Jamás alguien fue tan solitaria como Calipso. Desde la entrada de su caverna, contemplaba las olas violetas, sabiendo que los demás dioses no la buscaban. A su espalda, escuchaba hervir en las profundidades el manantial que eruptaba agua a la superficie en cuatro direcciones. Anfitriona divina, el tiempo le negaba los huéspedes. ¿Por qué el mar que la rodeaba estaba desierto y de las tierras no subía el humo de los sacrificios? La distancia de Calipso con respecto al mundo no se medía únicamente sobre el dorso inmenso de las aguas, sino fundamentalmente en el tiempo. Al igual que su padre Atlante, "que conoce las profundidades de todo el mar" y vela sobre las grandes columnas que separan la tierra y el cielo, Calipso vivía en un punto de juntura cósmica: Ogigia era un aisla originaria no confundible con ninguna otra isla, de igual manera que el agua del Estige, que disuelve cualquier otra materia y aterroriza incluso a los Olímpicos, no es confundible con ninguna otra agua. Pero nadie se preocupaba de ellos. Eran huérfanos de una era, del reino derrocado de Crono. Ahora los dioses residían en una montaña y resplandecían a la luz.
Calipso significa Ocultadora. Su pasión era cubrir, envolver algo en un velo, como los que a veces le ceñían la cabeza. Pero nada se le daba para cubrir, a excepción de la perenne mezcla de las aguas celestiales y terrestres debajo de su caverna con un zumbido sordo que sabía distinguir perfectamente de aquel otro del mar delante de ella.
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Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía. Ed. Anagrama, Barcelona, 1994.