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martes, 20 de octubre de 2015

El fin de Marco Antonio y Cleopatra

A pesar de que las llamadas Donaciones de Alejandría -ver artículo anterior Marco Antonio en Oriente- parecían otorgar a Octaviano la excusa precisa para declarar la guerra a su rival y antiguo aliado Marco Antonio, necesitaba con todo una prueba precisa y fehaciente de su traición, puesto que ni los rumores que sobre él corrían, ni las acusaciones orales de testigos sospechosos, bastaban para hacer creíble la deslealtad de Marco Antonio y para convencer al pueblo de asumir nuevos impuestos para otra guerra civil. Esta prueba auténtica no tardó en presentarse: Munancio Planco, antiguo gobernador de Siria, y su sobrino M.Tizzio, que había acompañado a Antonio en la expedición fallida contra los partos -ver artículo anterior Marco Antonio en Oriente-, entregaron a Octaviano el testamento del antiguo triunviro, que había sido depositado por su autor en el templo de Vesta. Antonio atestiguaba en este testamento que Ptolomeo Cesarión era hijo natural del divinizado Julio César y, renunciando a su patria, ordenaba se le sepultara en Alejandría junto a su amante Cleopatra incluso si moría en la propia ciudad de Roma. Cuando todo esto se hizo público, la ira del pueblo estalló contra el traidor: los cónsules Ahenobarbo y Sosio, que intentaron defender a Antonio, tuvieron que huir ocultamente de Roma para salvarse; el Senado, siguiendo el sentimiento público, excluyó a Antonio del consulado del año siguiente, 31 a.C. y despojándole de la potestad tribunicia, y para no dar a la inevitable lucha subsiguiente la apariencia de una guerra civil, a pesar de que eso era en verdad, la contienda le fue declarada a Cleopatra como usurpadora de las provincias romanas, limitándose respecto a Antonio a llamar beneméritos a quienes le abandonasen y entregándole a él la opción de decidir por que bando decantarse en la próxima guerra, opción que no era más que una trampa: alinearse a favor de Cleopatra suponía confirmar definitivamente todas las acusaciones que Octaviano y el Senado le hacían, y decantarse por Roma era el abandono de sus aliados y posición de fuerza para quedar reducido a poco más que en proscrito para su patria. A esta provocación respondió Antonio llamando a su lado a todos los príncipes orientales y jurando a sus soldados que haría la guerra hasta las últimas consecuencias, sin prestar oídos a los negociadores, hasta alcanzar la victoria, restableciendo la república en solo seis meses, después de lo cual renunciaría al poder.

Sin embargo, Antonio dejó escapar también esta vez la ocasión propicia que se le presentó contra su rival: Octaviano había sido sorprendido en medio de sus preparativos para la guerra por una sublevación popular; los nuevos tributos impuestos a los propietarios para sufragar la contienda habían suscitado un enorme descontento, principalmente entre los libertos, que era la clase a la que más se castigaba con estas cargas fiscales, siendo el hijo de Lépido quién más fomentaba el descontento. Si Antonio se hubiera apresurado a marchar sobre Italia habría obtenido un fácil triunfo; pero, en vez de ello, decidió invernar en Patrás y dio a su rival tiempo suficiente para reprimir la rebelión, cobrar los impuestos, ordenar las tropas y recibir el juramento de fidelidad de Italia y de las provincias de Galia, Hispania, África, Sicilia y Cerdeña. El 1 de enero del 31 a.C., además, con arreglo al pacto de Miseno -ver artículo anterior El Segundo Triunvirato (III Parte): La Guerra contra Sexto Pompeyo-, Octaviano obtuvo su tercer consulado, con M. Valerio Mesala por colega en lugar de Marco Antonio. Para complacer al pueblo, que hasta el último momento intentó evitar la guerra, mandó a Grecia comisionados proponiendo a Antonio una conferencia, pero la respuesta fue una negativa; sólo entonces envió a Oriente parte de la flota, al mando de Agripa, para que le abriese el camino. Las fuerzas de ambos adversarios eran desiguales: Antonio mandaba 100.000 infantes, y Octaviano sólo 80.000; aquel contaba con 800 naves, más del doble de las de Octaviano; Antonio tenía en sus manos también las riquezas de las que se había apoderado en Oriente, mientras Octaviano tenía escasez de dinero, a pesar del producto de los nuevos impuestos.

Octaviano, sin embargo, contaba con ventajas que compensaban su escasez de tropas: componían la columna vertebral de sus fuerzas veteranos disciplinas y experimentados, muy superiores a las turbas orientales, desobedientes y sin formación, de Antonio. El jefe de la armada de Octaviano, además, era el gran estratega Agripa, mientras que los capitanes de Antonio apenas lograban ponerse de acuerdo sobre las tácticas a seguir. Por último, había una gran diferencia en la condición moral de ambos ejércitos, toda a favor de Octaviano, quién ya se había ocupado de ello a través de una muy estudiada campaña de propaganda: con él, el heredero de César, estaba el alma de la patria, su honor y su grandeza, y hasta de su libertad frente a la tiranía oriental, mientras que con Antonio estaban la traición y el vasallaje a una mujer bárbara de costumbres corruptas, con la sumisión de Italia a la africana Alejandría. Esto nos explica las numerosas deserciones que hubo en el campo de Antonio hasta la víspera misma del combate. Cuando Octaviano, en la primavera de 31 a.C., zarpó de Brindisi para Oriente, su capitán Agripa, desembarcado sin problemas en Epiro, llegaba hasta el Peloponeso y quitaba a Antonio las importantes ciudades de Metón y de Corinto, obligándole también a dejar Patrás, y viniendo más tarde a reunirse con Octaviano, que había acampado junto a Cornaro después de apoderarse de Corcira, sorprendió a una escuadra enemiga, mandada por Sosio, cuando iba en persecución de algunas naves octavianas, y la desbarató. Más graves que estas pérdidas fue la inmediata desmoralización de las tropas de Antonio: no sólo los soldados y auxiliares se pasaron al campo de Octaviano, sino también sus capitanes y hasta sus amigos más íntimos, entre ellos Ahenobarbo y Delio, los cuales, después de haber sido cómplices obedientes de sus caprichos y haberle defendido públicamente, le volvieron la espalda al presentir la derrota

Antonio no tendría más remedio que presentar batalla ante una situación que tan solo podía empeorar. Contra el consejo de sus mejores jefes, que querían un combate terrestre, prefirió el naval, que deseaba Cleopatra, bien fuera para atribuir a su tropa el máximo protagonismo en la victoria o para tener una vía de huida rápida en caso de desastre. El 2 de septiembre del año 31 a.C. los dos ejércitos estaban acampados frente a frente en las playas opuestas del golfo de Ambracia: el de Octaviano en Epiro, el de Antonio en la Acarnania, cerca de Anzio; ante ellos estaban también las dos flotas: la de Antonio a la entrada del golfo, y la de Octaviano a una distancia de ocho estados -para saber más sobre el combate, recomendamos el artículo La ¿decisiva? batalla de Actium-. Ambas permanecieron quietas durante algunas horas, hasta que, al mediodía, Sosio, que mandaba el ala izquierda de Antonio, avanzó con sus naves; Octaviano retrocedió hasta alta mar, y sólo entonces lanzó sobre Sosio sus buques ligeros. Entre tanto, Agripa atacó el ala derecha, obligando al comandante Publícola a extender su línea para no verla cercada, y a dejar así al descubierto su centro. Esta maniobra pareció anunciar el desarrollo y resultado de la batalla, por lo que sesenta naves egipcias, que habían permanecido fuera del orden de combate, volvieron la proa y huyeron hacia el Peloponeso. En medio de ellas se destacaba la nave real, con sus velas de púrpura. Antonio, al verla, olvidó por completo cuanto se decidía aquel día y quienes por él morían, y corrió tras Cleopatra. Su flota se defendería aún algunas horas más; luego, desmoralizada por la huida de su jefe, y acobardada por el incendio que se extendía por varios buques, se rindió a Octaviano.

En el cabo Tenario supo Antonio de la rendición de su flota. Sin embargo, aún quedaba el ejército de tierra intacto y deseoso de combatir; Antonio le envió la orden de retirarse por Macedonia a Asia; pero esta orden y la fuga de su jefe P.Canidio Craso acabaron de desmoralizar a las tropas, que no tardaron en rendirse a Octaviano; era el séptimo día después del combate naval. Éste, con el fin de atraer a los vencidos, tomó ejemplo de Julio César y recurrió a la clemencia, perdonando al mismo Sosio a pesar de haber sido quién inició el combate en Anzio; retuvo a su lado a los soldados nuevos y licenció a los veteranos, enviándolos a Italia; luego ordenó los asuntos griegos y asiáticos, sustituyendo a los gobernadores de Antonio, y al empezar en Asia, el 1 de enero de 30 a.C., su cuarto consulado, fue a Samos a esperar la primavera antes de marchar a Egipto. Sería allí donde le llegaría la noticia de que los veteranos de Antonio se habían revelado en Italia, y envió contra ellos a Agripa con plenos poderes; poco después marchó él mismo a Brindisi, donde senadores y magistrados se reunieron con él para rendirle homenaje. Calmados los rebeldes mediante repartos de dinero y promesas de tierras, volvió a sus cuarteles para preparar la campaña egipcia. Allí, antes de ponerse en marcha, recibiría mensajeros de Antonio y Cleopatra; aquel le pedía permiso de retirarse a Atenas a una vida privada; la reina le suplicaba que dejara la corona de Egipto a sus hijos. Octaviano se negó a contestar a su antiguo rival; a Cleopatra en cambio le hizo multitud de promesas, siempre que se comprometiera a acabar con Antonio y no hiciera ningún daño ni a su tesoro ni a su propia persona. Mientras, avanzaba hacia Egipto. Cornelio Galo, a quién mandó a la Cirenaica, se apoderó de Paretonio, llave del Egipto occidental, y él mismo, llegado a Asia, conquistó Pelusio, de tal forma que el reino quedó invadido al mismo tiempo por el este y el oeste.

