Mostrando entradas con la etiqueta Esclavos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Esclavos. Mostrar todas las entradas

lunes, 25 de abril de 2016

La dulce Actea

Sentado en la oscuridad, sin más compañía que su alma y la soledad, los pensamientos del princeps Nerón corrían, saltaban, se detenían y danzaban, siempre inconexos, en ocasiones enfrentados, poco después reconciliados, a veces tristes, a veces contentos, siempre desfigurados. Con cada una de las notas arrancadas de la lira con las mismas suaves caricias que dedicaría a la mujer más amada, mil y una notas bullían en sus venas en una espiral frenética y el mundo al completo se derrumbaba hasta quedar reducido a pura música. Un vibrante rayo de luna, travieso, inquieto, atravesaba la oscuridad para iluminar sus labios trémulos, tarareando entre dientes versos inconexos de cortas poesías recién nacidas, aún sin ser escritas, cuyos desdibujados personajes ante sus ojos cobraban inusitada vida.

De improviso, Nerón escuchó un sonido, como un suspiro. Asustado y avergonzado, se detuvo.

          -¿Quién es?-preguntó el César-¡Muéstrate!-ordenó.

Una muchacha obedeció servicial, avanzando temblorosa desde las sombras hasta alcanzar la luz de la luna. Era menuda, de escasa estatura, bastante huesuda y sin apenas curvas, pero había algo bello en sus rasgados y profundos ojos negros, en la palidez marmórea de su piel tersa, o en la carnosidad de sus labios color fresa. No era esa la primera vez que la veía: muchas veces la había contemplado, de pie al lado de Octavia, esperando una orden suya sin emitir sonido alguno ni moverse.

          -¿Qué haces aquí? ¿Te ha mandado tu ama?

La esclava asintió con la cabeza, tímidamente, sin levantar la vista del suelo. Sin embargo, gracias a aquel movimiento, el emperador pudo ver dos lágrimas gruesas rodar por su rostro hasta fallecer en su boca. Dos lágrimas que la luna convertía en cristal y en plata contra las mejillas encendidas de la muchacha y el vello erizado de su rostro. Nerón no había visto jamás algo tan hermoso.

          -Lo lamento, princeps-se disculpó azorada-. No quería interrumpirte. Mi ama Claudia Octavia pregunta si esta noche acudirás a su lado.

          -¿Por qué lloras, esclava?

El suave rubor se intensificó. Nerón quería sentir en sus dedos el calor de aquellas mejillas.

          -La música...-confesó en un susurro emocionado-. La música era demasiado hermosa.

Emocionado por el imprevisto halago, el corazón de Nerón se desbocó raudo, para detenerse rápido, aún molesto por la interrupción, todavía cohibido ante un público repentino. Su primer público: esas melodías, que surgían de lo más profundo de su espíritu, nunca se había atrevido a mostrarlas por el miedo a la mofa, al rechazo y a convertir en realidad un sueño solo para verlo morir impotente entre las manos. Ahora, que por un error se había dado el primer paso, se sentía ávido de compartirlas, de cosechar opiniones, recoger aplausos, sentir el cariño del público al gritar su nombre en el teatro.

          -¿Quieres escuchar más?-la interrogó nervioso y esperanzado.

          -Si ese es tu deseo, César…

La esclava se sentó a sus pies, siempre cabizbaja, las delicadas manos entrecruzadas en el regazo. A pesar de no pronunciar una palabra, su cuerpo era para Nerón un nuevo instrumento, sorprendente y conmovedor, dónde podía medir con total precisión la reacción a cada nota arrancada de las cuerdas de la lira. Un leve temblor era para la emoción. Un ligero sollozo para la tristeza. Una media sonrisa para la alegría. La boca entreabierta, con una mano apoyada contra los carnosos labios, era sin duda para la sorpresa. La tensión en la delicada espalda para el terror. Un suspiro para el amor.

Se acercaba el alba cuando la música cesó. Había concluido el enloquecido sueño de la poesía, en el que nada existía salvo esos versos y ellos dos, y ahora ambos debían retornar a sus respectivas vidas Ella se levantó sumida aún en su silencio, y, con un respetuoso asentimiento de cabeza, se dispuso a partir: en su mente las melodías habían dejado ya paso sin sobresaltos a la larga lista de tareas de la esclava. Él, en cambio, no se sentía capaz de dejarla marchar. Quería verla otra vez vibrar.

          -¿Cuál es tu nombre?

La muchacha se volvió extrañada: este no era un dato que por lo general preocupara a los amos. Por vez primera le miró a los ojos: una leve chispa brillaba en sus pupilas oscuras como estrella perdida en una noche sin luna, prendiendo en la mirada de Nerón un fuego que ni él mismo comprendió.

          -Actea-fue su respuesta, otro susurro. De nuevo bajó la cabeza, turbada.

          -¿Volverás mañana?

¿Creyó entrever una pequeña sonrisa ahogada?

          -Siempre que me llames, César, estaré a tu lado.

****
Fotografías: Dos detalles de "Safo y Alceus", de Lawrence Alma-Tadema

****


viernes, 19 de febrero de 2016

La taberna de Salvio

En la fachada, una maravillosa Ave Fénix, junto al eslogan "El ave fénix está satisfecho y tú también puedes estarlo", daban la bienvenida a la Taberna de Salvio, situada en una de las laderas del monte Quirinal. Al entrar, los clientes eran saludados por un gruñido y el ceño fruncido de su dueño y eran delatados por un pequeñísimo pigmeo desnudo de cobre que colgaba frente a la puerta, dispuesto a cortarse su miembro erecto, casi tan grande como él mismo, al tiempo que, de sus desmesurados testículos, colgaban lámparas de humeante aceite y diversas campanillas de tamaños diversos. Si bien la taberna tenía una amplia puerta a la calle, la mayor parte de ésta estaba bloqueada por un mostrador en forma de L: una sólida estructura de ladrillo, pintada de rojo, y cubierta por un remate de fragmentos de mármol, dispares en color y tamaño. Empotrados en su interior, custodiaba cuatro dolia de barro, repletos de habichuelas y frutos secos, mientras que en uno de los extremos vigilaba un diminuto recipiente de bronce -para calentar el vino de quién así lo deseara- y un hornillo aún más pequeño -para quién quisiera alguna comida para acompañar la bebida-. Las tinajas de vino estaban apoyadas contra la pared, tras el mostrador, y sobre ellas, estantes con vasos de vidrio y cerámica, y demás utensilios de la taberna: ánforas de bronce para las mezclas, embudos para trasladar el vino a las jarras desde las tinajas, las propias jarras -con forma de zorro, gallo, perro...-, platos baratos de cerámica, copas más elaboradas y algunos cuchillos mellados y algo torcidos. Al fondo, unas escaleras conducían al piso superior, vivienda de Salvio, y en el techo, unos ganchos de madera exhibían embutidos, verduras y carne. El local contaba, además, con un salón interior sin ventanas dotados de siete mesitas de tres patas y un mayor número de bancos móviles sin respaldo y banquetas. Las paredes, antaño, habían lucido elegantes pinturas: ahora, descoloridas, mostraban sin orgullo los dibujos y escritos de cuantiosas generaciones de clientes. Dos camareras atenían en esos momentos a sus descendientes: una era Salvia, hija del dueño, y no se tocaba; la otra era Procne, su esclava, y por ella siempre estaba dispuesto a negociar un precio, pero no a ceder la cama.

