CLAUDIA PIÑEIRO. CATEDRALES
Hola, buenas tardes. Como cada miércoles, desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, ofreciéndoos una nueva sugerencia lectora. He querido dejar para mi propuesta de hoy, 2 de noviembre, Día de difuntos, un libro leído ya hace tiempo pero que resulta ahora oportuno porque, además de otros elementos destacados, hay en él una cierta presencia de la muerte, no como protagonista, pero sí de un modo sustantivo, en su trama argumental. Se trata de una novela, escrita por una mujer, publicada en nuestro país en 2021, en el sello Alfaguara. La novela pertenece, vagamente, a un género, el thriller, al que se adscribe de una manera singular, pues no constituye un exponente convencional de ese hoy muy frecuentado ámbito literario, sino que lo “roza” con inteligencia y originalidad, compartiendo algunos de los rasgos de las novelas policiales clásicas, pero alejándose de ellas en un planteamiento y un desarrollo libres de los corsés del género y abiertos a frentes que claramente los desbordan. Me estoy refiriendo, hora es ya de revelar el título, a Catedrales, la última obra de la prolífica escritora argentina Claudia Piñeiro.
Claudia Piñeiro es una escritora veterana que cuenta, en efecto, una consolidada carrera como escritora, pese a lo cual este Catedrales es el primer libro de ella que he leído. La nota con la que la editorial nos la presenta nos informa que nació en Buenos Aires en 1960 y que aparte de escritora, es también dramaturga, guionista de televisión y colaboradora de distintos medios gráficos. Sólo en la editorial Alfaguara han visto la luz otras ocho novelas y un libro de cuentos. Su obra ha sido muy traducida y, en algunos casos, llevada al cine. Su exitosa trayectoria literaria la ha hecho acreedora de diversos galardones por algunos de sus títulos, como el Premio Negra y Criminal 2021 del festival del género Tenerife Noir, el Pepe Carvalho del Festival Barcelona Negra y el XII Premio Rosalía de Castro del PEN (Club de Poetas, Ensayistas y Narradores de Galicia). En concreto, con Catedrales ganó el premio Best Novel de Valencia Negra 2021 y el premio Dashiell Hammett a la mejor novela de género negro en español publicada en 2020 (la primera edición de Alfaguara, al menos la española, es de enero de 2021) que otorga la organización de la prestigiosa Semana negra de Gijón.
Encarar la reseña de Catedrales plantea, más que en ninguna otra ocasión de las muchas en las que me atenaza la misma duda, el dilema de “contar o no contar” los aspectos sustanciales de la trama del libro analizado. ¿Cómo presentar -con un mínimo de extensión y profundidad- un libro -en particular una novela de intriga en la que se parte de un crimen cuya resolución solo se conocerá a su término (aunque el lector avezado intuye el desenlace desde muy pronto)- sin mencionar el elemento central que lo explica y da sentido? Algunas de las críticas que he podido leer, incluso alguna de las recomendaciones de expertos y lectores que figuran en la solapa y la contraportada del libro, incluyen abiertamente la referencia a ese hecho nuclear, la causa de la muerte que abre la novela, bien que sin desvelar su autoría; una circunstancia -qué provocó la muerte inicial- que Piñeiro solo descubre -parcialmente- cuando ya ha transcurrido, con largueza, la tercera parte del libro. Por otro lado, y salvo que la reseña se limite a un mero comentario genérico, superficial y casi anecdótico, que hurte al lector o al oyente una de las dimensiones fundamentales de la obra estudiada, el análisis se revela del todo imposible sin esa mención.
Pese a ello, en el presente caso he decidido optar por el silencio, por preservar la “inocencia” del lector obviando ese dato sustancial y dispuesto a encarar la reseña bien pertrechado de un arsenal de evasivas y digresiones. Ni siquiera querría permitirme circunloquios, elipsis, rodeos, perífrasis o insinuaciones, aunque la inteligencia de nuestros seguidores será capaz -pese a mi voluntad- de encontrar atisbos del elemento elidido.