Por fin, a última hora, Antonio se decidió a moverse tras un período prolongado de depresión e inactividad. Al saber que el enemigo se acercaba a la misma Alejandría, el antiguo triunviro, desesperado, reunió a sus ya escasas y esparcidas tropas y se preparó para la defensa. Un pequeño triunfo obtenido por su caballería le infundió nuevo valor y el propósito de combatir a Octaviano por tierra y mar, pero en el día del combate la flota y la caballería egipcias se pasaron a Octaviano, y la infantería, mermada, no tardó en ser derrotada. Tras la derrota y la deserción, Antonio recibió además la noticia, quizás intencionada, de que Cleopatra, encerrándose en su mausoleo con sus tesoros, había tomado veneno y había muerto. Conmovido por su ejemplo, Antonio se suicidó arrojándose sobre su espada. Mientras aún estaba en agonía, supo que la reina vivía y pidió ser llevado a su lado, muriendo en sus brazos. Al mismo tiempo, Octaviano entraba en Alejandría aquel 1 de agosto. Queriendo capturar a Cleopatra viva, le renovó las promesas de Samos hasta convencerla de abandonar su mausoleo y regresar a palacio. Cuando acudió a visitarla, la halló rodeada de recuerdos de Julio César, y la oyó hablar con entusiasmo de la gloria de éste y de cuánto la había amado; esperaba quizás conmover o fascinar al joven conquistador. Pero no obtuvo de Octaviano más que respuestas frías e indiferentes. Así pues, cuando Dolabella la anunció que en tres días debería ser conducida a Roma, Cleopatra decidió suicidarse. Fue hallada una mañana en su lecho, vestida de reina, con dos esclavas a sus pies, también muertas. Circularon muchos rumores sobre la causa de su muerte, desde la mordedura de un áspid a que el propio Octaviano la hizo ejecutar. El vencedor ordenó enterrar a los dos amantes juntos, en Alejandría. Antes, Ptolomeo Cesarión, supuesto hijo de Cleopatra y de Julio César, y Antilo, hijo primogénito de Antonio con Fulvia, fueron ejecutados. Los hijos supervivientes de la reina -Cleopatra Selene, Alejandro Helios y Ptolomeo Filadelfo- serían criados por la viuda romana de Antonio, Octavia, la hermana del conquistador de Egipto.

*Fotografía 1: Tetradracma con Cleopatra en el anverso y Marco Antonio en el reverso.
*Fotografía 2: La batalla de Actium según Lorenzo A.Castro
*Fotografía 3: Retrato de Marco Vispanio Agripa, el gran artífice de Actium, en el Museo del Louvre, en París.
*Fotografía 4: Denario acuñado por el futuro Augusto que celebra la conquista de Egipto.
*Fotografía 5: "Cleopatra sostiene a Marco Antonio mientras muere", de Alexander Bida. Ilustración de finales del siglo XIX para el acto IV, escena 15, de Antonio y Cleopatra, en una colección recopilatoria de la obra de Shakespeare
*Fotografía 5: "La muerte de Cleopatra", de Juan Luna, 1881



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jueves, 15 de octubre de 2015

Marco Antonio en Oriente

Depuesto Lépido y disuelto el Segundo Triunvirato -ver artículo anterior Segundo Triunvirato (III Parte): La Guerra contra Sexto Pompeyose encontró Octaviano al frente de 45 legiones, la fuerza militar más grande de la República romana. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de celebrar nada: sus soldados no tardaron en pedir recompensas iguales a las que se entregaron a los veteranos después de la batalla de Filipos -ver artículo anterior Segundo Triunvirato (I Parte): La Batalla de Filipos-: Octaviano les ofreció honores, que rehusaron de inmediato para declararse en rebelión, obligando al heredero de César a dar a cada individuo 2.000 sestercios. Sofocado así el tumulto, hizo Octaviano salir de las filas a los esclavos tránsfugas del ejército de Pompeyo, esparcidos entre las legiones, y los restituyó a sus antiguos amos: eran 3.000. Los que no quisieron declarar el nombre de sus amos, fueron mandados a las poblaciones de la que habían huido, siendo ejecutados en ellas: fueron más de 6.000 los que padecieron este destino. Arregladas las cosas en Sicilia tras la victoria sobre Sexto Pompeyo, y enviado Statilio Tauro a tomar posesión de las provincias de África arrebatadas a Lépido, Octaviano regresó a Roma. El Senado lo recibió en las puertas de la ciudad; antes de pasarlas quiso el vencedor hacer oír su palabra imperial a los senadores y el pueblo, sin duda para acostumbrar a ambos a recibir sus mandatos. No escatimó promesas y regalos: prometió al pueblo la paz y la clemencia para el futuro, y consolidó el presente condonando el resto de los tributos impuestos para los gastos de las últimas guerras. No aceptó sin embargo nada más que los más modestos de los honores que el Senado le decretaba, ni permitió que al pie de la estatua que se le había erigido en el Foro se pusiera otra inscripción que no fuera: "A César, restaurador de la paz por tierra y por mar". Asimismo, sabiendo que la seguridad pública es elemento necesario a la estabilidad de un nuevo orden de cosas, procuró el exterminio de las bandas de criminales que infestaban Italia, creando para la protección de las propiedades las cohortes vigiles; lo que le dio en breve gran popularidad, a la cual contribuyó él también anunciando que, al volver Antonio de la guerra contra los partos, ambos depondrían el triunvirato. Halagado el pueblo con esta promesa, saludó a Octaviano como su protector, le confirió la inviolabilidad tribunicia y le regaló un edificio público.

Mientras Octaviano ganaba así las simpatías populares, Marco Antonio, por sus derrotas militares y aún más por su escandalosa vida privada, se acarreaba el público desprecio y ofrecía a su antiguo aliado y cuñado la forma propicia de conseguir su ruina. Tras la firma del Tratado de Tarento, Antonio volvió a Oriente para acabar de forma definitiva con los partos -ver artículo anterior Segundo Triunvirato (III Parte): La Guerra contra Sexto Pompeyo-, en una campaña que hasta ese momento sus legados habían llevado a cabo con bastante éxito: C.Sosio arrojó a los partos de Siria y se apoderó de Jerusalén; Craso venció a los albanos y a los iberos, sus aliados; pero los mayores triunfos fueron los obtenidos por P.Ventidio, que en el año 39 a.C. derrotó, en la falda del monte Tauro, a un ejército parto, cuyo jefe, Labrino, caído en manos del gobernador de Chipre, fue ejecutado por éste. Asia quedó libre con esta victoria, que determinó también la posesión de Cilicia y del camino de Siria. Al año siguiente Ventidio derrotó por segunda vez a los partos y mató a su nuevo jefe, Pacoro, hijo del rey Orodes; después de esta segunda derrota, los partos cruzaron de regreso el Éufrates, dejando libre toda el Asia Menor. En Atenas, entregado por completo al ocio más desenfrenado, Antonio supo de los grandes triunfos de su legado, y los celebró con juegos públicos en los que apareció vestido de Hércules. Los atenienses secundaron la vanidad del triunviro celebrando su matrimonio místico con la mismísima diosa Minerva; pero pronto tuvieron que lamentar su actitud servil, ya que Antonio pidió que a su consorte divina la acompañase una dote de 1.000 talentos. Después marchó a Asia a compartir con los suyos los beneficios de la victoria: mandó a Ventidio a Roma para que celebrase su triunfo sobre los partos y él tomó la dirección del asedio de Samosata en Armenia.

Sin embargo, frente a las victorias de Ventidio, Antonio no logró más que derrotas: Antíoco le había ofrecido 1.000 talentos para que le dejase libre aquella ciudad, y al cabo Antonio hubo de contentarse con tomar sólo 300 talentos para alejarse de ella; volvió a Atenas dejando a Sosio la dirección de Siria, perdiendo así su mejor oportunidad de conquistar Partia, la cual, tras la marcha de Ventidio, quedó por algún tiempo en la anarquía: Fraate, otro hijo del rey Orodes, había asesinado a su padre y sus hermanos para poder sentarse en el trono. Esta inusitada maldad suscitó contra el parricida tumultos y rebeliones en muchas partes del reino. Pidieron, por fin, el auxilio de Antonio contra el tirano, y Artavasde, rey armenio y tributario de los partos, fue a su campo para solicitar su alianza; pero Antonio no se entusiasmó demasiado con las invitaciones, y prefirió permanecer gran parte del año en la ciudad de Laodicea con la reina egipcia Cleopatra en medio de constantes festines. Esto permitió al nuevo rey parto Fraate restablecer el orden en su Estado y Artavasde, viendo que nada lograba de Antonio, se alió con su enemigo en secreto. De modo que, cuando Antonio salió al fin de su inanición se encontró con un enemigo formidable, mucho más que aquel al que enfrentara Ventidio. A la inferioridad de las fuerzas se añadió la traición: Artavasde consiguió llevarlo a Media donde Fraate le había preparado una trampa. Mientras Antonio se dirigía a Fraata, capital de Media, los partos derrotaron a su legado Opio Stratiano, que le seguía a cierta distancia con el bagaje y las máquinas de asedio. Emprendió Antonio entonces la retirada, y acosado constantemente por el enemigo, pisó al fin, después de veintisiete días de desastrosa marcha, la orilla del Arase. La expedición le había costado, además del bagaje y las máquinas de asedio, 20.000 infantes y 4.000 caballos. Pero estas perdidas ni le preocuparon ni le acobardaron: envió a Roma mensajeros con falsas noticias de victoria y distribuyó entre las tropas supervivientes, para contentarlas, dinero que afirmaba enviaba Cleopatra. Después, regresó a Egipto con su amante, donde permanecería, casi ininterrumpidamente, hasta el 32 a.C.

En uno de esos intervalos, Antonio emprendió una expedición a Armenia para vengarse de la traición de Artavasde. Su esposa Octavia, aún abandonada en Roma desde hacia mucho tiempo, se esforzó con todo por lograr de su hermano un auxilio de 2.000 soldados escogidos para aquella expedición, y quiso llevárselos ella misma. Sin embargo, al llegar a Atenas recibió la orden de Antonio de detenerse allí y de mandarle las tropas, con lo que Octavia volvió a Roma junto a su hermano sin volver a ver jamás a su marido. La guerra armenia acabó con la derrota, la captura y ejecución de Artavasde. Su hijo Artaxias, colocado en el trono por los contrarios al dominio romano, fue también vencido. Antonio destinaría el reino armenio a uno de sus hijos habido con la reina Cleopatra. No obstante, no dispuso sólo de los países por él conquistados, como si fueses de su propiedad personal: en las llamadas Donaciones de Alejandria, del año 32 a.C. entregó a Cleopatra y a su primogénito Ptolomeo Cesarión -que reconoció oficialmente como hijo de Julio César-, Egipto, Celesiria, Cilicia con Chipre y Creta, y la Cirenaica; a los dos hijos varones que tuvo con Cleopatra, Ptolomeo Filadelfo y Alejandro Helios, señaló los dominios asiáticos, dando al primero el reino de Siria y el Asia Menor y al segundo Armenia y los países de más allá del Éufrates. Fuera del reparto, sólo quedaba la hija habida con la reina, Cleopatra Selene. Cesarión, Filadelfo y Alejandro deberían llevar el título regio y reconocer la alta soberanía de su madre, puesta así al frente de un gran imperio oriental, cuya metrópoli, Alejandría, debría eclipsar a Roma y sucederla en el dominio del mundo.

