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lunes, 16 de noviembre de 2015

LA UNIDAD NO ESTÁ POR ENCIMA DE LA VERDAD





“El gran peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía, es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables (…)

Algunos, en efecto, no se dan cuenta de que declarando: “Debemos abandonar el ghetto católico y adoptar una actitud más positiva en relación al mundo”, abren la puerta al diablo, que les conduce a no ver ya el contraste, irreconciliable y sin fin, entre el espíritu del Cristo y el espíritu del mundo. (…)

La unidad no está por encima de la verdad.

Una tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos.

Toda unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.

Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.


Dietrich von Hildebrand - Publicado en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973.


domingo, 26 de julio de 2015

MORTALIUM ANIMOS - SOBRE LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA - ENCÍCLICA DE PÍO XI


Mortalium Animos
PÍO PP. XI
ACERCA DE COMO SE HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA





Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica

1.Ansia universal de paz y fraternidad

Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del corazón de todos los hombres un tan vehemente deseo de fortalecer y aplicar al bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad que, en virtud de nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con otros.
Porque no gozando todavía las naciones plenamente de los dones de la paz, antes al contrario, estallando en varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas civiles y no pudiéndose además dirimir las controversias, harto numerosas, acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos sin que intervengan en el esfuerzo y la acción concordes de aquellos que gobiernan los Estados, y dirigen y fomentan sus intereses, fácilmente se echa de ver –mucho más conviniendo todos en la unidad del género humano-, porque son tantos los que anhelan ver a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta fraternidad universal.

2. La fraternidad en religión. Congresos ecuménicos.

Cosa muy parecida se esfuerzan algunos por conseguir en lo que toca a la ordenación de la nueva ley promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes e invitar a discutir allí promiscuamente a todos, a infieles de todo género, de cristianos y hasta a aquellos que apostataron miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.

3. Los católicos no pueden aprobarlo.

Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.

Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios.

4. Otro error – La unión de todos los cristianos. – Argumentos falaces

Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es cuando se trata de fomentar la unión de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo -suele repetirse- y no es hasta conforme con el deber, que cuantos invocan el nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones y se unan por fin un día con vínculos de mutua caridad? ¿Y quién se atreverá a decir que ama a Jesucristo, sino procura con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al rogar a su Padre que sus discípulos fuesen una sola cosa?(1). y el mismo Jesucristo ¿por ventura no quiso que sus discípulos se distinguiesen y diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros?(2). ¡Ojalá -añaden- fuesen una sola cosa todos los cristianos! Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, deslizándose y extendiéndose cada más, amenaza debilitar el Evangelio.

5. Debajo de esos argumentos se oculta un error gravísimo

Estos y otros argumentos parecidos divulgan y difunden los llamados “pancristianos“; los cuales, lejos de ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en asociaciones ampliamente extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de hombres católicos, aunque discordes entre sí en materia de fe.

6. La verdadera norma de esta materia.

miércoles, 23 de julio de 2014

LA UNIDAD DE LA IGLESIA





“Para la Iglesia no hay otra unidad ni otra paz que la unidad y la paz dentro de la verdad de Jesucristo”.


