Corría 1974 y aunque resulte increíble, yo aún llevaba pantalones cortos. Mis piernas, Giorgio, o mejor dicho, la genética paterna, me animaba a seguir persistiendo en preferir llevarlas medio al aire que secuestradas bajo el tergal o la maldita lana que siempre me producía algún que otro quebradero de cabeza, y yo, orgulloso de sacar provecho a aquello de estudiar en un colegio de pago de raigambre francesa en Portugalete, pronunciando Beltuás ante Ramón, Morúa, Norberto o Javier y Poncho, mis compañeros de batallas adolescentes durante aquellas edades ahora tan pretéritas.
Todavía huelo el pan y el chocolate Chobil de las meriendas que preparaba mi madre, y siento el aroma a pescado del puerto de Santurce, y noto en mis pies las caminatas entre mi pueblo de acogida y mi pueblo natal. También recuerdo Santa María y su patio, y los frailes, y aquella envidia sana que sentía por los Levi's 501 que llevaban Montalbán y Mantiñán. Fijo que aquella tela azul no tenía que picar como los coño pantalones heredados de mi hermano mayor. La lana que abrigaba mucho... Giorgio, tú me entiendes.