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viernes, 19 de febrero de 2016

La taberna de Salvio

En la fachada, una maravillosa Ave Fénix, junto al eslogan "El ave fénix está satisfecho y tú también puedes estarlo", daban la bienvenida a la Taberna de Salvio, situada en una de las laderas del monte Quirinal. Al entrar, los clientes eran saludados por un gruñido y el ceño fruncido de su dueño y eran delatados por un pequeñísimo pigmeo desnudo de cobre que colgaba frente a la puerta, dispuesto a cortarse su miembro erecto, casi tan grande como él mismo, al tiempo que, de sus desmesurados testículos, colgaban lámparas de humeante aceite y diversas campanillas de tamaños diversos. Si bien la taberna tenía una amplia puerta a la calle, la mayor parte de ésta estaba bloqueada por un mostrador en forma de L: una sólida estructura de ladrillo, pintada de rojo, y cubierta por un remate de fragmentos de mármol, dispares en color y tamaño. Empotrados en su interior, custodiaba cuatro dolia de barro, repletos de habichuelas y frutos secos, mientras que en uno de los extremos vigilaba un diminuto recipiente de bronce -para calentar el vino de quién así lo deseara- y un hornillo aún más pequeño -para quién quisiera alguna comida para acompañar la bebida-. Las tinajas de vino estaban apoyadas contra la pared, tras el mostrador, y sobre ellas, estantes con vasos de vidrio y cerámica, y demás utensilios de la taberna: ánforas de bronce para las mezclas, embudos para trasladar el vino a las jarras desde las tinajas, las propias jarras -con forma de zorro, gallo, perro...-, platos baratos de cerámica, copas más elaboradas y algunos cuchillos mellados y algo torcidos. Al fondo, unas escaleras conducían al piso superior, vivienda de Salvio, y en el techo, unos ganchos de madera exhibían embutidos, verduras y carne. El local contaba, además, con un salón interior sin ventanas dotados de siete mesitas de tres patas y un mayor número de bancos móviles sin respaldo y banquetas. Las paredes, antaño, habían lucido elegantes pinturas: ahora, descoloridas, mostraban sin orgullo los dibujos y escritos de cuantiosas generaciones de clientes. Dos camareras atenían en esos momentos a sus descendientes: una era Salvia, hija del dueño, y no se tocaba; la otra era Procne, su esclava, y por ella siempre estaba dispuesto a negociar un precio, pero no a ceder la cama.

Fuera, bajo un cielo plomizo que amenazaba de continuo lluvia y en las calles donde corría con sumo estruendo el viento con dedos de hielo, el funeral había concluido. El César Claudio había quedado ya reducido a cenizas y el recuerdo, y tras el infinito luto y la larga celebración de la muerte, sus antiguos súbditos estaban ansiosos de disfrutar de los beneficios de la vida. En la taberna de Salvio, los mismos que apenas unas horas antes habían dado muestras de dolor infinito en el cercano Campo de Marte, donde el ajado cuerpo del César había ardido entre maderas caras y perfumes que embriagan los sentidos, ahora borrachos reían y gritaban pidiendo una nueva garra y en el salón interior, a pesar de la prohibición, corrían los dados sobre las mesas manchadas, incluso entre un pretoriano y el comerciante de peor fama del Esquilino, y las apuestas comenzaban a amenazar antiguos negocios y fortunas enteras. Procne apenas tenía espacio por donde pasar con las bandejas y estaba ya cansada de recibir propuestas para retirarse un momento al infecto callejón trasero donde la taberna arrojaba sus desperdicios y ella vendía pedazos de amor a mal precio. Pero nada importaba, porque por la puerta había visto asomar, un momento, el rostro de Lucio Gargilio. Con rapidez, aprovechando que Salvio estaba demasiado ocupado contando falsas proezas a un grupo de estúpidos adolescentes incapaces de soportar un mal vino ni conocer su auténtico precio, Procne huyó por la puerta. En el callejón, como otros muchos antes que él, Gargilio la esperaba visiblemente ansioso.