*Fotografía 1: Áureo acuñado en Éfeso hacia el año 41 a.C. por el cuestor provincial de Marco Antonio, Marcus Barbatius Pollio, que muestra en el anverso el retrato de Marco Antonio y en el reverso el rostro de César Octaviano.
*Fotografía 2: Moneda de Fraate IV, rey de Partia, al que Marco Antonio hizo frente con tan poca fortuna
*Fotografía 3: Moneda de Artavasde II, rey de Armenia, quién traicionó a M.Antonio.
*Fotografía 4: Moneda con el retrato de Marco Antonio en el anverso y el de Cleopatra en el reverso donde celebran la conquista de Armenia y las donaciones de Alejandría.

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martes, 6 de octubre de 2015

Segundo Triunvirato (III Parte): La Guerra contra Sexto Pompeyo

Roma recibió con gran alegría la firma del Tratado de Brindisi que suponía el inicio de una nueva paz entre los triunviros -ver artículo anterior El Segundo Triunvirato (II Parte): Guerra de Perugia y Paz de Brindisi-: el Senado decretó una ovación a Octaviano y otra a Antonio por haber conjurado el peligro de una nueva guerra civil, y dispensó a Octavia de su luto obligatorio de un año por la muerte reciente de su primer marido C.Claudio Marcelo para que pudiera contraer matrimonio cuanto antes con Marco Antonio. Sin embargo, la felicidad por aquella paz duró poco: Sexto Pompeyo se negó a aceptar los términos del tratado de Brindisi y abandonar Cerdeña. Octaviano, decidido a combatirlo y en cumplimiento de lo acordado en Brindisi, tuvo que imponer para lograr medios nuevos impuestos: el impuesto sobre los esclavos, creado para la guerra contra Bruto y Casio, y dejado hasta allí sin efecto, fue puesto en ejecución; se estableció también otro impuesto sobre las sucesiones. El pueblo, que ya murmuraba descontento por la carestía que la flota a las órdenes de Sexto Pompeyo había sumido a la capital, se enfureció al conocer los nuevos impuestos, llegando a poner en peligro la vida del propio Octaviano. Esta precaria situación obligó consecuentemente a buscar no la guerra, sino un nuevo acercamiento con el enemigo, para lo cual medió L.Scribonio Libón, pariente al mismo tiempo de Sexto Pompeyo y Octaviano, de quienes era suegro y cuñado respectivamente. En el Pacto del cabo Miseno, se acordó que Pompeyo retendría Sicilia, Córcega y Cerdeña, con Acaya por cinco años, a cuyo término obtendría el consulado y sería admitido en el colegio de los augures: en recompensa por el patrimonio que Antonio le había arrebatado, recibiría diecisiete millones y medio de dracmas, y todos sus amigos y aliados prófugos y proscritos, excepto los comprendidos en la ley Pedia -ver artículo anterior El Segundo Triunvirato (Primera Parte): La Batalla de Filipos-, quedaban libres para volver a Roma, devolviéndose a los primeros todos sus bienes y una cuarta parte a los segundos. Pompeyo por su parte se obligaba a retirar todas sus guarniciones de las costas de Italia, a no dar refugio a los fugitivos y a proveer de trigo a Roma. Para una mayor garantía de este tratado, su texto fue remitido a las Vestales, que debían custodiarlo, y la paz se confirmó, como ya sucediera en Bolonia y Brindisi, con un matrimonio: la hija de Pompeyo habría de casarse con M.Claudio Marcelo, sobrino de Octaviano e hijastro de Antonio.

Sin embargo, a pesar de las garantías y protestas, cada uno de los tres contratantes impidió por su parte su cumplimiento: Antonio, desde Atenas, donde se había establecido con su nueva esposa para pasar el invierno entre fiestas, escribió a Pompeyo que no le entregaría la Acaya hasta que se le pagaran ciertas sumas que aseguraba le debían los del Peloponeso. Pompeyo continuaba atacando las costas de Italia y Octaviano acabó por repudiar a su esposa Escribonia, el mismo día que daba a luz a su única hija Julia, único nexo de unión y parentesco con Pompeyo, para casarse con Livia Drusilla, cedida por su esposo T. Claudio Nerón con el consentimiento de los pontífices, a pesar de estar embarazada de seis meses de su primer marido en el momento de la boda. Octaviano fue aún más lejos: intentó ganarse al almirante de Pompeyo, el liberto Mena, quién le entregó traidoramente Córcega y Cerdeña junto a tres legiones y una escuadra. Pompeyo, enfurecido, entró en Campania, saqueando y devastando ciudades y tierras. Octaviano llamó a Brindisi a los otros dos triunviros para conferenciar y decidir con ellos, pero Lépido no acudió y Antonio no llegó el día fijado, notificando por carta a Octaviano que no aprobaba la guerra y exhortándole a permanecer fiel al pacto de Miseno: extraño consejo por parte de quién había sido el primero en no seguirlo. Debió por tanto Octaviano hacer frente sólo a la amenaza: organizó dos flotas, dando el mando de una de ellas a L.Cornificio, y el de la otra a Calvisio Sabino y al traidor Mena, con orden de reunirse en Regio, para marchar desde allí a Sicilia; pero Pompeyo impidió la reunión enviando sin tardanza al liberto Menecrates a las costas de Tirreno con una fuerte flota. En el golfo de Cumas encontró éste a Calvisio y Mena, presentándoles batalla, cuyo resultado hubiera sido apoderarse de la flota enemiga sino hubiera muerto. Octaviano supo en la ciudad de Regio el desastre de Cumas, y se lanzó al mar con las naves de Cornificio para socorrer a sus generales: encontró en el cabo Scileo la escuadra conducida por Democrates, legado del difunto Menecrates, y obligado a aceptar el combate, fue nuevamente derrotado: al día siguiente, una tempestad acabó con el resto de sus naves.

Hundido por tantos desastres, Octaviano sintió la necesidad de pedir ayuda y envió al hábil Mecenas a Grecia para hacer regresar a Antonio. Al mismo tiempo, hizo volver de la Galia a Vipsanio Agripa para confiarle la dirección de la guerra. Agripa, valiente y modesto, rehusó el triunfo que se le ofreció como premio de su victoria sobre los rebeldes de Aquitania, pero aceptó el consulado en 37 a.C. y la dirección de la guerra contra Pompeyo. Comenzó edificando un nuevo puerto en el Mediterráneo, poniendo con comunicación el mar de Baya con los lagos Lucrino y Averno; construyó una nueva flota, y adiestró a remeros y soldados, entre los cuales se encontraban 20.000 esclavos libertados por Octaviano. Mientras en Baya se llevaban a cabo todo estos preparativos, apareció Antonio en Tarento con 300 naves, y Octaviano, recelando de su conducta y de una posible intriga con Lépido, no se mostró muy dispuesto a aceptar aquel auxilio tan inesperado como oportunamente sospechoso. No obstante, acabó aceptando, negociándose un nuevo acuerdo en Tarento con mediación de Agripa y Mecenas: Antonio pondría a su disposición 120 de sus naves para su guerra con Pompeyo, a cambio de lo cual Octaviano le entregaría cuatro legiones para la guerra contra los partos. Se renovó por otros cinco años el triunvirato, que había terminado en enero de aquel año, y Octaviano se encargó de hacer legalizar la prórroga por un plebiscito en virtud de la ley Tizia. Tampoco faltó esta vez una boda para sellar el nuevo pacto: la pequeña hija de Octaviano, Julia, de dos años de edad, fue prometida con Antilo, el hijo mayor de Antonio y su anterior esposa Fulvia. Después de aquello, y con la excusa de evitar a su esposa e hijos las molestias de seguirlo en su expedición contra los partos, pero en verdad para que no estorbaran un nuevo acercamiento con Cleopatra, envió Antonio a su familia a Roma y se separó de Octaviano, con el que no volvería a encontrarse hasta Actium.  

La guerra contra Pompeyo se emprendió con mayor vigor, aún más cuando Lépido dio noticias por fin de su persona y entró con 12 legiones y 5000 caballos en Sicilia. Tras diversos incidentes, en septiembre del 36 a.C. se llegó, entre Mile y Nauloco, a una jornada decisiva. Las fuerzas de las dos armadas se equilibraban: eran 300 naves por una y otra parte, y a su vista en la costa estaban en orden de batalla los dos ejércitos. El encuentro fue terrible, y el éxito estuvo largo tiempo incierto: al fin, la batalla se decantó por el bando de los triunviros. Pompeyo, más pirata que estratega, apenas vio asomarse la derrota, apagó el fanal de la nave almirante y, dejando sin guía a sus tropas y a los buques que tenía en Lilibea y Nauloco, se hizo a la vela con sólo 17 naves en dirección a Asia, deseoso de ganarse el favor de Antonio. Éste no desdeñó la oferta, y mandó a Mitilena, donde Pompeyo desembarcara, un oficial suyo para estipular las condiciones del pacto. Pero el enviado no tardó en darse cuenta del doble juego de Pompeyo, quién trataba al mismo tiempo con Antonio y con los partos para apoderarse con su ayuda de Asia Menor. Esta traición causó finalmente la ruina de su autor: sus amigos, hasta entonces fieles, le abandonaron, y el legado de Antonio dio muerte a Pompeyo en Mileto en 35 a.C. Acabada así la guerra pompeyana, amenazaba iniciarse otra entre Lépido y Octaviano. Pretendía Lépido que se le diera Sicilia, porque era a él a quién se habían rendido las ocho legiones que Sexto Pompeyo dejara en Mesina, con las cuales ya eran veinte las que tendría bajo su mando; pero Octaviano sabía que aquellos soldados ni amaban ni respetaban a Lépido, y pudo fácilmente sobornarlos y atraérselos. Lépido se vio de pronto sin ejército, y fue relegado a Circeo, conservando sin embargo la dignidad de pontífice máximo por la generosidad de Octaviano, que le perdonó la vida. Se puso así fin al Segundo Triunvirato.


