Monza ha perdido con el tiempo lo que Sophia Loren cuando fue atrapada por Hollywood y vio las orejas al lobo en el exuberante escote de Jayne Mansfield.
Tenía pleno sentido rodeado de gigantes y circuitos donde la velocidad no dibujaba filigranas. Vertiginoso siempre, entre 1955 y 1961 contó con una cuerda de 10 kilómetros que se trazaba prácticamente con el pie a tabla hasta que la razón aconsejaba aflojar o dolía el empeine, o el gemelo amenazaba calambres, o el motor o la mecánica decían basta, o el accidente o la muerte llamaban a la puerta.