lunes, 14 de junio de 2010

La vocación ascendente en la poesía de Eduardo Gómez



Por Omar Ardila

“¡Oh dicha! ¡Vienes – te oigo! ¡Mi abismo habla, he hecho girar a mi última profundidad para que mire hacia la luz!” (Friedrich NietzscheAsí habló Zarathustra).

Como una proyección de este grito formidable que lanzó el “convaleciente” Zarathustra luego de retornar a su caverna, es la experiencia poética de Eduardo Gómez. Viajero incansable por escenarios abismales, no ha olvidado su vocación ascendente que lo hace fluir en corpúsculos de luz para rebasar la sombra de los muertos que no cesan de llamarlo. Con voz certera ha definido una territorialidad en el universo de la poesía reflexiva, escapando de las posturas frágiles que utilizan la palabra como mero divertimento.

Al ubicar el viaje poético de Eduardo Gómez dentro de la dinámica ascendente, no queremos afirmar que toda su búsqueda ha seguido una dirección constante hacia arriba, pues como nos lo reafirmó Nietzsche, hay que conocer la profundidad para poder inspeccionar la luz en las alturas. En efecto, desde sus primeras obras, vemos al viajero con preocupaciones y prácticas antagónicas, algo así como la expresión de una dualidad contradictoria. Por un lado se nos revela como embriagado de muerte y voluptuosidades sombrías, y en el otro lado aparece con un marcado interés por las manifestaciones objetivas que delinean una poesía reflexiva y de sensibilidad social. Sin embargo, en algunos casos, las dos tendencias aparecen integradas, estableciendo una unidad dialéctica trascendente. De éste modo, (y luego de explorar los escenarios subterráneos y encontrar en ellos frustración, sufrimiento y soledad) emprende el camino hacia las cimas, el cual, de ninguna manera, puede entenderse como sencillo y constante. El proceso de superación de las rutas abismales lo vive el poeta de manera oscilante, con retrocesos, confusión, contradicciones e intentos de ruptura. El descenso al bajo mundo surge como una forma de atacar (mediante sensaciones violentas y un erotismo obsesivo) la represiva moral tradicional. Y dado que esta rutina también se convierte en estéril y dolorosa, logra vislumbrar en la amistad y el amor las posibilidades más seguras que pueden catapultarlo hacia las cimas. Las diversas experiencias vivenciales le confirman que su vocación real es el ascenso, como nos lo deja conocer en los libros más recientes donde se impone una poesía menos pesimista, cuyos conflictos van encontrando ciertas salidas.

En su primera obra, Restauración de la palabra (1969), el poeta recuerda las vivencias amorosas que subsisten en la memoria involuntaria para hacerlas presencia perdurable y no dejar que el olvido las consuma. Cuando mira hacia el pasado lo fascina la irradiación de los escenarios subterráneos por donde el viajero solitario ha transitado bajo el amparo de la noche (su gran aliada). La noche, esa sensación misteriosa donde acampan los temores y se desatan las caricias. La noche (cómplice y amante), única que testifica la muerte de los seres anónimos. Esos lugares profundos – que son los que constituyen el trasfondo real de la historia y la dinamizan – han sido los excitantes del poeta en la voluptuosa, obsesiva y dolorosa búsqueda de experiencias transgresoras de gran intensidad que le permiten vislumbrar una humanidad libérrima y audaz en el goce de su naturaleza y en el de la naturaleza.
La exploración de los abismos, la de la soledad vivida como una muerte cotidiana y una contemplación penetrante de todas las miserias, le han permitido trascender progresivamente la marginalidad subjetivista de los comienzos y hacer del “fracaso” (estatuido según los códigos de la sociedad de consumo) una experiencia hermética y enriquecedora que le ha permitido la comprensión paulatina de una sociabilidad matizada, contradictoria y compleja que escapa a la falsa disyuntiva entre la izquierda y la derecha tradicionales. Y aunque las voces oficiales traten de desestimar la fuerza revolucionaria de la palabra poética, el aedo sabe que su opción no es insubstancial. A veces se siente abrumado por la derrota pero finalmente ésta es asimilada como superación hasta hacer de la palabra un principio de acción como cuando dice: “Es hora de buscar situaciones/ en donde la palabra sea necesaria/ y de convivir con aquellos/ para quienes la palabra es liberación. / Solamente la palabra que ponga en peligro el poder de los tiranos y los dioses/ es digna de ser pronunciada o escrita”.


