sábado, 18 de diciembre de 2010

Una ceremonia del recuerdo con Jean Genet



“Oh atraviesa los muros; si hace falta camina en el borde
De los techos, de los océanos; cúbrete de luz,
Usa la amenaza, usa la plegaria,
Pero ven, oh mi fragata, una hora antes de mi muerte”.
Un condenado a muerte – Jean Genet

Aunque en gran parte de los circuitos culturales, el centenario del natalicio de Jean Genet (París, 19 de diciembre de 1910 – Paris, 15 de abril de 1986) haya sido olvidado o intencionalmente ocultado, desde nuestra orilla libertaria sí nos proponemos recordar su existencia y rendirle un homenaje por su radical propuesta literaria y por su accionar político en contra de las estructuras que han establecido los criterios sociales y morales predominantes y excluyentes.
Cuando decimos que es posible que aún haya alguna intención de borrar definitivamente de la memoria a un autor tan polémico como Genet, no estamos plegándonos a las voces que en todo ven fantasmas persecutorios, simplemente estamos proyectando la conocida y perversa lógica discursiva del capital (que así como es capaz de enaltecer personajes y proyectos, también es capaz de borrar aquellos que no se dejan alinear dentro de su dinámica) y la de las morales restrictivas, que en vida del autor trataron de ignorarlo.
Recordamos a Genet como un sujeto activo en diversos escenarios, algunos de los cuales han sido más exaltados en los estudios que sobre él se han hecho. Sin embargo, la intención de este texto es mirar con mayor detenimiento la última etapa del autor, cuando estuvo más dedicado a actividades políticas, sin pasar por alto el grueso de su producción literaria y teatral de los años cuarenta y cincuenta.
Hay lugares comunes en los análisis realizados sobre Genet: la mirada a su dolorosa infancia tras haber sido abandonado por su madre y entregado a una familia sustituta, el tránsito por los reformatorios en la adolescencia, su cercanía con los criminales en diversas cárceles y la exaltación que de ellos hizo en sus escritos, el uso de su cuerpo como escenario para la provocación, y su particular exaltación y puesta en práctica del robo, pero son pocas las veces que se ha visto su vida-obra como el desarrollo de una voluntad revolucionaria, que fue afianzándose con las difíciles situaciones que lo confrontaron. No es que le restemos valor a dichos estudios (como el biográfico de Edmund White, o el erudito análisis psicológico-filosófico realizado por Sartre, o los ensayos de Bataille, de Juan Goytisolo y de Sergio Macías, por citar sólo algunos), lo que queremos mostrar de Genet es su disposición para sumarse a los brotes de resistencia que buscaban desestabilizar los pensamientos cerrados que han aspirado a hacer multitud de copias de un solo modelo.
Sartre, por ejemplo, utiliza como líneas de lectura de Genet, la condición de ladrón, homosexual, criminal, traidor y santo; y nos lo presenta como alguien que vive una serie de metamorfosis que lo van llevando a un estado monstruoso, el cual no es más que una proyección del horror que lo acompañó desde niño. Experimentará esas metamorfosis por la muerte, por el placer y por la revolución. El trabajo de Sartre oscila entre el psicoanálisis clásico y la filosofía existencialista, aunque poco a poco va tomando cierta distancia de esa restrictiva faceta psicoanalítica. En un primer momento hace un enfoque desde la recuperación de los mitos (camino tantas veces recorrido por el psicoanálisis) pero más adelante nos plantea que en Genet hay una Voluntad del Mal que escapa a los análisis básicos freudianos – los cuales tratan, ante todo, de husmear en el entorno primario y la relación familiar para ubicar el origen de los comportamientos, siempre de la mano del “sacerdote” psicoanalista –. Sin embargo, Sartre nos dice que Genet logra hacer su propio psicoanálisis, sin intermediarios, para así reafirmar la libertad que posee al escoger el mal como su acto autónomo. Precisamente, esta consideración de Sartre, coincide con uno de los elementos que más nos ha entusiasmado de Genet, y uno de los que más tratamos de recuperar: la búsqueda de la libertad como fin, más que el mal en sí mismo (este sería apenas un medio que trata de expresar la inconformidad) pero la meta y lo que busca reafirmar a través de sus diversas búsquedas, es la libertad.


