Llegó un niño nuevo a la escuela, en mitad del curso. Tiene ocho años. Vamos a suponer que se llama Khalid. Estamos en la isla de Chipre, esa que tiene forma de gota de agua que lleva el viento del noreste. O de lágrima que desciende en diagonal por una mejilla recostada y azul, azul como la mano del grumete.
La familia de Khalid apareció una mañana en la playa. Atrás dejaron una barca hecha añicos pero que, a pesar de todo, les había conducido hasta la costa de Chipre, en el lado griego. Atrás dejaron, también, una vida: su casa, su tierra, sus ovejas, sus amigos, su calle en donde jugaba, el balón con los colores de la Juve, los juguetes, los libros, la tacita en donde Khalid se tomaba su leche por la mañana. Todo eso quedó atrás, a unas millas marinas de distancia. A años luz de distancia. Khalid vivió, hasta ese día que amaneció en una playa como un delfín varado, como una ostra que la marea trajo, en un país en donde hay una guerra entre musulmanes a la cual acuden a bombardear unos cristianos.
Las autoridades griegas de Chipre se hicieron cargo de Khalid y lo escolarizaron. En una escuela en donde se habla en griego. En esta escuela, los niños de su clase leían un libro que se titula La Odisea, y Khalid, con la ayuda de sus compañeros y sus maestros, también lo leía. En esta escuela, cada niño tiene su ejemplar de "La Odisea" y lo leen en casa, para poderlo comentar al día siguiente en lo que llaman la tertulia dialógica. Khalid sintió enseguida que ese libro le emocionaba, que ese libro griego y muy antiguo le hablaba.
Pasaron los meses y luego los años, unos pocos años. Los caprichos de la guerra en su país hicieron que, en su ciudad, la guerra se apartase y se fuese para otra parte, como lo hacen las tormentas, las epidemias y las empresas extractoras: una vez han devastado algo, se largan a un nuevo territorio. Su región había reencontrado la paz. Los musulmanes ya no luchaban allí por la mañana y los cristianos ya no les bombardeaban por la noche. Así que sus padres se propusieron volver.
De modo que, un día, Khalid se despidió de sus compañeros y de sus maestros y les contó, radiante de felicidad y de alegría, que regresaba a su casa y a sus ovejas, a su calle, a su balón de la Juve. Nadie sabía qué se iban a encontrar, que quizás la casa estaba medio quemada, que quizás había aparecido en su fachada una gran ventana nueva y ovalada, la que abrió un obús cristiano durante una noche. Pero estuviese como fuera, esa era su casa.
La familia de Khalid se estaba preparando para partir cuando el niño pensó que quería llevarse algo de su vida en Chipre y salió zumbando para la escuela antes de subirse al barco que le llevaría de vuelta a casa.
Llegó sudoroso a la puerta de la escuela y, sin resuello, preguntó por su maestra. Le pidió que le dejase llevar su libro preferido, "La Odisea". Quería el ejemplar que leyó. Ese libro griego y antiguo que él sintió que le hablaba, y del que llegó a pensar que ese libro había viajado a través de miles de años para que el, Khalid el extranjero que llegó en una barca, fuese su lector. Pensó que ese autor griego, antiguo y ciego, lo escribió pensando en un niño lector que lo leería miles de años más tarde en una islita que tiene forma de lágrima.
La secretaria de la escuela le preguntó a la maestra: ¿Y... como sabremos cual es el ejemplar que leía Khalid?. No te preocupes, le respondió la maestra, no hay posibilidad de equivocarse. A lo largo del curso en que Khalid leía "La Odisea", subrayó todas las palabras griegas que significan "hogar". Solo tengo que buscar ese libro.