En El continente de los muertos (1975), se presenta un proceso de zig-zag en la búsqueda poética y el develamiento de los referentes simbólicos y conceptuales que han perturbado la psíque colectiva y generado seres escindidos, generadores de agresividad. Con fluida ironía desacraliza los imaginarios religiosos – especialmente católicos – que han pretendido mantener un mundo imaginario que consuela y desvía de los verdaderos problemas y que utiliza el terror al castigo, en un supuesto Más-Allá, como fundamento pretendidamente purificador. Ante esta represiva de-formación el poeta se rebela y asume el deseo para que su realización sea la afirmación de la vida plena frente a la muerte. El deseo brota por dondequiera y es el que impregna la existencia de algo parecido a la felicidad.
De “El continente de los muertos” dice el propio autor que “es una obra cíclica y comprende cuatro partes: en la primera, (Descenso) se descubre la embriaguez en la sensualidad orgiástica y la rebeldía blasfema; en la segunda (El Continente de los Muertos) se toca fondo en una soledad radical que es vivida como un principio de rechazo al Sistema; en la tercera (Ascenso) comienza una toma de conciencia contradictoria que culmina en la parte final (Meditación) con una relativa objetividad poética y una voluntad de lucha. La espiral del libro se polariza entre el primer poema, en donde se rechaza con sarcasmo al “Dios Terrible” (que es encarnación magnificada del padre castrador y sádico y del señor feudal tiránico), y el último poema (Nuestro Amigo el Mesías) en el cual el futuro “redentor” es el líder revolucionario, encarnación humana y terrestre de los anhelos colectivos de cambio y representante de las mejores cualidades del pueblo”.
La profundización en los abismos es un paso obligado para anhelar y reconocer las alturas. El descenso es sólo transitorio como experiencia de maduración para luego tomar impulso y catapultarse hasta las cimas. Así lo asume Eduardo Gómez, cuando da testimonio de su tránsito por el mundo lumpenizado, donde encuentra seres que canalizan su frustración en la delincuencia pero que todavía sueñan con el amor: ese juego que involucra todo, esa dinámica existencial que se adentra en el riesgo angustioso de toda autenticidad y en donde es tan difícil la falsedad. En el suburbio también se cruzan los (siempre cercanos) destinos del dolor y la pasión.
El poema que le da el título al libro, desnuda en una hermosa metáfora, la condición degradante a que nos quieren condenar los poderes establecidos, que se basan en la horizontalidad y que nos prescribe bajar la cabeza y aceptar la condición de “muertos-vivos”. Ante esta dura evidencia, el poeta encuentra en la inmensidad del mar un escenario propicio para quienes anhelan la búsqueda libre de una vida más alta, los cuales son proscritos por la figura del Sepulturero en su discurso que invierte los valores y exalta la enfermedad y la muerte.

Con Movimientos sinfónicos (1980) Eduardo Gómez nos inicia en la meditación, en la contemplación, en las sugestiones del silencio. Afirma que el poeta desde su condición de “elegido” puede renovar el mundo con su voz grávida de sugestiones que tornan esencial la vivencia del tiempo y hacen vislumbrar el infinito. Muestra cómo la preocupación por un imposible regreso al pasado nos sigue seduciendo, aunque es necesario ratificar la presencia con la invocación de la ausencia. Todo retorna eternamente mediante un contrapunto dialéctico a la manera de movimientos musicales que estructuran la existencia. El poeta acoge los contrarios para lograr un equilibrio que supere el marginamiento y el destierro, a los que se nos pretende condenar, siendo que hay en el horizonte posibles salidas a una realización integral.
Eduardo Gómez confiesa su vocación solidaria con el hombre que sufre – a quien invita a levantarse, a no apresurar su muerte, a no desechar la oportunidad de vivir sin cadenas – y deja constancia de su encendida protesta y de su vocación de vuelo.

En su libro posterior, El viajero innumerable (1985), el poeta nos sumerge en un nuevo recorrido por calles impregnadas de nostalgia y de ausencias, en las que observa la falsedad de los rostros y escucha la mentira de los discursos que se pretenden “sagrados”. El viajero avanza, anhelando compartir su energía amorosa, en medio de seres esquivos y temerosos. Pero en esa atmósfera, el amor y la amistad no alcanzan a nacer.
Asimismo, bajo la suave luz de la luna (propicia a quienes se arriesgan a romper las ataduras de una moral represiva) el poeta se confiesa amigo de Zarathustra y le ofrenda un cántico con la clara disposición de seguirlo en la profundidad de su danza. Afirma la “voluntad de poder” con la palabra – la voluntad de potenciación de la realidad, de la naturaleza –. Siente cómo es ungido por la palabra (“vamos siendo en la palabra”), pero no olvida que, al final, el silencio espera su retorno, y recuerda la incontenible proximidad de la muerte como experiencia última que, de ninguna manera, debe refrenar nuestro impulso vital permanente.

