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lunes, 18 de diciembre de 2017
sábado, 25 de junio de 2016
CARTA A UNA RELIGIOSA SOBRE EL TIEMPO PRESENTE
Padre
Emmanuel
Atenta
como es debido, a la situación de la Iglesia en general y de las congregaciones
religiosas en particular me rogáis os enseñe la resignación cristiana en medio
de las dificultades del tiempo presente.
En
primer término, advertid, Hermana, que Nuestro Señor nos previno los males que
nos amenazan:
“Si fueseis del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo (...) el mundo
os aborrece (...). Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán”.
(Jo. 15,19-20)
“En el mundo
tendréis mucho que sufrir, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jo. 16,33).
Ya
estamos advertidos, nada ha de sorprendernos. Si de algo nos sorprendiéramos,
habríamos decaído en la fe o, al menos, prestado poca atención a la palabra de
Nuestro Señor.
Pero
debemos mantenernos firmes en la fe, tal es el precepto divino, y también
recomendación del Apóstol:
“Velad y estad
firmes en la fe, obrando varonilmente y mostrándoos fuertes” (1 Cor. 16,13).
Nuestro
Señor nos anunció los males que tendríamos que padecer en general, y la Santísima
Virgen nos advirtió el mal muy particular que debemos esperar en el presente.
Habéis
leído las palabras tan graves y tan doloridas que la Santísima Virgen llorosa
derramó, en una lengua incomprendida, en el alma de los pastores de la
Salette. Los pastores lo repitieron sin comprenderlo, y aunque una parte del
discurso de la celestial Mensajera haya debido mantenerse secreto, hay, empero,
una parte de ese secreto que la Santísima Virgen permitió se diera a conocer
pasado cierto tiempo. Habéis leído allí estas palabras: “Los religiosos serán
expulsados”. También habéis leído allí la explicación de los motivos de ese
decreto celestial, muy anterior al decreto terrestre por todos conocido. Hemos
pecado y Dios, en su justicia misericordiosa, quiere castigar el pecado en el
tiempo para no tener que castigarlo en la eternidad.
Otra
consideración. Entre los castigos que nos amenazan habrá una parte para los culpables
y otra parte para los inocentes. Únicamente Dios conoce bien a unos y a otros,
y sabe la porción de mal que caerá sobre cada cual. Por lo que sabemos ese mal
será una expiación para unos y aumento de méritos para otros, porque todo se
convierte en bien para los que aman a Dios.
sábado, 9 de abril de 2016
LA BIENAVENTURANZA DE LOS PACÍFICOS
Por Mons. Émile Guerry
"Bienaventurados
los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt., 5, 9).
I.
¿QUIÉNES SON LOS PACÍFICOS?
Son
aquellos que además de poseer en sí mismos la paz, la derraman en torno suyo.
La
paz no es de la tierra, ni de los hombres; es un bien divino. En el cielo
gozaremos de la plenitud de la paz en la eterna dicha. Nosotros hemos sido
hechos para el único Ser que puede darnos la paz, y mientras no descansemos en
Él, no tendremos paz.
Él
puso en nosotros ansias de lo infinito y de lo eterno.
Ahora
bien, aquí abajo todo es finito, limitado, contingente. Los bienes creados no
pueden satisfacernos sino en un punto; o son bienes de la inteligencia, o lo
son del cuerpo; o lo son del corazón, o lo son de los sentidos. Entre sí se
perjudican y se contradicen. Nos hace falta el Infinito para colmar todas las
aspiraciones de nuestro ser.
Además,
todo es aquí abajo de corta duración. Por eso, el mundo no tiene paz. Los
hombres se aturden por medio de placeres pasajeros. Pero en el fondo de sus
almas, al goce que les procuran esos placeres sucede el cansancio, el hastío,
la desazón de las pasiones, la intranquilidad y el sufrimiento.
¡Ah!
¡Si se pudiese dar a todas las almas la paz divina! En medio de este mundo
agitado, un alma portadora de paz es algo así como la revelación de otro mundo,
superior e invisible. Esa alma es una bienhechora de la humanidad.
Oh
Padre divino, Tú, cuyo Amor llena el alma con la suavidad de su paz, haz que
irradie esa paz sobre todos esos hermanos míos que se aproximarán a mí en este
día.
II.
SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS
La
paz, es la atmósfera de la familia divina. Es el privilegio de aquellos que han
llegado a ser hijos de Dios.
Jesús
es Hijo de Dios por naturaleza: por eso es llamado “el Rey Pacífico”, “el
Príncipe de la paz.”
¡Qué
océano de paz es el alma de Jesús! Cuando meditamos el Evangelio, tenemos como
la sensación de que nos inundan los suaves efluvios de esa paz.
