir mi reseña Milkman Keep Those Bottles Quiet (Imaginad un bochornoso día de verano en Flatbush. Los termómetros marcan treinta y cinco grados y hay una humedad sofocante. No hay aire acondicionado, a menos que uno vaya a una sala de cine. Desayunas tus huevos pasados por agua dentro de una taza de café en una cocina diminuta con el suelo cubierto de linóleo y un mantel de hule sobre la mesa. En la radio suena Milkman Keep Those Bottles Quiet), que aquí sonará en la versión de 1943 de Ella Mae Morse.
A lo largo de mi vida he escrito escenas para cómicos de clubes nocturnos, he hecho guiones para radio, he escrito una obra de club nocturno para mí mismo y la he llevado a escena, he escrito para la televisión, he actuado en fiestas, en conciertos y en la televisión, he escrito y dirigido tanto películas como obras de teatro, he sido protagonista en una producción de Broadway, he dirigido una ópera. He hecho de todo, desde boxear con un canguro en la tele hasta llevar a escena a Puccini. Eso me ha brindado la oportunidad de cenar en la Casa Blanca, jugar con jugadores de las ligas principales en el estadio de los Dodgers, tocar jazz en desfiles y en el Preservation Hall de Nueva Orleans, viajar por toda América y Europa, conocer a jefes de Estado y a toda clase de hombres y mujeres inteligentes, tipos ingeniosos, actrices encantadoras. Mis libros se han publicado. Si muriera ahora mismo no podría quejarme… como tampoco se quejaría mucha otra gente.
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Woody Allen. A propósito de nada