Fuera, bajo un cielo plomizo que amenazaba de continuo lluvia y en las calles donde corría con sumo estruendo el viento con dedos de hielo, el funeral había concluido. El César Claudio había quedado ya reducido a cenizas y el recuerdo, y tras el infinito luto y la larga celebración de la muerte, sus antiguos súbditos estaban ansiosos de disfrutar de los beneficios de la vida. En la taberna de Salvio, los mismos que apenas unas horas antes habían dado muestras de dolor infinito en el cercano Campo de Marte, donde el ajado cuerpo del César había ardido entre maderas caras y perfumes que embriagan los sentidos, ahora borrachos reían y gritaban pidiendo una nueva garra y en el salón interior, a pesar de la prohibición, corrían los dados sobre las mesas manchadas, incluso entre un pretoriano y el comerciante de peor fama del Esquilino, y las apuestas comenzaban a amenazar antiguos negocios y fortunas enteras. Procne apenas tenía espacio por donde pasar con las bandejas y estaba ya cansada de recibir propuestas para retirarse un momento al infecto callejón trasero donde la taberna arrojaba sus desperdicios y ella vendía pedazos de amor a mal precio. Pero nada importaba, porque por la puerta había visto asomar, un momento, el rostro de Lucio Gargilio. Con rapidez, aprovechando que Salvio estaba demasiado ocupado contando falsas proezas a un grupo de estúpidos adolescentes incapaces de soportar un mal vino ni conocer su auténtico precio, Procne huyó por la puerta. En el callejón, como otros muchos antes que él, Gargilio la esperaba visiblemente ansioso.

Él nunca la arrojaría a cambio de su afecto un puñado de monedas, porque todo cuando ella tenía ya se lo había entregado desesperada a cambio únicamente de promesas. Mientras la empujaba contra la pared y la subía la falda, Procne, aunque lo deseaba, no se engañaba: él nunca compraría su libertad, él nunca la sacaría de allí, él nunca se casaría con ella y jamás daría su nombre a los hijos que con ella tuviera. Puede que la amara, no lo sabía -nunca se lo preguntaría-, pero si de verdad lo hacía, no era suficiente para salvarla. Y sin embargo, mientras duraba aquel breve encuentro, ella se aferraba con uñas y dientes a esa mentira que hacía mucho más fácil peores momentos, que encendía una luz vacilante en una noche sombría, que daba esperanzas de una nueva vida. Cuando hubo acabado, se despidió de ella con una sonrisa. Procne volvió a sus bandejas, a sus jarras, a sus borrachos, a su vino y a sus apuestas, y durante algunos momentos fue feliz en una ensoñación efímera. Una ensoñación que, como siempre, se rompería, cuando las campanillas del pigmeo anunciaran con estrépito una nueva visita, y Gargilio saludara con afecto a Salvio, su futuro suegro, y depositara un casto beso en la frente de su hija.


Fotografías 1 y 2: Imágenes propias de dos tabernas de Herculano, en la última de las cuales se conservan aún las estanterías de madera carbonizada
Fotografía 3: Reconstrucción de una taberna a partir de las evidencias arqueológicas

viernes, 15 de enero de 2016

El nacimiento de un romano

Lucio Opimio había intentado, en múltiples ocasiones y de múltiples maneras, tranquilizar su ánimo: sin embargo, nada podía distraerlo de los agudos y afilados gritos de dolor que traspasaban el eco de la casa y amenazaban con derrumbar sus paredes. En el viejo atrio, de un lado a otro, se esforzaba por ahogar sus pensamientos con el retumbar de sus pasos huecos, pero un nuevo aullido le despertaba siempre de nuevo como del peor de los sueños. Ni siquiera allí pues, donde los esclavos amontonaban ya la hojarasca seca que habría de ser encendida en cuanto el parto finalizara, podía escapar a su largo tormento. Llegaba demasiado pronto, se repetía. Opimio temía por su ansiado heredero pero también -aunque en menor manera-por su esposa Nonia: temía que la criatura que se negaba obstinada a nacer fuera demasiado grande para salir de su útero, que el esfuerzo hiciera explotar su corazón, o desgarrar su cuerpo, o que una infección se alojara en su vientre vacío y la devorara lentamente por dentro. Una anciana partera con gran cantidad de éxitos, recomendada por un socio comercial con una abundante descendencia, dos hábiles comadronas de manos expertas, y algo más de dos docenas de esclavas, la atendían en todo momento desde hacia demasiadas horas. Durante meses se habían provisto, además, de toda medicina o droga que para cualquier eventualidad pudiera ser remotamente necesaria... y no faltaban tampoco los amuletos propiciatorios de cualquier clase, repartidos por todos los rincones de la estancia... ¿Por qué entonces ¡maldita sea! tardaba tanto? No era el primer hijo que traía al mundo su esposa... aunque ninguno con la suficiente fortuna como para alcanzar el año... ¿Y si la cabeza se había quedado atascada? ¿Debía llamar al cirujano? ¿Estaba aún a tiempo de salvar su vida? Opimio se estremecía al recordar la fina sierra diestramente manejada con la que abriría el cráneo de su hijo nonato y lo partiría en un puñado de trozos para facilitar su extracción rápida. No quería perder a otro hijo.. pero si, por los dioses, éste también estaba condenado, si se le negaba, de nuevo, lo que tanto ansiaba, por lo que tanto rezara y en los templos de continuo muchas y grandes ofrendas sacrificara... no debía arrastrar con él a su madre al oscuro mundo bajo tierra del que nunca se regresa... Quizás debiera invocar a Antevorta ante el altar de sus dioses familiares si la criatura venía de cabeza...pero ¿y si venía de pie? No perdería por honrar también a Postverta...

Y, de repente, el primer llanto... Rápidamente, Opimio ansioso presentó un sacrificio a Vagitano, por las atenciones que el dios le había prestado en el que era, en verdad, su único cometido. Los esclavos se apresuraron a darle la enhorabuena, aunque fuera por completo indiferente y en nada sincera, y la llama se encendió por fin para dar vida al fuego simbólico que se mantendría durante los vulnerables primeros días de la criatura para apartar de ella cuantos espíritus malignos persiguieran dañarla... La imagen de Nonia, pálida y agotada, pero sana y salva en su cama inmaculada, mimada en exceso por solícitas esclavas, acabó por apaciguar todos sus temores, y mientras la comadrona se reclinaba hacia delante con el bebé para depositarlo en el helado suelo frente a él, sus instintos paternales pasaron de improviso, con violencia, a un primer plano, y una oleada de orgullo ciego y amor inmenso inundó su corazón emocionado... hasta casi arrasar la decepción sentida al saber que tan solo era una niña... Al menos -se esforzó en pensar- era fuerte y estaba sana: era un buen presagio de la posterior llegada de robustos hermanos, y, como tal, no podía rechazarlo...

Las invocaciones a los dioses protectores salían en voz alta y con claridad de su boca; de inmediato ofreció comida a Picumno y Pilumno, los hijos de Júpiter que presidían la tutela de los niños... sin olvidar a Ops, mientras el bebé estaba en el suelo boca arriba y vulnerable, aceptándola de esta forma en la familia. Miel y espelta fueron ofrecidas a Cumina para que la protegiera en la cuna, y a Rumina para se que preocupara por la alimentación de la pequeña Opimia. Mientras hacia todo esto, el padre orgulloso planeaba ya el futuro de su hija: no más de cuatro años en los pechos de sus nodrizas, para que la mandíbula de la niña no fuera demasiado pronunciada; eso no la haría atractiva para un futuro casamiento...Se la fajaría firmemente también, para que sólo el brazo derecho quedara libre, evitando así que fuera zurda, presagio de malos infortunios... Debía buscar también algún buen maestro, para que pudiera conversar sin profundizar en nada, y, en las reuniones sociales, si se la permitía hablar, sobre las demás deslumbrara... Nonia, por su parte, se encargaría de mostrarla los secretos del telar, el cardado y la lana... Pero para eso aún faltaba mucho tiempo. De momento, colgaría de la puerta una muñeca para anunciar la nueva incorporación a la familia. Tres hombres, uno armado con un hacha, el segundo con un mazo y el tercero con una escoba, con la cual barrería el umbral para expulsar a los malos espíritus del umbral que sus compañeros protegían, vigilarían su portal hasta trascurrir ocho días del nacimiento de su hija, momento en que sería públicamente reconocida en una gran ceremonia.