Catedrales se abre con la aparición del cuerpo quemado y descuartizado de una adolescente, Ana Sardá, en un descampado de un barrio del extrarradio bonaerense que los vecinos utilizan para abandonar basura. A lo largo del libro averiguaremos qué ha sucedido y quién ha sido el autor del, en apariencia, terrible crimen (y aquí -en ese “quién”, en ese “autor”, en ese “crimen”- ya encontramos una de las manifestaciones de mi voluntad confesada de “echar balones fuera”: ¿y si la autoría es plural? ¿y si es femenina? ¿y si no hay autoría por no haber crimen?). La originalidad del relato estriba en que, gracias al indudable talento de la autora, se nos van ofreciendo atisbos de lo que pudo haber ocurrido -hasta la ineludible explicación final- mediante los testimonios en primera persona de seis personajes -en realidad siete, como luego veremos- relacionados de manera más o menos directa con el dramático suceso. Y digo atisbos, porque lo esencial de las historias que cada uno de los “hablantes” nos ofrecen no radica sólo en que muestren distintos ángulos de las indagaciones sobre el suceso -lo hacen, pero de un modo tangencial, subsidiario, accesorio casi, aunque acabará por resultar esclarecedor en relación con la resolución del asunto de un modo progresivo, por la acumulación de detalles, en virtud, como digo, del magistral entramado, muy medido y ajustado, que “fabrica” Piñeiro- sino en que permiten reflejar la personalidad de cada uno de ellos, sus motivaciones vitales, sus modos de encarar la existencia, sus valores, sus prejuicios, sus -incluso- planteamientos ideológicos. Hay, pues, ya de entrada, dos motivos de interés en el libro, la dimensión “detectivesca”, que subyuga en tanto inquieta, provoca y reta intelectualmente al lector, ansioso por conocer por qué murió Ana y sobre quién recae la responsabilidad de su muerte; y la vertiente psicológica, que aflora en la construcción -profunda, afilada, penetrante, compleja- de los personajes. Destaca igualmente la faceta meramente literaria de la obra, reflejada en la variedad de recursos estilísticos, la forma en que se dosifica la información, el perfecto ensamblaje de las distintas versiones en un conjunto coherente, las referencias culturales y librescas (Raymond Carver, Sigmund Freud, Richard Dawkins, Borges, citas bíblicas, entre otras), que brotan con naturalidad y resultan muy pertinentes, la riqueza con la que se muestra la pluralidad de voces de esta novela coral, que ya sería altamente recomendable desde esta única perspectiva. Y hay, también, en Piñeiro, mostrándose a través del discurso de sus “criaturas”, una voluntad comprometida, política, de plasmar en la obra sus ideas, en un enfoque que induce a la reflexión sobre la hipocresía y los prejuicios sociales, el sometimiento de la mujer en nuestras sociedades, el fanatismo religioso, la ambigua realidad de la institución familiar, la necesidad y las dificultades de la memoria, entre otros temas de interés. Un ámbito, este ideológico, a mi juicio demasiado ostensible, demasiado explícito, que acerca peligrosamente Catedrales a la calificación de “novela de tesis”, un enfoque con frecuencia reduccionista y que devalúa -siempre desde mis peculiares preferencias- un texto literario, en este caso, y pese a ello, magnífico.
Entre las singularidades de la novela figura el hecho de que la recreación de las circunstancias que envolvieron el presunto asesinato y el desvelamiento de su autoría se producen treinta años después de ocurridos los hechos, a través de la remembranza que cada uno de los personajes hace, retrospectivamente, de lo vivido en aquellos aciagos días. Lía y Carmen, hermanas mayores de Ana; Alfredo, su padre; Marcela, su mejor amiga; Julián, entonces un joven seminarista y ahora casado con Carmen; Mateo, el único hijo de ambos; y Elmer, el criminalista para el que la investigación de la muerte de la chica fue, en su momento, siendo un recién egresado de la Academia de policía, el primer caso de su carrera, aportan su enfoque contribuyendo con sus palabras al gradual esclarecimiento del aciago suceso para el lector.
