jueves, 31 de diciembre de 2015
jueves, 17 de diciembre de 2015
El valiente discurso de Hortensia
En nuestro artículo anterior Sulpicia la poetisa olvidada afirmamos que ésta era la única autora latina cuyos textos se habían conservado para la posteridad. Esto no es del todo cierto y debe ser matizado. La obra de Sulpicia es, realmente, la única escrita por una mujer romana que nos ha llegado de forma directa, es decir, procedente de la propia autora tal como ella la concibió originalmente, y no a través de comentarios cortos o versiones más o menos fieles de la misma, realizadas por autores masculinos uno o varios siglos después del fallecimiento de la autora partiendo de su obra primigenia, perdida en la actualidad. Tal es por desgracia el caso de la escritora que nos ocupa hoy, Hortensia. Su famoso discurso, pronunciado en la tribuna de los oradores del foro de Roma en el año 42 a.C. se conserva en la obra del historiador griego Apiano, escrita casi dos siglos más tarde.
Sabemos poco sobre la vida de Hortensia. Hija de Quinto Hortensio Hórtalo (114-50 a.C.), y quizás también de su primera esposa, Lutatia, su padre destacó rápidamente en los campos del derecho y la oratoria, donde se convertiría en el mayor rival de Marco Tulio Cicerón. Hortensia, por lo tanto, puede ser considerada, como Sulpicia, una docta puella: hija de una de las familias más poderosas e influyentes del momento en Roma, en previsión de la labor que en un futuro habría de acometer en la instrucción de sus hijos, futuros ciudadanos al servicio de la República romana, para quienes tendría que ejercer de modelo de educación moral, fue preparada concienzudamente desde niña y educada, en compañía de los varones, en los ambientes más cultos y refinados, donde se les transmitía el conocimiento a través de la enseñanza del ejemplo. Sin embargo, mientras Sulpicia se inclinó hacia la poesía, quizás por influencia de su padre y abuelo materno, Hortensia al parecer se dedicó al estudio de la oratoria mediante la lectura de los discursos de su padre y de prominentes oradores griegos. Ello no impidió que contrajera matrimonio, posiblemente a una edad temprana, con su primo segundo Quinto Servilio Cepión, hijo de Quinto Servilio Cepión el Joven y hermano de Catón de Útica y Servilia, madre del cesaricida Marco Junio Bruto -ver artículo anterior El asesinato de Julio César-. De este matrimonio solo nació una única hija, también llamada Servilia, quedando Hortensia viuda en el año 67 a.C. Con anterioridad, y ante la ausencia de herederos masculinos, su marido había adoptado a su sobrino M. Junio Bruto, que se convirtió así durante un breve período de tiempo -después repudió el nombre por razones políticas- en Quinto Servilio Cepión Juniano, con Hortensia como madre adoptiva.
La vida de Hortensia se habría resumido en estos pocos datos biográficas si no hubiera sido por los acontecimientos ocurridos 25 años después de la muerte de su marido, en el año 42 a.C. Asesinado el dictador Julio César en los idus de marzo del año 44 a.C. y desencadenada una nueva guerra civil entre sus asesinos, los denominados cesaricidas -uno de cuyos líderes era, precisamente, Bruto, hijo adoptivo de Hortensia-, y sus partidarios, los cesarianos -ver artículo anterior El Segundo Triunvirato: la Batalla de Filipos- se decreta por parte de ambos bandos nuevos impuestos con los que hacer frente a los gastos siempre crecientes del conflicto. Mientras que son las provincias orientales quienes deben mantener los ejércitos cesaricidas, son las occidentales, entre las que se encuentran Italia y, por tanto, Roma, las que sostienen a las tropas cesarianas, a cuyo frente se hayan Marco Antonio, Octaviano y Lépido, unidos ya en el denominado Segundo Triunvirato. Entre los nuevos impuestos aprobados por éstos, se hallaba aquel que gravaba las fortunas de las 1.400 mujeres más ricas de la ciudad de Roma, lo que desencadenó de inmediato un nuevo levantamiento femenino similar al ocurrido con ocasión de la Lex Oppia en el año 215 a.C, que limitaba el lujo femenino. Las mujeres afectadas -todas ellas pertenecientes a familias destacadas-, indignadas, lograron que la intervención a su favor de
Octavia y Atia, la hermana y la madre de Octaviano, y de Julia, madre
de Marco Antonio1, pero no satisfechas con los resultados obtenidos, dieron un paso más con respecto a las protestas femininas del
año 215 a.C. a las restricciones en contra del lujo femenino, defendieron públicamente su postura a través del apasionado
discurso pronunciado por la propia Hortensia2, en la propia tribuna de los
oradores, ubicada en el foro3:
“Nos habéis privado de nuestros padres,
de nuestros hijos, de nuestros maridos y nuestros hermanos con el
pretexto que os traicionaron, pero si además nos quitáis ahora
nuestras propiedades, nos reducís a una condición más que
inaceptable para nuestro origen, nuestra forma de vivir y nuestra
naturaleza. Si nosotras os hemos hecho cualquier mal -como afirmáis
que nuestros maridos os han hecho-, castigadnos también como a
ellos. Pero si nosotras, todas las mujeres, no hemos votado a ninguno
de vuestros enemigos públicos, ni derribado vuestra casa, ni
destruido vuestro ejército, ni dirigido a nadie contra vosotros; si
no os hemos impedido obtener los cargos ni honores ¿por qué
compartimos los castigos si no participamos de los crímenes? ¿Por
qué pagamos tributos, si no compartimos la responsabilidad en los
cargos, los honores, mandos militares, ni, en suma, en el gobierno,
por el que lucháis entre vosotros mismos con tan nocivos resultados?
