A continuación transcribo la presentación que escribí para el libro "Inútil no pensar - Aforismos e instantáneas" de Carlos Arturo Vargas Carreño, publicado en marzo de 2020 por Ediciones Exilio.
Elogio de la facultad de pensar
Pocas veces se encuentra en el camino ardoroso de la lectura
un libro que no responde a lógicas estructurales: con raíces y ramajes vinculados
estrictamente por una idea que ha entronizado la organicidad. Pocas veces
sucede, pero de pronto, en una vuelta de tuerca, nos cruzamos con ciertos textos
que siguen otras dinámicas, que han roto esquemas canónicos y han dedicado su
oficio creativo a pensar desde la trinchera, al peligroso acto de volver a observar
el mundo con herramientas propias y acompañado solo por la subversiva soledad.
Fue imposible no pensar en la idea de libro-rizoma (que exaltaran Deleuze y
Guattari) cuando releí, ahora desde cualquier ángulo, el libro de Carlos Arturo
Vargas Carreño. Ese inquietante y complejo concepto de aquellos filósofos franceses,
elaborado tras analizar el particular funcionamiento biológico del rizoma, nos
habla de un libro que se ha desprendido de la unidad superior que lo fija a una
raíz, es decir, un libro acentrado, no jerárquico y no lineal, tal como se me
ha revelado Inútil no pensar. Esta
asociación se vio reforzada con la segunda y posteriores lecturas, pues empecé
a bucear en la obra tomando al azar cualquiera de sus apartes y me encontré con
una unidad pero de lo múltiple, conectada a partir del flujo de intensidades y
preocupada, antes que por significar, por trazar mapas abiertos que nos llevan
a crear nuevas geografías, donde el pensar de otro modo es la máxima
aspiración.
Para el autor, en efecto, resulta inútil sustraerse al
ejercicio del pensar, de crear subjetividades reflexivas que sin proponérselo,
lo aproximan a terrenos de la filosofía, aunque su perspicacia le permite
desconfiar de esas filosofías que se alinean con los proyectos del capital. En
uno de sus aforismos dice: “Nada más peligroso que un
filósofo con los ojos puestos en Wall Street”. Y en su andar, el autor tampoco fija las certezas en
la fría razón, pues ha logrado percibir que “cuando
la lucidez se abre paso a través de un pantano ácido, la cordura extrema las
alarmas para transitar por la línea más delgada”.
Sin duda, este libro de fragmentos reflexivos nos
vuelve a poner frente a la necesidad de preguntarnos, de ironizar las verdades
que nos fijaron con sudor y sangre, de desnudar aquellos proyectos que siguen ofreciendo
paraísos ilusorios; en fin, Carlos Arturo Vargas Carreño, vuelve sobre la
facultad más inocente y por ello más peligrosa, la de pensar; y lo hace con
agudeza, con jocosidad, con sencillez, con la fluidez de alguien que no se arredra
ante la realidad, sino que se atreve a transformarla con la palabra.
Para cerrar este breve acercamiento a Inútil no pensar, transcribo una muestra
de esta voz punzante, vital y plenamente contemporánea: ¿Se
podrá fertilizar un óvulo en los úteros que Jack desprendió a sus víctimas? / ¿Qué somos, si no la repetición
infinita de un ensayo que siempre termina con presunción inacabada? / Nos prometieron un delicioso
infierno. No un mar de aceites, botellas y cianuro / A
los ejes de mi carreta -que hoy asumimos con nostalgia- le hemos puesto
internet y entonces ya no son nostalgias de ayer como sí serán del mañana / Los
dioses también reencarnarán: de cartón, de plástico, de uranio, de microchip.
Omar Ardila, 2020
Veinticinco años atrás
En la
portada de la revista Life apareció la fotografía de una mujer de singular
belleza, y de inmediato sentí el acuciante deseo de abordarla como si la
hubiese conocido ayer. Intimé con ella en su corta vida -20 o 25 años- y opté por,
de alguna manera, rescatarla. Pero lo que yo no sabía fue que terminó
rescatándome en el mejor sentido de la palabra y de las palabras.
