por Rubén
Calderón Bouchet
Si algo
distingue espiritualmente a EE.UU. del resto de las naciones es la fuerza con que
ha sostenido su ideal de felicidad terrena, mediante el condicionamiento
psicológico de las masas. Este ideal, en sus primeros pasos, tropezó con la
enseñanza tradicional de la Iglesia Católica para quien la meta de la
Encarnación no era, indudablemente, el goce pacifico de los alimentos
terrenos. ¿No era posible una conciliación de dos ideales aparentemente tan
diferentes?
El cardenal
Billot, destacado miembro del Colegio Apostólico, cuando hablaba de las
corrientes laicistas y de los esfuerzos, no siempre estériles, que hacían para
penetrar en la doctrina tradicional, decía a propósito de la moral del trabajo
que procuraba por todos los medios sustituir la ética del calvario: "Laicismo por último, en la
moral cristiana, quiero decirlo lo tocante a las virtudes, algunas de las
cuales, las que pertenecen a la vida interior, que dependen del espíritu de
oración, de penitencia, de humildad, que nos mantienen en la continua
dependencia de Dios, nuestro dueño, de Dios nuestro creador, de Dios nuestro
fin último, son jubiladas como virtudes propias del antiguo régimen, mientras
las otras que denominan activas, son consideradas como las únicas dignas del
hombre adulto, emancipado, libre y consciente de sí mismo".
La
Congregación Paulista, fundada en EE.UU. por Isaías Hecker (1819- 1888) se
propuso, un poco más allá
de la segunda mitad del siglo pasado, acentuar en las enseñanzas católicas el
valor de las virtudes activas y procurar un desarrollo de la personalidad donde la ética del calvario:
humildad, obediencia, renunciamiento, mortificación, fueran reemplazadas por
esa nueva moral que requiere del hombre un concurso activo a todo cuanto
constituye progreso material, sentido individualista de la responsabilidad y
democracia social.
La voz de este
profeta americano se perdió en el tumulto desatado en la Iglesia por el
modernismo y sólo tuvo eco en Norteamérica donde sus ideas sobrevivieron
esperando la oportunidad de un nuevo brote. Por su biógrafo el R. P Elliot
conocemos algunas de las tesis americanistas que no tardarían en ser
condenadas por Roma:
"La
energía que la política moderna reclama no es el producto de una devoción como
la que se estila en Europa; ese género de devoción pudo en su debido tiempo
prestar servicios y salvar a la Iglesia, pero eso era, ante todo cuando se
trataba de no sublevarse".
"La
exageración del principio individualista por parte del protestantismo llevó
forzosamente a la iglesia a reaccionar y limitar las consecuencias de ese
principio..."
Ello condujo,
lamentablemente, al cultivo de las virtudes pasivas, y éstas "practicadas
bajo la acción de la Providencia para defensa de la autoridad exterior de la
Iglesia entonces amenazada, dieron resultados admirables: uniformidad,
disciplina, obediencia. Tuvieron su razón de ser cuando todos los gobiernos
eran monárquicos. Ahora o son republicanos o constitucionales y se acepta que
sean ejercidos por los propios ciudadanos. Este nuevo orden de cosas exige
necesariamente iniciativa individual, esfuerzo personal La suerte de las
naciones depende del aliento y
de la vigilancia de cada ciudadano. Por lo cual, sin destruir la obediencia,
las virtudes activas deben cultivarse con preferencia a las otras, tanto en el
orden natural como en el sobrenatural".
Ésto se
escribía a fines del siglo pasado y provenía de la mano de un sacerdote que
creía, sin vacilaciones, que la sociedad americana prohijaba una nueva manera
de entender al hombre en su relación con Dios y participaba, al mismo tiempo,
de una fe pueril en las virtudes del sufragio y en la promoción de toda la
ciudadanía a participar activamente en el gobierno de la ciudad, porque un día
fue convocada a ratificar la elección de unos candidatos previamente elegidos
por las comanditas partidarias.