Cardenal Pie

lunes, 23 de diciembre de 2013

LA UNIDAD, EN LA FE Y LA CARIDAD – R.P. CASTELLANI





La doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a la natu­raleza humana tomando su carne y alma; él llama a to­dos los hombres a la verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre siendo en la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, esa unidad debe volverse y hacerse sensible; y se vuelve sensible en una sociedad humana, simbolizada en la imagen del Rebaño y el Pastor. Y como el Buen Pastor natural y primogénito se aleja por un tiempo de este mundo, ha designado un Sub-Pastor en la persona de Pedro. Cuan­do Juan escribía, Pedro había seguido ya a su Maestro; pero esto no turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la necesidad de la clave de estructura de la sociedad cristiana en la persona de los sucesores de Pe­dro. Como está repetido tantas veces en el largo Sermón-Despedida de Cristo antes de su Pasión, esta unidad de la sociedad cristiana está asegurada; y ella se verifica en la fe y en la caridad.
Los que sienten tan fuertemente hoy día la necesidad de la unión de los discípulos de Cristo, deben advertir que esa unión sólo es posible en la fe y en la caridad. Hoy día hay algunos que, dejando de lado la fe, insisten en efectuar la unión en la caridad: es imposible. El protestantismo hoy día —no así en sus comienzos— ago­tado en la discusión interminable de las variaciones dog­máticas producidas por el “libre examen”, ha acabado por arrojar “los dogmas” por la borda y forcejea por uni­ficar a los cristianos en una vaga adhesión personal a Cristo, que se vuelve un puro sentimentalismo. Pero el primer lazo de unión es la verdad; y la verdad no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí misma. Otros en cambio pretenden mantener la unión sobre la fe sola.
Este es el estado de las iglesias católicas cuando de­caen: sus fieles creen todos lo mismo así medio a bulto (recitan el mismo Credo de memoria) pero no están unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a veces; oyen misa codo con codo en un gran edificio —que fácilmente puede ser quemado— reciben la "comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus negocios; y quiera Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No es esta una “iglesia” propia­mente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin caridad. La fe sin obras es muerta; y la obra por excelencia de la fe es la caridad; la comunión de las almas. “¡Obras obras!” decía Santa Teresa; en el mismo tiempo en que Lutero clamaba “Fe, fe!” y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio, después a todas en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si hubiesen estado vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera caridad, externas e internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado sajón no se hubiese le­vantado, o hubiese caído de inmediato, sin separar de la Iglesia un medio mundo.
El sifilítico Enrique VIII escribió una obra en defensa de la fe en el Santísimo Sacramento contra Lutero, que le mereció de la Santa Sede el título honorífico de “Defen­sor fidei, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso no le impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia Universal, y precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero y luego en la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y, entre paréntesis, inventó el divorcio.)
Porque la fe debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe; y sin eso, no hay unidad. Roguemos por la Iglesia Argentina.



Estas homilías se acabaron de escribir el día del Sagrado Corazón de Jesús de 1955. Laus Deo. El Evangelio de Jesucristo, Ed. Dictio, págs. 448/50.