La Voluntad del Mal, va configurándose tempranamente en Genet, desde el rechazo al cuerpo humano, al ser humano; no contra la forma organizada del cuerpo que había experimentado Artaud, sino más del lado foucaultiano, que ha logrado entrever que “el hombre se borrará como en el límite del mar un rostro de arena”. Es decir, va en contra de ese humanismo que endiosa y le crea un púlpito inalcanzable al proyecto humano.
Genet, ha decidido ser “lo que el delito ha hecho de él”, creando una especie de “moral del mal” para invertir los valores de aquel sistema que señala y define los comportamientos como buenos o malos. En dicho modelo, según nos lo recuerda Sartre, han permanecido tres figuras imperativas de la moral: el héroe, el sabio y el santo. Contra ellas se levanta Genet, renunciando al sabio (siempre estará distanciado de los circuitos intelectuales, aunque tenga el apoyo y la admiración de algunos sectores), invirtiendo el héroe por el criminal y retomando a su manera al santo (especialmente, por lo que éste no tiene de humano, por la distancia que lo aleja de lo humano, del cuerpo que no acepta y no soporta).

Una literatura de lo minoritario

El gran impacto que le produjo a Cocteau el encuentro con Jean Genet (a comienzos de 1943) poco a poco se fue propagando entre cierto circuito intelectual francés (el cual discretamente resistía ante la ocupación alemana). En un ambiente cargado de contrariedades e incertidumbres, parecía imposible que un autor literario se atreviera a desarrollar una obra tan llena de provocación pero a la vez, tan renovadora de la dinámica literaria. Cocteau, quien estaba en las cimas del mundo artístico francés, se refería de la siguiente manera en su diario, después de conocer un borrador de Nuestra señora de las Flores: “La bomba Genet. El libro está aquí, en el apartamento, extraordinario, oscuro, impublicable, inevitable (…) Para mi es el gran acontecimiento de nuestra época. Me desagrada, me repele, me asombra (…) Es puro en el sentido en que Maritain dijo que el diablo es puro, porque no puede hacer otra cosa que el mal. El ojo de Jean Genet te avergüenza y te perturba. Él está en lo cierto y el resto del mundo está equivocado (…) He leído Santa María de las flores línea por línea. Todo es abominable y a la vez digno de respeto”. Posteriormente, Cocteau se encargaría de publicar clandestinamente y en edición limitada, Nuestra señora de las flores, tras establecer un acuerdo con Genet como pago por los derechos de autor de su primera novela y de unos escritos que estaban en ciernes.

La primera experiencia de escritura la había tenido Genet en la cárcel de Fresnes en 1942, donde él mismo se publicó un pequeño libro con el poema, Un condenado a muerte, el cual estaba dedicado a Maurice Pilorgue (un asesino de veinte años, ejecutado en 1939). Desde ese momento, Genet hace evidente su interés por el crimen, por los criminales (uno de los temas más recurrentes en sus textos posteriores), especialmente, por la gloria que aquellos alcanzaban; no era para extasiarse con los gestos, los gritos y el flujo de sangre de las víctimas, sino por el respeto y la pervivencia en la memoria colectiva que alcanzaban los criminales con su obra. Aunque consideraba que el asesino es en sí mismo la belleza bruta, no pensaba lo mismo frente al acto que éste realizaba. Exaltaba la reafirmación de la singularidad que conseguía el criminal ejerciendo su acto, el cómo se acomodaba de acuerdo a su esencia y cómo se organizaba dándole vida a una pulcra forma. Le importaba la forma, pues sostenía que “la belleza es la perfección de la organización”.
Esta primera opción temática de Genet, suponía, de entrada, someterse al rechazo, al vituperio, a la andanada de voces en contra. Sin embargo, fue, esa precisamente, la vía que él consideró como idónea para ingresar al aséptico mundo de las letras, y ensuciarlo, subvertirlo y por supuesto, renovarlo.
En 1946, Marc Barbezat se encargó de publicar en edición de lujo, El milagro de la rosa, la segunda novela de Genet, en la que había estado trabajando durante su encierro en La Santé, entre 1943 y 1944. Pompas Fúnebres, su siguiente trabajo, fue vendido a Gallimard y publicado en 1947, sin que apareciera el nombre del editor.
En ese mismo año, también vio la luz, Querelle de Brest, publicada anónimamente por Paul Morihien. Asimismo, Las criadas, su primera incursión teatral, fue llevada a las tablas por el prestigioso Louis Jouvet, también en 1947. Es decir, la gloria literaria lo había envuelto en ese mítico año, en el que además sumó a los anteriores logros, el otorgamiento del premio Pléîades, que había creado recientemente Gallimard. Posteriormente, en 1949, apareció la edición de Diario de un ladrón, realizada por esta misma editorial; y entre 1951 y 1953, la gran editorial francesa, publicó tres tomos con la obra completa de Genet, en la que el primer volumen estaba integrado por el estudio de Sartre: San Genet, comediante y mártir. 

