Tenía que darse
prisa. Repaso mentalmente todas las tareas que le habían encomendado y se dio
por satisfecha; servir de interna en una casa tan grande es lo que tiene:
trabajo, mucho trabajo.
Afortunadamente
las pijas de las hijas se habían encerrado en sus habitaciones para probarse un
modelito tras otro y maquillarse, como hacían siempre, todo el rato, con
cualquier excusa. De modo que ahora que habían sido seleccionadas para ir a la
televisión, al programa en que uno de los solterones más cotizados del país
elegiría con quien pasar las vacaciones, estaban sencillamente histéricas.
Sonrió un
instante. Ellas no lo sabían pero también ella estaría allí, era su oportunidad
y estaba dispuesta a aprovecharla al precio que fuera.
Después todo ocurrió
muy deprisa: los focos, los flashes, las preguntas, los nervios y… los ojos de
aquel hombre.
Estuvo mirándola hasta lograr ponerla
nerviosa. En cuanto puso los ojos encima de ella, la eligió, porque era
distinta a todas, porque era vulgar y barata, sencillamente perfecta. Para
alguien harto de las niñas monas, impecablemente vestidas y operadas, una mujer
así, con esas manos de fregona, era ideal para divertirse un poco y a su costa.
Lo cierto es
que, con demasiada frecuencia, se aburría. El mundo lo amaba, lo idolatraba, lo
copiaba y lo perseguía; y él se aburría. Por eso había sido tan fácil
convencerle para que hiciera aquel programa: ellos habían puesto delante de sus
ojos un cheque lleno de ceros y él tenía libertad total para escoger a la chica.
Abriendo la
boca, elegantemente somnoliento, abandonó el estudio, dejó que los rumores
creciesen a su alrededor junto con los odios y las envidias. Todo lo malo que
se decía de él era más o menos cierto, aunque aún nadie había descubierto qué
le dominaba y quién era: un ser sin alma en constante busca de una buena raya
de coca.