Él nunca la arrojaría a cambio de su afecto un puñado de monedas, porque todo cuando ella tenía ya se lo había entregado desesperada a cambio únicamente de promesas. Mientras la empujaba contra la pared y la subía la falda, Procne, aunque lo deseaba, no se engañaba: él nunca compraría su libertad, él nunca la sacaría de allí, él nunca se casaría con ella y jamás daría su nombre a los hijos que con ella tuviera. Puede que la amara, no lo sabía -nunca se lo preguntaría-, pero si de verdad lo hacía, no era suficiente para salvarla. Y sin embargo, mientras duraba aquel breve encuentro, ella se aferraba con uñas y dientes a esa mentira que hacía mucho más fácil peores momentos, que encendía una luz vacilante en una noche sombría, que daba esperanzas de una nueva vida. Cuando hubo acabado, se despidió de ella con una sonrisa. Procne volvió a sus bandejas, a sus jarras, a sus borrachos, a su vino y a sus apuestas, y durante algunos momentos fue feliz en una ensoñación efímera. Una ensoñación que, como siempre, se rompería, cuando las campanillas del pigmeo anunciaran con estrépito una nueva visita, y Gargilio saludara con afecto a Salvio, su futuro suegro, y depositara un casto beso en la frente de su hija.


Fotografías 1 y 2: Imágenes propias de dos tabernas de Herculano, en la última de las cuales se conservan aún las estanterías de madera carbonizada
Fotografía 3: Reconstrucción de una taberna a partir de las evidencias arqueológicas