En cada una de estas obras, las cuales corresponden a la primera etapa de la producción literaria de Genet, podemos ver que hay por parte del autor, una intencionalidad clara de  contrariar las costumbres y las normas para instalar, antes que una nueva moral (por lo coercitivo que nos pueda parecer el término, como seguramente también le parecía a Genet) una estética nacida del resentimiento (a-social, si se quiere) que logra invertir los valores predominantes y darle vida a una literatura de lo minoritario. Dicha estética, no estaba enceguecida en la búsqueda de la belleza convencional, surgía más desde el odio que sentía el autor hacia un mundo en el que estaba instalado pero al cual abominaba. Desde esta óptica, era plenamente entendible que tratara de alinearse con los proscritos, los abyectos, y exaltar los escenarios sórdidos por donde éstos circulaban. Al estar del lado de los criminales y exaltar el crimen (como potencia cercana a otras intensidades, el amor, por ejemplo) expandía el deseo de asesinar esos modelos represores que lo habían conducido a la soledad.

El gran merito en estos primeros textos de Genet es la coherencia que logra configurar en la creación de sus personajes literarios, los cuales gozan de una enorme fuerza, capaz de entusiasmar a todos aquellos que han padecido diversos tipos de exclusiones. Pareciera que busca despertar en sus similares, la conciencia de que en su interior también habita un deseo de asesinar a esos mismos modelos represores. Estos personajes no ignoraban que el crimen les dejaba una aguda sensación de soledad y de silencio; se sentían cautivos en el propio silencio y pensaban que también ellos debían ejecutarse para expiar su culpa pero no buscando su muerte, sino por medio de un ritual en donde involucraran su cuerpo y lo llevaran a extremos insospechados (como cuando Querelle, intencionalmente, pierde la partida con Norberto, a sabiendas de que se paga con una relación sexual donde él tendrá la función pasiva). Esa misma soledad, solo podría asimilarse, según Genet, a la que experimenta el creador artístico, tal como él mismo lo vivía, luchando contra sí mismo, contra ese yo que quería mostrarse pero que aún no se aceptaba. En el fondo, tenía una necesidad de reintegrarse, de unirse, de armonizarse, y por eso, utilizaba recurrentemente al mar como símbolo de la libertad, sabiendo que toda aquella imagen que lo evoque, también se reviste de la misma aura libertaria.
Pero lo que buscaba Genet no era la trascendencia o la redención espiritual de sus personajes, sino el disfrute y el vicio en beneficio del cuerpo. Con sus prácticas, fundaban territorialidades corporales para la satisfacción instintiva de los placeres y la proclamación, de una vez por todas, del triunfo de Eros, de la erotización de la existencia. Asimismo, le estaba dando vida a una estética desbordante y desbordada, que podía hallar belleza en cualquier escenario, especialmente, en los más desgarrados. Genet va tras de lo intenso, desechando lo trivial, lo común e imponiendo su fantasía literaria como un nicho de resistencia, desde donde atacaba la falsedad de los itinerarios productores de fantasmas, que instrumentalizan cada vez más a los hombres.
Tras la lectura de la obra de Sartre, San Genet, comediante y mártir, Genet entró en un periodo de oscuridad creadora. Fue tal el impacto sentido al verse desnudado tan profundamente por alguien externo, y al ser exaltado en un pedestal por medio de complejos conceptos y eruditos discursos, que sufrió una especie de deterioro psicológico. Se sumergió en un gran vacío que no le permitió retomar la escritura sino después de meditar durante seis años pero, ahora, en las orillas del teatro; dándole así inicio a su segunda etapa más productiva, entre 1954 y 1957.
Atrás quedaba el ensimismamiento del novelista y el poeta, y se abría a un nuevo mundo en el que la observación directa a diferentes tipos humanos, le serviría para cristalizar una emoción dramática, teatral. Pero no trataba de reproducir los mismos esquemas y frases que por todos eran conocidos, ni mucho menos, de restarle a dichos grupos, la obligación que tienen de luchar por su emancipación; buscaba en cambio sacar de su ocultamiento a esa voz escondida, enterrada, que esos sectores marginados eran incapaces de expresar, lo cual no quería decir que no existiera y que no fuera necesaria de proferirse, solamente había que aprender a escucharla a través de lo no dicho. En esta línea reflexiva están concebidas, El balcón, Los negros y Los biombos, obras que reescribió una y otra vez, al lado de los directores que las pusieron en escena (Louis Jouvet, Roger Blin, Peter Brook). En estas piezas, desfilaban con propiedad algunos sectores sociales invisibilizados, en su particular devenir histórico, como los republicanos españoles, los negros y las mujeres, haciendo parodia inteligente de los escenarios en los cuales desarrollaban su existencia. Al mismo tiempo, eran alegatos en contra de los procesos coloniales de todos los órdenes, los cuales seguían y seguirían presentándose. Por ese contenido crítico, algunas de estas obras, antes que estrenarse en Paris, lo hicieron en ciudades como Londres, Berlín o Estocolmo.