En la primera sección del libro -a mi juicio la más lograda- la voz de Lía, un par de años mayor que su hermana Ana, abre la novela y establece el marco (y los perfiles morales y psicológicos del resto de personajes, delimitados, fijados ya en el lector por ese sesgo inicial, a pesar de que los trazos con los que se dibujan en estas páginas iniciales son, en muchos casos, muy débiles aún) que los demás relatos -que no son divergentes, sino que complementan las lagunas que, forzosamente, quedan en las narraciones, parciales y subjetivas, del resto- irán desarrollando, definiendo y completando al modo de un muy peculiar rompecabezas. Lía escribe desde Santiago de Compostela, a donde se trasladó tras la muerte de su hermana (no soporté la ausencia de Ana ni que nadie pudiera decirme quién la mató y por qué, quién la quemó, quién serruchó sus piernas, su cuello, quién dejó las partes del cuerpo de mi hermana en un terreno baldío donde los vecinos depositaban la basura. Me fui de mi casa, de mi ciudad, de mi país, de mi vida anterior. Empecé una nueva a miles de kilómetros de distancia, en Santiago de Compostela. Ana había visto un documental sobre el Camino de Santiago y soñaba con que algún día hiciéramos juntas ese recorrido; apenas estábamos saliendo de la adolescencia, un viaje de ese tipo recién lo podríamos haber hecho cuando trabajáramos, cuando pudiéramos ahorrar para un pasaje, cuando fuéramos “grandes”. Pero a ella no le permitieron ser grande, y yo crecí de golpe aquel día). Con apenas veinte años, renunciará a su familia, cortará lazos con ella (salvo las cartas que periódicamente envía y recibe de su padre, un intercambio epistolar que a menos que se descubriera quién había matado a Ana (…) no incluiría noticias mías ni de ellos) y se instalará en Santiago, en donde, tras algunos trabajos esporádicos y menores, acabará por comprar una librería desde la que, tres décadas después de su marcha, revisa su pasado. Un pasado marcado por la apacible vida familiar y la asfixiante fe religiosa de los Sardá.
Los vínculos familiares están hechos, como en casi todos los casos, de afectos y rechazos. Las hermanas menores están muy unidas, en una relación hecha de confidencias, complicidad y cercanía. Carmen, en cambio, haciendo valer permanentemente su condición de hermana mayor, es más distante, mandona, egoísta, aunque fuera del círculo familiar se revela como una “encantadora de serpientes” (el mundo de Carmen, cuenta Lía, era “Carmencéntrico” y, si sus hermanas menores osábamos modificar alguna de sus indicaciones, la insubordinación era castigada con el silencio, la burla o el destierro infantil a los lugares más solitarios y oscuros de nuestra casa. Durante la infancia y parte de la adolescencia, la obedecimos casi reverencialmente. Carmen no sólo era la mayor, sino aquella persona a la que Ana y yo más temíamos en esa casa; un miedo que no sentimos por nuestros padres, ni siquiera por nuestra madre, que hacía muchos méritos para espantarnos. Fuera de casa, mi hermana era otra cosa, nunca entenderé cómo lograba ser carismática, agradable, seductora, ni bien pasaba el umbral). El padre, afectuoso, se mantiene en un discreto segundo plano (la supuesta neutralidad de mi padre), mientras que la madre participa (el gesto reprobatorio de mi madre) de esa algo fría severidad de la mayor de sus vástagos. En torno a este pequeño círculo familiar aparecen también, en la recreación de Lía, el resto de los personajes. Está Marcela, amiga estrecha de Ana, que tras la muerte de esta, aún fuertemente impresionada, y a lo largo de los años posteriores, afirmará reiteradamente que la joven murió en sus brazos en la iglesia de la parroquia que frecuentaban los Sardá; pero a cuyo testimonio nadie le da valor porque, como consecuencia de un golpe en la cabeza al caerle en la iglesia, de manera fortuita, una imagen gigante de San Gabriel, que tutela el templo, padece amnesia anterógrada, síndrome que le impide recordar cualquier acontecimiento posterior al golpe. El peso del arcángel, que cayó de lleno sobre mí, dañó alguna parte de mi cerebro, explicará en el apartado en que oímos su voz. Y a partir de entonces, no pude guardar nuevos recuerdos. Ninguno. Ni sucesos trascendentes, como de quién me enamoré unas horas atrás; ni detalles de la vida cotidiana, como qué plato ordené en un restaurante cuando por fin el mozo trae la comida, o qué llevaba puesto al llegar a un sitio en el momento de volver al guardarropa a pedir mi abrigo para retirarme. La memoria anterior quedó intacta; a partir del golpe, la memoria corta empezó a fallar. Y está también Julián, el guapo seminarista del que todas las chicas se enamoran, que se encarga de la catequesis, prepara a los muchachos para la confirmación y dirige, en colaboración con Carmen, los campamentos de Acción Católica al que acuden niños y adolescentes de la parroquia de San Gabriel en la que está destinado.