miércoles, 9 de abril de 2014

Claudio César

Política interna. El gobierno de los libertos.
Las fuentes consideran que Claudio gobernó con acierto, apoyándose en las viejas instituciones; de ahí que solo revistiera el consulado en cuatro ocasiones, así como la censura, una magistratura ya en desuso, y rechazara el título de emperador. Abolió muchas de las medidas de Calígula, favoreciendo el regreso de los exiliados, e intentó cimentar su poder -débil debido al hecho de haber sido elegido por los pretorianos y no por los senadores, y a no pertenecer directamente a la dinastía de Augusto- mediante la exaltación de su familia, destacando el uso del nombre familiar de Germanicus, con el que fue principalmente conocido su hermano, y las continuas referencias a su padre Druso el Mayor, con lo que intentó atraerse parte de la reputación, prestigio y popularidad de ambos, junto a la divinización de su abuela Livia. De su gobierno se ha destacado principalmente el hecho de que dejara la administración del Imperio en manos de libertos imperiales, a los que Claudio consideraba más capaces y fieles que senadores y equites, ya que únicamente le debían a él su fortuna. La medida, que ya había sido ensayada bajo Calígula, situaba a cada uno de estos libertos al frente de diversas oficinas: Oficina ab epistulis  (Narciso, secretario, el más influyente de los libertos imperiales); Oficina a rationibus o secretario de finanzas (Antonio Pallante); Oficina a libellus, que atendía las peticiones al emperador (Julio Calixto); Oficina a cognitionibus , que preparaba los juicios ante el emperador; y Oficina a studis o consejero cultural (Polibio). Estos libertos hablaban y actuaban en nombre del emperador y en muchas ocasiones desempeñaron funciones anteriormente reservadas a los magistrados. En reconocimiento por su trabajo y por su lealtad, Claudio les concedió los ornamenta praetoria o consularia, las insignias de altos cargos y grandes recompensas económicas, llegándose a calcular la fortuna de Narciso en 400 millones de sestercios. La preferencia de Claudio por sus libertos en detrimento de senadores y equites, y las recompensas que concedió a los mismos, causaron un gran escándalo y generaron constantes críticas, ya que la Lex Vistilia, aprobada bajo Tiberio, prohibía a los libertos el acceso a las magistraturas, incluso municipales, a pesar de lo cual los libertos de Claudio asumían prerrogativas de altos cargos del gobierno de Roma.
En cuanto a las relaciones con el Senado, hubo una política contradictoria por parte de Claudio. Se produjo un retorno a las prácticas de Augusto, con el entendimiento y colaboración con el Senado, traslucido en el revestimiento de la censura o la importancia dada al debate libre. Pero también hubo al mismo tiempo cierta hostilidad producida por la importancia dada a los libertos imperiales, junto a otras medidas tales como castigar el absentismo, hacer las sesiones obligatorias y, sobre todo, la lectio senatus realizada por Claudio como censor, que supuso la expulsión del Senado de varios de sus miembros para ser sustituidos por otros nombrados por Claudio, principalmente provinciales.
Economía y Religión.
En economía, continúa la división entre el fiscus Caesaris y el Aerarium; el primero, bajo control de Pallante, recibía las contribuciones provinciales, mientras que el Aerarium estaba supervisado por el Senado a través de los pretores. Claudio establece que éste último habrá de ser vigilado por antiguos cuestores elegidos por el emperador, es decir en última estancia se encontrará también bajo su poder A partir de este momento, y hasta 50 años después, fiscus y Aerarium no se diferenciarán. Este nuevo aporte de dinero permitiría a Claudio realizar gran cantidad de obras públicas, como por ejemplo la construcción de dos nuevos acueductos -el Aqua Claudia y el Aqua Nova-, para mejorar las condiciones higiénicas; unos horrea o almacenes de grano; la desecación del lago Fucino, que permitiría ampliar las tierras cultivables; el Porticus Minucia frumentaria, dónde la plebe recogía su asignación de trigo gratis; o la construcción de un nuevo puerto para Roma, el Portus Augusti