Devenir revolucionario
Como habíamos expresado al inicio del texto, nos interesa concentrarnos un poco más en la tercera etapa de la vida de Genet, cuando tuvo una acción directa junto a movimientos políticos revolucionarios.
En primer momento, nos parece importante reseñar la relación de Genet con los movimientos de Mayo de 1968. Aunque no tuvo una clara identificación con los mismos en cuanto a sus prácticas, sí manifestó una gran admiración respecto a los componentes estéticos de la revuelta. Él aspiraba a que las acciones fueran más radicales y sobre objetivos más visibles. De todas maneras, participó en algunos mítines y escribió un artículo defendiendo a Cohn-Bendit. Seguidamente, asistió a la Convención Demócrata de Chicago (entrando como ilegal al país del norte) con la intención de escribir un artículo para la revista ESQUIRE (publicación que pretendía alinearse con el espíritu de la época, la cual tenía desde años atrás, una gran cercanía con los escritores). Finalmente, el texto no sería publicado en dicha revista por no ser del agrado de los editores. Durante esa estancia en Estados Unidos, Genet aprovechó para establecer su primer contacto con los Panteras Negras, con quienes estrecharía los vínculos en 1970.

El grupo de los Panteras negras tenía una particularidad que atrajo a Genet desde el comienzo: su lucha iba más allá de las reivindicaciones raciales, pues realizaba un análisis marxista de la realidad, enmarcado en la lucha de clases, donde ellos se alineaban con las causas de los desheredados, de los excluidos. Sus objetivos eran deliberadamente revolucionarios, y conducían a la lucha contra el imperialismo, enarbolando la bandera roja. Genet dijo en una entrevista concedida a Pierre Lévy: “lo que me hizo sentirme cercano a ellos inmediatamente fue el odio que les inspiraba el mundo blanco, su interés por destruir una sociedad, por quebrarla. Interés que era el mío cuando yo era muy joven, pero yo no podía cambiar el mundo solo. No podía más que pervertirlo, corromperlo un poco”.
Junto a los Panteras negras, Genet recorrió diversas universidades estadounidenses, pronunciando conferencias y reclamando la liberación del líder del movimiento, Bobby Seale. Los  objetivos de esos recorridos eran hacer popular el movimiento y recaudar dinero para luchar por su causa. Sin embargo, Genet también trataba de prevenirlos sobre el aspecto negativo que podría traer el uso excesivo de símbolos y eslóganes en la difusión del movimiento; les sugería, que era más efectiva la acción directa aunque con pequeños resultados que una gran demostración teatral pero vacía. Claro que, de ninguna manera, desconocía el valor poético que concentraba el ejercicio del espectáculo: las frases, los atuendos, el baile, los cánticos, etc.
Más adelante, en octubre de 1970, Genet fue invitado por Al Fatah a Palestina; fue así como inició su periplo al lado del movimiento de liberación de ese país, sobre cuyas experiencias nos comentará en su libro póstumo, Un cautivo enamorado (1986). La relación con los palestinos se mantuvo hasta el final de sus días, y en cierta forma, en ella canalizó lo mejor de su poderío revolucionario en contra del modelo occidental que lo había empezado a maltratar desde los 15 años, cuando por primera vez fue llevado a la cárcel, acusándosele de desorden mental y recomendándose la reclusión en un psiquiátrico. Ese ímpetu de rebeldía para crearle fisuras a dicho modelo, también se vio manifestado en las continuas deserciones de la milicia (adonde había entrado por hambre y por el pago que le ofrecían, no por su espíritu guerrero, ni por defender a su país, al cual detestaba, pues para el verdadero revolucionario, no existe la patria). Más adelante, hacia 1940, su accionar rebelde fue tomando una dimensión más política, luego de conocer al joven trostkista, Jean Decarnin, quien sería su amante durante algún tiempo y con quien compartiría amistad hasta 1944, cuando éste fue asesinado por la milicia durante la liberación de Paris.
Volviendo a su obra, Un cautivo enamorado (calificada en 2007 por Juan Goytisolo, como “uno de los libros más hondos, revulsivos y apasionantes escritos en francés en los últimos veinte años” y como “el testamento poético y humano de Genet (…) la obra en la que destilaría la totalidad de su saber y experiencia”) es preciso recordar que ella está poblada de retratos, de fragmentos de vida, básicamente construidos a partir de su estancia junto a los fedayines, aunque también con algunas referencias a lo vivido en los Estados Unidos junto a los Panteras negras, o a lo visto después de la masacre en Sabra y Chatila. Genet nos habla en su texto, de su decisión de trasladarse a Palestina para conocer, junto a los pobladores de esa región, cómo era el sentimiento y la realidad que afrontaban al ver cómo iban siendo despojados de sus tierras.
Allí pudo corroborar el rol manipulador y efectista de los medios, pues vio cómo llegaron numerosos periodistas desde diversas latitudes, queriendo registrar los sucesos y mostrándose solidarios con la causa palestina. Sin embargo, a esos territorios nunca llegaban las fotos, ni los periódicos, y tampoco se conocía algún pronunciamiento de aquellos periodistas que les fuera favorable. En cambio, cuando la lucha de los revolucionarios rebasaba la convencionalidad fijada por Occidente, no demoraban en aparecer las duras críticas de los mismos. La mirada de los periodistas, según nos relata Genet, era con deseo, con curioso deseo por auscultar la “estrella” que habían encontrado y que ahora tenían posando en frente, más aún, cuando dicha estrella era considerada, una “estrella terrorista”.