Decís “por que es tiempo de guerra” ¿Y cuando no ha habido
guerra? ¿Cuándo se han impuesto tributos a las mujeres, cuya
naturaleza las aparta de todos los hombres? Una vez nuestras madres
hicieron lo que es natural y contribuyeron a la guerra contra los
cartagineses; cuando el peligro sacudía nuestro imperio entero y a
la misma Roma. Pero entonces lo hicieron voluntariamente; no con sus
bienes raíces, ni sus campos, ni sus dotes o sus casas, sin las
cuales es imposible que las mujeres libres vivan, si no solo con sus
joyas”
Las mujeres no solo no deben ser tratadas como
hombres, si no que tampoco lo merecen, ya que ellas al contrario que
todos sus parientes masculinos han respetado la fides (“si
os hemos hecho cualquier mal como afirmáis que nuestros hombres han
hecho...nosotras no hemos votado a ninguno de vuestros enemigos
públicos, ni derribado vuestra casa, ni destruido vuestro ejército,
ni dirigido a nadie contra vosotros”) y el mos maiorum, para
lo cual invocan el recuerdo y el ejemplo edificante no de los patres,
como harían los hombres, si no de las matres (“una vez
nuestras madres hicieron lo que es natural y contribuyeron a la
guerra contra los cartagineses”). Sin embargo, los triunviros, en
lugar de recompensarlas por una actuación correcta, no solo alteran
su naturaleza sino que, además, amenazan insensibles su dignitas,
lo último que, perdidos sus seres queridos y amenazado el Estado
por una guerra interna, ya les queda: si además nos quitáis
nuestras propiedades, nos reducís a una condición más que
inaceptable para nuestro origen, nuestra forma de vivir y nuestra
naturaleza(...) sus bienes raíces ni sus campos ni sus dotes o sus
casas, sin las cuales es imposible que las mujeres libres vivan. La dignitas, que podría entenderse
como “el prestigio, honor, reputación o buen nombre, que se
adquiere a lo largo de toda una vida”, quedaría por lo tanto aquí
ligada, al menos en el caso de las mujeres, a la posesión de
“propiedades, bienes raíces, campos, dotes, casas”... puesto
que, en el caso de carecer de ellos, la esposa habría de contribuir
activamente al mantenimiento de la familia y de la casa trabajando
con sus propias manos fuera de sus hogares, siendo pues “imposible
que las mujeres libres vivan”, es decir, quedando las ciudadanas
romanas equiparadas a libertas y esclavas4.
Se trata pues de un discurso perfectamente construido, muy cuidado tanto en el aspecto formal como en el contenido, con una redacción impecable y unos supuestos bien defendidos y expresados en el momento justo y forma exactos, que logró además gran parte de su objetivo: al día siguiente, los tres triunviros se vieron obligados a rebajar a sólo 400 las mujeres afectadas por el impuesto. No es de extrañar por tanto que Apiano, Bellum Civile, IV, 34, afirmara:
Quinto Hortensio vivió aquel día de nuevo en la línea femenina de su familia
y respiraba a través de las palabras de su hija
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*Fotografía 1: Retrato del panadero Paquio Próculo y su esposa en su casa de Pompeya
*Fotografía 2: Reconstrucción de los Rostra, la tribuna de oradores desde la que Hortensia se dirigió a la multitud
*Fotografía 3: Imagen de Hortensia ante los triunviros en copia medieval de la obra de Apiano
*Fotografía 4: Detalle de "Mi poeta favorito", de Lawrence Alma-Tadema
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*Fotografía 1: Retrato del panadero Paquio Próculo y su esposa en su casa de Pompeya
*Fotografía 2: Reconstrucción de los Rostra, la tribuna de oradores desde la que Hortensia se dirigió a la multitud
*Fotografía 3: Imagen de Hortensia ante los triunviros en copia medieval de la obra de Apiano
*Fotografía 4: Detalle de "Mi poeta favorito", de Lawrence Alma-Tadema
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1
Aunque no de Fulvia, esposa en esos momentos de Marco Antonio. Sobre
la intervención concreta de Octavia, Atia y Julia, ver GARCÍA
VIVAS, G.A: “Octavia como exemplum de
la mujer en la propaganda política del Segundo Triunvirato (44-30
a.C.)”, Fortunatae, nº
15, 2004, 103-112; IDEM: “Una matrona romana y un escritor
conciso: Octavia y Veleyo Patérculo (Vell. 2, 78, 1)”,
Fortunatae, nº17,
2006, 33-40
2
LÓPEZ LÓPEZ, A: “Hortensia, primera oradora romana”,
Florentina Ileberritana, 3,
1992, 317-332
3
APIANO, Bellum Civile, IV,
33
4
Quedaría descartado como “trabajo manual degradante”, que
supone una merma en la dignitas de la mujer, toda actividad
relacionada con la producción de tejido siempre que sea para
consumo interno del hogar, imagen esta, la de lanifica, que
se relaciona en las fuentes escritas estrechamente con la de matrona
uniuira.
viernes, 11 de diciembre de 2015
El mito de Lucrecia
En nuestra revisión del papel de las mujeres en la obra de Tito Livio (ver artículo anterior Lavinia, las Sabinas, Tarpeya y Tulia: las mujeres en la obra de Tito Livio) había una ausencia destacada: el mito de Lucrecia. Su complejidad nos exigía un artículo aparte. Para comprender su desarrollo y la decisión final de la dama romana debemos remontarnos a una época anterior a ésta, al reinado del primer rey, Rómulo, e incluso cambiar de autor, centrándonos en Plutarco. Nos interesa, en concreto, una de las denominadas "leyes regias", que estipulaba las condiciones para la disolución del vínculo matrimonial. Aunque su autenticidad es dudosa, eso no nos impide entrever la mentalidad presente tras su concepción:
“Rómulo
promulgó también algunas leyes, entre las cuales destaca por su
severidad la que impedía a la mujer abandonar a su marido aunque por
el contrario permitía al marido repudiar a la esposa por varios
motivos como son el envenenamiento de niños, la sustracción de las
llaves o bien el adulterio”1
Las razones que
legitiman el divorcio, según esta ley, han intrigado durante mucho
tiempo a los historiadores del derecho, que no han podido resistir la
tentación de corregir arbitrariamente una parte del texto para
eliminar aquello que les resulta más sorprendente2.
Puesto que se consideraba absurdo que la “sustracción de llaves”
pudiera ser motivo de repudio o divorcio, en ocasiones se ha estimado
que Plutarco quiso decir “sustracción de niños”. En realidad,
consideramos que no habría ninguna razón para modificar parte del
texto, ya que cada una de las situaciones mencionadas debió de
constituir -como expondremos ahora- la violación de algunos de los
tabúes más característicos del matrimonio romano.
El “envenenamiento
de niños” se referiría, de hecho, a una forma de aborto provocado
por la utilización de drogas. Aunque la descendencia no era
requisito esencial ni motivo principal para que se diera el
matrimonio, producida la concepción ésta no debía de
interrumpirse: la mujer hubiera así privado a Roma de un posible
ciudadano sobre cuya vida, además, no tenía poder ni derecho alguno
de decisión, puesto que los hijos pertenecían al linaje paterno,
portaban su nomen y competía
sólo al padre decidir sobre su inclusión o su exclusión de la
familia tras el parto. Sin embargo el aborto casi se consideraba como
una falta menor en comparación con el adulterio para el que no
existía ninguna expiación posible, que continuaría siendo por
excelencia la falta mayor los siglos siguientes3.