Ya colgaba Opimio del cuello de la recién nacida la lunula que la protegería del mal de ojo hasta el instante mismo de su matrimonio, cuando un nuevo grito de dolor estremeció la casa... Un esclavo, avergonzado, se inclinó raudo ante él con reticencia: "Es la esclava celta, Cilea". Opimio se volvió hacia el rostro dormido de la recién nacida, sin atreverse a enfrentar la mirada dura, exhausta y furiosa de la convaleciente Nonia... Al parecer, aquel día los dioses le habían concedido ser padre por vez segunda.

En las entrañas de la casa, más allá de la diminuta cocina, del retrete demasiado sucio, del estrecho pasillo sin decoración ninguna, en el angosto cuartucho compartido por la totalidad de los esclavos, Cilea se esforzaba por traer al mundo a su hijo sin más ayuda que la de otra esclava, una anciana de uñas roñosas sin más experiencia que la de haber parido primero un bebé que naciera muerto. Sin comadrona, ni partera, ni siquiera una amiga o una compañera que la sostuviera en cuchillas para así facilitar un parto que se antojaba complicado y largo, la fuerza vacilante de sus manos bastaba para aferrarse al duro camastro semi sentada con las piernas abiertas mientras los demás esclavos salían y entraban del hacinado cuarto con indiferencia. Uno le advirtió de que callara, para no molestar a los amos y sus invitados que celebraban ya el nacimiento de la pequeña. Tampoco a su hijo recién nacido le dejaron llorar demasiado para no perturbar el sueño de Nonia y Opimia. Negando con la cabeza, Cilea exhausta se arrastró al camastro que ambos compartirían los próximos años y se dejó caer sin resuello. La anciana esclava, cumplido su trabajo, la dejó sola con el bebé sin ni siquiera arroparlos; tampoco esperó a que, de improviso, apareciera el padre para conocerlo, ni las felicitaciones de los otros esclavos, para quien su hijo no era más que un estorbo que, durante años, dificultaría su sueño, estorbaría su trabajo y les robaría parte del alimento sin merecerlo. Cilea negó con la cabeza; no sabía de qué se quejaban, era a ella a quién le habían impuesto la compañía del pequeño sin quererlo, era ella quién tendría que cargar con su peso. Ni siquiera había pensado cómo podría llamarlo. Mientras acunaba por primera vez a aquel niño en sus brazos y él bebía con avidez de sus senos, envuelto con descuido en una de sus viejas túnicas de esclava, pensó que, al menos, debería estar agradecida de haber sobrevivido al parto. Quizás debiera dirigir una plegaria a las divinidades que vigilan el nacimiento y protegen al recién nacido en sus primeros momentos, pero nadie se las había nunca enseñado. Finalmente, sus labios se abrieron para cualquier dios o diosa que quisiera escucharla y, satisfecha por el trabajo bien hecho, se quedó dormida de inmediato.

