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viernes, 26 de septiembre de 2014

EL HOMBRE CORRECTO, EL CABALLERO Y EL «DANDY» - IGNACIO B. ANZOÁTEGUI





Un hombre correcto es un personaje cuyo primer pecado consiste en crearse un tipo. No su primer error — porque un determinado hombre correcto puede, efectivamente, ser el tipo del hombre correcto—, sino su primer pecado: un pecado de orgullo que, como todos los pecados de esta clase, es un pecado de decadencia.
Así como no conviene que el hombre esté solo, tampoco conviene que esté acompañado de sí mismo, porque corre el riesgo de conten­tarse consigo mismo, que es el más seguro camino de la tontería. El conocerse es el no conformarse; el contemplarse —que es lo que ha­ce el hombre correcto — es el complacerse. El «conócete a ti mismo» de Sócrates es el «avergüénzate de tu miseria» que nos enseña el Cristianismo. Conocerse es prepararse para intentar la reconquista y no contentarse con festejar una mentida conquista. Es no acicalarse, sino rehacerse; rehacer la humanidad para liberarse de la inhumani­dad; hacer para volver a ser, para ser lo que se tiene la insobornable obligación de ser, y no para conformarse con seguir siendo.
Dejar hacer, dejar pasar. Tal es la actitud del hombre correcto. Dejar que los demás hagan y pasen, sin complicarse y sin compro­meterse en su hacer y en su pasar. Dejar que los demás se jueguen su vida entre las nubes doradas de la virtud gozosa o entre los anu­barrados gozos de la virtud doliente; dejar que los demás se jueguen su muerte entre la podredumbre de una alegría comprada o entre la podredumbre de una tristeza que ni siquiera tiene los medios para comprar un poco de alegría podrida. Dejar y siempre dejar. El hombre correcto es el perfecto extranjero en su propia patria. No el extranjero que se azora con su extranjeridad, sino el que la adopta y se aferra a ella como quien adopta y se aferra a un empaque de superioridad. Y, en realidad, la única superioridad del hombre correcto es su aislamiento: un aislamiento grotescamente suficiente, que le autoriza a arrogarse un título de hombre correcto por el mero hecho de respetar ciertas restricciones impuestas por la sociedad de los hombres correctos, desde la prohibición de expedir cheques sin provisión de fondos hasta la prohibición de salir en camisón a la calle durante un ataque de sonambulismo.
El hombre correcto es hombre correcto sólo porque es un hombre vegetativamente conforme con su propio ser: el producto más acabado de una sociedad que —por vegetativa y conformista— condena necesariamente a sus miembros al aislamiento; el producto de una sociedad que se conforma con la moral y, elevando su moral a la categoría de dogma, vive vegetativamente feliz en su dogma vegetal. Una sociedad que funda toda su paz y toda su confianza en la burocratización del hombre necesitado de un orden, de un orden pequeñamente burgués —y, por pequeño y por burgués, anticristiano—, que permite al hombre refugiarse en la corrección para desentenderse de la santidad; de ese mínimum de santidad que nos reclama constantemente y que constantemente nos perdona, que nos recuerda nuestra obligación de escuchar su llamada y nos consuela de la desesperación de no haberla seguido; ese mínimum de santidad que sólo puede comprender quien ha intentado llegar al máximum y quien no ha alcanzado a llegar al mínimum.