Queda
todavía por discernir el significado de la “sustracción de
llaves”. El verdadero sentido de esta prohibición estaría quizás
relacionado con la imposibilidad de las mujeres de beber vino sin
incurrir primero en penas graves y, posteriormente, en una grave
censura. Si bien ellas tendrían a su disposición todas las llaves
de la casa, las de la bodega en donde se guardaba el vino le estaban,
por el contrario, vedadas. Cierta anécdota, contada por el
historiador Fabio Víctor, quién viviera a fines del siglo III a.C.
y que ha sido transmitido por Plinio el Viejo4,
explica que cierta dama romana un día consiguió abrir el casillero
donde se guardaban las llaves de la bodega; culpable de ese crimen,
fue condenada por el consejo familiar a morir de hambre. Se desconoce
en qué época se desarrolló el drama; es de suponer que, ya en
tiempos de Fabio Víctor, se trataba de un pasado lejano. A inicios
del siglo II a.C., una mujer que hubiera bebido vino se arriesgaba
sin duda a ser repudiada, pero no se la condenaba a muerte5.
A
menudo se ha intentado dilucidar el verdadero significado que
encerraba la prohibición de beber vino: unas veces, siguiendo
básicamente a Noailles, se ha considerado que el vino, el “líquido
sacrifical y sustitutivo de la sangre, pasaba por contener cierto
principio misterioso de la vida (...) al beberlo, la mujer quedaba
sujeta a un principio de vida extraño y, por lo tanto, hostil.
Introduciendo ese elemento externo dentro de sí, dentro de la sangre
de la familia, destruye su integridad. Se trata de una forma de
deshonrar la sangre”6;
en otras siguiendo esencialmente a Durry7se
recuerda que el vino, para la medicina antigua, poseía virtudes
anticonceptivas y abortivas, y por consiguiente, su uso podía ser
asimilado a un intento de aborto equiparable al “envenenamiento de
niños”. Ese hecho podía relacionarse con la costumbre de que las
damas de buena familia recibieran de sus parientes masculinos, ya
fueran políticos o consanguíneos, un beso en la boca: era lo que se
conocía como el ius osculi, el
derecho al beso8,
un derecho que únicamente se explica relacionado con dicho tabú al
vino. Los parientes de las damas verificaban así, mediante el beso,
que sus alientos no contuviera la presencia de vino, puesto que
habrían de ser ellos quienes, en caso de incumplimiento de esta
regla, decidieran la suerte reservada a la infractora como parte del
tribunal familiar, como en la anécdota antes referida de Fabio
Víctor.
Esa
falta relativa al consumo del vino sin duda se relaciona con la de
adulterio, puesto que al mantener relaciones sexuales fuera del
matrimonio, la mujer no solamente destruía “la integridad de la
sangre”, al admitir en su lecho a un hombre distinto a su marido, y
por tanto “un principio de vida extraño” en su cuerpo, si no que además,
al igual que el aborto o el vino, atenta también contra la
descendencia que pudiera como esposa proporcionar al marido, ya que
arrojaría sospechas sobre la legitimidad de los hijos, siendo
indiferente si la relación adúltera ha sido o no consentida.
Esta
“deshonra de la sangre”, que imposibilitaría a la mujer para ser
madre, y, por extensión, también esposa, ya que el matrimonio es el
único marco en que una mujer puede tener descendencia legítimamente, es el que subyace tras el episodio de Lucrecia. Tito Livio narra como
Sexto, un hijo del rey Tarquinio el Soberbio, se hallaba con su
ejército sitiando la villa de Ardea. Con otros jóvenes de la
nobleza, discutía un tarde sobre la virtud de sus esposas, a las que
habían dejado en sus hogares. Cada uno alardeaba sobre las bondades
de la suya hasta que, de un común acuerdo, montaron en sus caballos
decididos a regresar sin previo aviso para ver lo que ellas hacían
en ese momento. Ya en la ciudad de Roma descubrieron a las mujeres de
palacio divirtiéndose en un banquete con sus amigas. Después fueron
a casa de Tarquinio Colatino, y encontraron un espectáculo muy
diferente: su mujer, Lucrecia, sentada junto al fuego, hilaba la lana
con sus sirvientas -la imagen por antonomasia de la matrona romana-. Al ver llegar a sus maridos y a sus compañeros,
quiso ofrecerles un buen recibimiento y se levantó para prepararles
la cena. Desde este mismo día, Sexto Tarquinio albergaría por
Lucrecia una pasión secreta e inconfesable9 y
para poder lograrla actuó con suma precaución.
Volvió
al campamento al día siguiente con los compañeros con intención de
regresar a Roma varios días después en solitario y presentarse de
nuevo en la casa de Colatino. Lucrecia le recibió de nuevo; sin
desconfiar de él, le dio su hospitalidad, ofreciéndole una
habitación de los huéspedes. Sin embargo, una vez de noche y con la
casa en silencio, Sexto se deslizó hasta la cama de Lucrecia con la
espada en la mano y la despertó amenazándola con matarla si
gritaba. Empezó entonces a jurarla su amor, pero la voluntad de la
esposa de Colatino permaneció inquebrantable. En aquel instante, ya
impaciente, Sexto recurrió finalmente a intimidarla con una muerte
deshonrosa: si se resiste todavía más, la matara, degollará a un
esclavo y expondrá ambos cadáveres juntos y desnudos, de tal modo
que todo el mundo crea que ha sido descubierta en pleno adulterio y
justamente castigada. Ante esa perspectiva, Lucrecia solo puede ceder
y, tras lograr su propósito, Sexto abandona la casa. Solo en ese
momento, ella envía mensajeros a su esposo y a su padre, a quienes
una vez a su lado relata toda la historia y, si bien sus seres
queridos intentan consolarla, afirmando que no tiene ninguna culpa,
la noble Lucrecia opta sin dudar por el suicidio:
“Espurio
Lucrecio llegaría con Publio Valerio el hijo de Voleso; Colatino,
con Lucio Junio Bruto (…)Encontraron a Lucrecia sentada en su
habitación y postrada por el dolor. Al entrar ellos estalló en
lágrimas, y al preguntarla su marido si todo estaba bien, le
respondió: “¡No! ¿Qué puede estar bien para la mujer cuando se
ha perdido el honor?Las huellas de un extraño, Colatino, están en
tu cama. Pero es solo el cuerpo lo que ha sido violado, el alma es
puro; la muerte será el testigo de ello” (…) trataron de
consolar el triste ánimo de la mujer, cambiando la culpa desde esa
víctima al ultraje de su autor e insistiéndole en que es la mente
la que peca, no el cuerpo, y que en donde no ha habido consentimiento
no hay culpa. “Es por ti”, dijo ella, “al ver que él consigue
su deseo, aunque a mí me absuelva el pecado, no me librará de la
pena; ninguna mujer sin castidad alegará el ejemplo de Lucrecia”
Ella tenía un cuchillo escondido en el vestido, lo hundió dentro de
su corazón y cayó muerta en el suelo (…) Bruto sacó el cuchillo
de la herida de Lucrecia (...)y dijo: “Por esta sangre, la más
pura antes del indignante ultraje hecho por el hijo del rey,...” 10
Lucrecia
se constituye de esta forma, a pesar de negarse a escuchar y a
obedecer a su esposo y su padre, en un ejemplo de fidelidad conyugal
y esposa. Su cuerpo, por la violación así su sufrida, ha sido
mancillado y la sangre profanada; y aunque sus seres queridos traten
sin duda de consolarla “insistiéndole que es la mente la que peca,
no el cuerpo, y en donde no hay consentimiento, no hay culpa”,
Lucrecia sabe bien que su sangre era “más pura antes del
indignante ultraje hecho por el hijo del rey”; los consuelos de su
padre y marido no son más que mentiras que no solo “no la librarán
de la pena” si no que erróneamente, sin duda por el afecto que la
tienen, tratan de apartarla de lo único que puede redimirla: como
Dido (ver artículo anterior Creúsa y Dido: prototipos de mujer en la Eneida de Virgilio), solo la muerte la permitirá recuperar el pudor
perdido y demostrar su fides y
su castitas.