*Fotografías: Ciclo de obras de G. Zocchi sobre la maternidad en la Antigua Roma


sábado, 15 de marzo de 2014

Faetón

En aquellos últimos días, momentos efímeros que sin embargo se tornaron infinitos como interminables siglos en el inclemente, injusto, tiempo, había dejado que el peso del mundo le sepultara antes de muerto y por los más vertiginosos recovecos enloquecidos y secretos le expulsara de su cuerpo hacia las cavernas escondidas donde millones de almas penan y esperan una nueva oportunidad que nunca llega, un puro renacer, un volver atrás y de nuevo comenzar para no hacer aquello que por siempre les atormenta y muy pronto la humanidad olvidará. Ahora no obstante cuando los suspiros de su yerma existencia con los dedos de sus manos podían contarse, Faetón despertaba ya demasiado tarde del larguísimo letargo de experiencias baldías y de pronto se sentía más lúcido y consciente que en toda su vida. Percibía el corretear, el roer, el gruñir del ratón y de la rata -por mucho tiempo su única compañía-; la profunda oscuridad que atenaza solo rota por un mínimo rayo de luz olvidada en la que diminutas volutas de polvo sensuales danzaban; el rítmico, estrepitoso, goteo de una piedra lejana, recuerdo de una lluvia días atrás desmadejada; el hedor del sudor, de la carne ya en descomposición, de la suciedad y el excremento, de la sangre y el agua estancada, de las amargas lágrimas, de la crueldad, el moho, el miedo, el terror, el fervor y la desesperación; el crujir de un tobillo insano que se acercaba apresurado seguido de cerca por duros pasos que hacían vibrar el suelo como si tronara dentro y proyectaban su eco hasta el mismo inexistente cielo; el chirriar lento de la reja, prolongándose como un eco en el silencio; y aquellos ojos que le observaron un único momento como si no importara, como si ni siquiera le estuvieran viendo... Los soldados levantaron a Faetón del húmedo suelo sin esfuerzo; hueso y cuero raído sin voluntad y sin resuello, le arrastraron, pies trabados, manos unidas y cabeza hundida por su peso, por los ilimitados pasillos sin fin ni comienzo de aquel monstruo de abismal negrura, donde solo brillan las antorchas y los ojos curiosos, cansados y aterrados de quienes como él esperan su turno para ser sacrificados. Roma, sobre sus cabezas, rugía impaciente a la espera. Su verdugo, con ojos entornados, le observó un momento antes de comenzar a gritos las quejas y los improperios. Demasiado delgado, demasiado pálido, demasiado viejo, demasiado blando, demasiado sucio, demasiado bajo...No era en nada el actor indicado, un magistral Ícaro cretense, apenas un adolescente, que convenciera a un público siempre ávido y exigente. Sin embargo él era el elegido por la tropa por el único motivo aparente de que estaba demasiado enfermo como para no poder aprovecharse de su muerte si no se hacia inmediatamente. Maldiciones se arrojaron sobre su cabeza mientras las últimas arenas del reloj de su vida se consumían -como chispa leve que arde muy intensamente e irremediablemente por siempre se pierde-, y el verdugo, indignado por lo que consideraba un insulto a su magna obra, a su trabajo de muchos años, un despropósito que sin duda arruinaría la más perfecta de las puestas en escena que nunca jamás se verían, iniciaba meticuloso, en profundo silencio hosco, su fúnebre y teatral trabajo con una concentración exigente, obsesiva y absoluta. Agradeció el vino, el baño y el alimento, la túnica inmaculada y corta que olía a enebro y a rosas, las sandalias de suave cuero y hasta las joyas, pero se sentía ridículo con aquella peluca de rizos perfectos y hubiera preferido que no le maquillaran como a un efebo, más se dejó hacer sin mascullar una sola palabra que solo hubiera supuesto malgastar aliento y el muy preciado tiempo. Ni siquiera protestó, hizo un mal gesto o retrocedió cuando, resignado y sumiso, aceptó las alas, aquellas inmensas alas que pesaban en exceso y sin remedio de continuo le arrastraban de rodillas al frío suelo, donde era insultado por el verdugo y sus sicarios, hasta que sus consumidas piernas, plenas de rasguños, enrojecieron y se abrieron. No habían descuidado detalle alguno en ningún detalle del retorcido objeto de su tormento: como las que Dédalo construyera en el laberinto de Minos, eran de plumas de paloma unidas por cera, sujetas a su cuerpo y brazos por apretadas correas que levantaron llagas, con un travesaño de madera que dejó marcas en su espalda condenada
Aquellas alas tenían mayor valor que su propia existencia, y una vez impuestas el verdugo le abandonó sin una mala mirada, sin una sola palabra, tan solo con la satisfacción del trabajo bien hecho, y como un objeto más del elaborado decorado, una mísera parte del atrezzo, poco más que mobiliarios de escenario, fue de nuevo rodeado y conducido al lugar donde habría de encontrar la representación de su vida y su final. Así fue como comenzó el largo ascenso desde las entrañas de la bestia hasta el cielo, por oscuros pasillos que se prolongaban hasta fundirse con la oscuridad misma, endebles ascensores de frágil madera que funcionaban mediante poleas y temblaban vertiginosos como sacudidos por cien tormentas, y finalmente mil escaleras. El alado Faetón encadenado sabía que no debía mirar atrás, que de mirar atrás estaría por siempre perdido. No debía llorar por las piedras holladas en el camino, si no entregarlas al olvido y observar solo el futuro aunque este fuera efímero, porque su pasado estaba plagado de vías no recorrió y nunca recorrería, pero aquel día estaba repleto de horizontes entre los que escoger, por no existía el destino, se decía, porque no había más camino que el que en ese instante trazaban sus pies. Cierto que no podía escoger no caer, cierto que no había opción a volver, pero podía elegir cómo caer, como había elegido todas y cada una que le llevaron a perecer en el monstruo; por eso no podía revelarse, por eso no podía quejarse: él mismo se había conducido hasta ese instante... A pesar de que las alas le hacían caer, se esforzó por ponerse de pie, una vez más, otra vez. Lo importante, se dijo, no era caer, lo importante era volver a levantarse, levantarse siempre, como siempre había hecho, levantarse tan rápido que nunca quedara constancia de que cayó una solo vez, levantarse no solo una, si no dos, tres, cuatro veces y cuantas más fueron necesarias. Nadie podría decir que se rindió antes de la última rendición, aquella que habremos de aceptar todos. Y así fue: Faetón se puso de pie, digno y al mismo tiempo trágico y cómico, tambaleante, sonriente. Sus rodillas pugnaban por doblarse y dejarse vencer, pero el último suspiro de su alma le sirvió de sostén. Hasta los soldados que le servían de escolta se sintieron admirados por aquel empeño enloquecido que precipitarse voluntario a su propio cadalso. Paso a paso, sin resuello, Faetón no tenía prisa: sin duda le esperarían. Cada escalón era un tormento; tenía hambre, tenía sed, y le sacudían nubarrones negros empujándole a dejarse caer, a dejarse vencer. "Cierra los ojos", decían, "ríndete". Rechazó toda ayuda que le ofrecía. Aunque fuera a rastras llegaría, ¡ya la veía! La luz, al final estaba por fin la luz: se repetía. Volver a la luz bien merecía el dolor y el sufrimiento que padecía. ¿Cuántos días hacían que se la robaron? ¿Por qué se la robaron? Los recuerdos se diluían; la vida se perdía
Tan solo le quedaba aquello: las alas y el cielo. Sobre la fachada del Coliseo habían construido para él la más inmensa de las pasarelas para que pudiera grabar en ella a lágrima y sangre sus últimos pasos sobre la tierra, más ¿qué tierra? En esa altura las nubes casi podían tocarse. Sonó fanfarría de trompetas y una voz melodiosa anunció a Roma su historia. No, no era su historia: él no era Ícaro, no había estado jamás en Creta, ¿quién era Dédalo?... ¿O si lo era? ¿Acaso no llevaba las alas de plumas y cera? ¿Acaso no acababa de huir del laberinto construido por un tirano? Quizás, si no alzaba mucho el vuelo, aquella vez no quemaría sus alas, quizás si se esforzaba podría volver a su hogar, a casa...Pero, ¿en que lugar había perdido aquel hogar que añoraba? Le indicaron que caminara. Bajo sus pies, Roma al completo, expectante, zumbaba como mil abejas enloquecidas a la espera de la flor más deseaba, y en la arena, bajo la que no había mucho tiempo en las cavernas escondidas con otros desgraciados se consumiera, su verdugo había dispuesto un escenario fantástico de dunas y palmeras, al igual que los desiertos de África, donde decenas de fieras salvajes que Faetón nunca antes viera esperaban ansiosas la próxima carnaza. Se detuvo un momento, no por miedo, si no por vértigo. Temblaba. Le apremiaron para que continuara... Si, debía hacerlo; ya no le quedaba mucho tiempo. Un paso más, solo otro más. Pronto todo iba a acabar; y no importaba; lo prefería. No quería volver a la oscuridad. En el límite de la pasarela se detuvo; no miró abajo, no miró atrás. Se negó a pensar. Contempló al público emocionado, todos los rostros desdibujados de ojos desorbitados. Alzó los brazos hasta el cielo -símbolo de su próxima libertad-, y en sus dedos sintió juguetear el viento, en sus oídos reír la lluvia. Avanzó: los dedos de sus pies se asomaron al abismo. Respiró profundamente. Solo un paso más, solo era preciso un paso más. Solo él y la inmensidad. Respiró. Saltó. No gritó... y ¡voló! Si, ¡voló! ¡voló! ¡Sabía que lo conseguiría! Faetón voló alto, muy alto, hasta rozar las mismas nubes y tocar el sol, hasta sentir el viento frío bajo los brazos, hasta oír estridente en los oídos el arrullo de los pájaros, hasta oler la lluvia, saborear la nieve, escalar el granizo, acariciar la tormenta, vestirse de atardecer...Y por fin miró abajo. Vio su cuerpo caer en enloquecida espiral, batir las alas desesperado mientras Roma se deshacía en carcajadas crueles; lo vió romperse contra la arena como frágil cristal; vil la multitud enfervorecida aullar ante el olor de la sangre, gritar antes las vísceras enrojecidas, reir ante el triste espectáculo de los últimos espasmos rítmicos de su pierna fractura, un postrer gemido, las bestias arremolinándose alrededor de la carnaza cuando aún, con esfuerzo, respiraba, y el leve batir de las pestañas que indicaba que ya todo muy pronto acababa. Casi le parecía una buena forma de acabar, así de algo serviría aquello que dejaba atrás... Pues, ¡¿qué importaba?! ¡Era libre y volaba! ¡volaba! Buscaría un nuevo hogar, otra patria... pero no ahora. Ahora estaba cansado, ¿por qué no descansaba? Ahora que era libre tenía todo el tiempo del mundo para lograr lo que soñara, lo que por largo tiempo planeara... "Duerme, Faetón", se digo, "mañana será mañana..." Faetón alado, desmadejado, triste desgraciado, soñador innato, clausuró su mirada envuelto en el aplauso de una Roma agradecida y entusiasmada. Alguien entre el público lloraba.

Dedicado con cariño a mi amigo Jorge Cuesta
quién fue el que tuvo la idea.