Historia baladesca de un poeta (1988) es la quinta publicación de Eduardo Gómez. En ella se destaca una sencilla transparencia y, en el poema central que da el título al poemario, predomina una tendencia autobiográfica que se manifiesta en forma desembozada mediante un tono popular, afín a ciertos poemas de Brecht y de Francois Villon. Nos involucra en su pasado, lo hace palpable, recuerda los mecanismos de defensa que desarrolló en la infancia, las rupturas que, poco a poco, le mostraron el rostro de la libertad, sus primeros afectos y sus apasionados odios. Es el itinerario de una vida dispuesta al asombro: la vocación del poeta. No teme desnudarse ante sus lectores (“oficiantes del ritual de los aplausos”). Devela virajes secretos e intervalos sombríos que pretendieron desechar o anular su superior sensibilidad congénita. Con éste poema autobiográfico convierte su vida en algo imbuido de leyenda y poesía. Construye una metafísica para recuperar el pasado y hacerlo legado, para trascender la degradación temporal del género humano, mutilado desde su primera infancia.
A este libro pertenece el poema La ciudad delirante – escogido como título de la antología que aquí reseñamos –. En la esquiva ciudad, el poeta se adentra y delinea su territorio. Un éxtasis contemplativo lo sostiene como viajero desprevenido en medio de millones de historias, ante el asedio de la muerte que lo acecha.



En el penúltimo libro publicado, Las claves secretas (1998) el poeta retoma las preocupaciones filosóficas esbozadas en Movimientos sinfónicos y las hace materia esencial de su poética. La cercanía con las preocupaciones de la concepción vitalista de Nietzsche – surgida por azar en sus primeras publicaciones y asumida como posibilidad vivencial en sus trabajos de madurez – parece hacerse más evidente: mantiene una constante preocupación por el eterno retorno (como creación de una metafísica del tiempo y una dialéctica del infinito) aspirando volver a existir en el silencio. Es preciso callar para escuchar el silencio – que para el poeta representa una suerte de origen soterrado y constante, no una dimensión fija –. Como lo aseveraba Nietzsche: "la medida de la fuerza (como dimensión) es fija, pero su esencia es fluida”. A esa suerte de origen, necesita volver constantemente el poeta para nutrirse con las raíces primigenias, sumergidas en el tiempo, que hoy le sirven de soporte e impulso permanente para sostener su dinámica ascendente. Fue necesario “sumergirse en el fango para vislumbrar las alturas”, tal como lo dice el poeta en su poema Orígenes. Sin embargo no olvida su vocación subterránea: luz y sombra le acompañan en el recorrido por la paradójica ciudad (mancillada, torturada, desgarrada, pero envolvente con sus misteriosos laberintos).
Al final, se traslucen las Claves secretas como reafirmación de la vida, de la materialidad de la existencia. El “hombre-cuerpo” recuperará su espíritu gracias a la acción vivificante de la palabra poética.

El séptimo y último libro, Faro de luna y sol (2002) le marca al poeta un punto de llegada. Ahora se detiene a reconsiderar sus andanzas y puede narrar, con entusiasmo, que arriesgó la vida en la construcción de una propuesta ética desde su experiencia estética y que sigue incólume recordando el pasado sin sobresaltos. Reconciliado con la vida y refugiado en la creación solitaria, el cantor se levanta como un faro permanente que matiza y relativiza la magia de la noche y el sueño de las sombras. La poesía debe ser forma y enseñanza de una existencia superior y eso incluye a la universidad en donde ha pasado casi la mitad de su vida. Pero como “no basta saber soñar”, la palabra tiene que llegar a ser principio de la acción liberadora.

A lo largo de toda la obra de Eduardo Gómez, encontramos una opción que (a pesar de tanta angustia y tanto fracaso) se inclina por la consolidación de la vida, mostrándola como única realidad, en la que la voluntad de los hombres puede lograr la superación de sus miserias. Su apuesta está alejada de metafísicas religiosas y falsas esperanzas en mundos supraterrestres. Todo lo quiere agotar en la experiencia de la naturaleza y de la historia, sin que ello suponga la negativa a desarrollar una estética (subjetiva), que es la que le permite definir su poética. En ella, el hombre es ubicado como lugar de confluencia de infinitas fuerzas, y el poeta, desde sus vertiginosas experiencias, busca proyectar un sujeto histórico que luche por desprenderse de los lineamientos represivos para instaurar una nueva subjetividad en la que el cuerpo logre recuperar su dimensión erótico-creadora.

Luego de esta visión panorámica de la poética de Eduardo Gómez, podemos afirmar que su trabajo se ubica dentro de la poesía más profunda, depurada y seria, concebida en nuestro país. Su participación en la militancia política, en el estudio de la dramaturgia, en la lectura reposada de los clásicos literarios y filosóficos, y la permanente aventura en diversos escenarios, le han permitido crear una estética nutrida de profundas ensoñaciones poéticas que, sin duda, se inscriben dentro la poesía universal.

Este texto fue leído en 2006 en la Casa de Poesía Silva, como presentación de la antología de Eduardo Gómez, La ciudad delirante, publicada por la editorial Trafo de Berlín.