En cuanto a la política religiosa, regresó a los principios de Augusto, obviando la implantada por su sobrino Calígula. Sin embargo, debido a la tradición helenística, Claudio no pudo evitar ser adorado como dios en vida en Oriente, así como en la colonia de Camoludunum (actual Colchester), en la recién creada provincia de Britania. En lo demás, regresó al culto tradicional, demostrando mucho interés por prácticas arcaicas, de ahí el retorno de la aruspicina o adivinación etrusca, y la celebración de ceremonias como el augurium salutis, celebrada rara vez para pedir a los dioses por la salud del pueblo romano. Este refuerzo de la religión tradicional se debe quizás al peligro que suponían para ella las religiones orientales, en pleno auge, lo que explicaría las expulsión de judíos y astrólogos en el año 52. Así mismo, reformó el calendario, eliminando varias fiestas, y prohibió el culto druídico en la Galia.
Política exterior.
Su política exterior se reduce a la conquista de parte de la isla de Britania. Parece que su intención era culminar los intentos anteriores de Julio César y Calígula, o bien reafirmar su posición como emperador con un gran triunfo militar que le colocara a la altura de su padre Druso el Mayor y su hermano Germánico, que constituiría además la primera conquista desde época de Augusto. Claudio sería recompensado por el Senado con la concesión del triunfo, el título de Britannicus y dos arcos triunfales. Sin embargo, la importancia dada a Britania hizo descuidar Oriente, donde se produjeron varias revueltas contra el poder romano.
Últimos escándalos y muerte.
Dejando a parte los mitos que aún hoy envuelven la figura de la tercera esposa de Claudio, lo cierto es que Valeria Mesalina, al menos treinta y cinco años más joven que su marido, llegó al poder a una edad muy temprana -tendría alrededor de veinte años en el momento de su muerte- y se vio corrompida sin duda por él. Actualmente se baraja la posibilidad de que fuese manipulada por los libertos imperiales en la toma de decisiones debido a su influencia sobre Claudio, y se justifican algunas de sus acciones como un intento de asegurar la sucesión al Imperio para su hijo Británico. Su final se produciría en el año 48, momento en que Mesalina contrajo matrimonio con Cayo Silio, cónsul de ese año, en una ceremonia pública, mientras Claudio todavía se encontraba en Ostia. Las fuentes discrepan sobre si se divorció en primer lugar del emperador o fue un caso de bigamia. Al parecer, la intención de Silio era usurpar el poder de Claudio mediante el matrimonio con su esposa, para lo que convenció a Mesalina de que Claudio estaba condenado y su unión era la única forma de retener su cargo de emperatriz y proteger a sus hijos, a los que Silio incluso se ofreció a adoptar. La conspiración acabaría con la ejecución de Silio, Mesalina y la mayoría de sus partidarios. Claudio, sin embargo, no tardaría en volver a casarse. Las fuentes antiguas cuentan que los libertos presentaron al emperador tres posibles candidatas: Lolia Paulina, antigua esposa de Calígula; Elia Petina, segunda mujer de Claudio; y Agripina la Menor, su propia sobrina, quién acabaría siendo la elegida, obligando al Senado a emitir un decreto que autorizara las bodas entre tío y sobrina. Esta nueva boda parece ser que se debió a razones políticas. El intento de golpe de Estado de Silio hizo a Claudio darse cuenta de su debilidad como miembro de la familia Claudia pero no de la Julia, y de la necesidad de contar con el apoyo de Agripina, ya la última descendiente directa de Augusto, para evitar nuevas conspiraciones, que además podían surgir entre sus partidarios. Otros autores por su parte defienden que el matrimonio pudo haber sido impuesto por el Senado como un intento de reconciliar a las ramas Julia y Claudia, en lucha desde época de Tiberio. La boda con su sobrina Agripina, hija de su hermano Germánico, supondría la adopción por parte de Claudio del hijo de ésta, Lucio Domincio Ahenobarbo, con el nombre de Nerón Claudio César, en detrimento de su propio hijo Británico. Ambos serían nombrados herederos conjuntos por Claudio, sin embargo, a su muerte, el 13 de octubre de 54 -ya fuese envenenado o a causa de su vejez, pues ya tenía más de sesenta años-, la candidatura de Nerón no tardaría en imponerse. Claudio no tardaría en ser divinizado, construyéndose un templo en su honor en la colina Celia.
*Fotografía 1: Carboncillo de un busto de Claudio
*Fotografía 2: Claudio divinizado asimilado a Júpiter
*Fotografía 3: Escultura de Mesalina con su hijo Británico