*Fotografía 1: Dédalo e Ícaro en un relieve de la villa Albani, en Roma
*Fotografía 2: "Paraíso Perdido", de Gustave Doré
*Fotografía 3: "Amanecer para Ícaro", de Herbert James Draper

viernes, 10 de enero de 2014

Naumaquia

Una colaboración para Arraona Romana

A través de un estrecho ventanuco a ras del suelo, entre pies y piedra, contempló con algo de tristeza y una infinita nostalgia el perfil achacoso y consumido del anfiteatro de Statilio Tauro en el Campo de Marte. En él ya había malgastado sus mejores años. Ahora el César Nerón había decidido abandonarlo a una larga agonía, vacío de todo espectáculo que unos setenta y cuatro años antes diera razón a su vida, cuando el divino Augusto aún caminaba sobre la tierra. Mientras, en sus cercanías, había edificado un nuevo anfiteatro de madera, imponente, orgulloso, desafiante –como sólo la juventud puede–, en cuyas entrañas estaba atrapado ahora, como siempre, en una larga espera: aquel día de agosto del consulado de Lucio Pisón y el segundo para Nerón tendría por fin lugar los juegos inaugurales. Durante días, heraldos de voz melodiosa habían anunciado el evento a todas horas por las calles de Roma y por los municipios y ciudades más próximas; cartelas de madera, con los detalles de lo que pronto ocurriría, habían pendido durante semanas de las columnatas de los foros; y en las paredes de varias casas y en numerosas tumbas de los cementerios, los pintores contratados junto a los aficionados habían garabateado el lugar, la fecha, los tipos de espectáculo y hasta las sorpresas que recibirían quienes acudieran.Tanto esfuerzo dio su fruto pues los días anteriores a iniciarse los juegos el anuncio de una novedad en ellos atrajo hacia Roma a una muchedumbre tal que duplicó su población. Los alojamientos quedaron pronto repletos y muchos ganaron bastante dinero realquilando las habitaciones ya atestadas de sus insulae. La mayoría de los recién llegados, en cambio, al final acabó durmiendo en las calles aprovechando el buen tiempo. Bajo las arcadas de los templos y edificios públicos podían verse mantas y personas con las ropas remendadas, al tiempo que otros levantaban tiendas de campaña en las encrucijadas, bajo los altares.
Pero el día de la inauguración la ciudad quedó desierta, zona improvisada de la lucha entre las cohortes urbanas y los ladrones que aprovechan tanta ausencia. El resto, vociferante y en exceso ansioso, fue incapaz de esperar a las primeras luces del alba para congregarse ante las puertas del anfiteatro. Libertos, mujeres, esclavos y extranjeros demasiado pronto se confundieron en un intrincado remolino de golpes, empujones y patadas, desesperados por lograr las mejores plazas en las galerías superiores, a pesar de que en ellas el calor es intenso aún con el velarium puesto y se está condenado a contemplar de pie el evento. De poco pareció importarles este y otros detalles: ni siquiera volvieron la vista atrás para ver a quienes en la aglomeración había muertos por asfixia y aplastados, y, temerosos de perder el sitio logrado, muchos se habían llevado la comida y hasta orinales.Aún corrían escaleras arriba mientras el resto de espectadores, la mayoría, todos ellos con la ciudadanía, subían tranquilamente y transitaban con asombro las oscuras galerías, pues tienen derecho a un asiento reservado en el anfiteatro, consignado en las piezas que, con pasión, aferran en sus manos. A su paso, pinturas de brillantísimos colores adornan todas las paredes: un cuidadísimo despliegue de lascivas diosas, divinidades fuertes y valerosos héroes sobre los que algunos ya han garabateado con un punzón, ayudados por la enorme muchedumbre y la relativa oscuridad, toscos dibujos de gladiadores –reconocibles solo por el nombre-, amorfos bestiarii, imaginarios combates, irreconocibles animales, algún insulto, el anuncio de un mal negocio...Bajo su sombra podían verse toda clase de tenderetes, que venden recuerdos de todo tipo y el programa de los juegos o bien alquilan mullidos cojines para las nalgas sensibles; a su lado, pequeñas mesas de apuestas se camuflaban, más o menos, entre los puestos de comida rápida y bebidas frías, mientras los mendigos con las manos extendidas relatan sus muchos males y las fulanas aguardan bajo las arcadas una sola llamada, divertidas por las correrías de los niños que roban las bolsas de monedas a los pobres distraídos y huyen a la carrera. Las voces de los comerciantes, anunciando con toda la potencia posible las mil y una excelencias de sus productos, apenas logran hacerse oír sobre la algarabía de compradores y espectadores que buscan sus sitios. Sin embargo, el espectáculo que se abrió ante sus ojos mereció sin ninguna duda la larga y cansada espera. Una sinfonía de túnicas de colores comenzaba a extenderse a lo largo y ancho de las gradas, acentuada o mitigada por la larga sombra de un velarium azul celeste salpicado de estrellas y planetas tejidas con sedas, cuyas formas podían verse, alargadas, en multitud de cuerpos y caras. Bajo ellos, sin saberlo, se encontraba una complicada red subterránea de conductos, canales y esclusas que conectaba el anfiteatro con el río Tíber cercano y que había permitido inundar a voluntad el recinto, donde aguardaban, inocentes, dos flotas de doce embarcaciones, cada una con un total de 6.000 remeros que esperaban en una plácida deriva la inminente llegada de 3.000 combatientes. El público más avezado pudo reconocer birremes y trirremes completamente equipados, construidos con maderas nobles y pintados de intensos azules, rojos y blancos. No obstante, conservaban el nombre solo por el diverso tamaño de su eslora ya que por problemas de capacidad del recinto se habían reducido el tamaño de las embarcaciones y las filas de remeros a una sola.No eran esas las únicas precauciones que se habían tomado Los días anteriores se habían impermeabilizado las paredes con negra brea para intentar evitar toda fuga de agua, color que contrastaba poderosamente con el inmaculado mármol del pódium adornado de varios mosaicos y las brillantes togas de sus ocupantes, o con el pórfido rosa y las guirnaldas de rosas que revestían el palco imperial, donde todavía no se encontraba Nerón.