*Fotografía 1: Áureo de Sexto Pompeyo emitido en Sicilia entre 42 a.C. y 40 a.C., en el que se titula hijo de Magno imperator y Prefecto de las costas y los mares, en un claro desafío al poder de los triunviros
*Fotografía 2: Nave romana representada en un fresco del s.I
*Fotografía 3: Nave romana representada en un fresco del Templo de Isis de Pompeya. Hoy en el Museo Archeologico di Napoli.
*Fotografía 4: Denario acuñado con la efigie de Marco Emilio Lépido como póntifice máximo

martes, 29 de septiembre de 2015

Segundo Triunvirato (II Parte): Guerra de Perugia y Paz de Brindisi

Tras obtener la victoria sobre republicanos y cesaricidas en las dos batallas consecutivas de Filipos -ver artículo anterior El Segundo Triunvirato (Primera Parte): La batalla de Filipos- los triunviros procedieron a un nuevo reparto de las provincias romanas: Octaviano se apoderó de las dos Hispanias y Numidia; Antonio se hizo con Galia Transalpina y África. La Galia Cisalpina, por su parte, debía dejar de ser provincia para que Italia llegara por el Norte hasta sus fronteras naturales. En cuanto al tercer socio, Lépido, sospechoso -muy convenientemente para sus dos aliados- de estar en un secreto acuerdo con el nuevo enemigo supremo del triunvirato, Sexto Pompeyo -que había aglutinado a su alrededor las últimas fuerzas supervivientes de la oposición-, quedó fuera de este segundo reparto: más tarde obtendría África. Habiendo obtenido su recompensa los jefes, se preocuparon de dar su parte también a los soldados. Reclamaban éstos un doble premio: dinero y tierras. Antonio debía encargarse de obtener el primero en las provincias asiáticas; Octaviano, por su parte, debía asegurar el reparto de tierras en Italia para nada menos que 170.000 hombres y haber además la guerra a Sexto Pompeyo. Mientras el heredero de César regresaba a Roma y se aseguraba el favor de las legiones enriqueciéndolas a costa de las propiedades de los senadores italianos, Antonio atravesaba Grecia recibiendo continuos homenajes de un pueblo acobardado. Llegado a la provincia de Asia, publicó en Éfeso un edicto donde obligaba a la población a pagarle en dos años el tributo de nueve, orden aún más gravosa debida al hecho de que hacia poco se habían visto obligados también a pagar al vencido Casio 200.000 talentos, es decir, el décuplo del tributo anual. De allí, Antonio pasaría a Tarso, en la Cilicia, donde en su afán de recaudación ordenaría presentarse ante sí a Cleopatra, la reina de Egipto, para que se justificara de la ayuda prestada a Casio en Filipos. Lo sucedido en su encuentro es bien conocido: subyugado por el encanto y los lujos de la soberana, Antonio dejó por ella el gobierno de Asia en manos de sus legados y se marchó a Alejandría, donde permanecería el invierno entero en medio de rumores sobre fiestas desenfrenadas y orgías. Serían las graves noticias llegadas de Italia y Oriente lo que le harían reaccionar: los partos invadían Asia Menor, mientras en Italia Fulvia, esposa de Antonio, avivaba el descontento de los desposeídos por la codicia de las legiones de Octaviano y amenazaba con hacer estallar una nueva guerra civil. Después de vacilar algún tiempo sobre qué decisión tomar, Antonio resolvió instigado por Fulvia volver a la península itálica, mientras confiaba a sus legados la tarea de contener y expulsar a los partos.

El odio y la enemistad entre Octaviano y la esposa de su aliado se remontaba a los días posteriores a la batalla de Filipos. En ausencia de los triunviros, Fulvia, mujer ambiciosa y de fuerte carácter, se había hecho con el gobierno sobre el Estado romano sometiendo a su voluntad incluso a los cónsules de aquel año, Servilio Isáurico y su propio cuñado, Lucio Antonio. Como es obvio, el regreso a Roma de Octaviano supuso el fin del "gobierno" de Fulvia, que a la pérdida de su poder absoluto hubo de sumar una gravísima ofensa personal: la devolución por parte de Octaviano de su hija Clodia, con quién el heredero de César se había casado sólo para complacer al ejército después de la formación del triunvirato. Fulvia, lejos de resignarse, se propuso vengar aquel insulto de inmediato, recuperar el poder perdido y, además, arrancar a su marido Antonio de los brazos de Cleopatra. Para lograr estos tres objetivos le bastó con convencer a su cuñado Lucio Antonio de que tanto ella como él, en calidad de cónsul, se pusieran a la cabeza de los descontentos de Italia con los saqueos y expropiaciones de Octaviano y de sus tropas, llegando a amenazar con una nueva guerra civil. El reparto de tierras a los legionarios había afectado de hecho a nada menos que dieciocho ciudades, empeorando la situación la extrema avaricia de los soldados que, no contentos con las tierras asignadas, se apoderaron también de las vecinas, multiplicando por dos el número de los desposeídos de sus propiedades y medios de vida. Fulvia y Lucio Antonio aprovecharon la situación para situarse a la cabeza de los descontentos y tranquilizaron a los veteranos prometiendo que Marco no tardaría en regresar de Oriente con todas las riquezas obtenidas de los onerosos tributos impuestos a Asia. De esta forma, la esposa y hermano del triunviro lograron reunir 17 legiones, mientras que Octaviano sólo tenía en su poder 10, aunque de gran experiencia y mayor disciplina. Sin embargo, al principio, la suerte no favoreció al heredero de César: mientras marchaba contra Nursia y Lentino, favorables a Lucio Antonio, éste entraba en la ciudad de Roma y se hacia saludar por el pueblo como Imperator, afirmando que su hermano Marco había decidido romper el triunvirato y acudiría pronto a Italia para ocupar el consulado.

Sin embargo, el triunfo de Lucio Antonio fue bastante breve: al aparecer Marco Vipsanio Agripa, general de Octaviano e íntimo colaborador suyo, tuvo que huir de la capital y refugiarse en Perugia ante el acoso de sus perseguidores; de ahí el nombre de perugina que recibió esta nueva guerra civil, y que se hizo famoso por el hambre que varios meses padecieron los asediados, quienes, encerrados en la ciudad por el ejército al completo de Octaviano -al que se unieron las seis legiones de Hispania a cargo de Q. Salvidenio- y débilmente defendidos por los generales de Antonio, Polión, Ventidio y Planco, tuvieron finalmente que rendirse en marzo. Lucio Antonio salvó la vida por consideración a su hermano y hubo de exiliarse a Hispania. Sus veteranos fueron también tratados generosamente por Octaviano, quién actuó con suma prudencia para asegurarse nuevas fuerzas. No obstante, no sería tan generoso con los senadores y caballeros que habían apoyado la sublevación de Fulvia: eran cerca de 300 y todos murieron ejecutados al pie del altar de César. La mísera ciudad de Perugia, entregada al saqueo, fue también incendiada. Trató igualmente Octaviano de ganarse el apoyo de los aliados de Lucio Antonio, pero ya fuera que no se fiaran de sus promesas visto lo sucedido con los trescientos senadores y caballeros, o fuera que de verdad creían que Marco Antonio no tardaría en acudir a Italia, huyeron de él. Polión, que desempeñaba el consulado del nuevo año, 40 a.C., junto con Domicio Calvino, se marchó con siete legiones a las islas Vénetas, y de ahí pasó a las costas meridionales, donde logró que se declarara a favor de Marco Antonio a Gneo Domicio Enobarbo, que mandaba, de acuerdo con Sexto Pompeyo, la flota de Bruto. Planco por su parte huyó a Grecia con Fulvia, dejando a sus legiones, por ineptitud o cobardía, en manos de Agripa. Entre los fugitivos iba también Tiberio Claudio Nerón, que después de tomar parte de la guerra alejandrina junto a César, y de ser premiado con cargos honoríficos, se había declarado a favor de los cesaricidas; ahora mandaba con el grado de pretor una guarnición en Campania, y al saber de la rendición de Perugia, huyó primero en busca de Sexto Pompeyo y después de Marco Antonio, llevando consigo a su esposa Livia Drusilla y su hijo Tiberio, ambos destinados a jugar un papel importante en el futuro de Octaviano. Éste, por su parte, tras el incendio de Perugia, había marchado a la Narbonense para combatir al gobernador Fufio Caleno, pronunciado a favor de Marco Antonio. Caleno murió en la marcha, con lo que Octaviano se hizo con dos legiones más, que le fueron entregadas por el propio hijo del fallecido.

Dueño de una inmensa fuerza militar, de Roma y de casi toda Italia, Octaviano podía esperar tranquilo el regreso de Antonio, seguro de su victoria, hasta el punto de ceder a Lépido -justificado de su conducta con Sexto Pompeyo y huido cobardemente de Italia ante el avance de Lucio Antonio- las dos provincias de África con seis legiones, y al propio Lucio Antonio las dos Hispania, ordenando a sus legados que los vigilasen. Por fin, en el verano del 40 a.C., llegaría Marco Antonio a las costas de Italia con una flota de 200 naves, incluidas las de Enobarbo. El gobernador de Brindisi al verle llegar cerró las puertas de su ciudad, defendida con cinco legiones, y Antonio les puso cerco inmediato. Al mismo tiempo aparecía en Italia meridional la flota de Sexto Pompeyo, aliado provisional de Marco Antonio, y sitiaba Turio y Cosenza, enviando una escuadra suya además a atacar Cerdeña. Pero los soldados de ambos triunviros se negaron a combatir entre ellos, obligando a los antiguos aliados a negociar de nuevo. Por medio de Coceyo Nerva, amigo de ambos, se avinieron a un nuevo tratado, facilitado por la repentina muerte de Fulvia. Se procedió en primer lugar a un nuevo reparto del mundo romano: Antonio recibió el Oriente hasta el Adriático, con la obligación de combatir a los partos; Octaviano consiguió Occidente, con la orden de hacer la guerra a Sexto Pompeyo si éste no se contentaba con Sicilia y no aceptaba el nuevo pacto, y a Lépido se le dejó África. Los dos aliados convinieron, además, que, cuando no quisieran ejercer el consulado, lo ejercerían sucesivamente sus amigos. De nuevo un matrimonio sellaría la nueva alianza: Octavia, hermana de Octaviano, viuda recientemente de C.Claudio Nerón y madre ya de tres hijos, sería la nueva esposa de Marco Antonio.





