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domingo, 19 de abril de 2015

LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA TRANSMITIDA POR MONS. DR. JUAN STRAUBINGER




L



LAMENTACIÓN:
No se trata de no lamentarse, pues el mismo Jesús lo hizo (S. 68 y notas), sino de no olvidar que Dios es padre y por tanto infaliblemente bueno y más sabio que nosotros en procurar nuestro bien.
(Coment. a Lam.  3,39).


LEY MOSAICA:
La Ley mosaica como tal era buena, pero dada la mala inclinación del hombre caído, el conocimiento de la Ley aumentaba la concupiscencia. De ahí que nadie era capaz de cumplir la Ley, y sólo el conocimiento de Cristo puede librarnos de este tristísimo estado, como lo dice el Apóstol en el v. 24.
(Coment. a Rom. 7,7)



M



MANDAMIENTOS:
Observar los mandamientos del Señor es tener días dichosos porque para eso los ha dado Él.
(Coment. al Salmo 33, 12.)


MARÍA:
En las pocas veces que habla María, su corazón exquisito nos enseña siempre no sólo la más perfecta fidelidad sino también la más plena libertad de espíritu. No pregunta Ella cómo podrá ser esto, sino: cómo será, es decir que desde el primer momento está bien segura de que el anuncio del mensajero se cumplirá, por asombroso que sea, y de que Ella lo aceptará íntegramente, cualesquiera fuesen las condiciones. Pero no quiere quedarse con una duda de conciencia, por lo cual no vacila en preguntar si su voto será o no un obstáculo al plan de Dios, y no tarda en recibir la respuesta sobre el prodigio portentoso de su Maternidad virginal. La pregunta de María, sin disminuir en nada su docilidad (v.38), la perfecciona, mostrándonos que nuestra obediencia no ha de ser la de un autómata, sino dada con plena conciencia, es decir, de modo que la voluntad pueda ser movida por el espíritu.
(Coment. a Luc. 1,34).
Jesús declara el misterio de la maternidad espiritual de María sobre el género humano, en ese mismo momento en que en Ella se realizaba el vaticinio del anciano Simeón: “Una espada de dolor atravesará tu alma” (Luc. 2,35). La Virgen María era nuestra madre desde la Encarnación del Verbo (Pío X; Enc. Ad diem illum). Lo primero que ha de imitarse en Ella es esa fe que Isabel le había señalado como su gran bienaventuranza (Luc. 1,45). La fe de María no vacila aunque humanamente todo lo divino parece fallar aquí, pues la profecía del ángel le había prometido para su Hijo el trono de David (Luc. 1,32) y la de Simeón (Luc. 2,32), que El había de ser no solamente “luz para ser revelada a las naciones”, sino también “la gloria de su pueblo de Israel” que de tal manera lo rechazaba y lo entregaba a la muerte por medio del poder romano. “El justo vive de la fe” (Rom. 1,17) y María creyó contra toda apariencia (Rom. 4,18), así como Abrahán, el padre de los que creen, no dudó de la promesa de una numerosísima descendencia, ni aun cuando Dios le mandaba matar al único hijo de su vejez que debía darle esa descendencia (Gén. 21,12; 22,1; Ecli. 44,21; Hebr. 11, 17-19).
(Coment. a Juan 19,25).


MIEDO:
Ni es otra cosa el temor,
sino el pensar
que está uno destituido de todo auxilio.
Es decir que todo miedo sería contra la fe; y en efecto, Jesús nos enseña a no temer ni aún a los que podrían matarnos (Mat. 10,28), y San Pablo dice: “Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom. 8,31; S. 3,7; 22,4; 26,1; 55,5; 117,6, etc). No se trata, como se ve, del valor estoico, fundado en nuestra suficiencia, harto falible, sino de la confianza en la protección indefectible del divino Padre. En griego este texto forma el v. 12 y define el miedo como el abandono de los recursos que nos daría la reflexión. Es el terror pánico, que casi enloquece.
(Coment. a Sab. 17,11).