La observación y descripción que realizó Genet, nos permite hacer un retrato socio-antropológico de la cotidianidad en Palestina: los burdeles, los conflictos con los vecinos, el fervor de los soldados que defendían su territorio y la preparación militar que tenían los “cachorros de león” (jóvenes que llegaban desde muchas partes para sumarse a la causa, la cual era una causa mayor: la del pueblo árabe que buscaba sacar de su territorio a los invasores, y acabar con las figuras y estructuras coloniales). Asimismo, exaltaba la belleza de los fedayines (en su rostro, su cuerpo, su mirada y sus movimientos), como si una nueva libertad los poseyera y se trasluciera a través de la piel. Por su parte, las mujeres parecían más fuertes que los hombres y los fedayines para sostener la resistencia y aceptar las contingencias de la revolución, pues habían comenzado con la vulneración de las costumbres (mirada de frente, sin velo, con los cabellos al aire), que aunque para nosotros parezca ínfimo, para ellas era de gran trascendencia en el camino hacia la emancipación.
Genet veía a la revolución palestina como una “protesta catastral hasta los límites del mundo islámico no solo límites territoriales sino revisión y probablemente negación de una teología tan adormecedora como una cuna bretona”. En esta disposición de los palestinos, Genet encontraba nexos con los Panteras negras, pues ambos carecían de tierras y le habían dado inicio a su resistencia desde sus propios guetos. Pero más adelante, Genet sostenía que la revolución palestina dejó de ser un combate por unas tierras para convertirse en una “lucha metafísica”, que le proponía al mundo una moral de la resistencia y que revivía el mito del pequeño David que no se rinde ante la superioridad de su adversario, pues era evidente el desbalance entre los dos ejércitos, sin embargo la resistencia continuaba y continúa. “Los invasores eran más despreciados que temidos”.
Nos queda decir sobre Un cautivo enamorado, que lo que escribe Genet es con mucha transparencia, pues cree que la revolución palestina vive y vivirá de sí misma. El autor ha tratado de traslucir con la escritura de este libro, su propia revolución, su vínculo, su sincronía y su afecto por todas las revoluciones. Estos recuerdos, escritos como un reportaje, fueron redactados a partir de 1983 (cuando ya había observado la carnicería de Sabra y Chatila) impulsado por la necesidad de compartir su experiencia y acuciado por algunos presos políticos que le solicitaban visibilizar ante el mundo lo que se vivía en Palestina.
El otro gran texto escrito por Genet en su tercera etapa es, Cuatro horas en Chatila (1982), realizado después de haber sido testigo del horror perpetrado por falanges de ultraderecha libanesas, auspiciadas por el gobierno israelí, contra un grupo de refugiados palestinos que habían sido ubicados en Sabra y Chatila, con la intención de ser protegidos. Genet, quien estaba en Beirut en los días del suceso, pudo ver, apenas unas horas después, el nefasto resultado, y sobre esa experiencia es que se refiere en el texto. En el mismo, no sólo hace una descripción poética de lo visto, sino que ubica claramente los sucesos, identificando los culpables y denunciando cómo la información contradictoria de las páginas de los medios, buscaba dejar en las sombras la realidad de los hechos, encubriendo y excusando a los asesinos. Ante esta expresión de brutalidad, Genet se siente definitivamente palestino y odia con vehemencia a Israel: el verdadero culpable, aunque haya utilizado a los sicarios Kataeb. Las masacres no sucedieron en silencio y oscuridad, alguien tuvo que haber visto… Genet sugiere que fueron los mismos israelíes, quienes asesinaron a Bechir Gemayel para justificar su ingreso y obtener el control definitivo del Líbano. El pronunciamiento del primer ministro de Israel en ese momento, Menahem Begin, ante el parlamento de su país, es una muestra  clara de la forma como entienden las relaciones con sus vecinos: “En Chatila, en Sabra, unos no-judios han masacrado a unos no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?”.