miércoles, 2 de abril de 2014

Claudio ¿el tonto?

Tiberio Claudio Druso Germánico nació el 1 de agosto del año 10 a.C., en la Galia Comata, en la ciudad de Lugdunum (actual Lyon), dónde su padre Druso el Mayor-cuestor y pretor hijo de Livia-y su madre Antonia la Menor, sobrina de Augusto, se habían desplazado para la inauguración de una gran altar dedicado a este último. Era por tanto sobrino de Tiberio y hermano de Livila y Germánico, cuya popularidad y destreza militar muy pronto ensombrecieron la figura de Claudio. A través de Suetonio, sabemos que Claudio sufrió una grave enfermedad muy poco tiempo después de nacer que le dejaría secuelas de por vida, si bien es difícil saber de qué se trataba: se baraja por lo general la Enfermedad de Little, una pequeña parálisis de una parte del cuerpo que suele debilitar la parte derecha del cuerpo-de ahí su cojera y tartamudeo característicos-, si bien sin afectar casi nunca a las funciones cognitivas del cerebro. De hecho, destaca la gran afición de Claudio al estudio desde su niñez, quizás fruto del aislamiento social. Sabemos que intentó escribir una Historia de Roma desde la muerte de César, cosa que le fue prohibida por su abuela Livia y su madre Antonia, por lo que optaría por escribir 40 libros dedicados a la figura de Augusto, si bien desde el 27 a.C, momento en que éste asumió el poder. Fue asimismo autor de una Historia de Cartago y otra Historia de Etruria, varios libros de filología latina -introduciría tres nuevas letras en el alfabeto durante su gobierno- y una autobiografía en ocho libros, ninguna de las cuales se han conservado. Tenía solo un año cuando su padre murió a consecuencia de una caída de caballo y quedó a cargo de su madre Antonia, que jamás volvió a casarse y nunca le demostró mucho cariño: es más, se refería a Claudio como un monstruo y le usaba constantemente como ejemplo de estupidez. Finalmente fue Livia quién se encargó de su educación durante algunos años, aunque las relaciones con su abuela no debieron ser mejor que con su madre, ya que esta enviaba constantes cartas a su marido Augusto en que le recriminaba cualquier cosa. Sin embargo, no solo su madre y su abuela le consideraban de esa forma, sino que por lo general su familia le creía incapaz de desempeñar cargo público alguna, llegando su propia hermana Livila a lamentarse por el destino de Roma cuando un adivino predijo que Claudio sería senador. Su toma de la toga viril, que señalaba el paso de la niñez a la edad adulta, se hizo en secreto y Augusto se limitó a hacerle entrega de un cargo sacerdotal menor y nombrarle representante de los equites de Roma. No obstante, años después, por una carta conservada en la obra de Suetonio, sabemos que Augusto se sorprendía de la capacidad de oratoria de un Claudio de diecisiete años, que en esos momentos se dedicaba al estudio de historia, gramática, geometría, medicina y griego de la mano de Atenodoro el Cananita, Tito Livio y Sulpicio Flavio.
Hacia finales del gobierno de Augusto y, por tanto, a una edad muy tardía para la época -más de 20 años-, Claudio celebró su primer matrimonio con Plaucia Urgulanila, hija del cónsul del año 2 a.C. Marco Plaucio Silvano y de Urgulania, una amiga cercana de Livia. Con ella tendría en una fecha indeterminada un hijo, Claudio Drusilo, que moriría en la adolescencia. El divorcio se produciría en el año 24 d.C. tras que Plaucia se viera implicada en el asesinato de su cuñada Apronia y fuera al mismo tiempo acusada de adulterio con Boter, uno de sus libertos -de hecho, una segunda hija, que algunas fuentes denominan Claudia, nacería cinco meses después de su divorcio, siendo repudiada por Claudio-. En el año 14 muere Augusto y le sucede como emperador Tiberio, tío de Claudio. Sería a él a quién solicitará algún cargo político que le permitiera comenzar su cursus honorum, pero Tiberio se negó, otorgándole tan solo un rango consular. Entendiendo que no se le iba a permitir participar de la vida política de Roma, Claudio decide retirarse y dedicarse a la vida académica, datando la gran mayoría de sus obras del gobierno de su tío Tiberio. Curiosamente, aunque su familia no le tenía mucho aprecio, el pueblo romano sí: la clase ecuestre le elegiría constantemente como su representante y el Senado exigiría que su casa, destruida durante un incendio, fuera reconstruida y pagada a través del erario público; así mismo, solicitó también que Claudio fuese admitido en sus sesiones, cosa a lo que se negó Tiberio. Eran los años de máximo poder de Lucio Elio Sejano, prefecto del pretorio, quién gobernó Roma en ausencia del emperador-retirado en Capri-y desencadenó la persecución de la familia de Germánico, muerto en el año 19 d.C, logrando el exilio y muerte de la cuñada de Claudio, Agripina, y su sobrino Nerón y el encarcelamiento de su segundo sobrino Druso. La ambición de emparentar con la familia imperial por parte de Sejano y el deseo de protección posiblemente por parte de Claudio llevaron al matrimonio de éste último con Elia Petina, hermana adoptiva de Sejano, hacia el año 28. La pareja tendría una hija, Claudia Antonia, que sería educada por su abuela. El divorcio se produciría en 31, coincidiendo con la caída en desgracia y ejecución de Sejano.
A la muerte del emperador Tiberio en 37, y debido al fallecimiento anteriormente de otros posibles de otros posibles candidatos al Imperio, le sucede Calígula, un sobrino de Claudio, quién finalmente sería quién le otorgaría cargos políticos, nombrándole senador y su compañero en el consulado del mismo año 37. Sin embargo, al poco tiempo, el nuevo emperador comenzó a burlarse públicamente de Claudio, humillándolo ante testigos u obligándole a pagar enormes sumas de dinero. Según Dión Casio, Claudio enfermó y adelgazó muchísimo en esta época debido al estrés. Sería bajo Calígula cuando Claudio contrae matrimonio por tercera vez con Valeria Mesalina, unos treinta y cinco años más joven que él. La boda, que beneficiaba a la familia de la novia -en la ruina y apartada de la política-, se ha entendido como un intento de Claudio de emparentar con la familia Julia, a la que Mesalina pertenecía a través de su bisabuela Octavia, hermana de Augusto. La pareja tendría dos hijos, Tiberio Claudio César (más conocido como Británico) y Claudia Octavia. Calígula sería asesinado el 24 de enero de 41, víctima de una conspiración a gran escala en la que estaban implicados varios senadores y miembros de la guardia pretoriana. No existen evidencias de que Claudio tuviera algo que ver en este asesinato, aunque recientemente se ha argumentado que conocía las intenciones de los conspiradores, ya que abandonó la escena del crimen poco antes de los hechos. Ahora bien, las fuentes sostienen que, más allá de intentar aprovecharse del lógico vacío de poder, Claudio huyó de palacio para esconderse temiendo por su vida mientras el Senado debatía sobre la conveniencia de restaurar la República y abolir el sistema creado por Augusto. Sin embargo, los soldados pretorianos que encontraron a Claudio escondido tras una cortina lejos de querer acabar con su vida, le proclamaron emperador. Fue de inmediato conducido al campamento de los pretorianos a las afueras de Roma, dónde fue de nuevo aclamado, esta vez de forma unánime, convirtiéndose así en el primer emperador elegido por los pretorianos y no por el Senado, a los que recompensó con un donativo de 15.000 sestercios.