En ese entorno, la madre y, sobre todo, Carmen representan esa visión obtusa, cercana al fanatismo -en el caso de la primogénita adentrándose de pleno en él-, casi sectaria, de las creencias religiosas, de la que muy pronto Lía fue alejándose sin atreverse a encarar a fondo ni manifestar a los suyos esa íntima intuición de la inexistencia de Dios. La trágica muerte de su hermana será el desencadenante último de ese lento proceso de desapego de las creencias fuertemente inculcadas (Así había sido educada, en el temor reverencial a Dios. Pero ahora habían matado a mi hermana, habían intentado quemar su cuerpo, la habían descuartizado, ¿qué cosa más horrorosa podía suceder si yo dejaba de creer?). En el funeral de Ana “escenificará” su “disidencia”, mostrando con sus actos el rechazo que su razón le hace evidente. Así lo expresa en su relato, del que Piñeiro, en su vida personal activista claramente enfrentada a las posturas de la Iglesia católica con respecto a los derechos civiles, se sirve para “colocar” una de sus, por lo demás, razonables tesis: Desde que me negué a rezar junto a su ataúd cerrado, cuestiono cualquier relato, de la religión que sea, con el que se siga transmitiendo, aún en el siglo XXI, una construcción ficcional como si fuera la verdad. Me inquieta no poder descifrar qué hace que tantas personas, miles de años después, sigan creyendo en historias que no resisten la prueba de verosimilitud que le exigimos a cualquier ficción menor. Tal vez, lo hacen porque la duda frente a creencias arraigadas viene acompañada del temor a perder beneficios secundarios: los regalos que traen Papá Noel o los Reyes Magos, el dinero que deja bajo la almohada el Ratón Pérez, el cielo que nos espera después del Juicio Final. ¿Por qué sigo escribiendo “Juicio Final” con mayúsculas si para mí ese juicio no significa nada? Quien deja de creer en Dios ya no cuenta con la vida eterna, ni con la protección de un ángel de la guarda, mucho menos con la aprobación de los que lo rodean. En un mundo que asume la corrupción como un mal inevitable, no tengo dudas de que debe de haber quienes fingen creer a cambio de seguir disfrutando de esos beneficios. Yo no pude. Un acontecimiento inesperado rasgó el velo que protege la vida cotidiana de lo brutal, que la separa de lo salvaje, y ya no hubo lugar para seguir mintiendo una fe que no tenía.
En su voluntario exilio compostelano, Lía recibe la visita de Carmen y Julián, con los que no ha vuelto hablar desde su marcha de la Argentina y cuyo matrimonio, tras tantos años “desconectada” de la familia, desconoce. El hijo de ambos, Mateo, de veintitrés años y estudiante de Arquitectura, ha desaparecido y ellos creen que es posible que se encuentre en Santiago, porque, educado por sus padres en el catolicismo, ha decidido, al parecer, recorrer algunas de las principales catedrales europeas. La frialdad de la relación entre las hermanas convierte el breve encuentro entre ellos en un mero saludo, una aséptica comunicación de la información sobre el hijo, una petición de noticias en caso de que el muchacho se pusiera en contacto con ella y una muy gélida despedida.