*  *  *

Mientras el color y el bullicio reinaban en la superficie, la situación era muy distinta bajo las gradas. En las oscuras galerías, los gladiadores siempre guardan silencio cuando revisten las protecciones y toman las armas, entregados unos a sus oraciones a Némesis y otros a sus pensamientos. Es algo que pocos saben: para enfrentarse a la muerte son necesarias fortaleza física, gran habilidad, mayor destreza, pero sobre todo una mente libre de cargas, convencida y preparada para la tarea. Aquel día, sin embargo, algo había cambiado y esos hombres, a media voz, intercambiaban comentarios, maldiciones, consejos de una utilidad más que dudosa: nadie estaba contento de cambiar la firmeza de una conocida arena por la inestabilidad bamboleante de unas desconocidas tablas de barco mojadas. Severo prestaba atención y callaba, si bien su mayor preocupación era la posición del sol: luchar con la luz en los ojos podía suponer la leve diferencia entre volver a casa o conocer las profundidades de la tierra, aunque su reflejo en el agua y las armaduras iba a dificultar esquivarla. Sus reflexiones se disiparon como bruma cuando un viejo conocido se acercó a él para desearle suerte: un gruñido y un mal gesto le disuadieron de pronunciar palabra. El resto ni siquiera pretendió intentarlo. Solo continuó Severo ejercitándose antes de la batalla en un rincón de la armería. Sus compañeros le temían y eso era algo bueno cuando tenía que enfrentarse a ellos, pero el resto del tiempo una parte de él se lamentaba en su cuerpo Porque él no siempre fue así, ni siempre fue su oficio la sangre. Severo era en realidad panadero, antiguo dueño de un pequeño negocio en las laderas del Esquilino. Las hogazas recién horneadas le habían permitido a él, a sus padres, abuelos, y hasta donde queda memoria, vivir holgadamente en el segundo piso de la tahona, incluso permitirse a veces algún capricho. Hasta que dos calles más allá abrió otro horno con unos precios irrisorios y comenzó a perder clientes sin remedio; redujo su margen de beneficios, pero no regresaron. Desesperado por cubrir gastos, por una reforma que volviera a colocar su tahona en lo más alto, arriesgó mucho en las apuestas del circo, pero él no supo juzgar con acierto la calidad de los carros o la velocidad de los caballos. Debiendo gran cantidad de dinero, recurrió a los prestamistas y sus abusivos intereses le sumieron por completo en la ruina. Su única solución sería venderse a un lanista como gladiador de contrato, declarar su conformidad ante un tribuno de la plebe y descender al rango de esclavos, el primero en su familia-sus antepasados, sin duda, estarían avergonzados-. Los 2.000 sestercios que él recibió a cambio a penas lograron pagar algunas deudas; deudas que, irremediablemente, seguían engullendo todas sus primas por combate impidiéndole ahorrar para cuando algún día regresara a la libertad. Aún así, soñaba con volver a ser panadero un día no muy lejano en cualquier lugar que no conociera su sangriento pasado.
Aquel día, al contrario que los anteriores, no lucharía solo contra un igual. Habían dividido a los combatientes en dos grupos de igual número y los habían obligado a vestir de diversa forma, con atuendo de llamativo colorido y gran riqueza. Interrogándole a un guardia amigo suyo que se había enriquecido sobremanera apostando por él cuando luchaba en la arena, supo que el César Nerón deseaba recrear una batalla naval entre los griegos y persas para dar más realismo a la naumaquia. ¡Qué gran estupidez! Era solo el capricho costoso de un mocoso que al público dejaría indiferente: ellos, como siempre, habían venido a disfrutar el del combate, no a admirar el decorado. Además, si era veracidad lo que buscaba, debió de haber escogido alguna batalla que si sucediera, pues hasta dónde él recordaba, nunca se habían enfrentado los griegos contra los persas. Tampoco podía afirmarlo con rotundidad, puesto que no sabía dónde se encontraba Persia o si alguna vez había existido. Severo nunca supo leer ni escribir, y todo cuanto aprendiera había surgido de los labios siempre ocupados de su padre, de las historias de su madre en el calor sofocante de los cuatro hornos de pan, de los recuerdos torturados de los esclavos encargados de moler el grano y amasar, del relato confuso de un borracho en la taberna o del rápido intercambio de información a través de un mostrador abarrotado Apenas si sabía a sus casi treinta años contar, sumar y restar, aún con dificultad y gracias a la panadería. Una cosa si sabía a ciencia cierta: se sentía ridículo con esa vestimenta e incómodo con su armadura nueva. Como retiarius no estaba acostumbrado a luchar con una puesta: el peso de las grebas en las piernas ralentizaba su marcha, el casco disminuía su campo de visión y su capacidad de reacción y la coraza le dificultaba los movimientos. Por si fuera poco, le habían sustituido el tridente por una espada y la red de pescador por un escudo que solo le estorbaba. Cuanto más pensaba en la batalla naval de ese día, más empeoraba su humor, más se enfurecía. Había sin duda muchas cosas que le molestaban: la lucha de cualquier gladiador es un duelo en que la supervivencia depende de la habilidad y el entrenamiento; en aquella locura, fruto de la mente aburrida del César y de la necesidad de distracción de Roma, debía confiar su vida, por el contrario, a toda la tripulación de un barco, tripulación que no conocía y que dudaba muchísimo que supiera qué es lo que hacía. Soldados, gladiadores y marineros habían de subir a las naves, en definitiva, profesionales entrenado para aquello, pero por desgracia eran los menos; abundaban los esclavos y los condenados a muerte, elegidos únicamente para rellenar los huecos y cuya aportación al espectáculo se reducía a una ciega desesperación por la supervivencia-que podía embotar sus sentidos en vez de hacerles ganar destreza-, y una muerte sangrienta en los primeros momentos. Peor destino aguardaba a los 6.000 remeros, que se hundirían con esas naves sin poder siquiera tener la posibilidad de plantear defensa.También esta vez fue sacado abruptamente de sus pensamientos, en esa ocasión con una notificación: el César Nerón se encontraba por fin en su palco rodeado en exclusiva de sus favoritos. Entre las tablas de madera se introducían sinuosos hasta los combatientes todos los gritos que su llegada había arrancado veloz al pueblo, denunciando subidas de precios, abusivos impuestos o lo caro del pan, insultando a la amante Popea o llamando a la madre Agripina o la esposa Octavia-las ausencias más destacadas. No tendrían mucho tiempo de gritarle, pues los tambores tronaron, las trompetas sonaron, y las embarcaciones, a medida que las tropas embarcaban, se agrupaban en compacta formación de batalla para saludar a Nerón. La estridencia de la música continuaría toda la batalla, ahogando en ocasiones la voz del público, de los vendedores ambulantes y del espectáculo. 
Después, con nueva fanfarria, se inició el evento.

Si queréis leer el final del relato, no dudéis en clickear en: 

