Magníficos deseos, palabras más o menos redichas, sonrisas y carcajadas sinceras o fingidas, apretones de manos y besos carrilleros a tutiplén, típico y tópico fin de año y comienzo del nuevo, etcétera. Oh, el valor del símbolo, la frontera tenue que nos hace tirar un calendario y colocar otro, la esperanza a borbotones o mirada de soslayo, salvo para el dolor que, a través de cualquiera de sus múltiples rostros, todo lo inhabilita. Que no sea el caso. Y si de cooperar a las buenas intenciones y a la esperanza mágica y primitiva de los humanos se trata pues os invito a leer un poema hermoso. Que va más allá de los mitos de la trascendencia al uso y se hace carne. Se titula El regreso del mundo, y lo escribió Francisco Brines hace muchos años.
Abrir los ojos, después de que la noche
recluyera los astros en su amplia cueva rasa,
y ver, tras del cristal,
ya visibles los pájaros
en el fanal aún pálido del sol,
moviéndose en las ramas.
Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.
Y sentir que aún me late en el pecho
el corazón del niño aquel,
y amar, en la mañana, la vida que pasó,
y esta maga sorpresa
de amar aún el mundo en la mañana.
Y en el nombre del mar, que está lejano
y azul, siempre tendido
desde el remoto amanecer del mundo,
persignarme la frente, luego el pecho,
los delicados hombros que ahora rozo,
y besar, con los labios del niño rescatado,
este mundo tan viejo,
que hoy no alcanzo a saber
por qué, si el amor no se ha muerto,
me quiere abandonar.