A partir de este núcleo inicial, que perfila la base de la historia, van surgiendo, cada una con su particular y diferente tratamiento literario, las versiones del propio Mateo, conocedor de la existencia de Lía por su abuelo Alfredo, que, envuelto en tristeza y amargura, ha mantenido durante décadas la correspondencia con su hija; la de Marcela, que revive lo que su memoria dañada puede recordar, lo sucedido antes del golpe en la iglesia tras la muerte de Ana; la de Elmer, que “reabre”, no de manera oficial pero sí a título personal, la indagación sobre el presunto asesinato; la de Julián, que narra su vivencia de aquellos días, en los que se debatía entre la angustia por las pulsiones juveniles que le asaltan (está enamorado de Carmen, con la que comparte convicciones religiosas) y las exigencias de una fe y una vocación que empiezan a flaquear; la de Carmen, que explica su comportamiento ante la muerte de su hermana, subraya, categórica, rotunda, convencida y con firmeza, sus creencias y realiza un muy benevolente ajuste de cuentas con el pasado; y, por fin, la del anciano y entrañable Alfredo, un personaje que a lo largo de la novela ha ido ganando en consistencia desde su muy discreto y apagado papel inicial en el seno de la familia, y que pone el epílogo al libro en una carta final, que Mateo acabará por entregar a Lía, y con la que se cierra la novela aportando una revelación que, por lo demás, ya había venido anticipándose desde doscientas páginas antes: Empiezo por la muerte. Y, en concreto, por la muerte de Ana, algo que ha perturbado a nuestra familia durante treinta años. Hoy, a poco de morir, sé qué le pasó a mi hija, la menor, la pequeña. Ana, mi pimpollo. Nuestra Ana. Luego de buscar, durante años y con desesperación, la respuesta a la pregunta de quién mató a Ana y por qué, encontrar la verdad supuso un dolor aun mayor que el que pude haber imaginado. Es por eso, por este nuevo dolor que se ha sumado al que siento desde el día en que ella murió, que me pregunté una y otra vez si debía trasmitirles o no esa verdad. Me lo sigo preguntando ahora mientras escribo; me lo preguntaré con esta carta ya escrita, en el momento en que sienta que abandono mi cuerpo. Sin embargo, ¿quién soy yo para negarles a ustedes la verdad? ¿Quién soy yo para dejar que sigan viviendo en la duda y en la mentira, con el afán de evitarles un nuevo dolor? La verdad que se nos niega duele hasta el último día.
Obligado por mi “autoconstricción” inicial a eludir el comentario sobre el núcleo central que fundamenta la obra, solo hay espacio para resaltar algunos otros temas importantes en el libro, subyacentes al desarrollo de la trama argumental. Así, es notoria la presencia de la familia y su consideración como un ámbito opresivo, hecho de secretos, de prejuicios, de miedos, de mentiras (Hay lugares en donde es más difícil sobrevivir: en un desierto, en una isla inhabitada, en el pico de una montaña, en Marte, en un país en guerra, en la selva. En mi familia, escribirá Mateo); una institución que está en crisis, que se resquebraja (Somos una cicatriz. Mi familia es la cicatriz que dejó un asesinato, en una nueva afirmación de Mateo), y en la que los hijos que huyen y se desvanecen aluden, en la militante visión de Piñeiro, a los “desaparecidos” de las dictaduras argentinas. Crisis también en la religión, quizá el eje principal de la novela -junto al que deliberadamente oculto-, de la que la autora critica tanto la irracionalidad de las creencias en las que se basa -como ha podido deducirse del largo fragmento que ofrecí anteriormente- como las a menudo injustas y poco ejemplares posiciones políticas de la institución eclesiástica.
Sutil pero significativamente aparecen los planteamientos feministas de Claudia Piñeiro, de manera sobresaliente en la muy poderosa personalidad de Lía, pero también, de un modo más explícito, en algún pasaje en el que se glosan algunos episodios de la Biblia: Fijate [sic por la falta de tilde; el libro, como es natural, está escrito en “argentino”] en la lectura diaria del Éxodo, pasan del versículo 14 al versículo 22, se saltean así nada menos que cuando Sifra y Púa resisten la orden del faraón de matar a los niños hebreos. Esos pasajes están en la Biblia, pero no suben al púlpito. No se leen, entonces nadie los escucha en las misas. Lo mismo sucede con Ester y Judit, son reconocidas por los obispos por sus cualidades ‘femeninas’ y no por su heroísmo para salvar al pueblo. Judit, incluso, es admirada por su belleza física. A nadie le importa leerles a los niños acerca de su coraje. A nadie le importan las heroínas, sino las madres, las esposas, las cuidadoras.
Resulta también remarcable la “presencia” de las catedrales en la novela, no solo en su título sino también en el proyecto, fraguado entre Mateo y su abuelo Alfredo, de visitar las principales de Europa, que acabará por llevar al muchacho a Compostela, e incluso, en el valor simbólico de la ciudad gallega como fin de trayecto y como faro que guía el viaje de los peregrinos y, metafóricamente, cualquier búsqueda vital. Una explicación de ese múltiple significado que las imponentes construcciones adquieren en el libro podéis encontrarlo en el fragmento que os ofrezco como cierre a esta reseña, en el que Lía cuenta cómo apareció el motivo catedralicio en la correspondencia con su padre y presenta también la alusión -una de las muchas literarias del texto, como ya se ha dicho- al cuento Catedral, de Raymond Carver.