De
nuevo, vemos como una “falta”, en este caso la violación y no el
vino, aunque no sea un hecho consentido, produce una mancha material
imborrable que el caso de Lucrecia la separa de su marido y la hace
indigna de retomar su lugar como señora del hogar; es esa “mancha”
la que impide a las prostitutas contraer matrimonio o los varones que
ejercen un papel pasivo en la relación sexual desempeñar cargos
públicos. El acto amoroso por tanto compromete, al menos en el caso
femenino, cuerpo y alma y liga a los dos individuos implicados, de
ahí que, la aceptación de un nuevo hombre por parte de la mujer, ya
sea voluntaria o involuntariamente, se considere comprometía una
relación primera y, durante mucho tiempo, motive que el instinto
popular se negara a admitir que una mujer pudiera pertenecer a varios
hombres sucesivamente, es decir, que no fuera matrona uniuira,
aunque ella estuviera amparada por ley para contraer la nueva unión
y fuera libre por divorcio, o muerte del cónyuge.
*****
Las fotografías ilustran diversas representaciones del suicidio de Lucrecia. De arriba a abajo: Rafael Sanzio, Eduardo Rosales, Henri Pinta, y Damià Campeny
*****
1
PLUTARCO, Romulo, 22
2
Uno de los primeros NOAILLES, P: “Les Tabous du Mariage dans le
droit primitif des Romains”, Fais et Jus, París,
1948, 1-27
3
Prueba de ello es la legislación moral de Augusto. Ver nota 125
4
PLINIO, Historia Natural, XIV,
14, 2
5
AULO GELIO, X, 23, 1
6
NOAILLES, P: “Les Tabous du Mariage dans le droit primitif des
Romains”, Fais et Jus, París,
1948, 21
7
DURRY, M: “Sur le mariage romaine”, Gymnasium, LXIII,
1956, 187-190
8
Aún en época imperial existía este “derecho al beso”, ya que
Agripina la Menor solía invocarlo con el objetivo de hacerse besar
por su tío, el emperador Claudio, y poder así seducirle. SUETONIO,
Claudio, XXVI, 3
9
TITO LIVIO, Ab urbe condita, I, 57
viernes, 4 de diciembre de 2015
Lavinia, las Sabinias, Tarpeya y Tulia: las mujeres en la obra de Tito Livio
Tito
Livio, junto al autor de la Eneida (ver artículo anterior Creúsa y Dido: prototipos de mujer en la Eneida de Virgilio), es el responsable de legarnos el
mayor número de los arquetipos literarios femeninos. Como Virgilio,
el escritor de Desde la fundación de Roma pretendía
sin duda proporcionar a la mujer romana de su época un modelo
edificante de matrona asentado con firmeza en dichos arquetipos
cuidadosamente trazados con el objetivo de impulsarlas a recuperar
las antiquas mores o
el mos maiorum, es decir, la costumbre de los ancestros -de ahí
que la mayoría de modelos se ubiquen en la mitología, la monarquía
y primeros años de la República-, que bajo el gobierno de Augusto,
tal y como revela su legislación moral, se consideraba, sino por
completo perdidas, si al menos olvidadas1.
Prueba de esto es la desproporción evidente, en cuanto a la
presencia femenina, entre los dos primeros libros -en los que se dan
la gran mayoría de las menciones- y los restantes, puesto que esa
primera parte de la obra estaba conformada por los siglos esenciales
que a la propaganda augústea le interesaba más destacar sobre todos
los demás por constituir la exposición detallada del origen del
pueblo romano en el que la matrona podía ser representada en toda su
integridad, honestidad, austeridad y laboriosidad.
Sin embargo, los dos primeros personajes femeninos mencionados en esta
obra de Tito Livio no dejan de tener una intervención que podríamos
considerar insignificante y mediocre, al menos en relación al
propósito aleccionador con el que parte Desde la fundación
de Roma, pero que debemos de
relacionar con el ideal de silencio que debía rodear a la esposa.
Así Lavinia es mencionada únicamente en ocasión de su matrimonio y la
fundación de Lavinium, como
causa de la guerra entre los troyanos y rútulos, y mucho después en
el momento de transmitir el reino a Ascanio tras la muerte de Eneas2. Mucha mejor suerte no correrá tampoco Rea Silvia, la madre de los
gemelos Remo y Rómulo, de quién Livio comenta únicamente: “La
vestal (Rea Silvia) fue
violada por la fuerza y dio a luz gemelos. Declaró a Marte como el
padre (…)Pero ni los dioses ni los hombres la protegieron a ella o
a sus hijos de la crueldad del rey (su
tío Amulio); la
sacerdotisa sería enviada a prisión”3.
El papel de Rea Silvia, como ya antes que ella el de Lavinia, se
reduce por tanto a la mera transmisión del linaje, tras lo cual no
vuelve a ser citada, si bien en esta ocasión la alianza que se
establece no es entre dos familias, si no entre la divinidad y el
pueblo romano.
“Las
muchachas secuestradas estaban desesperadas e indignadas. El mismo
Rómulo les dirigió en persona, y les señaló que (…) vivirían en
honroso matrimonio, compartirían todos sus bienes y derechos civiles
y (lo más amado a la naturaleza humana) serían madres de hombres
libres. Les rogó que dejasen a un lado sus sentimientos de
resentimiento y dieran el afecto a quienes ahora la Fortuna había
hecho dueños de sus personas. Una ofensa había llevado, a menudo,
al amor y la reconciliación; encontrarían a sus maridos mucho más
afectuosos, porque cada uno haría todo lo posible, por lo que a él
tocaba, para compensarlas por la pérdida de sus padres y de su país.
