EDGAR LAWRENCE DOCTOROW. HOMER Y LANGLEY
Hola, buenos días. Hoy traigo a Todos los libros un libro una novela formidable, Homer y Langley, escrita por uno de los grandes clásicos vivos de la literatura norteamericana, Edgar Lawrence Doctorow. El libro, publicado por la barcelonesa editorial Miscelánea, se presentó en 2010 en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.
El 21 de marzo de 1947 la policía entró en la vivienda habitada por los hermanos Collyer, un enorme inmueble de cuatro plantas, situado en la esquina entre la calle 128 y la Quinta Avenida, en el Harlem neoyorkino. Alertadas por los vecinos, que habían notado un fuerte hedor procedente de la casa, las fuerzas del orden, ayudadas por los bomberos de la ciudad, tuvieron que derribar las puertas de la vivienda e incluso penetrar en el edificio desde la azotea, pues las desbordantes toneladas de basura (más de ciento treinta y seis, señalan las crónicas) que atestaban el hogar de los Collyer impedían la entrada de un modo natural. En el interior, entre un amasijo informe de objetos heteróclitos a cual más insólito, los policías encontraron, parcialmente comidos por las ratas, los cuerpos de Homer y Langley Collyer, los excéntricos hermanos que llevaban décadas prácticamente encerrados en su delirante reducto, en una suerte extrema de síndrome de Diógenes. Tienes la habitación como la casa de los Collyer, recuerda Doctorow que le decía su madre cuando el caos de su cuarto superaba los límites exigidos por la higiene y las normas de educación familiares. Los ciudadanos de Nueva York, para quienes los hermanos eran personajes conocidos por su excepcionalidad de fenómenos de feria, se agolpaban en las aceras para asistir en primera línea al descubrimiento de los cadáveres y de su inagotable acompañamiento de objetos inverosímiles.
Esta historia sorprendente y llamativa de acumulación y exceso y locura marcó a una generación de norteamericanos, recién salidos aún de los penosos efectos de la Gran Depresión y sus desgraciados corolarios de pobreza y hambre, e impresionó a un jovencísimo Doctorow que, sesenta años después -la novela se publicó en su edición original en 2009-, decidió usar a los personajes y a su truculenta historia como sustrato “real” de su por ahora última ficción.
Y digo ficción porque el autor, pese a que la narración gira sobre la vida de los dos nada convencionales hermanos, ha literaturizado esas existencias, ha imaginado el discurrir de sus mentes, ha puesto palabras creadas por su inventiva en sus bocas e, incluso, en los aspectos del libro que guardan más paralelismo con su correlato “histórico” y bien documentado, Doctorow se ha permitido más de una licencia, cambiando las edades de los protagonistas (Homer, el mayor, es, en la novela, el de menor edad), alterando aspectos fundamentales de sus datos personales (el propio Homer, la voz que relata la historia, era además de ciego, dato que preserva el texto, paralítico y no sordo como se presenta en la novela, en la que, además, la singular peripecia vital de los Collyer llega hasta los años ochenta del pasado siglo y no hasta ese 1947 de su verdadera muerte).
Soy Homer, el hermano ciego, así empieza el libro, y desde esa frase inicial Doctorow nos hace conocer la realidad de ambos hermanos a través del pensamiento, agudo, penetrante, lúcido, escéptico, dotado de un sutil sentido del humor, pero progresivamente desencantado, melancólico, errático y finalmente algo enloquecido, del relato en primera persona del narrador, que redacta su manuscrito en diversas máquinas de escribir adaptadas al lenguaje Braille. La novela transcurre, más allá de ciertas idas y venidas temporales -los recuerdos no se rigen por la cronología; existen al margen del tiempo, escribe Homer-, siguiendo el curso de la vida de los dos hermanos, desde principios del siglo veinte, en su infancia, hasta la macabra muerte varias decenas de años después.