*Fotografía 1: Moneda acuñada en Eumea (Frigia) con el retrato de Fulvia, segunda esposa de Marco Antonio, en el anverso. Se trata de la primera mujer romana, no mitológica, cuyo rostro aparece representado en las monedas.
*Fotografía 2: Moneda acuñada en Éfeso con el retrato de Lucio Antonio en el año de su consulado, el 41 a.C.
*Fotografía 3: Retrato de Marco Vipsanio Agripa en el Ara Pacis
*Fotografía 4: Copia de un retrato de Octavia Minor, hermana del futuro Augusto, en el Ara Pacis

lunes, 21 de septiembre de 2015

El Segundo Triunvirato (Primera Parte): la Batalla de Filipos

Tras obtener Octaviano su primer consulado de una forma irregular e ilegal -ver artículo anterior La Guerra de Módena y el Primer Consulado de Octavio-, se apresuró a ratificar su elección por medio de una ley curiada. Asegurado así en el poder, hizo decretar de inmediato a su colega Quinto Pedio una investigación sobre el asesinato de César y revocó la proscripción de Antonio y Lépido, en lo que constituyó el primer paso hacia el primer triunvirato. Ambas decisiones motivaron la deserción de las legiones de Décimo Bruto, el cual, viendo expuesta su vida, huyó de inmediato; sin embargo, en la ciudad de Aquileya, cayó en manos de un príncipe galo, quién le asesinó y envió su cabeza a Marco Antonio; éste no tardaría en declarar que había ofrecido así la primera víctima propiciatoria a los manes de César. Poco después, se dio el último paso hacia el triunvirato en la ciudad de Bolonia. Allí se reunieron sus futuros miembros en un primer momento como enemigos declarados: Octaviano era el mandatario del Senado enviado con la misión de combatir a los dos generales persistentes en su rebelión aún después de haber sido perdonados. Octaviano, Antonio y Lépido conferenciaron durante varios días en una isla cercana a la ciudad, y allí se dio el último golpe de gracia a la constitución de la República Romana. Acordaron que Octaviano renunciaría al consulado, nombrándose para el resto del año a P. Ventidio, y que, por medio de una ley especial, y con el nombre de tres viri reipublicae constituendae consulari impero, se arrojaron la facultad de regir el Estado durante cinco años, de nombrar a los magistrados, y de distribuir el mando de las provincias, sin depender para ello ni del Senado ni del pueblo. Para el ejercicio de este último poder, los triunviros se repartieron el territorio provincial de Occidente, asignando a Octaviano África, Numidia, Sicilia y Cerdeña; a Lépido las dos Hispanias y la Galia Narbonense, y a Marco Antonio las dos Galias. El Oriente, ocupado por Bruto y Casio, quedó, como Italia, por dividir. Sin embargo, Octaviano y Antonio se comprometieron a llevar allí la guerra al año siguiente, mientras Lépido, revestido del consulado, velaba en Roma por los intereses de los aliados. Tenían los triunviros en su poder 43 legiones. Para pagar tanta gente, y asegurarse a la vez su poder usurpado, se recurrió al sistema silano de las proscripciones -ver artículo anterior La dictadura de Sila-, estableciendo que bastara la denuncia de uno de los tres para usarlo contra cualquiera sin consideración de parentesco ni amistad, y lo comenzaron dando orden al cónsul Pedio de aplicarlo a 17 de los senadores más notables, incluyendo a Cicerón. De este modo, pudieron prometer los triunviros a los soldados una recompensa de 5.000 dracmas para cada uno cuando finalizara la guerra, y las tierras de 18 ciudades italianas, entre ellas Regio, Benevento, Venusia, Capua y Ariminio. Las legiones aplaudieron una alianza que los enriquecía y que se vio confirmada por un matrimonio: Octaviano casó con Clodia, la hijastra de Marco Antonio (hija de su esposa Fulvia y del primer marido de ésta, el tribuno de la plebe Publio Clodio)

En tres días consecutivos entraron los triunviros en Roma: primero Octaviano, después Antonio y por último Lépido, cada uno de ellos rodeado por una legión y escoltado por su propia cohorte pretoriana, los cuales no tardaron en tomar posesión de los principales puntos estratégicos de la capital. El terror se extendió rápidamente por la capital y en medio de este clima sería en el que se produciría la Lex Titia, que daba carácter legal a la usurpación del poder por parte de estos tres aliados con el nombre de "triunviros elegidos para reconstruir la república", con la inmediata posesión de su cargo, los cuales debían ejercer durante un lustro -desde noviembre del 43 a.C. hasta enero del 37 a.C.- Aquella dictadura triunviral no tardó en inaugurarse con una nueva publicación de proscripciones: 130 nuevos proscritos, a la cual se añadiría en breve otra lista de 150, y otras que no tardaron en añadirse. Se ofrecían grandes premios a los que entregasen la cabeza de un proscrito: 250.000 dracmas al hombre libre; 10.000 y la libertad, al esclavo. Al frente de la primera lista se leían los nombres de un hermano de Lépido y un tío de Antonio, lo que arrebató a los condenados toda esperanza de perdón. En poco tiempo se dio muerte a 300 senadores y 2.000 caballeros, y se hubieran producido muchas más ejecuciones si Sexto Pompeyo no se hubiera mostrado dispuesto a recoger en sus naves a todos los fugitivos. Los triunviros no tardaron en poner precio a la cabeza de Pompeyo -100.000 sestercios-; éste prometió el doble por cada proscrito salvado. Cicerón sin embargo no lograría salvarse. Abandonado por Octaviano a quién tanto había ayudado -ver artículo anterior Los primeros pasos de Octavio- al odio y la venganza de Antonio, el viejo orador, al saber que era uno de los primeros proscritos, se hizo transportar desde Tósculo, donde vivía, a su posesión de Astura, con el objetivo de embarcar hasta Macedonia; pero al llegar a Circeyo se arrepintió de su flaqueza y se hizo trasladar a Formia (Mola de Gaeta), diciendo que quería morir en aquella patria que tantas veces había salvado. No tuvo que esperar mucho: el centurión Erennio y el tribuno militar Popilio Laenas, a quién Cicerón salvó de un proceso de parricidio, descubrieron su litera cuando se encaminaba al mar y al oír sus pasos, Cicerón hizo parar a los conductores, miró altivamente a sus asesinos y presentó su cabeza a Erennio, quién se la cortó haciendo horrorizarse a sus propios soldados en diciembre de 43 a.C. Su cabeza y manos fueron expuestas en el Foro, tal como había sido costumbre durante Sila y Mario -aunque solamente él sufrió ese destino-, y Fulvia, esposa de Clodio y Antonio, ambos blanco de la encendida oratoria del viejo cónsul, llegaría a atravesar su lengua con los alfileres del pelo. Su hermano Quinto y uno de sus sobrinos no tardarían en seguirlo.

Tras los asesinatos vendrían las vejaciones y los saqueos. Necesitando los triunviros 800 millones de sestercios para llenar su caja militar, impusieron una contribución a las 1.400 matronas más ricas de Roma. Las protestas públicas de Hortensia, hija del orador Hortensio, y los rumores del pueblo, que, mudo ante las proscripciones, parecieron en cambio conmoverse ante el clamor de las mujeres, hicieron reducir a 400 el número de contribuyentes. En compensación, se decretaron otros tributos a los palomares caseros y sobre la renta de las tierras y los capitales; ante tal medida, muchos propietarios optaron por abandonar sus bienes a cambio de conservar la tercera parte de su valor, pero libre de contribución. Para colmo, al entrar Lépido y Planco en el consulado del año 42 a.C., obligaron a los ciudadanos, bajo pena de proscripción, a celebrar el año nuevo con fiestas y banquetes. Ellos mismos habían tenido la audacia, pocos meses antes, en medio de la campaña de persecuciones y asesinatos, a celebrar dos triunfos por los pequeños éxitos conseguidos en Hispania y Galia. También se decretaron nuevos honores a la memoria de César: los triunviros juraron y obligaron a jurar al pueblo que se respetarían todas sus leyes y cumplieron con su apoteosis elevándolo entre los dioses como divus Iulius. Después de aquello, Octaviano y Antonio marcharon a Oriente con el objetivo de combatir a los últimos republicanos y cesaricidas. Bruto y Casio habían aprovechado el tiempo y el respiro que los enfrentamientos entre los cesarianos le dejaran, para hacer un gran reclutamiento de tropas: en pocos meses reunieron 20 legiones. Bruto, así mismo, sometió sin esfuerzo Macedonia, Iliria y Grecia. No menores habían sido los éxitos de Casio en Asia; gracias al buen recuerdo que allí había dejado cuando formó parte de la infausta expedición de Craso a Partia, las poblaciones no tardaron en declararse a su favor y las legiones con ellas: cuando Dolabella marchó a Siria para disputarle el gobierno de aquella provincia, ya tenía él doce legiones bajo su mando. Dolabella no pudo resistir aquel despliegue de fuerzas y, cercado en Laodicea, se quitó la vida para no caer en sus manos en junio de 43 a.C. Casio pensó entonces en dirigirse a Egipto para impedir a Cleopatra socorrer con sus naves a los triunviros, pero Bruto le disuadió de ello; no obstante, no logró convencerlo también, en la conferencia que tuvo con él en Esmirna, de que marchara a Occidente para ocupar las costas griegas del mar Jónico, e impedir al enemigo su entrada en Grecia. Creyendo Casio que los triunviros aún estarían un tiempo ocupados con los problemas de la capital, y que la flota de Pompeyo bastaría para impedir a las legiones atravesar el Jónico, insistió en someter Rodas, Licia y Capadocia antes de pasar a Occidente, a fin de no dejar ningún enemigo a la espalda. Bruto cedió, de mala gana, y marchó contra Licia, mientras Casio afrontaba los otros dos frentes.

