Por Dietrich von Hildebrand
La naturaleza de la
Pastoral.
El desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va
acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si
debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en
motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la
pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que
la verdad divina de la Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en
efecto, que cada alma llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de
la fe en la verdad divina inalterada: que reciba la vida sobrenatural por los
sacramentos y que se santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier
compromiso por razones pastorales en la transmisión de la verdad divina
imposibilita conseguir el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo
la pastoral pierde su sentido.
Al primado funesto de lo pastoral mal entendido está ligado el
desinterés en relación a la Verdad Divina, el olvido de nuestro primer deber
hacia Dios: darle Gloria. La salvación se convierte en el único tema -como ya
reprochaba Kierkegaard a Lutero- y la glorificación de Dios –que es el sentido
y la razón de nuestra existencia y lo que objetivamente interesa antes que
nada- se encuentra relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado
expresamente la Iglesia que el fin último primordial del hombre es la
asimilación –similitudo- con Dios y que la beatitud –beatitudo- es el fin
último secundario?
Amor al prójimo y
comunidad humana.
Otro error es la confusión entre el amor al prójimo y comunidad
religiosa. En efecto, la caridad con el prójimo se extiende también a aquellos
con los que no tenemos ni el derecho ni el deber de entrar en comunidad,
entendiendo ese término de comunidad en sentido estricto. Si entendemos de ese
modo comunidad –comunicación, relacionarse establemente, formar una unidad-,
hay que concluir que eso, en determinados casos, no es solo imposible, sino que
es un mal. Yo no puedo ni debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho
a comportarme como si su desviación moral no tuviese importancia; no puedo
pasar por encima de eso y entrar en una comunidad personal con él, como puedo y
debo hacerlo con otros. Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el
pecador. Eso sería un increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería
hacer lo contrario de lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no
es el débil que cae, el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado
de Dios, el que odia a Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás.
También a éste se extiende la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en
comunidad con él. Esto se expresa claramente cuando el gran Apóstol de la
caridad nos dice: “Si un herético viene a
nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlos” (2 Juan, 10, 11).
La comunidad en la que nos alegramos de estar con alguien, o aquella
otra en la que nos sentimos simplemente relacionados con otro de una forma más
general –intercambio de ideas, diálogo…- no ha de extenderse al malo, al
enemigo de Dios. No debemos actuar como si su posición y su actuación –que hacen
de él un instrumento de Satanás- no tuvieran la menor importancia para
nosotros. Algunos, piensan, sin embargo, que comportarse de ese modo –no darle
importancia- es un signo privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan
así que son tolerantes, aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber
superado las oposiciones.
Es preciso hacer otra distinción. La comunidad de la que hablamos aquí
abarca algo que va desde la conciencia profunda de estar relacionados, pasando
por la simple colaboración, hasta el amable comer juntos. Este tipo de
comunidad implica que yo supero esa separación: la que, en el caso del malo,
arranca de su enemistad con Dios. Implica que yo ignoro ese abismo, que trato
al otro como si fuera un buen hijo de Dios y no ya a ese malo del que dice San
Pablo que no le debemos tolerar en nuestra comunidad religiosa.
Las cosas son muy diversas cuando alguien se acerca al malo, con la
esperanza de conducirlo a Dios. El contacto que entonces se intenta para
cumplir ese acto eminente de amor al prójimo, no reviste el carácter de
aceptación del otro en una comunidad que quiera ignorar que él es enemigo de
Dios o pase olímpicamente por encima de ese hecho. Al contrario: el motivo del
contacto con un hombre así es precisamente el profundo dolor que se experimenta
ante su enemistad con Dios, el deseo ardiente, que se origina en la caridad, de
conducir a ese hombre, con la ayuda de Dios, a la conversión. En este caso no
se pasa por alto el hecho de la aversión a Dios y a la verdad; se trata de
hacer del enemigo de Dios, un servidor de Dios. Este contacto está motivado por
el celo de la gloria de Dios, por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que
no tenemos ni el derecho ni el permiso de establecer con él es, al contrario,
esa pseudo-magnanimidad a expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la
caridad, indiferencia profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos
aquí en presencia de una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de
malearse juntamente con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu- la
palabra de Cristo. Ut sint unum.
Hemos visto que el amor al prójimo –a diferencia de la comunidad con él-
debe extenderse a cada ser humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así
presupone en nuestra alma mucho más que el consentimiento de establecer una
comunidad con él. Sólo es posible con fruto de un amor ardiente a Cristo, de
una comunidad personal de Tú y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de
su amor santo. Pero no presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor.
Estar en comunidad con alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más
en la persona con la que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es
la comunidad, más dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa
comunidad.
La unidad no está por
encima de la verdad.
Una tendencia muy
extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a
considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la
herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si
verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la
fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su
contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por
muchos prelados como perturbadores
incómodos.
Poner la unidad por encima de la verdad es un error de raíz. Por lo
demás, una unidad real y verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la
verdad. Toda comunidad presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando
ese bien tiene un valor auténtico –y no ilusorio o incluso un anti valor- puede
nacer una verdadera unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles
lo había visto claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la
Ética a Nicómaco-. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una
unidad verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco
como la unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El
valor de la unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda unidad verdadera presupone, como acabamos de decir, que el bien
unificador sea un bien de verdad y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho
menos el ídolo mentiroso de un valor negativo. El P. Werenfried Van Straaten
afirma con razón: “Todos se preocupan por la unidad; pero muchos prefieren la
unidad a la verdad y olvidan que la verdadera unidad no puede ser obtenida sino
en la verdad. La oración de Jesús: Que todos sean una sola cosa, implica que
los hombres sean uno con El; por eso esas palabras no pueden separarse de estas
otras: “El que no entra por la puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un
salteador…Yo soy la puerta”.
Toda unidad entre
creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad;
en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la
fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de
la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los
grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de
Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso
irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es un
crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz
cuando se destruye la verdad? Hay,
pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está
escrito que ‘Hay tiempo de paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad
el que los discierne. Pero no hay
tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la verdad
de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a
traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha
venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera
regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.
Publicado en France
Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973.