Un
hombre correcto es un personaje cuyo primer pecado consiste en crearse un tipo.
No su primer error — porque un determinado hombre correcto puede,
efectivamente, ser el tipo del hombre correcto—, sino su primer pecado: un
pecado de orgullo que, como todos los pecados de esta clase, es un pecado de
decadencia.
Así
como no conviene que el hombre esté solo, tampoco conviene que esté acompañado
de sí mismo, porque corre el riesgo de contentarse consigo mismo, que es el
más seguro camino de la tontería. El conocerse es el no conformarse; el
contemplarse —que es lo que hace el hombre correcto — es el complacerse. El
«conócete a ti mismo» de Sócrates es el «avergüénzate de tu miseria» que nos
enseña el Cristianismo. Conocerse es prepararse para intentar la reconquista y
no contentarse con festejar una mentida conquista. Es no acicalarse, sino
rehacerse; rehacer la humanidad para liberarse de la inhumanidad; hacer para
volver a ser, para ser lo que se tiene la insobornable obligación de ser, y no
para conformarse con seguir siendo.
Dejar
hacer, dejar pasar. Tal es la actitud del hombre correcto. Dejar que los demás
hagan y pasen, sin complicarse y sin comprometerse en su hacer y en su pasar.
Dejar que los demás se jueguen su vida entre las nubes doradas de la virtud
gozosa o entre los anubarrados gozos de la virtud doliente; dejar que los
demás se jueguen su muerte entre la podredumbre de una alegría comprada o entre
la podredumbre de una tristeza que ni siquiera tiene los medios para comprar un
poco de alegría podrida. Dejar y siempre dejar. El hombre correcto es el
perfecto extranjero en su propia patria. No el extranjero que se azora con su
extranjeridad, sino el que la adopta y se aferra a ella como quien adopta y se
aferra a un empaque de superioridad. Y, en realidad, la única superioridad del
hombre correcto es su aislamiento: un aislamiento grotescamente suficiente, que
le autoriza a arrogarse un título de hombre correcto por el mero hecho de
respetar ciertas restricciones impuestas por la sociedad de los hombres
correctos, desde la prohibición de expedir cheques sin provisión de fondos
hasta la prohibición de salir en camisón a la calle durante un ataque de
sonambulismo.
El
hombre correcto es hombre correcto sólo porque es un hombre vegetativamente
conforme con su propio ser: el producto más acabado de una sociedad que —por
vegetativa y conformista— condena necesariamente a sus miembros al aislamiento;
el producto de una sociedad que se conforma con la moral y, elevando su moral a
la categoría de dogma, vive vegetativamente feliz en su dogma vegetal. Una
sociedad que funda toda su paz y toda su confianza en la burocratización del
hombre necesitado de un orden, de un orden pequeñamente burgués —y, por pequeño
y por burgués, anticristiano—, que permite al hombre refugiarse en la
corrección para desentenderse de la santidad; de ese mínimum de santidad que
nos reclama constantemente y que constantemente nos perdona, que nos recuerda
nuestra obligación de escuchar su llamada y nos consuela de la desesperación de
no haberla seguido; ese mínimum de santidad que sólo puede comprender quien ha
intentado llegar al máximum y quien no ha alcanzado a llegar al mínimum.