Al tiempo que Bruto y Casio daban desde Cerdeña la vuelta a Grecia, Octaviano y Antonio zarpaban desde Regio y Brindisi hacia Oriente. Habían mandado por delante ocho legiones, las cuales avanzaron hasta Filipos en Macedonia, ocupando entre los montes y el mar el estrecho camino que iba a Tracia. Ello obligó a los cesaricidas a abrir su propia vía entre rocas y selvas espesas, guiados por un príncipe del país, aliado suyo. Los cesarianos, al saber de su llegada, se retiraron para no ser sorprendidos en su aislamiento, y así Casio y Bruto pudieron llegar a Filipos y acampar a la espera de la llegada de los triunviros, que se produjo en breve: Antonio colocó su campamento frente al de Casio, y Octaviano frente a Bruto. Los dos ejércitos eran casi iguales en número: si los republicanos llevaban más caballería, los triunviros poseían mayor infantería, cuyo principal núcleo eran los veteranos. En la armada, sin embargo, había mayor desequilibrio, por contar los republicanos con un mayor número de naves, que les llevaban víveres y cerraban el mar a los enemigos. Necesitaban por tanto los triunviros actuar pronto para evitar las penalidades producto de la escasez de alimentos: así, Antonio procedió inmediatamente a abrir fosos y a construir trincheras para forzar a Casio a aceptar la batalla por temor a ver cortada su comunicación con el mar y la flota. Su objetivo se cumplió: Casio, para no quedar aislado de sus refuerzos, aceptó el combate, y sólo entonces pudo comprobarse la diferencia existente entre las tropas cesaricidas y las cesarianas. Mientras Antonio se hizo fuerte en sus trincheras para impedir el avance del enemigo, corre al asalto bajo una lluvia de flechas y llegando a la altura del enemigo, logra hacerse con el campo. Las tropas republicanas no tardaron en huir por todas partes y el mismo Casio, impotente para contenerlos, se refugia en una colina cercana donde, creyéndolo todo perdido, se suicida para no caer en manos del enemigo. En el campo de Bruto no sucedió así: viendo éste la desbandada de soldados de su aliado, y sabiendo además que Octaviano, repentinamente enfermo, había tenido que retirarse, mandó contra sus legiones a Valerio Mesala con una gran número de hombres. Valerio desbarató el ala derecha de los contrarios, penetró luego en el campo y lo tomó. Aquel mismo día la flota republicana hizo prisioneras a dos legiones cesarianas que atravesaban el mar Jónico. La batalla de los republicanos no estaba, por tanto, perdida aún. Por el contrario, los cesarianos, tras la primera jornada de Filipos, se encontraron con la temida falta de aprovisionamiento, hasta el punto de que Bruto, de haber podido contener el deseo de luchar de sus aliados, hubiera podido rendir a los cesarianos por hambre. Bruto resistió durante veinte días; pero cuando comenzó a percibir que la deserción cundía entre sus filas, que sus aliados Deyorato y Rascupolis se marchaban con sus gálatas y tracios, respectivamente, se vio obligado a dar la señal de ataque. Esta vez Octaviano si asistió a la batalla, pero sin el pronto auxilio de Antonio habría sido sin duda derrotado. El mérito de la batalla, pues, era para Antonio, Bruto marchó con sus cuatro legiones a las alturas de la parte Norte de Filipos y, viendo desde allí ocupadas las salidas por el enemigo, intentó forzar un paso; pero sus soldados, acobardados por la derrota, se negaron a obedecerle. Bruto no pudo afrontar la derrota y tras maldecir a Antonio, también él se suicidaría. Su ejemplo sería de inmediato seguido por alguno de sus compañeros, entre ellos Antistio Labeón, Livio Druso -padre de Livia, la futura esposa de Octaviano-, y Quintilio Varo; otros, entre ellos Catón, hijo del Catón caído en Útica, y L. Casio, sobrino de Casio, cayeron en la batalla. Los que sobrevivieron no tuvieron mejor suerte: perecieron como consecuencia de la venganza de los cesarianos y ni siquiera se respetaron sus cadáveres: Octaviano, por ejemplo, hizo decapitar a Bruto y mandó su cabeza a Roma para que fuera expuesta a los pies de la estatua de César. Del ejército republicano cerca de 14.000 se rindieron; los demás supervivientes se refugiaron en Stazio Murco, en Sicilia, al amparo de Sexto Pompeyo y su poderosa flota, quién sostendría durante un tiempo las esperanzas de los vencidos y retrasaría la victoria definitiva de los triunviros.



*Fotografía 1: Los tres integrantes del Segundo Triunvirato. De izquierda a derecha: Marco Antonio, el futuro Augusto, y un supuesto retrato de Marco Emilio Lépido.
*Fotografía 2: Retrato de Marco Tulio Cicerón; copia de un original romano por Bertel Thorvaldsen, en el Thorvaldsens Museum de Copenhague
*Fotografía 3: Denario acuñado por Marco Junio Bruto como pago para sus tropas en el que conmemora el asesinato de Julio César en los idus de marzo 
*Fotografía 4: Representación de la batalla de Filipos en un tapiz del Palacio de la Almudaina, en Palma de Mallorca.

martes, 15 de septiembre de 2015

La Guerra de Módena y el primer consulado de Octavio

Mientras Marco Antonio estrechaba el sitio de la ciudad de Módena, refugio de Décimo Bruto, con las dos legiones procedentes de Macedonia que aún le permanecían fieles -ver artículo anterior Los primeros pasos de Octavio-, Cicerón, quién había recuperado ya toda su antigua influencia política, continuaba lanzando contra Antonio sus afiladas Filípicas. El Senado, convencido por sus palabras, había accedido a proclamar a Décimo Bruto benemérito de la patria por su resistencia contra Antonio; y legitimando el mando de Octaviano, le había nombrado propretor con derecho a pedir la pretura a pesar de no haber sido cuestor. No consiguió Cicerón, sin embargo, que los senadores declararan a Antonio enemigo público y confiasen la salvación de la patria a los cónsules Vibio Pansa y Aulo Hircio; todo lo que logró del Senado fue el envío de una delegación a Antonio para que levantase el sitio de Módena y cruzara el Rubicón, estableciendo sus cuarteles a 200.000 pasos de Roma. Antonio se mostró dispuesto a renunciar a la Cisalpina que había arrebatado ilegalmente a Décimo Bruto, por la Transalpina, que Julio César le concediera antes de ser asesinado -ver artículo anterior La breve hegemonía de Marco Antonio-, por cinco años y con seis legiones, se diesen tierras a sus legionarios y se sancionaran sus leyes. El Senado se negó de inmediato y otorgó a los cónsules plenos poderes para combatirle; sin embargo, en el subsiguiente senadoconsulto se omitió cuidadosamente la palabra bellum, calificándose la actitud de Antonio como mero tumultus, a fin de restar gravedad al asunto y no resucitar en la mente popular el fantasma de las recientes guerras civiles. Las deliberaciones que se realizaron posteriormente, provocadas por Cicerón, serían por el contrario mucho más severas: se prometió a los soldados de Antonio que lo abandonaran antes del 15 de marzo y se anularon todas sus leyes, reuniendo en una sola, que el cónsul Vibio coleccionó (lex Vibia de actis Caesaris), todas las de Julio César, que las centurias aprobaron. Las noticias procedentes de la provincia de Macedonia no hicieron sino confirmar la creciente hostilidad del Senado contra Antonio, de cuyas legiones se había apoderado además el cesaricida Marco Bruto, continuando con el gobierno de aquella provincia de forma ilegal, pues su año de mandato había concluido. El Senado solucionó velozmente esta situación aprobado la continuación de Bruto al frente de Macedonia, Grecia e Iliria, ordenándole además que se situase lo más próximo a Italia. Este reconocimiento, unido a ya mencionada proclamación de otro de los cesaricidas, Décimo Bruto, como benemérito de la patria, y a los ataques contra Antonio, indicaba un alejamiento del Senado de los postulados del partido cesariano.
Las noticias de la mitad oriental del Imperio eran, por el contrario, completamente distintas: allí el cesariano Cornelio Dolabella, después de haber intentado en vano expulsar a Casio de la provincia de Siria, se volvió contra otro cesaricida, Trebonio, que gobernaba la provincia de Asia, a quién atrapó en Esmirna y posteriormente asesinó de forma brutal. La consecuencia inmediata fue la declaración de Cornelio Dolabella como enemigo de la República y ordenó que los dos cónsules, tras derrotar a Antonio, se repartiesen Asia y Siria y marcharan también contra Dolabella. En consecuencia de este decreto, Casio quedaba en Siria como un usurpador; con todo, se mantuvo allí de todas formas. Los aliados de Antonio, mientras tanto, luchaban por convencer al Senado que enviara a Módena una nueva delegación pacífica, y para contentar a Cicerón, quién no desistía en su oratoria en contra de Antonio, se le nombró como parte de dicha delegación. Sin embargo, comprendiendo el antiguo cónsul el propósito, no sólo no aceptó, sino que indujo al Senado a revocar su mandato de reducir a Módena por hambre. Por si fuera poco, la suerte de las armas no se mostraba en nada favorable a Marco Antonio. El 15 de abril de 43 a.C. el cónsul Pansa se reunió en Bolonio no sólo con su colega Hircio sino también con Octaviano, y en los días siguientes se combatió en tres sitios distintos a la vez, teniendo lugar el primer encuentro en Forun Gallorum (Castelfranco). Pansa hubo de retirarse gravemente herido cuando Hircio logró socorrerle con veinte cohortes y consiguió la victoria: durante el combate Octaviano combatió en el bando consular contra el hermano de Antonio, Lucio. La segunda batalla se libró junto a Módena y supuso una nueva derrota para Antonio, quién logró huir a duras penas. La victoria del bando consular, no obstante, se alcanzó solo a un alto precio: el cónsul Hircio perdió la vida y Pansa murió más tarde de las heridas recibidas en Forum Gallorum. Al anuncio del resultado de la primera batalla, el Senado, a propuesta de Cicerón (XIV y última Filípica), decretó cincuenta días de acción de gracias y recompensas a las tropas. Cuando después se supo que Antonio había sido derrotado y había huido, el pueblo entusiasmado corrió a casa de Cicerón y le condujo al Capitolio entre aclamaciones, como si hubiera sido el verdadero vencedor.
La alegría del bando senatorial sin embargo no duró mucho tiempo: Octaviano se convenció pronto de que nada podía esperar del Senado. Éste, una vez vencido Antonio, no ocultó por más tiempo sus muchas simpatías hacia los asesinos de César: dio a Décimo Bruto el mando del ejército consular para perseguir a Antonio; legitimó el gobierno de Casio en Siria, dándole poderes extraordinarios sobre las otras provincias asiáticas para que combatiera a Cornelio Dolabella; y confió a Sexto Pompeyo el mando de la flota. Y mientras se mostraba tan generoso con los cesaricidas, regateaba a Octaviano su recompensa, no concediéndole más que una pequeña ovatio cuando regresara a Roma. Nada pues tenía que hacer Octaviano junto al Senado. Según Apiano, Guerra Civil, III, 78, sería de hecho el cónsul Pansa, en su lecho de muerte, quien aconsejara a Octaviano la reconciliación con Antonio, por no ver para el heredero de César otra vía de salvación. El astuto joven puso en práctica de inmediato el consejo de Pansa, de haber existido, permitiendo la huida de Antonio tras Módena y poniendo obstáculos a Décimo Bruto para perseguirle. De este modo Antonio pudo llegar fácilmente a Etruria y reunir a un ejército nutrido por esclavos y condenados, el cual condujo a Liguria con el propósito de reunirse con Marco Emilio Lépido, que mandaba en la Galia Narbonense. En Vada (Vado, cerca de Sabona) se le presentó el inesperado socorro de tres legiones, dos de ellas compuestas por veteranos de César y la otra reclutada en Piceno por el pretor P. Ventidio Basso, que era quién las conducía. En Forum Iulium (Frejus) logró Antonio reunirse en mayo por fin con Lépido, quién contaba con siete legiones. Habiéndose alineado a su favor también los gobernadores de Galia Transalpina e Hispania Ulterior, Munacio Planco y Asinio Polión, el vencido y prófugo Marco Antonio se vio a la cabeza de nada menos que veintitrés legiones.
El Senado pensó entonces en volver a atraerse a Octaviano, pero el joven pidió más de lo que los senadores estaban dispuestos a darles: pidió nada menos que el consulado, a pesar de no haber ejercido la pretura y faltarle la edad legal. En cuanto recibió la negativa, mandó a la ciudad de Roma a 400 veteranos, entre centuriones y soldados, para plantear de nuevo su demanda, añadiendo a ella además las pagas que se le debían a su ejército. El Senado, coaccionado, pidió tiempo para reunir la suma necesario para pagar los salarios, y respecto al consulado, accedió solo en parte a la exigencia, otorgando a Octaviano únicamente la jurisdicción consular, que le daba la capacidad para la alta magistratura sin haber sido pretor y le dispensaba la edad. Pero Octaviano no se contentó con estas pobres y endebles concesiones, que no hacían más que poner en evidencia la mala disposición del Senado respecto a él y la herencia de César. Bruto y Casio, de hecho, habían sido llamados a Italia por los senadores, por lo que Octavino, sabedor de ello, decidió de nuevo adelantarse a los hechos marchando sobre Roma con ocho legiones. El Senado, de nuevo, se comportó con cobardía y se dejó conducir por el temor: primero lo concedió todo y luego, cuando supo de la llegada de las legiones africadas llamadas para su defensa, lo revocó, para volver a mostrarse humilde y obsequioso con Octaviano cuando dichas legiones, en vez de luchar a su favor, se unieron al joven heredero de Julio César. Cicerón, que tanto había ayudado a éste combatiendo a Antonio con sus Filipicas, tuvo que soportar que su "protegido" se volviera en su contra y le tratara con desprecio, obligándolo a marchar de Roma. El primer acto del nuevo amo de la República fue apoderarse, como hiciera Antonio tras la muerte de César, de la totalidad del Tesoro público, con lo cual pagó a sus soldados y gratificó a la plebe; después salió de la ciudad para dejar libres, al menos en apariencia, los comicios consulares. Ambos cónsules, como viéramos, habían muerto tras la batalla de Módena, lo que obligaba a nombrar a un interino para que convocara y presidiera las elecciones; pero la proclamación de este interino, según la ley, suponía la renuncia de todos los magistrados con imperio, y no pudiéndose obtener esto en aquel clima de pre-guerra, se encargó al pretor urbano Q. Galio que delegara este cargo en dos procónsules. Los comicios eligieron, como era de esperar, a César Octaviano y a su primo segundo Quinto Pedio como cónsules, a pesar de que el primero no había cumplido aún los 20 años.