viernes, 3 de enero de 2014

Un día en las termas


Todo estaba listo desde hacia ya demasiados meses. Por fin llegaba, y bajo un cielo encapotado de blanco grisáceo en que a duras penas el sol lucía y se entreveía, se inaugurarían las nuevas termas del César Marco Aurelio Severo Antonino Augusto: Caracalla. El agua pura, cristalina y clara del Aqua Antonianiana rugía de súbita impaciencia anunciando placeres nuevos para una plebe siempre ávida. Varias horas atrás, cuando la oscuridad de la noche aún era espesa y profunda y las sombras de los muertos que no encuentran jamás el descanso eterno lloran y se arrastran por cada cementerio, gentes de toda condición-algunos romanos, otros recién llegados-aguardaban de pie la apertura, ansiosos, con sueño y sin alimento, envueltos en sus gruesos mantos de lana vieja que apenas si dejaban ver el rostro helado de quienes los portaban y a media voz, algo temerosos, de continuo mirando por encima del hombro, susurraban un nombre prohibido a unos completos desconocidos: Publio Septimio Geta, el desafortunado, antiguo César, asesinado seis años atrás en brazos de su propia madre Julia por su único hermano, co-emperador, Caracalla... Sus termas estaban pensadas para ganarse el perdón y beneplácito de un pueblo que indiferente olvida cuando recibe una buena oferta y sin embargo súbito recuerda al calor del vino de taberna. Las primeras luces del alba anunciaron con dulces clamores de timbales y trompetas que las termas quedaban inauguradas. Amplios jardines hasta donde se pierde la vista daban la bienvenida con parras de abundantes uvas donde se cobijaban los que aman, los que lloran o los que conspiran; altos árboles frutales ofrecían alimento y sombra; las gráciles ninfas de mármol pintado se escondían tras arbustos de mil aromas y los sátiros de granito acechaban por los parterres de rosas; ninfeos de mármol ofrecían sombran donde el agua componía canciones olvidadas de poetas muertos que solo los peces escuchaban bajo nenúfares de inmaculado blanco y brillante rosa; fuentes que acogían esculturas hermosas de todas partes del Imperio daban de beber el agua más pura...
Los caminos de piedra conducían a serpenteantes senderos de tierra batida que se perdían entre espesas malezas y enredaderas o, de una forma casi imperceptible, seguían a través de plantas exóticas nunca vistas hasta la cien tiendas de las termas, donde elegantes tenderos ofrecían los abundantes productos del Imperio, desde los mejores vinos de Falerno, las espesas salsas de Gades o las suaves fragancias de los rincones perdidos de Arabia, al suave tejido que desde el confín del mundo la Ruta de la Seda porta, algodón egipcio, manjares que no solo calman el apetito...Para los intelectuales, la gran biblioteca, hermana pequeña de la custodiada en la magna Alejandría, donde el emperador ordenó se dispusieran todos los libros jamás escritos. No obstante, el vestuario espera, donde los esclavos de blancas togas custodiaban las pertenencias: ¿qué prefieres ahora? En el gimnasio los jóvenes se enfrentan en el pancracio, y en las salas pequeñas, los esclavos dan masajes y depilan a hombres y mujeres que así lo desean, como si no fuera suficiente la natatio a cielo abierto para desterrar preocupaciones y penas, o las bañeras talladas en una sola pieza de granito que esperan en la gran galería, donde ni el calor abrasa ni el frío hiela. Pero sin duda es el caldarium lo que visitar más desean; tras un amplio y caldeado vestíbulo, con pavimento de planchas de pizarra, se encontraba la gran piscina de agua cálida. El caldarium, porticado, es una gran sala circular de cuádruple altura; algunos dicen, quizás exageran, que es tan grande como el Panteón del gran Agripa. Dotado de enormes ventabas en arco cerradas por coloridas vidrieras montadas sobre reja metálica, las paredes están revestidas con placas de mármol de los más diversos colores: pórfido negro, mármol rojo de Eretria y blanco de Paros, negro de Quíos, de Carrara y del Pentélico... Arriba, en lo alto, la inmensa bóveda de crucería con un óculo inmenso, desdibujado por un vapor solo en aumento, se confundía con el cielo tras sus mosaicos de pasta vítrea de verde musgo y azul intenso. En la piscina, el reflejo multicolor de las vidrieras, el oscilar continuo del agua, el susurro de la voz relajada y el vapor daban vida a nínfas, delfines, sirenos y monstruos marinos trazados en mosaicos negros, que el intenso calor y la constante sudoración confundían con las bellas esclavas de gruesas trenzas, largas melenas y elegantes, cortas túnicas, pegadas a la piel por la sudor, la humedad y el agua. Bastaba expresar un deseo para que ellas corrieran a satisfacerlo: un masaje, un ungüento, el estigil que arrastra la suciedad, una toalla limpia, algo de beber, un alimento, quizás algo de música, una buena lectura, un poema a recitar, un compañero que se quedó atrás, cosas que tu puedes imaginar y yo no pronunciar...
Anfitrite, la más joven de las esclavas, no tardó en huir de la sala. Corriendo entre las bañeras y las salas, atravesando gimnasios y saunas, pasó desapercibida su huida por la bandeja de dulces que portaba y que a todo el mundo que sospechaba ofrecía y pronto, aliviada, salió del complejo y vio las luces mortecinas del primer día. No tenía mucho tiempo. Más allá de los dieciocho monstruosos depósitos de agua, pensados para cubrir las necesidades de las termas en los momentos de mayor afluencia, se escondía entre el ramaje, a ras del suelo, la boca de un pozo negro, tan solo trazada por un arco de medio punto a fondo de unas empinadas escaleras que se hundían hasta enraizar en la tierra. Con cuidado, comenzó el tortuoso descenso al Averno y a medida que bajaba el sudor corrió de nuevo espeso por su grácil cuerpo y padeció alguna vez tal sofocación, una asfixia progresiva que le hizo temer que no regresaría, que hubo de detenerse en varios momentos para no perder el sentido, la consciencia y el aliento. Finalmente, tras gran esfuerzo, alcanzó el lúgubre laberinto de hollín y fuego que ocultaban los elegantes suelos, un bosque de pilastras de ladrillos negros, que sustentaban el doble suelo por el que de continuo discurría el calor, y las paredes de ardientes tubos de cocido barro, por donde salía el humo de las hogueras y el agua caliente arrastrando miseria y mierda. Más no era suficiente porque apenas respirar se podía y su pecho se alzaba y descendía, desesperado, buscando una bocanada de aire que no fuera infecto. Contras las paredes se amontonaban no elegantes mosaicos ni mármoles de rincones lejanos, si no la codiciada madera de abeto, olorosa y que no produce humo en exceso,  cuyas cenizas se recuperarían para las lavanderías; al agua también se aprovecharía: iría a parar a las letrinas, se reciclaría para los grandes molinos o finalmente se desaguaría en las cloacas, donde iban a parar también, una vez muertos, los que allí se hacinaban, como si solo fueran otro deshecho más de las termas de Caracalla. Los ojos azules de la esclava, acostumbrados al resplandor del sol en estanques y mármol, tardó en acostumbrarse a la profunda oscuridad de rostros cadavéricos que la acechaban en silencio. Aquellos desgraciados que habitaban las cavernas no veían la luz del sol, y desesperados se aferraban a una brizna de resplandor de lucernas y de hogueras. El esclavo Nereo, lejos al fin de los altos e insaciables hornos, la vio mucho antes de que lo hiciera ella. Se acercó en el silencio y la quietud de la sombra que era. Alargó la mano, ansiosa, para sentir en sus ásperas y encallecidas yemas la piel suave y perfumada de la esclava, pero no se atrevió a tocarla: si tiznaba su piel o su ropa seguro que su capataz la castigaría. Con los brazos doloridos de amores insatisfechos y la boca contraída de los besos devorados, se inclinó tan solo para grabar en su memoria el sonriente rostro amado, que le mostraba aquella bandeja con manjares que mejores bocas no quisieron como si fuera un gran trofeo; y lo era, ¡maldita sea!, estaba hambriento; un compañero aquella mañana había caído de hambre y sed muerto. Si, Anfitrite era buena, era cariñosa, era hermosa, era más de lo que él merecía; aún no sabía como aquella criatura destinada a grandes hombres y amplias salas le había descubierto en las profundidades de aquella tumba ardiente y oscura. Si no fuera por esos fugaces instantes en su compañía hacia tiempo que como muchos de sus compañeros, llegados de otras termas, se habría entregado a la noche o al fuego para acabar así con su tormento o se arrastraban enloquecidos lanzando infinitos gritos al son de los torturados bramidos del agua. Pero, ¿y si la vendían? Él nunca podría comprarla y quienes decidían su destino nunca le dejarían amar a una esclava tan cara. Nereo vivía con la esperanza del próximo encuentro y el temor de que de nuevo no sucedería. ¿Por qué no comprendían que él valía para algo más que acarrear madera, avivar hogueras? ¿Qué como todos los hombres tenía un corazón que latía? Anfitrite, con una sonrisa, se dio media vuelta y desapareció por las escaleras; atrás quedó su aroma a mirra y canela. El capataz, mientras tanto, ya le llamaba para que encendiera otra hoguera. Se había acabado su loco sueño en las cavernas. Quizás esa noche, mientras los demás dormían entre pilastras de ladrillos, junto a los troncos de madera, podría salir fuera de la tumba para verla: añoraba el resplandor de las estrellas.


*Fotografía 1: Panorámica de las termas de Caracalla
*Fotografía 2 y 3: "Las termas de Caracalla" y "Alfarero romano", de Alma-Tadema