Genet recurre a la poesía para describir el horror, pues es en Sabra y Chatila donde capta con mayor intensidad la “obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte”; exalta el cuerpo aún en estados de descomposición. Eros y Tánatos juntos, fundando una estética de la resistencia, pues las liberaciones y las revoluciones se dan con el fin de encontrar o volver a reencontrar la belleza, es decir, lo impalpable… lo que se anhela, y que aún no existe pero se puede instaurar. Por eso, para Genet, la belleza de los fedayines, de las mujeres, de los argelinos después de la liberación, fluía solamente tras haber incursionado en un proyecto libertario. “Los fedayines no querían el poder, ya tenían la libertad”.
Finalmente, queremos hacer unos breves apuntes sobre uno de los estudios que se vienen haciendo de Genet en la actualidad, desde la óptica de la Teoría Queer. Algunos seguidores de esta corriente ven que el potencial subversivo de Genet está atravesado por una particular relación con los personajes fronterizos, inclasificables (en términos de género) que pueblan su obra. Un claro ejemplo de ello es la Divina de Nuestra señora de las flores, quien juega con los estereotipos del género y los ridiculiza (haciendo gala de una gran inteligencia) de tal forma que resulta siendo el centro de atracción tanto de los machos como de los homosexuales en la cárcel. Genet genera una dicotomía, precisamente, entre las figuras masculinas, que ante la dificultad de su definición revierten la virilidad en el culto a la violencia, y los homosexuales reprimidos que sólo pretenden desfogar sus instintos en la clandestinidad. Y son precisamente, los personajes como Divina o el teniente Seblon en Querelle de Brest, los que muestran una mayor distancia con el criminal primario, preso de su propia impotencia y soledad. Seblon, por ejemplo, es el esteta de la pura contemplación, aquel que teme perder el encanto de la misma, si se permite irrumpir en ese otro cuerpo digno de todo enaltecimiento.
Genet mismo decía en una entrevista, que la virilidad es siempre un juego, y que la hombría es una cualidad que sirve para proteger lo femenino y no para desflorarlo. Pero los modelos heterosexistas no han permitido reinventar la identidad homosexual como producto de un proceso revolucionario en el que se reafirman las diferencias.
A la luz de esta lectura, nos queda más fácil entender el más polémico texto de Jean Genet, Pompas fúnebres, el cual es despachado rápidamente por muchos lectores, debido a la aparente exaltación que hace de los soldados nazistas. Si bien es cierto que hay un entusiasmo con el cuerpo de dichos soldados, Genet está aprovechando la masculinidad para jugar con los discursos de las identidades y las diferencias y extenderlo al campo de lo político. No hay que perder de vista que este texto es un homenaje a su amigo Jean Decarnin, asesinado por razón de su lucha política, y que Genet se propone interrogar a esos asesinos, quienes también aman y sienten deseo, y entregan su vida, y asesinan a seres amados por otros.
Las diferencias ideológicas no pueden llevarnos a desconocer que en el adversario también fluyen múltiples intensidades, las cuales, en ocasiones son similares a las nuestras.