Los Collyer son los únicos vástagos de una familia de la alta sociedad neoyorkina. Homer inicia su historia evocando el pasado brillante de su infancia y su juventud durante las cuales, pese a la tragedia de la pérdida de la vista, lleva una vida feliz en la que él es un joven apuesto, de educación impecable a cargo de profesores particulares, con un innegable talento para el piano, vistiendo de manera elegante y resultando atractivo -pese a su limitación- a las chicas de su entorno social, con las que coquetea en las frecuentes veladas con la “flor y nata” de la sociedad. Los padres, médico él, cantante de ópera ella, llevan una vida acorde a su alto nivel económico y social, pasan un mes al año en el extranjero -Homer recuerda la partida de los trasatlánticos en los que iniciaban sus viajes, los regalos magníficos embalados en cajas que antecedían a su llegada, la súbita y esperada aparición en el hogar familiar, cargados de obsequios, tras el regreso-, y habitan una impresionante vivienda, un edificio entero, con cuatro plantas e infinidad de habitaciones, con vistas a Central Park (otra de las licencias del libro frente a la historia real, en la que el inmueble está situado bastante más al norte de Manhattan). La memoria de Homer no escatima detalles acerca de la fastuosa decoración de la casa, el rico mobiliario, la amplitud del servicio, la muy cómoda y holgada y apacible existencia de la privilegiada familia.
La muerte de los padres da inicio a la lenta decadencia, a la progresiva degradación de la vida de los hermanos que, de manera gradual, durante décadas, en una suerte de lento e inexorable proceso de deterioro, van alejándose del mundo, cortando sus vínculos con la realidad y encerrándose en su particular, caótico y delirante universo. En años de despilfarro irreflexivo en los que dilapidan sus casi ilimitadas riquezas, Homer y Langley van prescindiendo -o son ellos los que naturalmente se esfuman- del fiel personal a su servicio: el mayordomo Wolf, Julia, la criada húngara que entretiene las noches de Homer, y luego Siobhan, la sirvienta de más antigüedad, la abuela Robielaux, el matrimonio Hoshiyama; todos van desapareciendo de la casa de los Collyer. Empleados, subalternos, abogados, administradores, agentes varios -unidos a la familia desde antiguo- rompen sus vínculos con esos dos personajes que constituyen los patéticos restos degradados de un linaje que va diluyéndose lentamente, mientras sus últimos representantes se adentran, poco a poco, en su enloquecida soledad. Así, en su destructiva caída a los infiernos, los hermanos van convirtiéndose en seres atribulados que ven al mundo exterior en pugna con ellos. Se suceden los conflictos con las diversas compañías de suministros, que van restringiendo el mundo de los dos inadaptados: cortada el agua, la electricidad, el teléfono, se multiplican las disputas con los bancos por la hipoteca de la vivienda, las multas, por infracciones varias, del ayuntamiento, las reclamaciones -al no pagar las cuotas debidas- de la empresa titular del cementerio en el que descansan los padres, los enfrentamientos con el Departamento de Sanidad, con inspectores diversos, con los bomberos que reiteradamente acuden al hogar ante las quejas de los vecinos, con los periodistas que ven en ellos una atractiva fuente de noticias truculentas para el morboso interés del público.