Sobre
su cuna, los Ángeles anunciaron la paz que Él venía a traer a los hombres de
buena voluntad (a toda la humanidad, objeto de la buena voluntad de Dios), paz
en la tierra para Gloria del Padre en el cielo. Jesús tributó al Padre toda la
gloria.
Apaciguó
la tempestad sobre el oleaje amenazador, así como apaciguó las almas de sus
discípulos y las angustias de las turbas. Dejó a los Apóstoles su paz, la que
Él sólo puede dar. Cada vez que se les aparece después de su Resurrección es
para traerles la paz. Toda visita de Jesús a un alma deja con ella la paz.
La
paz es la señal de los hijos de Dios, porque la garantía de la verdadera paz es
tener a Dios por Padre, es saber que el Padre está siempre con nosotros para
custodiarnos, y velar sobre nosotros, es saber que el Padre nos ama (Juan, 16,
27). De nosotros depende que esa paz no salga de nosotros.
Por
esta razón es que San Agustín y Santo Tomás de Aquino refieren la bienaventuranza de los
pacíficos al don de Sabiduría. Este don nos hace juzgar todas las cosas a la
luz de Dios: nos hace comprender que la razón de ser de todo para Dios es su
Amor Infinito. El alma que así posee las razones supremas de las cosas y las contempla
todas en Dios, descubre el orden admirable de su Providencia paternal.
Y
si se tiene presente que la paz es la tranquilidad del orden, esa alma estará
en la paz, la paz de los hijos de Dios, paz irradiante, conquistadora,
iluminadora, paz visible a los ojos de los que saben ver, porque sus realidades
más hondas aparecerán en toda la vida exterior de la persona.
Aquellas
almas que comprendieron la dicha de pertenecer al Padre, es menester que se hagan,
a impulsos de una ardiente caridad, las sembradoras de la paz en el mundo, a
fin de que muy pronto, todos los que aun no saben nada de esa dicha, puedan, al
encontrarlas, reconocer en ellas, por esa señal, los hijos del Padre, y
designarlas con una sola palabra, que lo dice todo: "¡Aquí están los hijos
de Dios!”
(“Hacia
el Padre”, Ediciones Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947)
viernes, 13 de junio de 2014
PEACE AND LOVE
TRAS LA PLEGARIA INTERRELIGIOSA, LA PAZ HA COMENZADO A SENTIRSE, Y UN NUEVO CLIMA DE FRATERNIDAD SE INSTALA DE A POCO EN EL MUNDO.
miércoles, 11 de junio de 2014
PALADAS
He
allí un entierro.
¿Qué
fue lo que enterraron Francisco y sus buenos amigos?
No
un olivo, sino la cruz de Nuestro Señor. Ya que si Él es el “Príncipe de la
Paz”, como lo afirmó Francisco, entonces a Él debieron dirigir sus oraciones en
pro de la paz. Pero para Francisco Cristo es el Príncipe de la Paz solo para los
cristianos, no para todo el mundo. Y como Cristo divide a los hombres, y esto los enfrenta,
debe ser reemplazada su cruz por otro símbolo de paz y por lo tanto de unión entre los hombres. Entonces, como un poeta le cantó estúpidamente al olivo, pudieran
decir:
“Yo soy heraldo sacro de paz sobre la
tierra;
Los pueblos y los hombres, los uno como
hermanos,
Y estoy donde no hay sangre, ni hay
encono, ni guerra.
¡Y cuando guillotinen con mano justiciera
La ambición y el odio, que entrañan los
tiranos,
Habrán de tremolarme como única bandera!”
Como San Pablo, un Pontífice católico debió decir: “Mas ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais alejados, os habéis puesto cerca por la sangre de Jesucristo. Pues El es la paz nuestra, el que de los dos ha hecho uno, rompiendo, por medio de su carne, el muro de separación, esa enemistad. Con sus preceptos abolió la Ley de los ritos, para formar en sí mismo de dos un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliando a ambos en un solo cuerpo con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad de ellos. Y así vino a evangelizar la paz a vosotros, que estabais alejados, como a los que estaban cercanos; pues por El es por quien unos y otros tenemos cabida en el Padre unidos en el mismo Espíritu” (Epístola a los Efesios 2, 14-18)
O también: “La paz os dejo, la paz mía os doy; no os la doy Yo, como la da el mundo” (Jn. 14, 27).
Contra
las palabras de Nuestro Señor, los hombres del mundo en estudiado gesto
mediático, entierran con su símbolo de paz la paz del mundo y, seguramente así
creerán, no tendrán que pensar más en el árbol del crucificado.