Imágenes tomadas de la circulación libre en la red

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Jacobo Fijman: el Cristo Rojo

 


“Entre mi pintura y mi poesía hay una misma mano. Las mismas concepciones. De niño me dijeron que sería un gran pintor. Y entonces quemé todo. Ahora lo hago para perfeccionar mis sentidos, externos e interiores. Sólo de esa forma es válido pintar y escribir. Y hasta que los pintores y escritores no lo entiendan, deberían dejar esas cosas. Porque están mintiendo. El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad”.
(Jacobo Fijman, en entrevista con Vicente Zito Lema, 1969)

 
Desde los oscuros pabellones del horror, donde la agónica lucha contra la razón asfixiante era una necesidad y donde la soledad se imponía abigarrada de imágenes aéreas, rescatamos una voz que transitó hacia el grito, luego de desnudarnos con sus contrapuntísticos efluvios; es la voz de Jacobo Fijman, quien vio cerrarse la última puerta de esta morada hace cuarenta años (en un día impreciso de 1970, aunque las notas necrológicas aparecieron el 1 de diciembre de ese año) luego de entregarnos una de las obras poéticas más desgarrada, transparente y profundamente mística, de la literatura argentina en la primera mitad del siglo XX.

Su vida, marcada por el sino de la pobreza y del olvido, fue un constante deambular entre sórdidos lugares y el manicomio (donde finalmente sería internado desde 1942 hasta su muerte). El informe que ordenaba su reclusión definitiva presentaba el siguiente cuadro clínico: “alienación mental por psicosis distímica – síndrome confusional”.

De estirpe judía, nació en 1989 en Berasabia, un pueblo del antiguo Imperio Ruso, hoy perteneciente a la República de Moldavia. Emigró junto a su familia hacia la Argentina en 1902, instalándose en la región de Lobos (al sur de la Provincia de Buenos Aires) donde realizó su formación básica e intermedia. En 1917 llegó a Buenos Aires para adelantar estudios de francés, habiendo alcanzado la licenciatura, lo que le permitió desempeñarse como profesor, aunque sólo por un corto tiempo. Su insaciable búsqueda de conocimiento lo condujo a indagar en otros temas: filosofía antigua, griego, latín, leyes, matemáticas.  Además, día tras día, se preocupaba por perfeccionar la interpretación del violín, el cual lo había acompañado desde la adolescencia y seguiría siendo su fiel compañero en el deambular para ganarse la vida, tocando por unas cuántas monedas donde el hambre lo llevara.

Hacia 1921, luego de un extraño suceso en el que se vio envuelto, fue detenido por un policía que lo presento ante la comisaría como “un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece el mal de la anarquía”. Posteriormente fue internado por primera vez en un hospicio. Allí recibió electrochoques y fuertes castigos, y permaneció alrededor de seis meses, manteniendo el rigor tanto en su escritura como en su pintura.

Desde su salida, y ya con una obra en ciernes, empezó a vincularse con algunos magazines, en los cuales aparecieron publicados sus primeros textos. En 1926 fue invitado por los jóvenes impulsadores de la revista Martín Fierro (Macedonio Fernández, Jorge Luís Borges, Oliverio Girondo y Leopoldo Mahecha) para que se les uniera en su proyecto. Motivado por la acogida que le brindaban, se dio a la tarea de publicar su primer libro, Molino Rojo, en el mismo año. Aunque el nombre de esta obra fácilmente podría entenderse como una evocación de los movimientos revolucionarios del momento, Fijman aclaraba que, más bien tenía que ver con “dos estados del alma” (la locura y el delirio) en los que se traslucían su itinerario en el manicomio y la lucha sostenida con la razón que no le daba espacio para desplegar su vuelo. En este poemario, ya empieza a desnudar a la locura y a mostrárnosla como una vivencia “tan humana” y además propicia para la creación, pues “hallaba en la demencia una instancia poética”. Asimismo, la obra está atravesada por el dolor y la desesperanza. Ha establecido un romance con la agonía, se siente “una mortaja viva” y considera que “el sudario más frío es uno mismo”. Sin embargo, en medio de tanta nostalgia por las partidas perdidas y aún sintiendo que es “muy larga la noche del corazón”, también afirma con vehemencia que su “corazón es blanco de ternura” y que espera hallar alguna salida, quizá en medio de un mundo erotizado que parece activarse en los versos finales de su poema, Cópula:

Nuestros cuerpos: auroras y ponientes
En la alegría loca de los vientos
¡El corazón del mundo es nuestra boca!



 
En su primer viaje a Europa (hacia 1924), desde donde llegaban los ecos de las vanguardias, especialmente del surrealismo, Fijman se cruzó con Bretón, Eluard, Artaud y Lautréamont, aunque no se enfiló con ellos debido a su interés creciente por el misticismo, que lo llevó posteriormente a bautizarse como católico y a querer ser sacerdote. Fueron los días en que empezó a proclamar que era un santo “aunque estuviera prohibido por la iglesia”. En su exaltación, también se veía como el Cristo Rojo, Jesucristo, Beethoven, un nihilista, el superhombre, Lenin; tenía por padre a Trotsky, era un caldeo que observaba las estrellas, dirigía las batallas, iba a las barricadas, llevaba la bandera roja… en fin, era multiplicidad sin tiempo que vivía por y para su única razón existencial: la pintura y la poesía. 

En 1929 vio la luz su segundo libro, Hecho de estampas, el cual está dedicado, entre otros, a Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Raúl González Tuñón; amigos que aún seguían animándolo pero que luego lo abandonarían. Esta obra está poblada de recuerdos (de la niñez y de la adolescencia) cuando, a pesar de estar circundado por un entorno armonioso, su mirada de infante ya buscaba donde posarse para encontrar un poco de sosiego.


Poema III

Está mi risa de niño
con la abuelita ciega de la noche oscura.
Resuenan mis botas groseras de campesino
en la ternura de los caballos,
y he ido.
Al son de ríos lúcidos y puros
tiemblan las curvas de los pozos como las dulces
patas de los corderos.
Encerrada en mis pasos sigue la noche obscura.