Y es que los hermanos Collyer, en su huída del mundo, van adentrándose en la locura. Langley, un iconoclasta de voz estridente y tos ronca, enloquecido tras su funesta participación en la primera guerra mundial, con una visión lúgubre de la vida, concibe -yo, el solemne investigador de cosas inútiles, como se define- un proyecto delirante: una colección de periódicos con el objetivo último de crear una edición de un diario que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día, un periódico platónico, eterno e inalcanzable. El proyecto de Langley consistía en enumerar y archivar artículos por categorías: invasiones, guerras, matanzas, accidentes de automóvil, tren y avión, escándalos amorosos, escándalos religiosos, robos, asesinatos, linchamientos, violaciones, tropelías políticas con un subapartado para elecciones amañadas, fechorías policiales, vendettas entre bandas, estafas, huelgas, incendios en casas de vecindad, juicios civiles, juicios penales, etcétera, etcétera. Una categoría aparte incluía las catástrofes naturales, tales como las epidemias, los terremotos y los huracanes. No recuerdo todas las categorías. Como él explicaba llegaría un día -nunca precisó cuándo-, dispondría de datos estadísticos suficientes para reducir sus hallazgos a las clases de sucesos que eran, por su frecuencia, sucesos humanos seminales. Después llevaría a cabo más operaciones estadísticas hasta establecer el orden de las plantillas, que le permitiría saber que artículos deberían ir en primera plana, cuáles en la segunda página, y así sucesivamente. También había que añadir notas sobre las fotografías y elegirlas en función de su valor simbólico, pero esto, admitía, no era fácil. Quizá prescindiese de las fotografías. Aquello era una empresa colosal, y le ocupaba varias horas al día. Salía de casa en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba el periódico sin fecha eternamente actual de Collyer, el único periódico necesario para cualquier persona. De este modo, los recortes de periódicos, todos los de la ciudad, el Telegram, el Sun, el Evening Post y el Tribune, el Herald, el World, el Journal y el Times, el American, el News, el Mirror, el Irish Echo, y hasta los de la periferia, el Brooklyn Edge, el Bronx Home News, e incluso el Amsterdam News, para personas de color, llenan miles de cajas, centenares de fardos que llegan hasta el techo en todas las habitaciones de la casa. Langley, impertérrito y tronante, pontifica: veo todos estos periódicos, y por más que vengan de la derecha o la izquierda o el turbio punto medio, son inevitablemente de un sitio, están arraigados como una roca a un lugar que, insisten, es el centro del universo. Son de un localismo presuntuoso y arrogante, y al mismo tiempo de un agresivo nacionalismo. Así que eso haré yo. La Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer no irá dirigida a Berlín ni a Tokio, ni siquiera a Londres. Veré el universo desde aquí, al igual que todos estos diarios. Y el resto del mundo puede seguir con sus obtusas ediciones diarias, mientras sin saberlo, tanto ellos como sus lectores de todas partes estarán petrificados en ámbar.
Por otro lado, Homer, la conciencia lúcida de la pareja, es, sin embargo, un ser desvalido, un hombre incompleto, un ser defectuoso que se recluye y piensa que el aislamiento es el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. Yo era una persona que se pasaba casi todo el día sentado en su casa, viviendo sin el complemento normal de amigos y conocidos, y sin una ocupación práctica con la que llenar sus días, un hombre cuya vida no había dado más fruto que una conciencia excesiva de su propia inutilidad. Homer siente que el mundo se le ha ido cerrando lentamente, y vive envuelto, perdida la noción de la realidad, en su poderoso flujo de conciencia, que discurre, cada vez más ajeno al mundo exterior, entre recuerdos de sus padres, de Eleanor, su frustrado amor de infancia, de Mary Elizabeth Riordan, la joven estudiante de piano, a la que añora, enamorado, de la inocente Lissy y su destartalada cuadrilla de hippies que se instalan en la casa y con los que Homer se identifica viendo en ellos una suerte de profetas de una nueva era, y, por fin, de Jacqueline Roux la periodista que se convierte -en pleno delirio final- en la destinataria última de su narración. Una narración en la que da cuenta también -y sobre todo- de la patológica pasión de su hermano por el coleccionismo. Langley trae a la casa todos los objetos que encuentra; enfermizamente ahorrativo, guarda dinero, guarda cosas, encuentra un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro. De tal manera que la casa va convirtiéndose en un abarrotado recipiente, un monstruoso contenedor, en el que coexisten útiles de medicina herencia del progenitor, numerosos tomos médicos, tarros de cristal con fetos, cerebros, gónadas