No les dará la paz Aquel a quien le hacen guerra.
No les dará la paz Aquel a quien le hacen guerra.
Y lo que tampoco saben es que detrás de ellos vendrán a desenterrar y deshacer sus torpes
paladas quienes saquen a la luz ese monstruo que han creado bajo el nombre de
Paz, Diálogo, Encuentro. Ese monstruo que, como sabemos, lo primero que hace es
volverse contra su hacedor.
“Estas
cosas os he dicho con el fin de que halléis en Mí la paz” dijo Nuestro Señor
(Jn. 16, 33). Por lo tanto, fuera de El no hay paz, sino sueños de paz que
producen finalmente monstruos.
domingo, 26 de enero de 2014
SERMÓN DOMINGO III EPIFANÍA – R.P. RENÉ TRINCADO
En
la Epístola de hoy se nos enseña cómo se debe guardar la caridad para con los
enemigos. Explicaremos algunos versículos siguiendo los comentarios de Santo
Tomás de Aquino.
Empieza
diciendo San Pablo: no os tengáis a vosotros mismos por sabios,
porque si presumimos orgullosamente de sabios o prudentes, muchas veces nos
opondremos a la voluntad de aquellos con quienes debemos estar en paz, y así
causaremos discordias.
Sigue
diciendo a nadie volváis mal por mal. Se prohíbe acá
la venganza, es decir, devolver mal por mal. ¿Significa esto que no
hay que castigar? No, porque, como enseña Santo Tomás, si por el mal de
culpa que alguien comete le devuelve el juez [o cualquier autoridad legítima]
el mal de pena conforme a justicia, materialmente se le hace un mal, pero
formalmente y en sí se le hace un bien. De aquí que cuando el juez cuelga al
homicida no vuelve mal por mal, sino, al contrario, bien por mal. Esto destruye
una objeción contra la pena de muerte: “los católicos incurrimos en
contradicción al oponernos al aborto y aprobar la pena de muerte, porque en
ambos casos se mata a un hombre.” Matar al inocente es siempre moralmente malo,
pero matar al criminal que ha sido justamente condenado a pena de muerte es
hacer una acción formalmente buena, esto es, buena desde el punto de vista
moral.
Vivid
en paz con todos los hombres -sigue
diciendo San Pablo, pero agrega- si es posible y en lo
que de vosotros depende. Porque a veces la maldad de algunos
impide que podamos tener paz con ellos, a no ser que consintamos en su maldad.
Pero una paz así es ilícita, dice Santo Tomás. Hay, entonces, una paz buena,
querida por Dios, y una paz mala, detestada por Dios. Y por eso dice el Señor
(Mt 10, 34): No he venido a traer paz sino espada, he venido a
dividir a los que están unidos por una paz carnal, mundana o diabólica.
Más
importante que la paz es el bien y la verdad, pero en estos tiempos de terrible
confusión, sobre todo después del fatídico concilio Vaticano II, se considera
que la paz es el “valor supremo”, algo absolutamente bueno. Pensar así es
cobardía. Y es sentimentalismo, ignorancia e ilusión promover la paz a ultranza
o a costa del bien y la verdad. Hacerlo es, además, una gran impiedad. Es una
traición a Cristo, pues nuestra obligación, en cuanto Iglesia militante (es
decir, combatiente), es defendernos combatiendo sin tregua contra los enemigos
de Cristo, que sin tregua nos atacarán hasta el fin del mundo.
Dios
no manda que se haga la paz y la unidad entre nosotros y sus enemigos, y no lo
mandará jamás. ¿Por qué? Simplemente porque un ángel no se puede arrepentir, y
así el odio diabólico que mueve a los enemigos de la Iglesia es definitivo,
irrevocable. Y, entonces, hasta el fin del mundo los hijos del diablo tratarán
de destruir la Iglesia y los hijos de Dios deberán defenderla combatiendo.