domingo, 17 de noviembre de 2013

SI LA SAL SE VUELVE INSÍPIDA…



Por Dietrich von Hildebrand



La naturaleza de la Pastoral.
El desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en efecto, que cada alma llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de la fe en la verdad divina inalterada: que reciba la vida sobrenatural por los sacramentos y que se santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier compromiso por razones pastorales en la transmisión de la verdad divina imposibilita conseguir el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo la pastoral pierde su sentido.
Al primado funesto de lo pastoral mal entendido está ligado el desinterés en relación a la Verdad Divina, el olvido de nuestro primer deber hacia Dios: darle Gloria. La salvación se convierte en el único tema -como ya reprochaba Kierkegaard a Lutero- y la glorificación de Dios –que es el sentido y la razón de nuestra existencia y lo que objetivamente interesa antes que nada- se encuentra relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado expresamente la Iglesia que el fin último primordial del hombre es la asimilación –similitudo- con Dios y que la beatitud –beatitudo- es el fin último secundario?
Amor al prójimo y comunidad humana.
Otro error es la confusión entre el amor al prójimo y comunidad religiosa. En efecto, la caridad con el prójimo se extiende también a aquellos con los que no tenemos ni el derecho ni el deber de entrar en comunidad, entendiendo ese término de comunidad en sentido estricto. Si entendemos de ese modo comunidad –comunicación, relacionarse establemente, formar una unidad-, hay que concluir que eso, en determinados casos, no es solo imposible, sino que es un mal. Yo no puedo ni debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho a comportarme como si su desviación moral no tuviese importancia; no puedo pasar por encima de eso y entrar en una comunidad personal con él, como puedo y debo hacerlo con otros. Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el pecador. Eso sería un increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería hacer lo contrario de lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no es el débil que cae, el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado de Dios, el que odia a Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás. También a éste se extiende la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en comunidad con él. Esto se expresa claramente cuando el gran Apóstol de la caridad nos dice: “Si un herético viene a nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlos” (2 Juan, 10, 11).
La comunidad en la que nos alegramos de estar con alguien, o aquella otra en la que nos sentimos simplemente relacionados con otro de una forma más general –intercambio de ideas, diálogo…- no ha de extenderse al malo, al enemigo de Dios. No debemos actuar como si su posición y su actuación –que hacen de él un instrumento de Satanás- no tuvieran la menor importancia para nosotros. Algunos, piensan, sin embargo, que comportarse de ese modo –no darle importancia- es un signo privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan así que son tolerantes, aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber superado las oposiciones.
Es preciso hacer otra distinción. La comunidad de la que hablamos aquí abarca algo que va desde la conciencia profunda de estar relacionados, pasando por la simple colaboración, hasta el amable comer juntos. Este tipo de comunidad implica que yo supero esa separación: la que, en el caso del malo, arranca de su enemistad con Dios. Implica que yo ignoro ese abismo, que trato al otro como si fuera un buen hijo de Dios y no ya a ese malo del que dice San Pablo que no le debemos tolerar en nuestra comunidad religiosa.
Las cosas son muy diversas cuando alguien se acerca al malo, con la esperanza de conducirlo a Dios. El contacto que entonces se intenta para cumplir ese acto eminente de amor al prójimo, no reviste el carácter de aceptación del otro en una comunidad que quiera ignorar que él es enemigo de Dios o pase olímpicamente por encima de ese hecho. Al contrario: el motivo del contacto con un hombre así es precisamente el profundo dolor que se experimenta ante su enemistad con Dios, el deseo ardiente, que se origina en la caridad, de conducir a ese hombre, con la ayuda de Dios, a la conversión. En este caso no se pasa por alto el hecho de la aversión a Dios y a la verdad; se trata de hacer del enemigo de Dios, un servidor de Dios. Este contacto está motivado por el celo de la gloria de Dios, por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que no tenemos ni el derecho ni el permiso de establecer con él es, al contrario, esa pseudo-magnanimidad a expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la caridad, indiferencia profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos aquí en presencia de una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de malearse juntamente con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu- la palabra de Cristo. Ut sint unum.
Hemos visto que el amor al prójimo –a diferencia de la comunidad con él- debe extenderse a cada ser humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así presupone en nuestra alma mucho más que el consentimiento de establecer una comunidad con él. Sólo es posible con fruto de un amor ardiente a Cristo, de una comunidad personal de Tú y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de su amor santo. Pero no presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor. Estar en comunidad con alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más en la persona con la que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es la comunidad, más dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa comunidad.
La unidad no está por encima de la verdad.
Una tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos.
Poner la unidad por encima de la verdad es un error de raíz. Por lo demás, una unidad real y verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la verdad. Toda comunidad presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando ese bien tiene un valor auténtico –y no ilusorio o incluso un anti valor- puede nacer una verdadera unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles lo había visto claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la Ética a Nicómaco-. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una unidad verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco como la unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El valor de la unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda unidad verdadera presupone, como acabamos de decir, que el bien unificador sea un bien de verdad y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho menos el ídolo mentiroso de un valor negativo. El P. Werenfried Van Straaten afirma con razón: “Todos se preocupan por la unidad; pero muchos prefieren la unidad a la verdad y olvidan que la verdadera unidad no puede ser obtenida sino en la verdad. La oración de Jesús: Que todos sean una sola cosa, implica que los hombres sean uno con El; por eso esas palabras no pueden separarse de estas otras: “El que no entra por la puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un salteador…Yo soy la puerta”.
Toda unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”. 

Publicado en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973.