Estos argumentos fueron reforzados por la ternura de sus maridos,
quienes excusaron su mala conducta invocando la fuerza irresistible
de su pasión (una declaración más efectiva que las demás al
apelar así a la naturaleza femenina)” 4
Así
pues, frente al frío raciocinio masculino, que busca contraer
matrimonio con el propósito firme de obtener descendencia que
perpetue su ciudad y linaje, y establece por ello unilateralmente los
términos del contrato matrimonial (“vivirían en un honroso
matrimonio, compartirían sus bienes y sus derechos civiles, serían
madres de hombres libres”, “pérdida de sus padres y de su
patria”), se halla la débil naturaleza femenina, que desoyendo los
argumentos racionales, se inclina solo ante la mención del ámbito
afectivo, propio de una “naturaleza femenina”. Así mismo, al
espíritu activo del varón que, ante la negativa de concederles
esposas, lleva a cabo la acción del secuestro, se opone la pasividad
de la mujer, que sufre las consecuencias, y que, finalmente, como se
espera de ella, acaba por resignarse y someterse a su nueva situación
y a la obediencia debida a sus maridos “a quienes la Fortuna había
hecho dueños de sus personas”.
Sin
embargo, a pesar de la aceptación última de las Sabinas de las
propuestas de los romanos la acción violenta que éstos realizaron
motivará, a pesar de todo, la guerra con los Sabinos, locos de dolor
y de rabia, y deseosos de recuperar y vengar a sus hijas.
Capitaneados por Tito Tacio, rey de la región sabina, se enfrentan
en batalla a los hombres de Rómulo en una lucha encarnizada e
igualada que, por momento, amenazó la propia supervivencia de Roma5: sólo la intervención de las sabinas en calidad de intermediarias y conciliadoras-un cometido propio de la esposa, que más tarde ejercerían a la perfección Volumnia, Veturia, Cornelia, Terencia u Octavia- convertiría al fin en alianza entre familias y, sobre todo, en unión entre dos pueblos, lo que en principio era un conflicto armado que quizás se hubiera saldado con la destrucción, o el sometimiento, de uno de ellos, lo que permitió a ambos crecer, fortalecerse y expandirse como parte integrante con la misma importancia de un nuevo Estado6
No obstante, dicho Estado no hubiera sido
posible si las Sabinas no hubieran dado, al final, su conformidad al
rapto, proporcionado a los romanos abundante descendencia que
continuara y así hiciera perdurar la obra de sus padres y detenido
la batalla que amenazaba con destruir lo que, antes de su llegada,
sus maridos romanos construyeran. La acción de las Sabinas adquiere,
de esta forma, el significado de una segunda fundación de Roma tras
la llevada a cabo por Rómulo y los hombres, convirtiendo a las
Sabinas en iguales con sus maridos dentro del matrimonio, si bien con
funciones muy diferenciadas dentro del mismo, puesto que la relación
se basa en supuestos distintos para los dos: en la obediencia de la
esposa y en el respeto del marido.
No
obstante, dejando de lado estos tres ejemplos -Lavinia, Rea Silvia y
las Sabinas-, son más frecuentes en Livio los relatos que destacan
los errores y defectos de la mujer y de la esposa que los que
ensalzan sus cualidades positivas; con esto, el autor de Desde
la fundación de Roma
pretendía dar a las mujeres de la época augústea no sólo unos
modelos ideales de matrona que poder imitar, si no también ejemplos
de las consecuencias nefastas que podía acarrear una actuación en
contra de un solo precepto moral. Uno de los más antiguos y
destacados habla
de Tarpeya7,
quién, en sí misma, constituye la antítesis de todos los modelos
femeninos arriba expuestos.
Propercio, en cambio, proporciona a Tarpeya
una serie de argumentos sofísticos que ante sus ojos la justifican.
Imagina a la muchacha diciéndose que su unión con el rey sabino
pondrá fin a esa guerra entre sabinos y romanos, y que su matrimonio
será por si mismo la mejor prueba de la paz ya que el matrimonio constituye una alianza socio-económica y política
entre dos partes, dos linajes, o dos pueblos, como en el caso de
Lavinia. Sin embargo, Propercio nos oculta un hecho: la hazaña que,
poco más tarde, llevarán a cabo las Sabinas está vedada a Tarpeya.
Esa pasión que la domina y a la que obedece en exclusiva la roba el
derecho de convertirse en esposa, de hecho dificulta su percepción y
realización como esposa, tal como sucedió con Dido Su pasión,
destructiva en su finalidad y sus efectos, no podría dar un
resultado constructivo y acertado como es alcanzar la unión y la
paz; es más, se encuentra en total oposición al amor de una esposa
legítima, cuyo poder benéfico proviene precisamente de su
subordinación completa a las leyes propias de la naturaleza y su
aceptación de la existencia de un poder superior, sea la divinidad o
el Estado, ante el cual todos los intereses particulares carecen de
todo valor, como demuestran Creúsa.
Con
Tarpeya, una pasión ilegítima ha amenazado con alterar y hasta con
destruir el orden de las cosas, establecido, con anterioridad,
precisamente mediante una unión legítima como es aquella de
Lavinia. No obstante, no será Tarpeya quién constituya el ejemplo
por antonomasia de un poder destructor inherente a la naturaleza
femenina cuando no es refrendada mediante las prácticas de las
virtudes y valores
que se esperan, y se desean, de la mujer y de la esposa, sino Tulia
la Menor8.
Hija
del monarca Servio Tulio, y esposa, en primeras nupcias, de Arrunte
Tarquinio, hijo del rey Tarquinio Prisco, era una mujer
cercana al poder pero excluida por su sexo de todo ejercicio del
mismo, lo que no la impide vivir sometida por la ambición, que no
puede, por el pasivo y débil carácter de su marido, canalizar a
través de éste. Dominada por la impotentia muliebris,
y en cierta medida encarnación de la misma, la consecuente
inclinación a la maldad de Tulia la impulsa a actuar a través de la
cobardía, la astucia, la mentira, la ambigüedad, el crimen, y el
engaño: en lugar de ejercer como mediadora entre su familia de
origen y aquella a la que pertenece por el matrimonio así como
consejera de su marido, revierte esta posición natural de la esposa
y siembra la discodia en ambos linaje al seducir a su doble cuñado,
Lucio Tarquinio, hermano de su marido Arrunte y marido de su hermana
Tulia la Mayor, al que además incita por ambición a cometer
fratricidio, al asesinar a su hermano Arrunte, y doble asesinato, al
ejecutar también a su primera esposa. Su fin último era el
contraer matrimonio con él como paso previo para apoderarse ambos
del trono: ello conduce de una forma inevitable a cometer un nuevo
asesinato, el de su padre y monarca Servio Tulio sobre cuyo
cadáver llegará, incluso, a pasar Tulia con su carro, como
culminación de su impiedad, inmoralidad, crueldad, iniquidad,
vileza...metáfora perfecta de cómo con sus actos ha arrasado con
todas aquellas uirtutes que son consideradas como propias de la
mujer y de la esposa.
