En la habitación, a mediodía, se refleja el sol a través de las hojas del árbol, haciendo dibujos en las paredes con un movimiento azaroso. Lo que existe más allá llega a la puerta del armario, con mil capas distintas de transformaciones y viajes, desde la estrella que arde: es luz que veo ahora pero se ha perdido en nuestra mediocre percepción del tiempo.
Nos enfrentamos, así, a un infinito compendio de cambios y realidades que no existen. ¿Qué es lo que yo veo en mi armario? Será un dibujo noble que se mueve, a mi derecha, y me distrae levemente de la escritura; una huella, un cuadro de sombras bailarinas, contorneadas de luz temblorosa. Ahora imaginemos —yo lo escribo—, que un pintor se propone captar el instante y agarra un lienzo, se engancha la paleta en una mano, y dedica su empeño y su genio en transportar la belleza de la luz reflejada en mi pared del armario. Quizá yo escribiendo, vestido de verde y sentado, sea un contrapunto de peso en el cuadro. Quizá elija el asidero de las puertas, por su color diferente justo ahora, para crear tonalidades nuevas. En todo caso, existe un artista a mi espalda que pinta la escena.
Comienza los trazos (qué técnica utiliza, no importa en este caso) y va componiendo una realidad que ya es paralela a la mía. El hombre, de pie frente al caballete, traduce la luz traducida a lo largo de infinitos cambios. ¿Qué pretende, este pintor? Quizá pudiera pretender una fotografía, un detalle exacto: sería El sol del membrillo, pero en mi cuarto salmantino de mediodía. Quizá se dedique a entender la luz, y pretenda fijar en su lienzo la percepción momentánea y personal del instante: estaríamos, entonces, más cercanos a La habitación. Quizá intenta muchas cosas diferentes, con innumerables sentidos. Sin importar lo que el pintor pretenda, en cualquier caso, el mundo que refleja, ¿es real, o está ya reflejado?
Sin rozar un mundo de ideas, o de sucesivas proyecciones (pero tocándolo, en fin, porque el mundo está ya inventado y es viejo), vamos a centrarnos en el hombre detrás del caballete. Parece que se demora, y que corrige. Está en absoluto silencio, mirando fijamente no la pared, no la luz a través del aire, sino lo que lo rodea; hace pausas, también, para moverse y fumar de vez en cuando. Yo me distraigo otra vez levemente, porque el pintor tiene el rostro curtido, y mira desde el fondo de un bigote llamativo y blanco. Me produce nervios, el hombre, porque quizá esté pintándome a mí también, y yo escribo, mientras, en silencio, pero haciendo ruido de teclas que, también quizá, le moleste. ¿Pero no le molestará además aquel coche, o la música que viene del cuarto de al lado? ¿No será un bache el ambiente enrarecido, ya que no me conoce de nada? ¿Y el tierno olor a puro? ¿Y el ronroneo acuático del calefactor?
Decido, entonces, pararme y preguntar. Es un pintor ya anciano, deduzco que al final de muchas obras y algunos procesos (terminando, más bien, el proceso suyo que él ha sido). Tiene una camisa sucia, remangada por los hombros, que lo presenta tan leve que parece no pesar en absoluto; el pelo largo, cubriéndole las orejas; un pantalón de pana marrón, algo grande. Es —pienso mientras lo miro— un gran artista. Parece no haber notado que he dejado de escribir y lo miro; él sigue a lo suyo, ahora otra vez tras el caballete. De pronto me digo: ¿Qué concepción tengo yo de este hombre, si sólo por su imagen ya me he creído que es un artista? ¿Qué tiempos y procesos y transformaciones ha sufrido el concepto de hombre creador, para que yo lo tenga asimilado de forma tan fuerte? Ni siquiera he visto aún su cuadro, que parece devorarlo por un momento (es mucho más grande que él, y él lo mira agazapado, como desde una esquina de su cuerpo). Lleva ya un par de horas pintando, moviéndose, haciendo pausas, en la demora. ¿Habrá acabado ya?, me pregunto. ¿Habrá siquiera empezado?
Entonces ya dejo las teclas, y me vuelvo hacia él, interrumpiéndolo. Le pregunto directamente qué hace, y por qué ha venido a mi habitación, a pintar la luz que se refleja en mi armario a través de los árboles. Él me mira sin importancia, y me dice que hay aquí algo natural, pero no sabe todavía qué es. ¿Y por qué —le pregunto— un cuadro? Quiero hacer mi último trabajo, me responde. El hombre sigue hablando, con la luz bañándole la mejilla izquierda: Todavía no sé cómo será, estoy buscando un detalle. ¿El detalle de la luz?, le respondo. No, dice: La luz todo lo cambia, todo lo moldea, pero es inconstante. Busco —y entonces ya termina— el misterio más allá de ella. En ese momento se nubla el cielo, y ya no hay dibujo en la pared del armario, pero él sigue aquí, se levanta, y encara otra vez el caballete.