y otros órganos conservados en formol, el viejo maletín médico negro de cuero del padre, con el estetoscopio asomando, rollos de gasa, torundas, esparadrapo, tintura de yodo, una colección de pequeñas tallas de marfil: elefantes, tigres y leones, monos colgados de ramas, niños, muchachos de rodillas huesudas, muchachas abrazadas, mujeres en kimono y guerreros samurais con cintas en el pelo, varios pianos, casi todos reducidos a sus entrañas, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia, un Ford Modelo T, un frigorífico viejo, paquetes de juntas de fontanería y secciones de cañería, cajas de reparto de botellas de leche, somieres, cabezales de cama, varios paraguas rotos, un diván con la tapicería gastada, una boca de riego auténtica, neumáticos de automóvil, pilas de tejas, tablas y listones sueltos, máscaras antigas, excedentes militares, cananas, botas, cascos, cantimploras, fiambreras y cubiertos de hojalata, teclas de telégrafo, una mesa cubierta de guerreras y pantalones de apagado color oliva, trajes de faena, ásperas mantas de lana, navajas plegables, prismáticos, cajas de cintas distintivas de regimientos, fusiles M1, fusiles Springfield, toneladas de libros que desbordan las estanterías, viejos esquís de madera, sillas de respaldo recto apiladas, macetas llenas de tierra de los experimentos botánicos de la madre, un ánfora china, un reloj de pie, altos ventiladores eléctricos, varias maletas, un baúl, máquinas de escribir -una Royal, una Underwood, una Remington, una Hermes, una Smith Corona, una Blickensderfer-, lámparas de todo tipo, lienzos apilados, sillas plegadas, mesas de caballete, pilas de tablones, neumáticos usados, una cómoda sin patas, dos tumbonas de madera, todos los libros de la carrera de Derecho, fanales de barco, faroles de acampada, reflectores de empuñadura alargada, lámparas de propano, lámparas de mercurio, lámparas a prueba de viento, linternas de bolsillo, lámparas de alta intensidad con sus soportes, de sodio a pilas, de rayos ultravioletas, pilas de colchones, bultos de papel de prensa, montones de cajas de madera de frutas (Langley obliga a su hermano a tomar el zumo de cien naranjas cada día, persuadido de que tal dieta curará su ceguera), viejos tapices colgantes, decenas de miles de libros desparramados, bolas de pelusa, charcos de aceite del Ford, destartalados cochecitos de bebé, algunos sin ruedas, palas, rastrillos, un taladro, una carretilla, neumáticos, una olla a presión, maniquís, cajones de cómodas vacíos, toneles de cerveza, macetas, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, piezas desmontadas de los muebles de los padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas... y por todas partes pilas de periódicos en los rincones y en el escritorio, en los pasillos, sobre los muebles, invadiendo las distintas dependencias, los lugares de paso, los dormitorios, las salas de estar. En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento.
Por ese hábitat imposible deambulan los hermanos, siniestras y enloquecidas sombras, prisioneros en su propio hogar, abriéndose paso a través de pasadizos entre las pilas de los periódicos, los objetos, los detritos, las trampas y los cepos que construyen para ahuyentar las muy reales ratas que infestan la casa y los posibles invasores de su decrépito dominio, inventados por su enfermiza paranoia. Vestidos estrambóticamente con los restos de ropas encontradas, con los uniformes de faena y botas del ejército, chaquetas sobre camisas y éstas sobre más chaquetas y abrigos sobre todo ese amasijo de prendas, sombreros medio rotos, trajes raídos, chales confeccionados mediante sacos de arpillera, zapatillas de andar por casa, los hermanos Collyer, se encaminan -al margen de cualquier convención- a la muerte, al fin de un linaje, al fin de una especie, al final -quizá- de un forma de civilización.
Porque es precisamente ese valor de símbolo lo que, más allá del formidable interés de la historia y de la enorme potencia de la narración, nos interesa de la peripecia de Homer y Langley. A través del relato de sus en el fondo pobres vidas, Doctorow recorre la historia de su país, la primera gran guerra, la ley seca, la época de los gánsters, la gran depresión, la segunda contienda mundial, la guerra fría, Vietnam y los hippies, mostrando -indirectamente- cómo esa sociedad, y por extensión el mundo desarrollado, se ha movido por la codicia, por el consumo, por el afán de acumulación, y cómo esas fuerzas demoníacas, nos abocan al desorden, a la destrucción. La significativa y apasionante experiencia de los Collyer supone un iluminador aviso del destino que espera a nuestra especie, consumida, agostada, destruida por esas fuerzas entrópicas contra las que no parece que seamos capaces -ni tengamos, como sociedad humana, la lucidez suficiente- para resistirnos.