*Fotografía 1: Bajorrelieve hallado en Cumas
*Fotografía 2: Bajorrelieve hallado en Magunzia
*Fotografía 3: Detalle de la Columna Trajana
*Fotografía 4: Busto de un joven César Octaviano en el Museo de Aquileia

martes, 8 de septiembre de 2015

Los primeros pasos de Octavio

Cayo Octavio Turino era sobrino nieto de Julio César, como nieto de su hermana Julia la Menor y del pretor Marco Atio Balbo, e hijo de su sobrina Atia Balba Cesonia y un plebeyo de Velitrae (Velletri), del rango de los caballeros, llamado también Cayo Octavio. Había nacido en el año del consulado de Cicerón, coincidiendo con el desarrollo de las intrigas de L.Sergio Catilina -ver artículo anterior La Conjuración de Catilina-, y quedó huérfano de padre en su adolescencia. Su tío-abuelo César sería quién se encargara de su educación por encima, incluso, de Lucio Marcio Filipo, segundo marido de su madre y cónsul en el 56 a.C., llegando a llevarle consigo en la última guerra de Hispania contra los hijos de Pompeyo. En el año 45 a.C. lo elevaría al patriciado y le permitiría participar en su cuádruple triunfo, enviándole poco después a la ciudad de Apolonia, ya fuera para terminar sus estudios de la oratoria o para prepararse para acompañarle en la proyectada expedición a Oriente contra el Imperio Parto -los autores antiguos difieren a este respecto-, uno de los último proyecto de César. Seria en la ciudad de Apolonia donde Octavio recibiría la noticia del asesinato de su tío-abuelo y protector, y de su nombramiento, por testamento, como hijo adoptivo y heredero de aquel -ver artículo anterior El asesinato de Julio César-. A pesar de que su madre Atia, quién moriría al año siguiente, intentó por todos los medios disuadirle de que aceptara el legado de César, Octavio acabó por regresar a Roma para tomar posesión definitiva del nombre y de la fortuna del dictador asesinado, haciéndose llamar, ya pocos meses después de la muerte de su tío-abuelo, Cayo Julio César Octaviano. Aquel joven, que contaba con poco más de 19 años en el instante de recibir la pesada carga de la herencia del dictador, tuvo que enfrentarse desde el primer momento con Marco Antonio, quién, en calidad de cónsul único y general del fallecido, ejercía una hegemonía casi tiránica sobre el estado romano desde la muerte de César -ver artículo anterior La breve hegemonía de Marco Antonio- y que se había apoderado, en su escalada de poder, del patrimonio que le correspondía al joven según el testamento de César de mano de su viuda Calpurnia. Octaviano, al comprender que su herencia estaba perdida, dio su primer golpe de efecto en la política romana vendiendo todos los bienes recibidos de su padre para poder cumplir con las disposiciones del testamento de su tío-abuelo, quién había establecido la entrega de unos 300 denarios a cada ciudadano pobre de Roma. Desde ese momento, Antonio dejó de ser el favorito del pueblo: Octaviano había ocupado ya su puerto. En vano intentó Antonio rehabilitar su imagen pública haciendo decretar al Senado nuevo honores a la memoria de César: dicha memoria estaba demasiado explotada por él mismo como para que aquella medida pudiera surtir efecto. El único resultado de su nueva medida fue la ruptura definitiva con Cicerón.
Después de la famosa y memorable sesión del Senado, posterior a la muerte de Julio César, en la que Cicerón consiguió la aprobación de una serie de medidas de transición y de compromiso con las que logró una tregua temporal entre los partidarios de César y sus asesinos -tales como el reconocimiento de los derechos adquiridos durante la dictadura y una amnistía para los cesaricidas-, el antiguo cónsul se había marchado de Roma incapaz de soportar los actos tiránicos de Antonio y ya pensaba marchar a Oriente con el cónsul Dolabella cuando tuvo conocimiento del problema causado con la llegada a Roma de Octaviano. Pensando que la ocasión era propicia para desenmascarar y para denunciar a su enemigo, Cicerón volvió repentinamente a la ciudad para recitar ante el Senado ya en septiembre del 44 a.C. -es decir, menos de seis meses después de la muerte de César- la primera de sus arengas contra Antonio, que, por su analogía política con los discursos de Demóstenes contra el rey Filipo de Macedonia, recibieron el nombre de Filípicas. Antonio no estaba presente en aquella sesión, y ello se debió a la moderación y prudencia del lenguaje usado por el orador, quién respetó al hombre y se limitó, por el contrario, a censurar sus últimas medidas legislativas. La respuesta de Antonio, por el contrario, fue bastante violenta y provocadora, llegando a acusar a Cicerón de ser el autor moral del asesinato de César en la sesión del Senado celebrada diecisiete días después de la primera Filípica. Cicerón, aunque invitado a la misma expresamente por Antonio, no acudió, sino que se alejó de la ciudad de Roma por temor a que éste atentase contra su vida. Sin embargo, su ausencia fue breve: Octaviano, quién había encontrado en el antiguo cónsul un útil aliado inesperado, acudió al lugar donde se refugiaba Cicerón para anunciarle que Antonio había acudido a Brindisi para recibir las legiones de Macedonia y convencerlo de que regresara con él en diciembre a Roma para vencer en primer lugar a Antonio y después hacerle perder su hegemonía sobre el Estado. Octaviano, a su vez, aprovechando la ausencia de Antonio, marchó a Campania para convencer a los veteranos de César de que se unieran a él, a fin de contar con una fuerza militar análoga a la de Antonio: valiéndose de su nombre, y de varios oportunos donativos económicos, logró reunir una fuerza de 10.000 hombres, que condujo de inmediato a Roma. Allí justificaría la presencia de sus soldados argumentando que había reclutado a aquellos hombres para proteger a la patria y defenderse de los insultos de Antonio. Después, partió a Arezzo, con el fin de hacerse también con los veteranos de Etruria y entrar en negociaciones con el cesaricida Décimo Bruto, quién se preparaba para entrar en batalla contra Antonio debido a que este le había arrebatado su provincia de Macedonia. Para entonces Octaviano era tan popular que dos de las cuatro legiones macedónicas de Antonio se pasaron a su bando apenas desembarcadas en Brindisi, lo que obligó a este a combatir a Décimo Bruto y sus aliados con solo dos legiones en una guerra que recibió el nombre de Modenense por su lugar de desarrollo



*Fotografía 1: Retrato de Augusto en el Glyptothek de Munich
*Fotografía 2: Retrato de Cicerón en el Thorvaldsens Museum de Copenhage