El libro continúa con una estela de sombra y un subfondo agónico, pero a pesar de ello, hay un encantamiento con el mar, los océanos y las estrellas; espacios donde busca la infinitud a través de la contemplación, teniendo a la soledad y al silencio como aliados, aunque también éstos los abandonan en cierto momento, dejándolo doblemente huérfano.

Tras un segundo y frustrante viaje a Europa, vuelve a Buenos Aires y publica en 1931, su tercer libro, Estrella de la mañana. Es un libro que bordea la iluminación, que se aproxima a la gracia, que nos muestra un poeta-verbo encarnado en el misterio de la eternidad, y aunque comienza con un verso lapidario: “Los ojos mueren en la alegría de la visión”, rápidamente vuelve a dejarse llevar por la tranquilidad que le inspira el devenir; de nuevo surge la esperanza, eleva una plegaria y acepta su destino como un reto espiritual. Es un Job que clama desde su dolor, que sabe esperar y que quiere “morir en Cristo”. Experimenta una profunda entronización con figuras angélicas, acepta su propia cruz con alegría y le dice a su alma que “somos en Dios desnudez ordenada”.

X

Está contigo la paloma santa.
Alma mía, somos en Dios desnudez ordenada.
Nos levantan las manos olorosas de paraíso.
Ando sobre la tierra
y en nuestra sangre muero y resucito en la sangre de Cristo.
Desnudez ordenada
en las manos cubiertas de sueños y prodigios de sueño y de prodigio.
Desnudez ordenada por la pasión y la muerte.
Desnudez ordenada que cae en la primera muerte y que levanta la primera vida.
Se pone multiplicada de misterios, y la manzana conviértese en palomas,
y los vientos se cubren por sus vuelos.
Nuestras tierras alumbran recostadas en cielos y mediodías.
 

 
A la manera de los grandes místicos, Fijman percibe una consubstanciación con la “fuente de todo amor”, habla con ella de alma a alma y se siente partícipe de la gloria infinita que de ella emana, aunque tenga que padecer soledad y sufrimiento debido a su condición humana. Pero para quien ha centrado su esperanza en la trascendencia espiritual, es natural que sienta cómo siempre resurgen las albas por todas partes: “en el sueño del padecer nacen las albas”.

Los años que siguieron a la publicación de su tercer libro, son los más desconocidos de la vida de Fijman. Olvidado por sus amigos y extraviado de sus familiares, se sume en la pobreza y vive la agudización de su problema psiquiátrico, hasta que en 1942, es detenido por la policía y enviado al Hospital Psiquiátrico José T. Borda. Allí es sometido a fuertes descargas eléctricas y a un régimen de alienación, sin embargo, aprovecha cada momento libre para continuar pintando y leyendo a autores sacros. En este periodo, el delirio místico se acrecienta. Su amor por la Virgen María es intensificado; y conversa permanentemente con ángeles y demonios.

Al final de sus días, en el cuaderno que guardaba celosamente, se encontraron, además de numerosos dibujos, algunos poemas sumamente crípticos, con un singular ritmo, que los hace bastante musicales; en los mismos, también hay un afianzamiento de la imagen pura, cristalina, directa, la que había empezado a buscar desde el momento en que se distanció de las construcciones metafóricas de los martínfierristas.

Eclogario

Acá dentro conmigo, tú sabes justamente
De montes y de cabras
Y de dar en el nombre
Los concejos y trigos,
Las albas y deuterias.
Ahora ahora con el sueño
Tanto y cuanto de flor,
Y más y más de almendras y manzanas,
Acuérdate, pretexta, de ser eternidad,
Tú tan amiga de la flor,
Y tan amiga de la estrella,
Tanto o cuanto de flor,
Tanto o cuanto de estrella.
Ahora ahora con el sueño
De albas y deuterias,
Acuérdate, pretexta, de ser eternidad.

Gran parte del material rescatado y de las últimas visiones de Fijman, se las debemos a Vicente Zito Lema, quien conoció al artista en 1968, y desde ese momento se propuso compartir con él diversas reflexiones en torno a su quehacer. En una larga entrevista que tuvieron, podemos entrever la transparencia del poeta y la claridad de sus apreciaciones, sin embargo, el dictamen médico aseveraba que padecía de alienación mental. Respecto a la salud mental, Fijman también tenía su propia percepción, con la cual cerramos este sentido homenaje: “Yo he investigado el alma, también la psiquiatría. Y sé que los ciegos y los sordomudos son dementes. Que los muy ricos y los que llevan uniformes son dementes y peligrosos. Y que los que visten sotanas y se llaman hijos de Cristo son los más dementes, hipócritas y demoníacos de todos”.