Excelente novela, espléndido libro este Homer y Langley, una nueva manifestación del enorme talento de su autor, Edgar Lawrence Doctorow, un autor que suena reiteradamente, año tras año, para el premio Nobel. No dejéis de leerlo. Os propongo, como correlato musical al libro, la canción Me and my shadow, que suena en el libro, en este caso interpretada por Frank Sinatra y Sammy Davis Jr.
Homer, entonces eras muy pequeño para recordarlo, pero un verano nuestros padres nos llevaron a una especie de pueblo de veraneo muy religioso a orillas de un lago, en algún lugar al norte del Estado. Nos alojamos en una mansión victoriana con galerías alrededor de las cuatro fachadas en la planta baja y en el primer piso… Y todas las casas de la comunidad eran así: victorianas con galerías lóbregas y cúpulas y mecedoras en las galerías. Y cada casa era de un color distinto. ¿Te suena de algo todo esto? ¿No? La gente iba de un lado a otro en bicicleta. Cada mañana empezaba con la bendición del desayuno en el comedor de la comunidad. Cada tarde cantaban los coros alegremente al son de los banjos de una banda formada por hombres con canotiers y chaquetas de rayas rojas y blancas. Down by the Old Mill Stream. Heart of My Heart. You Are My Sunshine. A los niños nos mantenían entretenidos -carreras de sacos, talleres para aprender a tejer con rafia y esculpir en jabón- y a la orilla del lago el camión de bomberos de la comunidad tenía la boca del cañón de riego apuntada al cielo para que pudiéramos corretear bajo la lluvia de agua gritando y riendo. Cada tarde, al empezar a ponerse el sol más allá de los montes, venía un vapor de palas por el lago haciendo sonar sirenas y silbatos. Por la noche había conciertos o charlas sobre temas de interés. Todo el mundo era feliz. Todo el mundo era amable. Era imposible dar dos pasos sin que te saludaran con amplias sonrisas. Y te aseguro que en mi corta vida nunca había pasado más miedo. Porque ¿qué finalidad tenía un sitio como ése si no era convencer a la gente de que así sería el cielo? ¿Qué finalidad si no la de ofrecer una idea de los goces de la vida eterna? A esa edad yo aún creía que existía el cielo… aún me imaginaba pasando la eternidad acompañado de aquellos músicos, con sus banjos, sus canotiers y sus chaquetas de rayas, aún pensaba que algún día podría quedarme entre aquellos imbéciles felices rezando y cantando y dejándome instruir en temas de interés. Y encima veía a mis propios padres abrazar esa existencia horrendamente exenta de problemas, esa vida de felicidad continua e inexorable, a fin de inculcarme una vida de virtud. Homer, fue ese aciago verano cuando comprendí que nuestros padres defraudarían inexorablemente todas las expectativas que yo había puesto en ellos, y me juré una cosa: haría lo que fuese con tal de no ir al cielo. Sólo cuando, al cabo de unos años, me quedó claro que el cielo no existía, me quité esa pesada carga de encima. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento porque ser hombre en este mundo es afrontar una cruda realidad de circunstancias atroces, saber que sólo existen la vida y la muerte y tormentos humanos tan diversos como para desconcertar a cualquier personaje de la índole de Dios. Y eso se confirma aquí, ¿o no? ¿Ver a los hermanos Collyer atados, desvalidos y humillados por un vulgar patán? Éste es uno de los sermones mudos de la propia vida, ¿o no? Y si al final resulta que Dios existe, deberíamos darle las gracias por recordarnos su horrenda creación y disipar cualquier esperanza residual que pudiéramos albergar ante una vida futura de fatua felicidad en Su presencia.
Langley siempre supo levantarme el ánimo en mis horas bajas.