[Texto publicado en Quimera 461, mayo de 2022]
Llegué a
Barcelona en el año 2000 arrastrada por el amor y la literatura comparada.
Aquel amor no duró mucho, pero sirvió de trampolín. Terminé la carrera, estudié un máster en
edición y poco después encontré trabajo. No hay que olvidar que Barcelona sigue
siendo la capital del sector editorial en castellano, sobre todo literario, con
sus correspondientes colaboradores pululando alrededor. Cristina Peri Rossi
decía que Barcelona estaba llena de colaboradores latinoamericanos cuando llegó.
Y aquí seguimos. Porque Barcelona tiene aquello de que te vas quedando. Nadie
piensa: a partir de ahora voy a vivir en Barcelona, pero al final lo estás
haciendo y ya han pasado veinte años.
Hace poco leí por ahí que Barcelona
está considerada la tercera ciudad más linda del mundo. También una de las más
sostenibles y respetuosas con el medio ambiente. Claro que con tanta
publicidad, Barcelona se está poniendo cada vez más cara. Gentrificación y
pisos compartidos. Mucho airbnb que nos va desplazando a la periferia. Estas
cosas nos preocupan a los que gastamos precariedad, pero nadie va a negar que
Barcelona es una ciudad bonita, donde siempre importó mucho el diseño. Una
ciudad muy atenta a la fachada. Una ciudad con mar, donde se puede sobrevivir
en verano y pasear al sol en invierno.
Pero es fácil imaginar un mapa de
Barcelona donde se van superponiendo capas de tiempo. Toda ciudad acumula
recuerdos y experiencias personales. Uno podría retroceder en el tiempo, y ese
movimiento estaría dibujando un mapa narrativo personal.
Mi mapa empieza en una ciudad que era
la de la nueva rambla del Raval. Recuerdo el aspecto de esa zona recién
derruida y multicultural. Había gente que decía que aquello no parecía
Barcelona, pero para mí Barcelona era precisamente eso. Gente de todos lados,
gente de paso, olores exóticos, idiomas que no entendía, túnicas y turbantes,
latas de cerveza en la calle. Recuerdo que visitaba a menudo la biblioteca Sant
Pau y me iba a leer y tomar cafés en unos barecitos de la calle dels Àngels, la
calle que termina en el MACBA. Recuerdo el olor a podrido del Raval, los
ladrones corriendo, los turistas detrás. Recuerdo ir andando por la ronda Sant
Antoni hasta la universidad con una carpeta bajo el brazo, y que un día un
borracho me dijo que si no estaba grandecita ya para estudiar. Recuerdo que por
todos lados colgaban carteles que decían Barcelona,
posa’t guapa.
Por entonces vivía frente al Apolo,
lo que significaba que cada fin de semana la gente montaba el botellón bajo mi
ventana. Para colmo, la acera de los botellones quedaba muy cerca de mi ventana
porque vivía en un entresuelo. Menos mal que al poco me mudé al barrio del Clot
y por fin conseguí dormir del tirón. El Clot era un barrio muy barrio, con señoras
con carro de la compra y tiendecitas de toda la vida, aunque ahora va virando hacia
el rollo hípster que se trae el Poblenou. Ana Basualdo me contó que el Clot
tiene un pasado anarquista. Me habló de la réplica de la escultura Las pajaritas de Ramón Acín, fusilado en
la Guerra Civil, que los vecinos del Clot inauguraron en la calle Aragón en los
años noventa. Para Acín, aquellas pajaritas reflejaban el espíritu pacifista,
naturalista y libertario. También me contó que Buenaventura Durruti, líder
anarquista, se reunía a menudo en el bar La Coctelera que queda en la esquina
de mi casa, en Rogent y Meridiana.
Hace unos quince años que vivo en el
Clot y las cosas por acá también fueron cambiando. Recuerdo que frente a la galería
de mi casa, donde ahora se eleva un edificio que tiene una piscina en la azotea
y que vende pisos desde cuatrocientos mil euros, hace cosa de tres años había
una vieja nave industrial donde al atardecer daban clases de danza. Yo veía a
los bailarines desde mi casa. Menos mal que mientras derruían la nave de la
danza se estaba inaugurando una sucursal de la librería Nollegiu. Ahora veo el
mastodonte blanco y nuevo, ese tipo de edificios que hace que todos los pisos
hayan subido de precio, pero saber que hay una librería en el barrio consuela. Otra
cosa que consuela es una plaza rarísima que queda muy cerca del parque del
Clot. La plaza tiene una escultura hecha con un montón de bicicletas que asoma
por encima de un muro. Siempre me pregunté qué hay detrás de ese muro, si las
bicicletas siguen tejiéndose del otro lado hasta tocar el suelo.
Claro que hay muchas Barcelonas. La
mía está hecha de amistades con gente de fuera, escritores de distintas partes,
colegas del mundillo editorial y muchos músicos de jazz. Mi gente más cercana
es casi toda de fuera y a la mayoría le pasa aquello de que te vas quedando.
Cuando eres de fuera armas familias sustitutas, pasas las Navidades con ellos y
echas muchos domingos de sobremesa. Mis amigos viven en Arco de Triunfo, en
Sant Antoni, en Gracia, en Sants, en Guinardó, en Hospitalet, en Sagrera. Pero
cuando voy, por ejemplo, a una reunión de La
Maleta de Portbou en el estudio de Josep Ramoneda, me doy cuenta de que
parece otra ciudad. Está en una zona muy linda de Barcelona a la que no voy casi
nunca, por la Bonanova. Cuando salgo de los ferrocarriles pienso que existen
muchas Barcelonas. Barcelonas que acumulan tiempo, cierto, pero también
Barcelonas paralelas. Esa zona es muy poblada, repleta de edificios altos con
terrazas coquetas. Todo es más denso que donde vivo yo, aunque también mucho
más limpio y ajardinado. Entonces me doy cuenta de que en cada ciudad hay
muchas ciudades, que el mapa no solo superpone tiempo, sino mundos paralelos.
Porque aunque compartamos aeropuerto, vivimos en mundos paralelos. Solo basta
con acercarse a ciertas naves del Poblenou ocupadas por chatarreros para entender
perfectamente lo que quiero decir.
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