La posibilidad de convertirse en “víctima colateral” de
cualquier emprendimiento humano, por noble que se declare su propósito, y de
cualquier catástrofe “natural”, por muy ciega que sea a la división en clases,
es hoy una de las dimensiones más drásticas e impactantes de la desigualdad
social. Este fenómeno dice muchísimo sobre la posición relegada y descendente
que ocupa la desigualdad social en la agenda política contemporánea. Y para quienes
recuerdan el destino que corren los puentes cuya resistencia se mide por la
fuerza promedio de sus pilas y estribos, también dice muchísimo más acerca de
los problemas que nos reserva para el futuro compartido la ascendente
desigualdad social entre las sociedades y en el interior de cada una.
El vínculo entre la probabilidad aumentada de sufrir el
destino de “baja colateral” y la posición degradada en la escala de la desigualdad
resulta de una convergencia entre la “invisibilidad” endémica o artificiosa de
las víctimas colaterales, por una parte, y la “invisibilidad” forzosa de los “forasteros infiltrados” –los
pobres e indigentes–, por la otra. Ambas categorías, aunque por razones
diversas, se dejan fuera de consideración cada vez que se evalúan y calculan
los costos de un emprendimiento y los riesgos que entraña su puesta en acto. Las bajas se tildan de “colaterales”
en la medida en que se descartan porque su escasa importancia no justifica los
costos que implicaría su protección, o bien de “inesperadas” porque los
planificadores no las consideraron dignas de inclusión entre los objetivos del
reconocimiento preliminar. En consecuencia, los pobres, cada vez más
criminalizados, son candidatos “naturales” al daño colateral, marcados de forma
permanente, tal como indica la tendencia, con el doble estigma de la
irrelevancia y la falta de mérito. Esta regla funciona en las operaciones policiales
contra los traficantes de drogas y contrabandistas de migrantes así como en
las expediciones militares contra terroristas, pero también cuando los
gobiernos se proponen recaudar más ingresos aumentando el impuesto al valor agregado y
reduciendo las áreas destinadas al recreo infantil en lugar de incrementar las
cargas impositivas de los ricos. En todos estos casos y en una creciente
multitud de otros, resulta más fácil causar “daños colaterales” en los barrios
pobres y en las calles escabrosas de las ciudades que en los recintos
amurallados de los ricos y poderosos. Así distribuidos, los riesgos de crear víctimas
colaterales pueden incluso transformarse a veces (y en favor de ciertos
intereses y propósitos) de valor pasivo en valor activo…
Esta íntima afinidad e interacción entre la desigualdad y
las bajas colaterales –los dos fenómenos de nuestro tiempo que crecen tanto en
volumen como en importancia, así como en la toxicidad de los peligros que
auguran– es el tema que se aborda, desde perspectivas sutilmente distintas en
cada caso, en los sucesivos capítulos del presente volumen, basados en su mayoría
en conferencias que se prepararon y dictaron durante los años 2010 y 2011. En
algunos capítulos, ambas cuestiones aparecen en primer plano; en otros,
funcionan como telón de fondo. Queda por elaborar una teoría general de sus
mecanismos interrelacionados; en el mejor de los casos, este volumen puede
verse como una red de afluentes que corren hacia el cauce de un río inexplorado
y virgen. Me consta que aún queda pendiente la tarea de la síntesis.
No obstante, estoy seguro de que el compuesto explosivo que forman
la desigualdad social en aumento y el creciente sufrimiento humano relegado al
estatus de “colateralidad” (puesto que la marginalidad, la externalidad y la
cualidad descartable no se han introducido como parte legítima de la agenda política)
tiene todas las calificaciones para ser el más desastroso entre los
incontables problemas potenciales que la humanidad puede verse obligada a
enfrentar, contener y resolver durante el siglo en curso.