jueves, 19 de diciembre de 2013

Io Saturnalia

Laodamia se despertó con las primeras luces del alba, si bien en realidad solo había conocido retazos fugaces de tortuosos sueños. Desde hacia semanas vivía en un espejismo de añoranza y de miedo, que en ocasiones se le antojaba opresivo y en otras incrédulo. No porque el amo fuera cruel con ella, si no porque nada de lo que la rodeaba conocía: costrumbres extrañas, personas desconocidas, una lengua nunca antes oída. Su propia piel, de un dorado caoba, que despertara la admiración en el mercado y alcanzara precios desorbitados, arrancaba ahora miradas de ceño fruncido y cejas arqueadas, que la obligaban a bajar los ojos y encendían sus mejillas y parecían gritarla en hiriente silencio, allá donde marchara: ¡fuera! ¡fuera, extranjera! Laodamia languidecía en la melancolía, pues allá donde iba en su memoria seguía el recuerdo de un paisaje de interminables dunas de voluptuosas, redondeadas, lascivas formas, mil tonalidades de un marrón cobrizo que imperceptibles se tejían en un tupida y espesa alfombra hasta fundirse con un despejado cielo de radiante azul intenso y un sol en llamas de rojo encendido; la brisa de afilados, ardientes, dedos, que revolvía el horizonte, derribaba montañas, borraba caminos, y las fulgurantes estrellas, manto real de un luna de plata, risueña en lo más alto, que mostraban con intermitentes parpadeos cualquier senda perdida; los oasis de ardientes aguas y refrescantes palmeras, donde sus hermanos pequeños se bañaba y su padre apacentaba; las tormentas de arena en las que en el interior de la tienda solía enredarse con su madre para que nada temiera; o el repentino resurgir de la tierra cultivada al acercarte a un mar de vetas de oro y plata, con multitud de frutos maduros y mil aromas en un verdor que alimentaba y engrandecía el alma. No comprendía como los romanos habitaban voluntarios aquellas cárceles incesantes de adobe y piedra, tan lejos del contacto con la tierra, en las que por mucho que caminaras jamás veías la vegetación frondosa o las altas dunas de arena. Añoraba el palpitar tímido de la sabia nueva.
Laodamia envuelta en lágrimas se levantó de la cama y cargó sobre sus hombros tres túnicas y dos mantos. Siempre hacía demasiado frío en aquella patria nueva. Las otras esclavas con las que compartía cama y cuarto, más viejas, más expertas, se rieron de ella, pero no la importaba, pues no entendía qué la hablaban. Siempre que la llamaban por aquel nuevo nombre y derramaban sobre ella incomprensibles palabras, ya gritaran, ya susurraran, se limitaba a asentir con la cabeza gacha y a marcharse rauda. Por ello se había ganado fama de tonta y de holgazana. Ahora se limitaban a darle un paño y un cubo de agua y de rodillas limpiaba los mosaicos de la casa. Aquel trabajo no la desagradaba. Le fascinaba aquel mundo de diminutos colores que perfectamente encajaban hasta formar en la lejanía una hermosa forma, y abstraída intentaba desentrañar los misterios de una mente capaz de concebir, a partir de millones de piezas dispares, las recatadas formas de una heroína o las lascivas redondeces de una diosa. Le gustaba igualmente tocar el suelo de las grandes salas y descubrir que eran cálidos bajo sus palmas; solo en ese momento desterraba el húmedo frío de sus torturados huesos y apenas terminado el trabajo corría a los grandes hornos del subsuelo para intentar también comprender cómo las hogueras no incendiaban la casa o cómo lograban que el calor se distribuyera a través de paredes y suelos por tantas salas. Mil preguntas se amontonaban en su cabeza incapaz de darlas salida por una lengua desacostrumbrada, y frustrada se tornaba en momentos irascible o se escondía avergonzada de su ignorancia. Hedistus siempre iba a buscarla. Laodamia sabía que aquel rincón de madera y llamas no era su lugar en la casa, ya que el amo solía exhibirla ricamente vestida en las grandes cenas como una joya engarzada, pero al menos Hedistus no la gritaba, si no que con infinita paciencia limpiaba el hollín de su cara. En esos momentos hubiera querido alargar su mano y enredarla en sus cabellos de oro batido que nunca antes contemplara, pero finalmente ante su presencia siempre se reprimía con fuerza. En los estrechos pasillos y las pequeñas y oscuras salas que habitaban esclavos y esclavas, Hedistus, aún compartiendo su condición, era la autoridad después del amo, pues había nacido en la casa y gozaba por ello de su favor y confianza. Todos le temían y le envidiaban; en cambio, Laodamia sentía por él lástima, porque jamás había visto el horizonte abrazar el cielo ni había corrido libre entre la vegetación. Aquel día también le buscó para que le entregara su cubo, su paño y su agua.
Sin embargo, algo aquel día había cambiado. Los demás esclavos no se apresuraban a sus tareas, si no que todo estaba inundado por un alegre ambiente de fiesta y más allá de las altas tapias del jardín que los encerraba llegaban retazos de música y risas aisladas. Pronto abandonaron todo y comenzaron a salir por la puerta. Laodamia no comprendía. ¿A qué se debía? ¿Todos habían sido liberados? Se asomó con cautela extrema a la puerta. Al otro lado de la calle, más allá de los soportales de columnas de enlucido blanco y revestimiento rojo vio partir a los esclavos de otras casas y más arriba, pasadas las panaderías, bebían en las tabernas los que amasaban pan, movían los molinos y encendían los hornos. No era posible que todos hubieran conocido la libertad el mismo día. Observó el umbral que advertía del peligro de un perro que no tenían. ¿También ella podría.... salir? ¿Podría salir? No se atrevía. A pesar de haber cruzado el interminable mar y haber contemplado ciudades y puertos, nuevos pueblos, aquella casa era su condena y su refugio, los límites seguros que excluían del día a día lo desconocido y terrorífico de su nueva vida. Retrocedió apenas unos pasos. De pronto, el brazo protector de Hedistus la obligó a cruzar la frontera imaginada que tanto tiempo creyó infranqueable y vio el sol de un nuevo día. Abandonada en la vía, asustada por el ruido y todo cuanto veía, angustiada por cuanto desconocía, por peligros y sospechas que solo en su mente había, durante muy largo tiempo no pudo soltarse de aquel brazo que se le ofrecía. Hedistus reía. No era la risa cruel y burlona de las esclavas, sino un destello de diversión y ternura, de incipiente cariño que la hizo sentir más segura. Pronto la curiosidad la impulsó a soltarse y correr de un lado para otro deseando conocerlo todo. Él con dulce paciencia la seguía mientras ella descubría los mil y un productos que el Imperio en tenderetes humildes ofrecía, se mostraba fascinada por alguna inscripción olvidada, por el burdo fresco de una mala tienda, mientras ignoraba los altares callejeros cuajados de ofrendas, se detenía ante los artistas que en las vías encantan serpientes y escupen fuego, intentaba descifrar los misterios de un juego grabado en escalinatas de mármol, se sentía deslumbrada por los altos templos cargados de guirnaldas y las prostitutas de mejillas maquilladas o sin razón se reía de la escultura de un magistrado togado o se detenía a contemplar la labor del zapatero, del panadero o del carnicero. Juntos contemplaron los sacrificios en el templo, los preparativos del banquete público, se colaron en las carreras del circo y los juegos del anfiteatro, apostaron por el equipo verde y el gladiador tracio, y bebieron vino fuerte en las tabernas de las callejuelas, tosiendo primero y enrojeciendo después. A su regreso se sentaron en la mesa del amo y por un día todos iguales festejaron las bondades de la Edad dorada del gran Saturno. Para entonces, Laodamia había desterrado su timidez innata y desbordaba alegría, esforzándose por expresarse en una rara mezcla de latín y una lengua desconocida que arrancó comprensión y risas. Había entendido que por un día, por un único día, todo era posible y podía no ser ella misma, si no quién de verdad quería, y antes de que la agonía de la luna empujara la realidad a su rostro para herirla, buscó el hogar en la tierra y sentada en la hierba seca del peristilo, cubierta por un manto real de hojas marchitas, recibió ofrendas de figuras de terracota a cambio de humildes bolsas de nueces y enredó al fin sus dedos en el dorado cabello de Hedistus, descubriendo nuevos placeres, otros deseos... y supo que de alguna forma había encontrado una nueva casa y que de alguna forma a veces duran siempre las Saturnalias.


*Fotografía 1: "Laodamia llora la muerte de Protesilao", personaje mítico que da nombre al personaje de esta historia. De George William Joy
*Fotografía 2: Mosaico de la Medusa, localizado en Tarraco.
*Fotografía 3: Inscripción encontrada en Almansa que ha inspirado esta historia, dedicada por Hedistus a Laodamia, su dulcísima esposa