La
no sometida “animalidad femenina” de Tulia, su incapacidad de
control de la impotentia, y
su naturaleza incivilizada, características todas ellas de la mujer
que ha renunciado o no ha podido ser subyugada a la autoridad, la
protección y la sabiduría de la férrea tutela masculina, atenta
contra el mos maiorum,
las leyes divinas y humanas, y la jerarquía natural, que impone
respeto, obediencia y sumisión al padre. Tulia se constituye así en
un ejemplo magistralmente ejecutado por Tito Livio de los extremos a
los que la conducta de una mujer puede llegar como consecuencia de su
creciente protagonismo en la vida pública y progresiva emancipación.
Tulia
supone, igualmente, la quiebra de los afectos naturales, corrompe y
pervierte su justa y primigenia condición de esposa e hija, y
trastoca y perturba el orden propio y el curso natural de los
acontecimientos, lo que a su vez repercute de nuevo directa y
negativamente, como en los casos de Dido y Tarpeya, en la buena
marcha del Estado, que con Tulia y su segundo marido ve desaparecer
una monarquía legítima por la única ambición de una mujer, para
dar paso a un gobierno ilegítimo, cruel y tiránico, como más
tarde, según Tácito, sucede también con Livia. La idea tradicional
de la mujer como la protectora del matrimonio y de la familia queda
aquí invertido, convirtiéndose Tulia en
agente de la discordia y la destrucción.
*************
Fotografía 1: "Marte y Rea Silvia", de William Blake. Ilustración de "A New and Improved Roman History", de Charles Allen, 1798
Fotografía 2: "El rapto de las Sabinas", de Francisco Pradilla
Fotografía 3: "La intervención de las Sabinas", de Jacques-Louis David
Fotografía 4 y 5: "El suplicio de Tarpeya", de autores desconocidos
Fotografía 6: "Tulia hace pasar su carro sobre el cuerpo de su padre, el rey Servio Tulio", Jean Bardin
*************
1
Si bien la reproducción de los ciudadanos fue siempre un tema de
preocupación para el Estado romano, éste no intervino en la vida
privada de manera activa hasta la promulgación de dos leyes de
Augusto: Lex Iulia de maritandis ordinibus y
Lex Papia Poppea (18
a.C.), las cuales exigían el matrimonio y la fecundidad de los
miembros de los estratos superiores de la sociedad y sancionaban su
resistencia con incapacidades para heredar. Una tercera ley, Lex
Iulia de adulteriis coercendis (9
d.C.), estimulaba a contraer uniones legítimas y obligaba al Estado
a que se hiciera cargo del control de la fidelidad de las matronas.
Para este tema, ver McGIN, T: Prostitution, Sexuality and
the Law in Ancient Rome, Oxford,
1998, cap. 5 y 6; y EDWARDS, C: The politics of Inmorality
in Ancient Rome, Cambridge,
1993, cap. 1
2
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, I,
1-3
3
TITO LIVIO, op.cit., I, 4
4
TITO LIVIO, op.cit., I, 9
5
TITO LIVIO, op.cit. I, 10-12
6
TITO LIVIO, op.cit. I, 13
7
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, 11; PLUTARCO, Romulo, 17;
y en especial, PROPERCIO, Elegías,
IV, 4
8
TITO LIVIO, Ab Urbe condita, I, 46-48
jueves, 26 de noviembre de 2015
Creúsa y Dido: prototipos de mujer en la Eneida de Virgilio
Tras el artículo dedicado a la poetisa Sulpicia y su obra, la única escrita por una mujer romana que se ha conservado desde la Antigüedad (ver Sulpicia, la poetisa olvidada), en Los Fuegos de Vesta queremos seguir estudiando la relación entre mujer y literatura latina, y para ello nada mejor que uno de sus autores más representativos, Virgilio, y su gran epopeya del pueblo romano, la Eneida. Con la llegada de las reformas morales promovidas por Augusto1, la Eneida2, concebida en el inicio para legitimar la lenta pero inexorable
acumulación de poder por parte de la familia Julia, se convirtió,
al mismo tiempo, en el vehículo perfecto para la instrucción moral
y la propaganda del nuevo régimen mediante el empleo de las leyendas
relacionadas con la fundación de Roma y su perfecta adecuación a los
principios morales que propugnaba Augusto; de ellos, nos interesa los aplicados a la matrona
romana, que podemos rastrear en dos de los personajes femeninos del
poema, ambos relacionados con un mismo hombre, Eneas: Creúsa y Dido.
En Creusa3 se constata el sacrificio de la esposa, y la supeditación de sus intereses
individuales a las necesidades colectivas de la ciudad y el Estado.
En la desesperada huida de una Troya conquistada, saqueada e
incendiada por los aqueos, Eneas, la encarnación de la uirtus
y de la pietas, enfrascado
en la salvación de su padre, los dioses del hogar y su hijo Ascanio
de la destrucción y la muerte, pierde, sin embargo, a su esposa
Creúsa en medio del caos4.
La escena es, sin duda, una clara manifestación de las preferencias
de Eneas: mientras que se muestra incapaz de renunciar a sus
antepasados, dioses y descendencia, puede prescindir en cambio,
aunque inconscientemente, de su esposa, un elemento ajeno a su
familia incorporada solamente a la misma mediante el matrimonio.
Con
todo Virgilio, a pesar del “descuido” del héroe, introduce
ciertas emociones en Eneas en el relato-tales como su dolor o los
riesgos que corre para intentar encontrarla5-pero
no dejan de ser una nueva manifestación de la pietas
del héroe, no de sus sentimientos por Creúsa. Al haber salvado a su
padre Anquises, a su hijo Ascanio y todos los dioses del hogar, Eneas
ha demostrado su respeto y su devoción por la familia, la religión
y el Estado, cuya salvaguarda reside, de hecho, en el culto y la
salvación de las imágenes rituales y en la perpetuación, a través
de su hijo, de una estirpe sagrada llamada a fundar Roma. Y Creúsa
lo sabe:
“Mientras
yo la buscaba -relata Eneas a
Dido-, registrando sin cesar las casas de la ciudad,
apareció ante mis ojos un desventurado fantasma, la sombra de la
propia Creúsa (…); me dirigió entonces estas palabras,
desvaneciendo con ellas mis afanes: “¿Por qué te entregas a este
insensato dolor, mi dulce esposo? Dispuesto estaba ya por la voluntad
de los dioses lo que hoy nos sucede: ellos no desean que te lleves de
Troya a Creúsa de compañera; no lo consiente el Soberano del
Supremo Olimpo. Largos destierros te están destinados y largas
navegaciones por el vasto mar; llegarán, en fin, a la región
Hesperia, donde el lido Tíber fluye (…)Allí te estarán
reservados reinos prósperos, un reino y una regia consorte; no
llores más a tu amada Creúsa”6
Creúsa
no se entrega a la impotentia muliebris, no
muestra en consecuencia falta de fortaleza para soportar sus
desgracias -su muerte, la destrucción de Troya, la próxima boda de
Eneas-cayendo en reacciones tan “femeninas” como el lamento o las
lágrimas. Al contrario, cuando se aparece ante el héroe, domina y
subordina sus sentimientos a esa alta misión a la que Eneas está
llamado, incluso le amonesta por olvidar su dignitas
y
su gravitas
ante el dolor de su repentina pérdida, pues, aunque Creúsa no
interpreta en ningún momento un papel activo en la toma de
decisiones, experimenta esos mismos
sentimientos patrióticos que Eneas y el resto de los troyanos.