*Fotografía 1: Retrato de Antonia la Menor, madre de Claudio, en el Sackler Museum
*Fotografía 2: Busto de Tiberio, tío de Claudio, en el Museo del Louvre
*Fotografía 3: Retrato de Calígula, sobrino de Claudio, en el Museo de Houston

viernes, 1 de febrero de 2013

La elección de Arria

Los pretorianos de afiladas espadas y púrpuras capas irrumpieron en vuestra casa por orden de nuestro emperador, Tiberio Claudio César Augusto Germánico Británico, y, destrozando tu plácida paz hogareña, se llevaron a tu marido, Caecina Paeto, preso, rodeado por sus altos escudos de plateados escorpiones, lanzándote en silencio maldiciones. No hubo tiempo para despedidas: una mirada suplicante, una palabra no dicha, un sollozo, el dulce roce de las yemas de vuestros dedos cuando te lo arrancaron de las manos... Nada más, Arria. Te dijeron que conspiró para asesinar al emperador. ¿Les creíste? No lo creo. No hiciste preguntas sobre ello, ni dudaste de él ni un momento. Estaba en tu temperamento. Tampoco el permanecer a la espera sin hacer nada. Al contrario, les seguiste por las calles de tu ciudad sin recogerte ni siquiera el cabello ni anudarte las sandalias, aterrada y confusa porque se llevaban lo que más amabas. Aún así te tragaste todas tus lágrimas, para que nadie conociera tu desgracia, ni tu pena, ni tu dignidad disminuyera. Incluso, al llegar al puerto, no olvidaste tu orgullo ni tu noble linaje mientras rogabas -más bien ordenabas- al capitán del barco en que Paeto habría de viajar preso que te dejará viajar con tu ya añorado marido -aunque solo hacia escasos momentos que había dejado de ser tuyo-. El capitán, sin embargo, se negó a tu deseo. Argumentaste que si todo consular romano tiene derecho a portar esclavos que cuiden de su persona, tú podías ahorrarle el trabajo y cuidarle tu misma. Él no aceptó tampoco. No te dejaste rendir por ello ni disminuyó tu determinación. Expuesta a las tormentas, el fuerte viento, el frío, el calor, la sal, la sed y el hambre, seguiste aquel navío con tu pequeño barco pesquero, que a toda prisa compraste. Nada ni nadie podían alejarte de él, ¿no es cierto?
En aquel viaje, ¿tenías aún esperanza? Aquellas noches en alta mar, envuelta en tu manto de lana gruesa, con el rugido del agua y el brillo de las estrellas como únicos compañeros de tu alma contra la profunda oscuridad de tu noche cerrada, ¿todavía confiabas en los finales felices? ¡Qué secretos te susurraría Poseidón a la caída del Sol! ¡Qué consuelos de ofrecería Helios! ¿Lloró Selene contigo en lo alto del firmamento? Nada melló tu espíritu, si no que te dotó de más fuerza para afrontar lo que habría de llegar en la augusta capital del mundo. El juicio fue una farsa y no se desarrolló en el Senado, como ordenaban las tradiciones y las leyes, sino a puerta cerrada en el interior de su palacio de mármol. No hubo cónsules, pretores, ediles, cuestores ni ningún otro cargo. Ningún senador sirvió de testigo, ni hubo abogado. Bien al contrario, allí estaban sus libertos, la esposa que había deshonrado su casa, el César cuyo juicio la cólera y la edad habían ofuscado. No le dejaron pronunciar su defensa; tampoco le habrían escuchado. Cuando se reveló la sentencia de muerte, Arria, no temblaste. ¡Arria, admiro tu entereza! Incluso ofreciste consuelo a la hija desconsolada, como si perder al compañero de toda una vida no te afectase, y me diste tu mano y me miraste sin una lágrima y lo supe. Supe que habías esperado aquel desenlace. Aquella mirada solo cobró vida un instante, cuando rodeado nuevamente de pretorianos se llevaron a tu Caecina sin permitirte siquiera una última despedida. Tus pupilas llenas de resolución y ansia, Arria, me asustaron más de lo que me atrevo a confesar a nadie.