Maserchup,
la momia más hermosa y mejor conservada –sin haber pertenecido a la realeza
egipcia- fue la musa que hizo posible que empezara a ordenar las frases, a
ensamblar las expresiones y a agudizar los conceptos. Que una vida vivida 25 o
30 siglos atrás, tan solo con el poder de la imagen nos sacuda de tal manera y
nos rescate de la modorra para llevarnos a la acción, dice mucho de la conexión
que siempre hemos mantenido con algunos de nuestros antepasados. Ya no estoy
solo, estoy contigo, Maserchup, y en esta fusión de treinta siglos mucho habrás
de contarme y tanto más tendremos qué decir. Hablando en términos de mercadeo,
ese ensamble que acabamos de sellar, aparte de concedernos libertad, nos
proporciona convicción y entereza. Dame la mano, bella, camina junto a mí y
concédeme una selfie.
Es todo.
Cartas cruzadas
Oasis de Kharga,
¿septiembre o enero del 5 o 500 A.C.?
Hola,
ahora que ustedes han removido el escombro de mi cuerpo, que han vulnerado mi
sueño y me han colocado ante Ra sin dejarme maquillar mi tiesa y podrida piel,
mis labios desarticulados y carcomidos en su parte superior, mis ojos, o las
partes que quedan de ellos, sin la línea de profundidad hacia los lados, como
nos era usual, que han osado ver sin mi consentimiento mis partes pudendas
derruidas, sin elasticidad, sin aroma, sin frescura, sin gracia erótica, sin
siquiera barro del río en mis pies. Ahora que me toman en sus manos como a un
cuero tieso, porque carece de agua en absoluto, de carne, de trigo, de órganos,
ahora que ustedes tan distantes y tan ajenos a mi dolor en las rodillas, a mi
picazón en los pies y en el estómago, a mi lengua y a mi voz sin saliva, tan
indiferentes a mis hijos muertos, a mi padre y a mi madre que los recuerdo solo
desde niña, al hambre que había que cargarla como una prenda más…
Ahora que
ya le devolví al río toda el agua que tomé, a mi dios Ra el calor que mantuvo
vital este cuerpo, a la luna y a las estrellas mi asombro y mi precariedad.
Ahora que ustedes han expuesto las miserias descarnadas de este cuerpo que
poseyó y se hizo poseer en la única fuente de vida, principio,-fin, norte-sur,
madre-padre, pasado-presente, quizá futuro de todos los seres y los dioses que
ayudaban a que no fuera tan insignificante la vida ni tan pesado el fardo de
las noches, manteniéndonos la ilusión de la prolongación de la existencia
después del ocaso definitivo. Ahora les digo, que rota la ilusión, desengañada
mi alma, secas y enjutas mis provisiones, removida la tierra que me poseyó como
su amante de eternas pasiones, que se encargó de lamer mi piel día y noche,
siglo a siglo, que absorbió primero el ungüento y las cremas de raíces y jugos
de plantas con que maceraron el cuerpo inerte el día que partí al encuentro con
Osiris, donde pesaron mi alma en presencia de Anubis, de Thot y de Maat. ¿Dónde
están ellos que no me protegieron de sus picas y sus palas, dónde está Api para
que los arrastre en una de sus crecidas, dónde Amón, Atón, Monthu? ¿Dónde han
ido? ¿O es que, acabada la carne, la humedad de los cuerpos, la fragancia de
nuestros ungüentos, desflorada y pétrea la piel, ya perdimos su interés y nos
dejan expuestos a la decrepitud, a la insolencia escrutadora, al morbo
insidioso de unos seres tan enfermos en sus almas como otrora los cuerpos en
nosotros?
Les
escribo estas líneas desde la orilla de mi oasis, lejos de los centros de
poder, y por tanto lejos también de las grandes esculturas y símbolos que
caracterizaron la epopeya del imperio egipcio –eso me lo cuentan ustedes, yo ni
cuenta me di. No hago parte entonces de la historia conocida que circundaban
los palacios, y para los cuales mi vida era menos que insignificante. Partícula
de arena errante y desértica, como lo fueron sin duda todos los hombres y
mujeres, ricos y harapientos que me antecedieron casi durante treinta siglos,
que vivieron como yo a la orilla del agua, que amaron, guerrearon, pasaron
hambre y elevaron los ojos al cielo en busca de la respuesta que todavía
ustedes se deben estar haciendo a pesar de que hayan pasado dos mil años.
Qué bien
me siento con este ente igualitario que es el tiempo, y observo el ayer
primario de mis antepasados tanto como a las cuarenta generaciones que me han
sucedido y de las cuales solo una y media puede decir: existo. Si no fuese por
las evidencias de sus huellas y objetos, podríamos afirmar que nunca
existieron; fantasmas e historias con las cuales los hombres y las hembras
buscaron entretenerse para gastar de alguna manera su ración de tiempo a la
espera de que las circunstancias y los elementos degraden las evidencias.