Ahora
bien, por obra del satánico liberalismo imperante, este falso ideal pacifista
pasa hoy por noble bandera católica. ¿Idea católica? La Biblia se empezó a
escribir hace unos 3500 años y en ella nunca se menciona, como no sea para
condenarla, la idea de la pacífica unión de buenos y malos. Sólo desde la época
de Juan XXIII, el primer Papa liberal, comienza a verse como algo deseable,
entre el clero contaminado con el veneno masónico de la “fraternidad
universal”, la inaceptable idea de hacer la paz entre todos los grupos
antagónicos que existen entre los hombres, incluyendo a católicos y
anticatólicos, trigo y cizaña, ovejas y lobos, gente de Dios y gente del
demonio. Por eso es que las actuales autoridades de la FSSPX buscan la paz con
los liberales y están dispuestos a ponerse pacíficamente bajo el poder de los
destructores de la Iglesia. ¡Dios nos libre de esa falsa paz, que no es la Paz
de Cristo sino una paz contra Cristo, la Paz del demonio y del Anticristo! Paz
liberal causada por la “caridad liberal”, sobre la que dice el P. Sardá y
Salvany, "La caridad liberal que hoy está de moda es en la forma de halago
y condescendencia y afecto; pero en el fondo es desprecio de los verdaderos
bienes del hombre y de los supremos intereses de la verdad y de Dios... la suma
intransigencia católica es la suma caridad católica. Y porque hay pocos
intransigentes, hay hoy día pocos caritativos de verdad" (El Liberalismo
es Pecado). Estas palabras han sido olvidadas por los traidores acuerdistas, si
es que alguna vez las leyeron.
Volvamos
al texto de la Epístola. Cuando dice San Pablo no os defendáis
vosotros mismos, muestra que no hay que hacer el mal a los
prójimos bajo pretexto de defensa. Por eso el mismo Señor ordenó: Si
alguien te abofetea la mejilla derecha, preséntale también la otra (Mt
5, 39). ¿Quiere decir esto que nos debemos dejar robar y matar?, ¿que la
llamada “legítima defensa” es un pecado?, ¿que somos hipócritas los católicos
cuando defendemos la patria en la guerra? Cuidado: hay una ignorancia
generalizada sobre el real sentido de estas palabras de Nuestro Señor. Enseña
Santo Tomás de Aquino que “el hombre debe estar dispuesto a obrar así si fuese
necesario, pero no siempre está obligado a proceder de tal manera, puesto que
ni el mismo Señor lo hizo, sino que, después de haber recibido una bofetada,
preguntó: ¿por qué me hieres? (Jn 18, 23)... Estamos obligados
a tener el ánimo dispuesto a tolerar las afrentas si conviene. Pero a veces
conviene [que nos defendamos,] que rechacemos el ultraje recibido… por el bien del
que nos infiere la afrenta, a fin de reprimir su audacia e impedir que repita
tales cosas en el futuro… y por el bien de muchas otras personas, cuyo progreso
espiritual pudiera ser impedido precisamente por los ultrajes que nos hayan
inferido” (Suma Teol. II-II c.72, a. 3). Así, por ejemplo, una buen jefe
religioso o civil que con mentira es acusado públicamente de haber cometido
determinada falta grave, está obligado a defenderse por el bien de sus
súbditos, pues de no hacerlo, éstos, escandalizados, se alejarán del bien que
ese jefe les hace. El ofrecimiento de la otra mejilla, entonces, debe ser una
disposición habitual del corazón. Se trata de aceptar con paciencia la voluntad
de Dios que permite que se nos haga el mal. Es algo que siempre se debe cumplir
en lo interior pero no siempre en la obras. El precepto de no volver mal por
mal, en cambio, se debe cumplir siempre en lo interior y en lo exterior.
Luego
San Pablo indica la razón de esto, diciendo: sino dad lugar a la ira
(divina), porque escrito está: mía es la venganza, Yo haré
justicia, dice el Señor. Es decir, encomendémonos a Dios, que
puede defendernos y vengarnos. Descarguemos sobre Él todas nuestras
preocupaciones, porque El se ocupa de nosotros. Pero esto se entiende para el
caso en que no nos asista la facultad de hacer otra cosa conforme a justicia;
pues cuando alguien legítimamente castiga para reprimir la maldad (no por
odio), se entiende que da lugar al juicio divino.
No
sólo no debemos vengarnos, sino que debemos socorrer a los enemigos
en caso de necesidad. Por eso sigue diciendo la Epístola: Si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Y en
Lc 6, 27: Haced bien a los que os odian. Porque haciendo
esto -sigue-, carbones encendidos
amontonarás sobre su cabeza. Lo cual se puede entender así: socorriendo
al enemigo en su necesidad, amontonaremos sobre su cabeza (es decir, en su
mente) las brasas o carbones encendidos del amor de caridad porque, como dice
San Agustín, no hay mejor modo de hacerse amar que amar primero.
La
Epístola termina diciendo: No te dejes vencer del mal, sino vence el
mal con el bien. Si por el mal que un hombre malo causa a uno
bueno, éste es arrastrado a responder haciendo también el mal, el bueno es
vencido por el mal. Pero si, al revés, por el bien que el bueno hace al malo,
éste es atraído al bien, el bien vence al mal.
Que
por el santo Rosario, la Santísima Virgen María nos alcance de Dios vencer
siempre el mal en nuestros corazones.
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