“El
que no ha vivido la organización de los campos nazis puede difícilmente
comprender su estructura interna y menos todavía hacerse una idea de la verdad.
Si acaso, imaginársela.” Estas palabras las escribió Miguel Barragán Criado, tras
pasar casi cinco años de su vida en dos de los campos de concentración nazis
más terribles que existieron; Mauthausen y Dachau.
Miguel
Barragán Criado fue uno de los cinco aguilarenses que pasó por alguno de los
campos nazis. Y uno de los cuatro que pisó Mauthasen, el campo austríaco en el
que estuvieron confinados más de siete mil soldados republicanos españoles. Y
además fue uno de los tres que consiguieron salir con vida del infierno alemán.
Los otros dos afortunados se llamaban Francisco Mendoza Bello y Antonio Urbano
Cobos.
Hubo
un cuarto aguilarense que acabó en Mauthasen, Antonio García Morales, pero él,
por desgracia, no tuvo la suerte de salir con vida para contarlo, y encontró la
muerte en las frías tierras austríacas, tras catorce meses de penurias y maldades.
Tras
el horror de la Segunda Guerra Mundial y del holocausto nazi, se han escrito
miles de libros, se han rodado miles de películas, unas de ficción y otras
documentales y sesudos pensadores han tratado de encontrar una explicación a semejante
horror: por qué ocurrió todo aquello, por qué el pueblo alemán fue capaz de
asesinar impunemente a millones de seres humanos, por qué encerraron a millones
de personas, humillándolas, violándolas, asesinándolas con absoluta impunidad.
No hay respuestas sencillas ante semejante salvajada.
Y
como muy bien escribió Miguel Barragán, si uno no estuvo allí, es prácticamente
imposible comprender aquella máquina de muerte y destrucción. Para hacerse una
idea real de todo aquello, tendríamos que haber estado allí, como estuvieron
nuestros paisanos, Miguel Barragán Criado, Francisco Mendoza Bello, Antonio
Urbano Cobos y Antonio García Morales.
Y es que las condiciones de vida en los
campos de la muerte eran, sencillamente, terribles. Días interminables de durísimo
trabajo (jornadas de doce, trece, catorce o incluso más horas), hacinamiento en
los barracones, bajísimas temperaturas que en lo más crudo del invierno podían
rondar los menos treinta grados centígrados, miseria extrema y una escasísima
alimentación. Desde el mismo instante en que uno ponía el pie en un campo de
concentración o de exterminio, dejaba de ser un ser humano para convertirse,
instantáneamente, en un número. O mejor dicho, uno pasaba de ser un ser humano
a convertirse en un animal con un número de matrícula. Ni en Mauthausen ni por
descontado en ningún otro campo nazi, existían los nombres propios ni las
identidades de ningún otro tipo. Al llegar a este lugar, al prisionero se le
proporcionaba el drillich o traje a rayas, formado por un pantalón, una
chaqueta, un gorro y una camisa. También se les daba un par de zuecos de
madera, no necesariamente del mismo número. Nada de calcetines. Nada de
calzoncillos. Esta ropa era para siempre. Esto significaba que debían llevarla
puesta hasta el día de su muerte. De hecho, no era nada raro que muchos
prisioneros llevaran un traje con agujeros de bala, del prisionero que lo había
usado antes que él. La ropa no se lavaba casi nunca, aunque a veces sí se
hacía. Era frecuente llevar la ropa mojada por la lluvia.
La jornada de trabajo empezaba al amanecer y
se podía alargar durante doce, trece o catorce horas. No importaba si llovía,
si nevaba o si hacía calor.
En cuanto a la alimentación, a cada preso se
le proporcionaba un vaso de agua caliente en el desayuno. El almuerzo consistía
en una escudilla con agua y dos o tres trozos de patata, de nabos o de col
hervidos. La cena era un trozo de pan con un poco de mantequilla y un pequeño
trozo de salchichón. Ese era el menú diario de Mauthausen. Eso es lo que estos
hombres comieron durante los meses que pasaron allí.
No es de extrañar, pues, que la mayoría de
los españoles que pasaron por allí perdiera la vida, incapaces de soportar el
frío, la falta de comida, las infinitas horas transportando bloques de granito
de unos veinte kilos de peso, subiendo las empinadas escaleras que llevaban
desde el fondo de la cantera a la superficie, las palizas de los kapos y de las
SS, o simplemente el gas Zyklon B, que no era el único utilizado en las cámaras
de gas, pero sí el más común y el que más famoso se ha hecho. Sea como fuere,
en el universo Mauthausen la muerte se administraba de tantas maneras distintas
que cuesta trabajo creer que la mente humana sea tan perversa.
El catálogo de maneras de morir era tan
extenso que produce pavor. De cualquier modo, al final, en las anotaciones que
se hacían en los registros, siempre se recurría a términos imprecisos del tipo,
“muerto por parada cardiaca” o “muerto por suicidio”. Exactamente como en el
holocausto español.
Y
sin embargo, Miguel Barragán Criado, Francisco Mendoza Bello y Antonio Urbano
Cobo, nuestros paisanos, consiguieron salir con vida de allí. Las vidas de
estos tres hombres, como las del resto de compatriotas que vivieron en primera
persona la Guerra Civil, el exilio, la Segunda Guerra Mundial y los campos
nazis, fue cualquier cosa menos sencilla. Después del horror nazi, tuvieron que
seguir viviendo en el exilio, pues su patria seguía estando en manos del
fascismo, ese mismo fascismo contra el que ellos habían luchado enconadamente durante
media vida.
Después
de la terrible experiencia de Mauthasen, Francisco y Antonio se casaron y
tuvieron hijos. Miguel nunca se casó ni tuvo hijos. Instalados en Francia,
continuaron viviendo, cada cual como pudo, lejos de España. Tras la muerte de
Franco, Miguel regresó a Barcelona para estar cerca de los suyos, de sus
hermanas y hermanos, de sus camaradas. Francisco y Antonio continuaron viviendo
en suelo francés, aunque alguna que otra vez, regresaron a España, a Andalucía,
a Aguilar de la Frontera.
No
es posible resumir la vida de un ser humano en unas pocas líneas y mucho menos
cuando esas vidas son como la de Miguel, la de Francisco o la de Antonio,
heroicas, generosas, rebosantes de dignidad, de decencia, de compromiso. Hoy,
que el fascismo vuelve a asomar sus fauces y miles de personas que huyen de la
guerra se agolpan en las fronteras de esta Europa hostil y desmemoriada, y no
se les permite entrar, las vidas de aquellos hombres deberían de servirnos de
ejemplo. Aquellos hombres, luchadores antifascistas, heroicos combatientes del
pueblo en armas, que dieron, sin pedir nada a cambio, la única riqueza que
poseían, su juventud e incluso su propia vida, para conseguir un mundo más
justo, más libre, más humano. Hoy, más que nunca, es nuestro deber evitar que
sus nombres se pierdan en los recovecos de la historia. Hoy, más que nunca, es
un inmenso orgullo conmemorar sus vidas. Hoy, estoy convencido de ello, si
estos hombres estuvieran aquí, sentirían que sus vidas y sus luchas merecieron
la pena.
NOTA:
Este texto fue mi contribución al homenaje que el pueblo de Aguilar de la
Frontera y su Ayuntamiento rindieron el pasado viernes, 6 de mayo de 2016, a
los cinco aguilarenses que pasaron por los campos de concentración nazis
durante la Segunda Guerra Mundial.