Conozco la noche tanto como decir que el desierto conoció mis pies descalzos;
centenares de miles de noches heladas acentuaron mi rigidez y la luz de los
días han mantenido el brillo y el color de mi pelo y de mis pómulos.
Cuando
tuve uso de razón me encontré consigo misma detrás de los dátiles. Cuando ya la
razón para nada me servía, estaba entre los dátiles, arenas y palmeras. De niña
corría sin apremio alrededor de ese inmenso estanque y gritaba y reía. En
ocasiones también lloraba: entraba arena en mis ojos. Sosteniéndome con una
mano danzaba de palma en palma, y había ocasiones -en noches claras- en que más
rápido danzaba y corría y gritaba, y los gritos y medias voces se hacían
distantes contra las dunas y las colinas, y otra vez de vuelta… Y la tormenta
de arena de nuevo presente, y yo de espaldas contra las palmas más gruesas
jugando a volar, la cabellera al viento -lisa para entonces- mis brazos
extendidos hacia adelante sin dejar de cantar y reír, mis piernas y mis brazos
mordidos por los dientes finos de la arena. Era feliz. La calma me abrazaba y
el aire era nuevo y limpio, frotado con arena y lavado con aguas de olores de
otras plantas y otros árboles extraños a mi gran mundo de arena y a mis noches
jamás exentas de estrellas. Y en una de esas noches en que el cuerpo se siente
más liviano y el deseo de volar nos lleva hasta las puntas más altas de las
palmas, observando con envidia el refugio de la espora y de las flores,
apareció Ella, la Tormenta, que ha tiempo atrás llevó mis voces engarzadas en
la arena y en los vientos indomables, de otros niños, de otras niñas, que al
igual que yo cantaban y corrían entre las palmas en cuan distantes lugares y a
la orilla de un estanque. Cruzamos nuestras penas. Atenuamos la orfandad.
Antes de
regresar al refugio de la arena, quisiera mirarte, pero no estoy segura. Temo
que detrás de mis párpados cerrados haya una cavidad desolada. Entonces no
sería humana la mirada. Sería mirada de muerte; y aunque como ven, tengo una
gran experiencia sobre ella, para qué envolverla en el misterio y la
profundidad abriendo los ojos.
Ahora que
han fotografiado mi rostro, llévenle una foto a mi amante, que debe estar por
ahí cerca; querrá verme, lo sé. Lo identificarán por un rizo mío que lleva en
su oreja izquierda; y si ya han saciado la impudicia de observarme, déjenme
regresar a mi noche de tierra y de luz, déjenme ocultarme nuevamente para que
las lagartijas y los alacranes sigan haciendo sus nidos entre mis oquedades
-por ellos he sabido que la vida ahí arriba continúa- por sus patas y sus
cuerpos fríos ha seguido erizándoseme la piel, Eros recordándome la vida. Por
las tempestades de arena incesante puedo afirmar que conozco mi desierto, y que
cuando ya no los escuche ni les sienta sus pelos y sus patas, ni se vislumbre
el resplandor, ha de asaltarme la intriga preguntándome: ¿A qué extraña noche
hemos pasado?
Desde una
noche de cien mil estrellas con el agua mojando mis pies, y las arañas,
lagartos y salamandras tejiendo y haciendo sus nidos en mi sexo.
Atentamente,
Masershup
Querida Maserchup
Hija
del agua y de la arena
No
pretendo que me reconozcas; con todo, debo presentarme. Para no confundirte con
el espacio-tiempo te diré que nací cuarenta generaciones después de ti,
promediándole a cada una de ellas cincuenta años de vida y teniendo en cuenta
que cada año corresponde a las trescientas sesenta y cinco veces en que la luz
del sol se posó en tu río, en tu limo, en tu arena. Se preguntarán el porqué me
dirijo justamente a ti y no a antepasados tuyos hasta con cuarenta
generaciones. La razón: de ellas no tengo mayores evidencias, generalidades a
lo sumo. De ti tengo la imagen de tu rostro, ausculto el calor de tus
facciones, deletreo tus palabras, juegan mis manos entre tu cabellera y
completo en esos labios carnosos la redondez de un beso sin complejos: me
gustas, eso es. Para ser más exactos, tropezó la luz en mi cara en la última
mitad del último siglo del milenio. No hay río allí, ni limo, tampoco trigo. No
vi embarcaciones ni pirámides, no salió a saludarme ningún dios de los tantos
que eran tuyos. Vino otro moderno, dicen, vecino tuyo en espacio-tiempo. Qué extraño
que no lo conocieras -si estaba en todas partes- y ha seguido estándolo, me
aseguran, en los últimos dos mil años. Reitero, no cerca de un río grande como
el tuyo, o mejor, de ningún río; sobre una meseta mediana con una montaña
desnuda y gigantesca al frente. Yo no construí pirámides. Desde el cementerio
viejo la observaba majestuosa. Sin vegetación. Cien de las tuyas. Expuesta al
igual que allende al sol sin sombras. Una diferencia: envuelta en un aire frío.