Voy a dejaros, como complemento a esta reseña. con la canción Garganta con arena de la argentina Adriana Varela. Citada en el libro, con ella me despido por esta semana.
Recuerdo que uno de los primeros temas en que nos sumergimos fueron las catedrales. Antes de dejarnos de escribir, yo le había contado que hacía meses que estaban restaurando la catedral de Santiago de Compostela y que muchos peregrinos, cuando llegaban exhaustos a sentarse o simplemente a dejarse caer frente a ella, sentían cierta desilusión al verla cubierta. Creo que varios de los libros de fotos que vendí, por aquella época, se los debo a la necesidad de saber cómo era esa iglesia detrás de los andamios y de las telas que la cubrían. En su primera respuesta, luego de que retomé el intercambio, mi padre me pidió que le describiera la catedral de mi ciudad en detalle: “Para que pueda verla como si estuviera allí, con vos, frente a ella. No me hagas trampa mandando una imagen, foto o bosquejo. Quiero palabras”. Él me pedía lo que yo le podía dar, palabras. Sabía que, en cambio, soy pésima dibujando. Ana era la artista entre nosotras —lo había heredado de mi padre—. Carmen le envidiaba ese don, pero sobre todo el parecerse a él en algo. La mayor de nosotras se daba maña con la cerámica y la escultura metálica —hierro, cobre, bronce—; a pesar de que había invertido en un horno y una amoladora sus primeros ingresos como profesora de Teología, y de que se había hecho un lugar en el depósito al que llamaba “mi taller”, lo que hacía no pasaba de ser un intento pretencioso y poco agraciado de copias de trabajos de otros, especialmente ángeles, vírgenes y santos. En cambio, Ana habría llegado a ser una artista reconocida, no tengo dudas de eso; pero trato de no pensar en lo que mi hermana menor podría haber sido, porque cada vez que permito que mi pensamiento vuele para ese lado quedo destrozada. Ana podía dibujar el retrato inconfundible de cualquier persona, aunque el modelo no estuviera frente a sus ojos. Nunca supe si mi padre tenía tan presente como yo las veces que dibujaron juntos; tal vez, él escondía algunos recuerdos que prefería no evocar, así que no lo mencioné.
Tal como me había pedido, en la próxima carta no hice trampa. Sólo me tomé una licencia. No le envié una foto; pero tampoco mis palabras, sino las de otro: fotocopié el cuento Catedral, de Raymond Carver, y resalté algunos párrafos. En el reverso, escrito de mi puño y letra, agregué: “Tal como cuenta Carver, no se puede describir una catedral con palabras, tendríamos que dibujarla juntos, uno guiando la mano del otro, y nuestras manos están demasiado lejos”. El cuento termina con una escena en la que el narrador le debe contar a un ciego qué es una catedral, pero el hombre no encuentra la manera de hacerlo. Entonces, se excusa de este modo: “Lo cierto es que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo”. Sin embargo, el ciego no está dispuesto a darse por vencido y le propone un método: que la dibujen juntos, una mano sobre la otra, guiando el trazo. A mi padre —profesor de Historia que se la pasaba leyendo ensayos de cualquier tipo, pero nunca había sido un gran lector de ficción— le encantó el cuento de Carver. Escribió: “Lo sentí cercano, hay mucha gente que no es ciega y, de todos modos, no quiere ver. Quizá tomándoles la mano lo logren”. Y me contó que él mismo se puso a dibujar catedrales después de leer el cuento que le mandé. Recordó en la carta que hacía mucho que no dibujaba y que había recuperado el placer de hacerlo. En esa frase, sin nombrarla, estaba Ana. Con ella dibujaban personas, cada uno de nosotros teníamos nuestro retrato dedicado. Me pregunté al leerlo dónde estaría el mío, por qué no me lo había traído cuando me fui, si mi retrato habría sobrevivido a mi ausencia.
Videoconferencia
Claudia Piñeiro. Catedrales
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