Sabía lo que pretendías y aunque no soy más que tu yerno, intenté persuadiste de que no te quitaras la vida, de que continuaras viviendo, aunque solo fuera por tu hija y por tus nietos. Pero tú no escuchabas ningún razonamiento. Igual que habías seguido el navío con tu barco pesquero, ansiabas seguir a Caronte el barquero cuando cruzara la laguna Estigia con tu Paeto. Te dije -lo recuerdo, ¿por qué pensé que te disuadiría?- si desearías que tu hija se suicidara también si fuera yo el condenado a muerte. No te dejaste conmover, ni aquella nueva perspectiva hizo temblar tu determinación, si no que revolviéndote furiosa me observaste con ojos encendidos, y declaraste con voz orgullosa: "Sí, si mi hija hubiera vivido tanto tiempo y tan felizmente contigo como yo con mi Caecina" Conmovido y aterrado, te abracé por primera vez desde que eramos familia, pero ni mi gesto eliminó de ti tus negros pensamientos ni yo desistí de mis nobles propósitos. Ordené que te siguieran de cerca por si te hacías daño y por unos días conseguí engañarte, pero nada escapó nunca a tu mirada penetrante, vivaz, y pronto te diste cuenta de mis intenciones. Enfurecida, irrumpiste en mi casa y me gritaste que no podías dejar de morir, y de inmediato te lanzaste corriendo, de cabeza contra una pared. Caíste, confusa, con un fuerte golpe y un reguero de sangre púrpura, y, cuando acudí a ayudarte, rechazaste esta vez mis brazos y con los labios apretados murmuraste en tu decisión y tu furia: "Lo haré de la manera difícil si me impides hacerlo de la manera fácil" Intervino mi esposa, con lágrimas en el rostro, pero tu mismo orgullo en la frente; mostró en ese instante ser digna hija de sus padres y accedió a tus ruegos. No la amé menos por ello, si no al contrario: demostró que tenía tu fuerza, probó su lealtad por mi persona y que me amaba con la misma intensidad que tu, Arria, a tu noble compañero.
El emperador también se mostró al final misericordioso, como nosotros, y os concedió el último encuentro: escondida bajo tus ropas, fuertemente atada contra tu pecho, llevabas la daga. Te marchaste para reunirte con tu Paeto con una sonrisa. Sabíamos que no regresarías y no hubo para lo que dejabas atrás grandes palabras, ni recuerdos, solo un último beso. Para él tampoco tuviste explicaciones, pues te conocía mejor que nadie, sabía que tampoco podría disuadirte y no deseaba que os separaseis. Sin embargo, aunque también Caecina estaba decidido desde hacia tiempo a darse una muerte noble, digna de vuestros antepasados, su mano, Arria, aquella mano que tantísimas caricias te prodigara, temblaba y rehuía ejecutar la tarea que el honor le dictaba. No pudiendo contemplar su debilidad, e incapaz de permitir que el mundo la conociera, le arrancaste el puñal y atravesaste con él el vientre fecundo que portara a vuestros hijos; el frío del hierro fue superior al propio dolor, tal era tu determinación, y mientras te arrancabas el arma todavía pudiste sonreirle con amor infinito, como en vuestras noches más apasionadas, y transformar aquel susurro débil, agónico, entrecortado, en un arrullo de cariño al decirle: "¿Ves, Peto? No duele" ¿Qué podía hacer él si no imitarte? No porque el ejemplo de sus antepasados por fin le impulsase, no porque temiera que se le ridiculizara porque una mujer había demostrado mayor valor que él, si no porque ansiaba seguirte allí donde fueras, a ti, la dulce compañera de toda una vida. Al mismo tiempo caísteis en el suelo, y aún con vuestras últimas fuerzas, en vuestros últimos instantes, os buscasteis. Te abrazó por vez última, de otorgó los últimos besos, bebió de tus labios fríos tu último aliento. Tu, por tu parte, hiciste lo mismo. Tu sangre y su sangre se confundían en plácido torbellino cuando vuestras almas se marcharon al unísono y quienes os encontraron no dudaron de que vuestro amor era infinito. Ahora vuestras cenizas duermen el sueño de la eternidad bien merecido en una misma urna. Que sobre ella no caiga el olvido.

*  *  *

La historia de Arria es conocida gracias a su nieta Fannia,
que se la narró a Plinio el Joven y él conservó en sus cartas.

*Fotografía 1: Camafeo con el retrato de Claudio.
*Fotografía 2: Arria y Paetus, Jean-Baptiste Theódon
*Fotografía 3: Peto y Arria, Robert Dukarton
*Fotografía 4: La muerte de Paetus, Antoine Rivalz