Ya sé por qué las construyeron. A falta de montañas había que hacerlas. Sin
ellas y con el mar lejos, se hace difícil pensar.
Observándote
nada me hace pensar que no te he conocido y que apenas he dejado de verte hace
algún tiempo; puedo dilucidar entre las comisuras de tus labios el blanco de tu
dentadura y el relieve interlabial, frescas aún tus últimas palabras. Desde los
músculos zigomáticos hasta las mandíbulas, entre la mejilla y el mentón, están
inmunes sus terminaciones nerviosas, las fibras elásticas, las pecas que
revolotean su piel, la melanina que da color a tu rostro. Y aun faltándole su
septo nasal, es definida tu nariz mediana y la ausencia de amargura en tu
rostro. Estás serena, impertérrita, con los cabellos revueltos -no por ti- sé
que dormiste peinada, por los torpes que te tomaron la foto y no tuvieron la
gentileza de presentarte tal cual eres. ¿Envidia de verte tan bella y frugal?
¿Envidia de saber que poco antes de morir con los pies en el agua, la espalda
desnuda en la arena, eras excitada en tus nervios lumbares y sacros? Es justo
el relax que transmites en tus ojos cerrados y en tus párpados esbeltos. Es la
certidumbre tranquila que da la conjunción desierto-oasis-estrellas. Es el
saber que seguirá siendo propiedad de tus pasos, refugio cambiante -según las
tormentas de arena- para tus huesos, tus noches eróticas, tu acendrada
cosmogonía. Es la libertad total de abandonarlo todo sin perderlo en absoluto.
Amada
Maserchup, hija de la vasta noche de milenios, abre tu boca y dime: ¿qué
emociones, asombros y desconciertos has experimentado en ese camino que
emprendiste desde el Valle de los Faraones hasta esta esquina continental y
amazónica? ¿Contaste las guerras a que ibas asistiendo, las reconciliaciones e
inmediatas traiciones, llevaste la cuenta de los reinos tontos, mediocres e
insulsos que aparecían hoy solo para ser aplastados mañana? ¿Observaste el
rostro de terror, los múltiples gritos en distintas voces, las expresiones en
disímiles lenguas que iban emitiendo los fantasmas corpóreos que cual espejismo
se sucedían en esa suerte de decorado universal? ¿A cuántas verdades, testiga
de excepción, asististe? Sabes más que nadie de las verdades absolutas de las
emitidas por decreto, de las dogmáticas e irrelevantes, de las ruines por
abyectas. Sabes qué poco duraban y cuán más absurdas le sucedían. Promontorios
inútiles. Obsesiones terrícolas.
Andes y
desierto, buen contraste. Esquina norte de cada continente. Coincidencia. Yo
aquí, tú allá, yo hoy, tú ayer, yo ayer tú hoy. Entonces te hubieras animado a
escribirme, ¿verdad? Comienzo de cañón, pozo de agua asediada por la vida,
cercada por la arena.
Te
gustará saber, y seguro que te gustaría observar juntos, cómo la naturaleza
ensayó el cañón de la Higuerona a través de esa larga cuenca, pero que a
diferencia del cañón mismo, y por la mayor altura de los picos que se formaron,
la calidad de las cenizas que la constituyeron y la menor intensidad de los
rugidos cataclísmicos que la acompañaron en su gestación, al menos en la
vertiente opuesta, fue más benigna con la vegetación, con el agua y la fauna.
