Esta
mañana, cuando salí a la calle dispuesta a iniciar mi camino al trabajo, tuve
una visión extraña: por un instante, creí ver un túnel de luz rodeándome,
similar a aquellos que aparecen en las películas de ciencia ficción cuando la
nave realiza un salto en el hiperespacio.
A partir de ese momento, comencé a
percibirlo todo de otro modo. Distintos mundos y distintas dimensiones,
diferentes escalas de tiempo y realidades.
Un hombre se cruzó en mi camino; por
un momento pareció que íbamos a chocarnos pero los túneles por los que
avanzábamos, en los que estaban programados el lugar y la hora de nuestros
destinos, se curvaron. Pasé junto a una pareja que se despedía, que no quería
separarse, un pequeño mundo en que el tiempo corría a una velocidad distinta
del que regía mis pasos o del de aquel que un poco más allá parecía esperar a
alguien. Una pandilla de jóvenes luchando por alargar la noche, otros
comenzando el día, una bicicleta moviéndose como una sombra en silencio, un
coche saliendo de un garaje, un viejo avanzando con parsimonia, un niño
haciendo pucheros cogido de la mano de su madre, una mujer abriendo un bar y
otro, algo más lejos, abarrotado de gente, luchando aún por poder cerrarse.
Mundos rodeados de una piel de luz,
aislados, en los que el tiempo y el idioma, lo que se tiene y lo que se desea,
lo importante, no se parecen en nada. Y todos esos mundos están aquí, en este
espacio-tiempo y en este instante.
Esta mañana descubrí que la ciencia
ficción es realidad y que nosotros somos aventureros, exploradores,
astronautas.