Encarna
Creúsa así, en su breve aparición en el Libro II de la Eneida,
muchos de las virtudes que se esperan en una matrona romana-tales
como la sumisión, la obediencia, la pietas, la
pasividad o la pudicitia-,
favorecida sin duda por su condición de esposa uniuira, que solo ha estado casada en una ocasión. De
hecho, es muy frecuente que los personajes literarios que encarnaban
los ideales femeninos solamente hubieran contraído un único
matrimonio, como por ejemplo, Lucrecia o las Sabinas. Caso
paradigmático de la importancia dada a esta situación, lo
constituye, continuando con Virgilio, el caso de Dido7.
8.
El nuevo asentamiento fenicio se encuentra aún en febril
construcción cuando una terrible tormenta arroja a las costas
africanas las naves troyanas en las que viajaban Eneas, su hijo y sus
compañeros, los cuales serán acogidos sin reservas por el pueblo
cartaginés y una cordial y atenta reina Dido.
Esta reina, de origen
fenicio, ha huido de su patria temiendo por su vida tras que su
hermano Pigmalión, rey de Tiro, asesinara a su amado marido Siqueo,
a quién ella ha jurado fidelidad incluso después de su muerte;
ahora, en las costas de Numidia, ha fundado una nueva ciudad,
Cartago, para dar acogida, y un nuevo hogar, a cuantos escaparon con
ella de la crueldad y tiranía de Pigmalión
Dido y Eneas por tanto
han conocido un destino similar: la pérdida del ser amado, la huida
y nostalgia de la patria, el liderazgo de un pueblo perseguido y
desesperado en búsqueda de una tierra nueva, el peligroso viaje
hacia Occidente, y al final la fundación precaria de una ciudad en
medio de una región hostil, extranjera y bárbara. Esa situación
unida a la notoria función gobernante de Dido, para la cual debe
adquirir actitudes y comportamientos masculinos, los convierte en
iguales, situación que, en lugar de favorecer la relación, la perturba, pues el dominio y la superioridad le deberían corresponder a Eneas, mientras la pasividad y sumisión habrían de haber sido para Dido:
“(...) llega al
templo la reina Dido, hermosa y rodeada de una numerosa comitiva de
los jóvenes(…)circulaba satisfecha por medio de los suyos,
alentando las obras, la grandeza futura del reino. Entonces, en los
umbrales de la diosa, rodeada de sus guerreros se sentó en un alto
solio, desde donde dictaba sentencias y leyes a su pueblo, y ajustaba
por partes iguales o bien sacaba en suerte las tareas de las obras”9
Sin embargo, aunque la
reina deba “masculinizarse” para poder participar en la vida
pública, típica del varón, en la intimidad, amparada en el
interior de su esfera privada, típicamente femenina, no deja de ser
Dido, es decir, una simple mujer, y como tal está sujeta, al
contrario que un hombre, a los vaivenes propios de su impotentia
muliebris: la debilidad moral y de carácter, la incapacidad de
controlar sus pasiones, la inconstancia en los afectos, y la
impotencia para discernir entre lo bueno y lo malo. Dido, sin duda,
sabe que la pasión que comienza a experimentar por Eneas es
consecuencia de dicha impotentia, que la misma es contraria a
su condición de viuda y uniuira,
y que, de rendirse a ella, violenta la fides, la
castitas y la pietas
debidas al marido asesinado,
perdiendo así, además, el pudor que
le es propio como matrona, por lo que trata ferozmente de resistirse:
“¡Ana,
hermana mía!, ¿qué pesadillas son las que me angustian y me
aterran? ¡Qué distinto es a todos este huésped que entró a
nuestra casa! (…) Si no permaneciera siempre clavado en mi corazón
el firme e inquebrantable propósito de no unirme a hombre alguno con
un conyugal lazo desde que mi primer amor me dejó frustrada, al
burlarse de mí con su cruel muerte, si no me inspirasen un
invencible hastío el tálamo y las telas nupciales, acaso sucumbiría
a esta flaqueza. Te lo confieso, hermana: desde la muerte de mi
desventurado esposo Siqueo (...)éste es el único que ha alterado
mis sentimientos y hecho perturbar mi conturbado espíritu; reconozco
los síntomas de una antigua pasión; pero prefiero que las
profundidades de la tierra se abran debajo de mis pies, o que el
Padre omnipotente me lance con sus rayos a la mansión de las sombras
(…)antes de que yo, ¡oh, Pudor!, te viole o infrinja tus leyes.
Aquel que me unió a sí el primero, aquel que se llevó mi amor:
téngalo siempre consigo y guárdelo en el sepulcro”10
Con
todo, a pesar de su papel público como gobernante, Dido no es un
hombre y se halla por lo tanto desprovista de uirtus con lo
que, arrastrada finalmente por la impotentia, cede por
completo a sus deseos, y se une a Eneas dentro de una cueva, en el
transcurso de una cacería interrumpida por una repentina tormenta11.
Las circunstancias de este encuentro -la cueva, la cacería
interrumpida, la tormenta súbita, insospechada-remiten claramente a
esa concepción de “animalidad femenina” que percibía a la mujer como un “animal indómito”,
no sometido, desbocado, enloquecido, desvergonzado, dominado
por sus pasiones e incapaz del más leve de los raciocinios, lo que
convierte a la mujer en propensa al desenfreno y libertinaje, y poco
inclinada a la contención, la virtud, la moderación y la moralidad.
El mismo Virgilio reconocerá que, en Dido, “el cuidado de su
reputación no bastaba para contener su loca pasión”12,
y que enamorada de Eneas “en nada le importaban las apariencias y
su buen nombre”13.
