Eran hermanos y no necesitaban hablarse.
Todo el día a la gresca, peleados por ser el primero en lograr algo, llegar más
lejos, correr más rápido, hacer la broma más pesada o eludir los mandatos de
sus padres. Siempre pendiente el uno del otro, ni muy lejos ni muy cerca, justo
al lado, al alcance del puño o de la mano.
Juntos pastoreaban, cada hermano
debía vigilar la mitad del rebaño pero siempre uno lanzaba una piedra, otro lo
imitaba, la competición se iniciaba y poco a poco sus cuerpos se acercaban, sus
miradas se desafiaban, inseparables y sin hablarse.
Llegó el día en que quizás un brazo
se elevó demasiado, alguien interpretó mal un gesto o la rivalidad solo escaló
más alto y una mano, portando una piedra pesada, cayó con fuerza sobre una sien
haciendo que uno de los hermanos se desplomase.
Fue después, cuando llegó el momento
de contarlo, cuando se repartieron nombres y papeles. Caín, mirándose atónito
las manos, el asesino; y Abel, el caído, el bueno, el sacrificado.