Ahora, al cerrar la última Página de Los Malditos – novela de Víctor
Bustamante publicada en 2017 – entiendo el acucioso impulso de Gustavo Zuluaga
(El Hamaquero) para que le solicitara la novela a Víctor. En efecto, El Hamaco –
como lo llama el autor en varias ocasiones – es el personaje que concentra el
hilo narrativo de la novela. En torno de él discurren una serie de personajes
que nos pintan los escarceos poéticos de una generación que desde los setenta y
hasta la segunda década del siglo XXI, discurrieron por amplios escenarios de
la Medellín que buscaba distanciarse del rosario y abrirse a los embates de la
modernidad.
Con el acostumbrado tono de Bustamante, el de un voyeur
impregnado de Sátiro con su punzante y ácida lengua, nos adentramos en la
ciudad que se ha ido, que ha sido presa del rito fácil y de la muerte como una
gambeta en una bullosa tarde. Esa ciudad que acompañó los sueños de un incrédulo
que se sentaba a ver pasar las máscaras desde una hamaca en la Avenida La Playa,
también impulsó proyectos editoriales, espacios para la lectura, festivales
literarios, programas radiales, librerías abiertas y mucho, mucho fervor, así
como también encuentros y desencuentros entre los variopintos personajes
lanzados a un ring donde todos confrontaban con todos, salvo el narrador y el
Hamaquero, pues entre ellos hay una complicidad de afectos y también de
perspicacia.
En este lugar de la noche, esa imagen robada a José
Manuel Arango por su más ferviente seguidor para nombrar a su librería, traspasa
la metáfora y deviene metamorfosis para que la memoria se active y el poema
vuelva a ser carne, cuerpo, exceso, despojo, lápida, o quizás, el festín de
Acracia, la celebración de la vida plena de sinsentido, pero digna de porfía
para seguir degustando el abismo, mientras el tiempo atesora junto a la muerte.
“Las heridas se cosen con las agujas del reloj”, es la
máxima que Víctor pone en boca del Hamaquero, en su papel en blanco como el
principiante zen; pero es también la sentencia que Bustamante va trazando con
su poética irreverente, distante de los sanedrines y de los sacerdotes, y más próxima
a los malditos que en su transitar de perdedores van arrancando las máscaras y
taladrando los discursos que solo tienen la certeza de ser ceniza.