miércoles, 20 de mayo de 2015

La ¿decisiva? batalla de Actium


Publicado previamente en Témpora Magazine

Actium, en 31 a.C., constituyó uno de los episodios finales de la República romana, en un tiempo en que -de mano de Octavio Augusto-despuntaba ya el incipiente proyecto imperial. Desde un punto de vista militar y naval, dicha batalla supondría el enfrentamiento de dos importantes escuadras en un combate en el que no solo se dilucidaría el destino de los dos hombres más poderosos del momento -Marco Antonio y Cayo Julio César Octaviano-, sino también el de la propia Roma.
Las relaciones entre ambos, aunque aliados en inicio para vengar el asesinato de Julio César, fueron difíciles desde que, con diecinueve años, Octaviano llegara a Roma como principal beneficiario del testamento de su difunto tío abuelo. Heredero y también sucesor del mismo en términos económicos y políticos, el joven supo ganarse pronto el favor de las legiones y los veteranos de César en Etruria y Campania, al tiempo que aumentaba su fama entre el pueblo.
La constitución del triunvirato con Marco Emilio Lépido1, magister equitum y sucesor de César al frente del ejército en Hispania y Galia, incentivó las ansias de gloria y fama de Octaviano y Marco Antonio, dispuestos a concentrar los poderes del Estado mediante la institución de una estructura de gobierno unipersonal. La Paz de Brindisi en 40 a.C. permitió reconducir temporalmente el complejo panorama político gestado tras morir César, en un escenario en que el choque de intereses entre los hombres fuertes de la República parecía capaz de desencadenar otra guerra civil Las conversaciones sucedidas en Brindisi finalizaron con un reparto territorial que delimitaría las zonas geográficas de influencia de cada triunviro: Marco Antonio recibió Oriente, ámbito en el que venía actuando desde la batalla de Filipos de 42 a.C., que supuso la derrota de Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino, responsables del asesinato de César; Occidente quedó bajo dominio de Octaviano; y África pasó a depender de Lépido.
A partir del 36 a.C., Antonio comenzó a afianzar su posición hegemónica en Oriente mediante un conjunto de conquistas territoriales y expediciones militares que el granjearon gran prestigio como militar. En una de estas campañas, en Antioquía, conocería a Cleopatra VII Filópator, reina faraón de la dinastía ptolemaica de Egipto. Desde entonces, Antonio inició una transformación ideológica. Tras su matrimonio sagrado con la reina -de impopularidad creciente en Roma- hizo suyos una serie de rasgos propios de los gobernantes helenísticos, presentándose a sus súbditos, aliados y enemigos como “dios viviente”. Apelando a su condición divina logró la sumisión de diversos reyes orientales con los que formalizó pactos de vasallaje. Mediante éstos y siempre conservando autonomía política respecto a un poder superior, esos monarcas adquirían el compromiso de poner sus armas al servicio de Roma en caso de guerra con un tercero. Uno de los vasallos de Antonio, citando un caso bastante significativo, fue Herodes el Grande, rey de Judea.
El creciente poder de su homólogo y rival, quién comenzó a gestionar Oriente como una propiedad personal -los criterios sucesorios del triunviro son prueba evidente de ello2-, fue visto por Octaviano como amenaza a su posición política y sus aspiraciones de poder único. El despilfarro de recursos humanos y materiales en la campaña de Antonio en Armenia y Atropatene3, su descuido de la guerra contra los partos, principales adversarios de Roma en el limes oriental, unido al hecho de que todas sus actuaciones parecían ir dirigidas únicamente a la configuración de un imperio propio a costa de las conquistas romanas con capital en Alejandría, generó descontento en la población, y facilitaría a Octaviano la condena por traición de Antonio en el Senado y su desposesión del cargo de triunviro.
No obstante, intentando evitar lo que significaría el inicio de otra guerra civil, si bien con apariencia de enfrentamiento Oriente-Occidente, Roma envió representantes a Patrae (Grecia) donde Antonio, lejos de mostrarse dispuesto a la solución pacífica, había concentrado su ejército. Comandados por Marco Vipsanio Agripa, su hombre de confianza, Octaviano disponía de 80.000 soldados y 400 naves frente a los 100.000 efectivos y 800 barcos que acumulaba Antonio, entre ellos 200 galeras cedidas por Cleopatra. Asimismo, el ejército oriental también superaba al occidental en cuanto a disponibilidad de recursos. A pesar de las desventajas Octaviano contaba con un punto a su favor: la disciplina de sus hombres, veteranos, y la experiencia de sus oficiales.
Agripa, en primavera de 31 a.C., zarpó con sus naves desde Apulia, adentrándose en el Adriático y arribando en Epiro; ya en Grecia asestaría un duro golpe al enemigo conquistando Metón, Corinto y Corcira, que permitiría a Octaviano levantar su campamento en la estratégica posición de Cornaro y al mismo tiempo aislar a Antonio en el Peloponeso, quebrando su línea de comunicación con Egipto El rápido avance del ejército octaviano hizo cundir el desánimo entre la milicia antoniana, integrada por mercenarios orientales de diversas nacionalidades, lo que se tradujo en deserciones entre tropa y oficiales. Fueron muchísimos los que, temerosos de las victorias de Octaviano en esta primera fase, optaron por cambiar de bando; fue el caso de Quinto Delio y Domicio Enobarbo, dos de los mejores capitanes de Antonio.
Contraviniendo la opinión de uno de sus más brillantes generales, Publio Canidio Craso, partidario de una batalla terrestre, Marco Antonio prefirió llevar la lucha al mar, decisión difícil de explicar: hay historiadores que ven aquí la influencia de Cleopatra, deseosa de tomar parte activa en la lucha contra Octaviano-aportaba a la flota antoniana sus propios barcos-; otros, sin embargo, atendiendo a cuestiones estratégicas, defienden que el triunviro y la reina, al convenir una batalla naval, pensaban que, de ser derrotados -algo probable dado los acontecimientos previos y la fuerza demostrada por Octaviano en Grecia-, reducirían el impacto de la victoria enemiga y verían facilitada su retirada a nuevas posiciones desde donde seguir combatiendo.
En septiembre del 31 a.C., ambos ejércitos, con sus respectivas flotas, se prepararon para la batalla. Octaviano ordenó a sus hombres acampar en el golfo de Ambracia (Epiro), y Antonio concentró sus fuerzas más al sur, en la región de Acarnania, próxima a Actium. El día 2 la flota de Antonio salió al encuentro de Octaviano, disponiendo sus naves en posición de combate, en una única línea con ala derecha, centro y ala izquierda. El control de ala derecha y sus 170 barcos, fue asumido por Antonio asignándose el centro a Marco Octavio y el ala izquierda a Cayo Sosio; en la retaguardia quedaron las galeras de Cleopatra. Frente al contingente de Marco Antonio, Octaviano establecería su eje de batalal, situándose él en el ala derecha y emplazando a Lucio Arruncio y Agripa en el centro y el ala izquierda, respectivamente. Quedaría así un hueco entre las naves del centro de la línea octaviana y las del ala izquierda; esta vacío sería cubierto por las galeras de Cleopatra, que debía avanzar desde retaguardia partiendo en dos la flotra rival. Por su parte, Octaviano buscaría hace rlo propio con el ala derecha de la armada antoniana.
No obstante, el éxito de esas maniobras dependía de las condiciones meteorológicas, principalmente a la existencia de vientos favorables que-según los historiadores-no hicieron acto de presencia hasta bien entrada la mañana. Así pues, conscientes de las ventajas que reportaría la anulación del flanco estratégico del adversario, Agripa y Antonio entraron en acción, asumiendo el mando de la batalla e interviendo personalmente en el desarrollo de los combates. El choque inicial, en el que el harpax4 del que estaban dotadas las embarcaciones fue el protagonista, se decantó del lado de Octaviano; de forma paulatina, las fuerzas orientales se vieron desbordadas por la maniobrabilidad de las naves de Agripa cuyos hombres se mostraron letales en combate cuerpo a cuerpo. Precididos por intercambio de proyectiles, estos choques dejaron patente la superioridad de los veteranos de Octaviano, frente a los hombres de Antonio, mercenarios orienales en su mayoría ajenos al sistema de combate romano.
El progresivo desgaste del ala antoniana, eje vertebrados de su línea, hizo que Antonio y Cayo Sosio -tras lanzar por la borda sus torretas de artillería para aligerar carga-decidieran retirarse de la batalla y poner rumbo a tierra. Mientras, los barcos de Cleopatra izaron velas, y aprovechando un punto de ruptura en la formación enemiga, atravesaron la zona de combate con rumbo suroeste, adentrándose en alta mar y desembarcando finalmente en Taenarus, en el cabo Matapán. Viendo a la reina alejarse y valorando la victoria como ya inalcanzable, Antonio dejaria atrás los restos de su maltrecha tropa y empendrió la huida en la misma dirección.
Abandonados a su suerte quedaron gran número de soldados, ascendiendo al final del día las bajas del ejército derrotado a unos 5.000 efectivos. Octaviano, careciendo de velas en sus embarcaciones, no pudo perseguir a su enemigo. Craso, aún leal a Antonio, y con órdenes de emprender la retirada a Asia, quedó al frente de un ejército fragmentado que, contrario a sus disposiciones de su general, no dudó en rebelarse contra él, obligándole a huir a Egipto para salvar la vida. A continuación, dichos sublevados se incorporaron a las filas de Octaviano.
Sin embargo, a pesar de las bajas y deserciones, Antonio aún conservaba la lealtad de once legiones repartidas por Oriente, logró ponerse a salvo en Alejandría conservando un tercio de sus barcos y la totalidad del tesoro y no sufrió pérdida de territorios ni aliados. Desde esta perspectiva, la batalla no puede considerarse decisiva, ya que no supondría una victoria completa para ningún contendiente y ambos continuarían tras ella en una práctica igualdad de fuerzas y condiciones, si bien la fama y la imagen pública de Antonio se vieron afectadas, influyendo en los acontecimientos posteriores.
Profundamente afectado y avergonzado por lo sucedido en Actium, Antonio se sume en la depresión desentendiéndose de los asuntos políticos y bélicos, al tiempo que las tropas de Octaviano avanzan por los territorios orientales de su enemigo atrayendo a sus filas a aliados y legiones del extriunviro a cambio de una amnistía. Solo la inminente llegada a Alejandría de su rival en la primavera del 30 a.C. saca a Antonio por fin de su apatía, empujándole a organizar la defensa de la capital, y a buscar el enfrentamiento con Octaviano por tierra y mar al este de la ciudad. Sin embargo, el mismo día de la batalla, la flota egipcia y la caballería antoniana se rinden a Octaviano, restando sólo a Antonio la infantería, con la que, sin llegar a producirse ningún enfrentamiento, regresa a Alejandría.
Allí, el extriunviro recibe la falsa noticia-se desconoce si accidental o intencionada, con la intención de deshacerse de un aliado ya inútil y propiciar un acercamiento con Octaviano-de que Cleopatra se ha encerrado en su tumba y se ha suicidado; Antonio, ante la derrota, decide seguir su ejemplo. Tras su muerte, la reina se reunirá varias veces con Octaviano para negociar los términos de la rendición, pero su captura, la de sus hijos y la del tesoro real, así como el asesinato de su heredero Cesarión, la obligarán finalmente a capitular sin condiciones; sin embargo, antes de aceptarlo, Cleopatra también se suicida.
Egipto se convierte oficialmente en nueva provincia romana con capital en Alejandría, si bien en la práctica será el dominio personal del emperador, hasta el extremo de que ningún ciudadano romano podrá viajar el territorio sin permiso expreso de éste. Además, frente a otras provincias imperiales así como senatoriales, a cargo de un miembro del orden senatorial, el gobierno de Egipto recaerá por el contrario en un Praefectus Egypti, escogido entre el orden ecuestre e incluso liberto imperial, hombre de confianza del César directamente designado por éste.


1En virtud de la Lex Titia de 43 a.C.
2A Cleopatra y Ptolomeo Cesarión, supuesto hijo de César, les cedió Egipto, Celesiria, Cilicia, Creta y Cirenaica; mientras que Ptolomeo Filadelfo y Alejandro Helios, nacidos de su relación con Cleopatra, recibieron Siria, Asia Menor y Armenia. Son las llamadas “donaciones de Alejandría”
3Actuales Azerbaiyán y Kurdistán iraníes

4 Situado en cubierta, el harpax permitía a los barcos atacantes propulsar cuerdas con garfios en uno de los extremos que, clavados en el casco del enemigo hacia posible iniciar una maniobra de acercamiento, reduciendo la distancia entre naves y permitiendo acometer el abordaje de manera efectiva y segura.

Fotografía 1: Tetradracma de Cleopatra y Marco Antonio que conmemora la conquista de Armenia
Fotografía 2: Disposición de las tropas de ambos bandos durante la batalla de Actium
Fotografía 3: Denario acuñado por Augusto que conmemora la conquista de Egipto