Dido se ha despojado por tanto de todas las cualidades y virtudes propias de su condición de reina y matrona uniuira y se ha rendido ante su verdadera naturaleza, la cual únicamente hubiera podido ser reducida y reprimida “por la costumbre o las leyes” Ahora bien, la preeminencia de Dido en Cartago se debe, precisamente, a la ausencia de un pariente masculino que hubiera podido servirle de contención y de freno, ya que su hermano Pigmalión aún permanece en Tiro y su padre y su marido han muerto. Es esta falta de “tutela masculina”, lo que ha abocado a Dido, en última instancia, al “origen de su muerte (…)y el principio de sus desgracias”14
El
encuentro en la cueva tiene un significado distinto para ambos: Dido,
incapaz de dominar sus sentimientos por su doble condición de mujer
y enamorada, juzga su unión como matrimonio ya que “con ese nombre
pretende disfrazar su culpa”15;
en el caso del héroe Eneas no está tan claro: en ningún momento
hace promesas de boda16, ni parece experimentar por la reina otro sentimiento que no sea
gratitud17:
simplemente parece que se deja querer. Con su actitud Eneas trata a
Dido como si fuera una cortesana y, al hacerlo,
degrada, envilece y humilla irremediablemente la condición de la
reina, lo que, unido a su condición de extranjera, impide la boda
que ella espera. Esa incapacidad de Dido para convertirse en esposa
nos la muestra Virgilio desde el principio de su obra de una manera
ciertamente sutil: nunca la presenta ni hilando ni tejiendo.
Finalmente,
cuando los intereses del Estado y los deseos de los dioses se imponen
y el héroe no puede postergar por más tiempo el cumplimiento del
destino elegido por él, Eneas, como hiciera ya en Troya con Creúsa,
supeditará de nuevo sus necesidades y aspiraciones a las de la
comunidad y la divinidad, y, tras escaso titubeo, abandona a su
compañera18.
Pero Dido no es su esposa legítima, y lo demuestra al ser incapaz de
controlar sus pasiones ante la inminente separación: dará continuas
muestras de debilidad moral, llorando, suplicando, gimiendo,
lamentándose, cubriendo a su amante de todo tipo de reproches,
acusaciones, maldiciones e insultos; se niega además a resignarse
ante la nueva situación, a someterse a la decisión del varón, y
hasta a obedecer la voluntad de los dioses, si no que, al contrario,
pretende continuamente retener a Eneas a su lado, lo que le impediría
cumplir a él con sus obligaciones y deberes; Dido, al contrario que
Creúsa, no se echa discretamente a un lado y, en el culmen de su
dolor y su furia, llegará a recorrer la ciudad como una bacante19
***********************
*Fotografía 1: "Eneas y su padre huyen de Troya", de Simon Vouet
*Fotografía 2: "El fantasma de Creúsa", Bartolommeo Pinelli
*Fotografía 3: "Cupido, disfrazado de Ascanio, es presentado a Dido", autor anónimo
*Fotografía 4: Detalle de "Dido y Eneas", de Guido Reni
*Fotografía 5: "La muerte de Dido", de Andrea Sacchi
*Fotografía 6: "La muerte de Dido", de Joseph Stallaert
***********************
1
Si bien la reproducción de los ciudadanos fue siempre un tema de
preocupación para el Estado romano, éste no intervino en la vida
privada de manera activa hasta la promulgación de dos leyes de
Augusto: Lex Iulia de maritandis ordinibus y
Lex Papia Poppea (18
a.C.), las cuales exigían el matrimonio y la fecundidad de los
miembros de los estratos superiores de la sociedad y sancionaban su
resistencia con incapacidades para heredar. Una tercera ley, Lex
Iulia de adulteriis coercendis (9
d.C.), estimulaba a contraer uniones legítimas y obligaba al Estado
a que se hiciera cargo del control de la fidelidad de las matronas.
Para este tema, ver McGIN, T: Prostitution, Sexuality and
the Law in Ancient Rome, Oxford,
1998, cap. 5 y 6; y EDWARDS, C: The politics of Inmorality
in Ancient Rome, Cambridge,
1993, cap. 1
2
Ver MORENO, J: “La mujer en la Eneida”, Simposio Virgiliano:
commemorativo del Bimilenario de la muerte de Virgilio, 1984,
395-404
3
RIVOLTELLA, M.: “La morte di Creusa e Didone dell´Eneide de il
motivo del “seguito amoroso”, Aevum: Rassegna di scienze
storiche linguistiche e filologiche, Anno
76, nº 1, 81-100; GÓNZALEZ DELGADO, R: “Virgilio y las
heroínas griegas: paralelismos en la construcción de dos figuras
míticas: Eurídice y Creúsa”, Emerita,
Vol. 71, nº 2, 2003, 245-258
4
VIRGILIO, Aen., II, 738-741
5
VIRGILIO, op.cit. II, 746-771
6
VIRGILIO, op.cit. II, 771-787
7
HERNÁNDEZ VISTA, E: “Ana y la
pasión de Dido en el libro IV de la Eneida”, Estudios
clásicos, Tomo 10, nº 47,
1966, 1-30; SOLER MERENCIANO, A: “En torno a la psicología
de Dido”, en Rodríguez Adrados, F. (coord.): IX Congreso
Español de Estudios Clásicos: Madrid, 27 al 30 de septiembre de
1995, Vol. 5, 1995, 187-191;
SENES RODRÍGUEZ, G: “Consideraciones sobre la
caracterización de Dido en Virgilio”, Analecta malacitana,
Vol. 20, nº 1, 1997, 133-148;
LA FICO GUZZO, M.L: “Estatismo y movimiento, orden cósmico y
desequilibrio en el Libro IV de la Eneida”, Minerva, nº
14, 2000, 61-70; PETIT, A: “Dido dans le “Roman d´Enéas”,
Bien dire et bien aprandre, nº
24, 2006, 121-140
8
VIRGILIO, Aen., I, 341-371
9
VIRGILIO, op.cit., I, 494-508
10
VIRGILIO, op.cit. IV, 10-35
11
VIRGILIO, op.cit. IV, 150-169
12
VIRGILIO, op.cit. IV, 91-92
13
VIRGILIO, op.cit. IV, 171-172
14
VIRGILIO, op.cit. IV, 170-171
15
VIRGILIO, op.cit., IV, 173-174
16
De hecho, en la despedida, Eneas, enfrentado a las encendidas
acusaciones de la reina, le recuerda a Dido: “nunca pensé en
encender aquí las teas del himeneo ni te di palabra de
esposo”,VIRGILIO, op.cit. IV, 340-341
17
“Jamás negaré, ¡oh, reina!, que soy deudor tuyo de todos los
favores que con tus palabras quieras recordarme”, llega a
admitir Eneas, VIRGILIO, op.cit., IV, 336-337
18
VIRGILIO, op.cit., IV, 391-398
19
VIRGILIO, op.cit. IV, 298-302
20
“Tras ser privada del lecho nupcial, no me han permitido los
dioses llevar, como lo hacen las fieras, una vida sin reproche, ni
disfrutar sin que fuera delito de un tan apasionado amor. ¡No he
guardado la fidelidad prometida a las cenizas de Siqueo!”,
VIRGILIO, op.cit., 549-553
21
VIRGILIO, op.cit. IV, 651-706
22
OVIDIO, Her. V, 103-104; VIRGILIO, Aen. IV, 24-27
23
VIRGILIO, Aen., VI, 449-475
24
VIRGILIO, op.cit. IV, 319-327
25
VIRGILIO, op.cit. IV, 622-632
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