Anduve y andaría contigo nuevamente en la formación misma del arroyo que va
mojando los pies de la montaña que se explaya, ya cerca de la desembocadura por
entre las piedras color ladrillo -todas las formas- y que son las mismas que
existen quebrada arriba, desapercibidas allí, irrelevantes, en reserva de
siglos esperando una creciente para dejar el color sombra y pintarse de luz y
sol en las costillas. Son las piedras que por sus formas hubiese querido una
catapulta para aplastar una frente o desmembrar a un futuro guerrero, todavía
en la cuna, restándole la posibilidad de aspirar el pavor y lucir su temeridad.
Esbeltas, con redondeces de mujer, perfumadas con aromas de raíces coloradas,
medio cuerpo dentro, medio fuera del agua, tibias con la luz de la media
mañana, solo les resta otras redondeces desnudas como ellas y sobre ellas, para
hurgar en lo más íntimo, y entre ellos, desnudos como ellas, desnudo el sol y
el firmamento, desnuda el agua de sus sombras, regresar a la concha del cedro y
del laurel, al vaho eterno de las nubes que besan la piel de la laguna. Inicio
de su andar. Profundidad de sus orígenes.
Para los
registros de la muerte da igual que hayas nacido en el 5 o en el 500 A.C. o en
al 1000 o 1500 D.C. Te habrías encontrado con Horacio, con Omar Khayam, te
habrías enredado con Cervantes y con Shakespeare. Te habrías enterado que Colón
zarparía buscando un destino equivocado, que Gino Bruno fue pasado por la
hoguera solo por observar los astros. Te habrías encontrado de frente con las
pestes que mantenían a raya a los habitantes europeos y a los otros también. Te
habrías resistido a creer que estando de primera en la lista de muertos,
podrías observar desde la punta opuesta de los años -como una secuencia
fotográfica, la caída, cual baraja de naipes- de cientos, miles y millones de
seres que se erguían cual sombras en perspectivas para ser remplazadas por
otras casi idénticas, que a su vez eran remplazadas por otras, hasta
encontrarse con una sombra muy parecida a la suya, que empezaba ya a dejar de
ser eso, sombra.
Debo
decirte: muchas cosas han cambiado y abismales son las diferencias en los
elementos personales que te rodearon y nos rodean, en las cosas que los hombres
y las hembras han construido para ayudar o aliviar los quehaceres, para
entretener, para ir ocupando el tiempo y los espacios que le sobran. También
para eliminarse. No es necesario tan siquiera que los hombres fecunden las
mujeres. Las cimas más altas y las profundidades más inaccesibles, lugares
considerados ayer sagrados, presentan el estigma de la violación. A escasos
lugares habitados les acompaña la oscuridad. Las sombras de las personas son de
uso corriente en la oferta y la demanda, y por primera vez en cinco mil años
los muertos de muerte natural, diagnosticados precozmente muertos sexuales, han
muerto felices previa a su muerte definitiva, porque han resucitado tragando la
cicuta azulita del deseo.
Querida,
amada y deseada Maserchup, llégate a mí, deja por un día tu entorno y ven
conmigo a la quebrada, por el camino recogeremos y comeremos moras negras,
diminutas, guayabitas ácidas y arrayanas. Verás que esta también ha podido ser
tu casa; recogeremos piedras con jeroglíficos, cantaremos las canciones que tú
cantabas y las que me han gustado, rodando abrazados por entre los peñascos.
Hablaremos de la piedra, del agua fría, del pezón sin leche, de la hierba
parda. Sentirás la diferencia de correr entre las piedras apartando los
arbustos. Te enseñaré la rosa y el clavel y jugaremos a la guerra con proyectiles
de jazmín adornados con pétalos de dalias, y te bañaré con agua de poleo y
malvarrosa desenredando tus vendas y regresándote atravesando un mar de
umbrales para enredarte en mi geografía, yo en la tuya, y ser Andes y desierto,
río de tus entrañas, quebrada de mis amoríos. Y te amaré, lo juro, en un pozo
que haré tuyo y llevará tu nombre, y sentirás el contraste del agua fría y los
cuerpos cálidos, y haremos un caldo de cangrejos para atizar las pasiones y
poner en entredicho cuál tiempo fue el
que pasó, el de ayer o el de mañana, y enredar estos dos cuerpos que quisiera
fueran crineja.
Como le
dijo Bolívar a Manuelita:
Tuyo,
inmensamente tuyo, mi entrañable Maserchup.
Carlos Arturo Vargas Carreño, frente al mercado de Budapest