domingo, 25 de octubre de 2020

EL GRITO MILENARIO DE LOS OLMECAS


Por Eduardo García Aguilar

Muchas sombras y oscuridad hay aun sobre las grandes civilizaciones amerindias que poblaron el continente durante largos milenios y solo una ínfima parte de sus huellas han llegado hasta nosotros, rescatadas por el trabajo infatigable, paciente y lento de exploradores y arqueólogos en territorios hostiles cubiertos por la jungla.

Por eso los Olmecas del Golfo de México comienzan apenas a emerger después de un siglo de exploraciones como una de las más antiguas y fascinantes aventuras humanas, cuyo inicio se da 1.700 años antes de nuestra era, lo que los hace contemporáneos de Egipto y otras grandes culturas de Oriente Medio y Asia. 
 
Hicieron las primeras pirámides en la parte norte del continente, tuvieron astronomía y escritura jeroglífica, dejaron estelas y grandes monolitos, colocaron los cimientos de otras civilizaciones como toltecas y mayas, e irradiaron su arte e ideología en toda Mesoamérica. Antes que ellos, la civilización peruana Caral construyó pirámides más de un milenio antes en la parte sur del continente.

En varios viajes de enormes aviones de carga, México y Francia lograron trasladar centenares de figuras y objetos, de unas 20 toneladas de peso, que nunca habían cruzado el Atlántico, para la exposición Los Olmecas y las culturas del Golfo de México que acaba de ser inaugurada este octubre en el Museo del Quai Branly-Jacques Chirac, especializado en las civilizaciones de América, Oceanía, Africa y Asia y que ha producido a lo largo de estas dos décadas exposiciones claves sobre Teotihuacán en 2009, los Mayas en 2014 y el Perú antes de los Incas en 2017.

La exposición nos recibe con una de esas cabezas olmecas monumentales y varias pesadas figuras de felinos y guerreros que adornaban templos, así como estilizadas esculturas de jade, sigue con estelas pobladas de signos que apenas se descifran, pasa por una serie de representaciones antropomorfas en piedra de gran calidad estética, se detiene en las ofrendas, vuela hacia otras culturas periféricas y se cierra con una Venus pétrea sacrificada, cuyo cuerpo torturado nos impresiona.

Como ocurre cuando visitamos el esplendoroso Museo del Oro de Bogotá, solo nos llegan los destellos áureos de aquellos hombres que a lo largo de milenios habitaron en nuestras laderas, pero hay un gran vacío sobre la vida cotidiana, fiestas, música, diálogos, risas, viajes, guerras, conflictos sociales y religiosos, vida sexual, costumbres familiares, ritos de magia y chamanismo. Muchos de esos aspectos son solo incógnitas que tal vez nunca logremos responder.

Después de permanecer sepultados por siglos durante la Colonia española, poco a poco fueron surgiendo en Mesoamérica monumentos y objetos que se descubrían por azar en entierros o eran visitados a veces de manera secreta para depositar ofrendas por los descendientes de aquellas poblaciones indígenas. Monolitos gigantescos como el de la diosa Coatlicue, el dios de la lluvia Tláloc, el Calendario Azteca y otros fueron descubiertos por las autoridades coloniales, pero rápidamente enterrados de nuevo para evitar que las poblaciones originarias los vieran y decidieran adorarlos.

Tras la independencia, exploradores locales, europeos y norteamericanos del siglo XIX y comienzos del XX emprendieron la tarea de rastrear las huellas de ciudades, pirámides, templos ceremoniales, calzadas. La mayor atención inicial de los investigadores y aventureros se centró en los aztecas, la última civilización en dominar el México prehispánico, derrotada por Hernán Cortés, así como los más antiguos mayas y los Incas en el sur del continente.

Los mayas fascinaron a los europeos a medida que aparecían las pirámides esparcidas en amplios territorios y se descubría su arte, astronomía, ciencia y escritura jeroglífica. Palenque, Chichen Itzá, Uxmal y centenares de sitios alimentaron la imaginación y en la actualidad nuevas tecnologías a base de radar revelan secretas cartografías de urbes impensadas. Sus códices en papel, papiros de la época, fueron por desgracia en su mayoría quemados por los colonizadores, privándonos de su literatura y memoria escrita. En el siglo XX emergieron de las sombras ciudades mucho más antiguas, como Teotihuacán, lugar que desde los años 20 de ese siglo ha sido sitio de peregrinación turística. De igual forma otras civilizaciones mucho más antiguas que los Incas empezaron a ser exploradas y estudiadas, ampliando el espectro de la cultura humana que pobló las cordilleras y los valles suramericanos.

Todas aquellas poblaciones tuvieron contactos entre sí, como lo atestigua el descubrimiento de materiales, vasijas y elementos localizados a miles de kilómetros de sus lugares de origen. Había comercio y miles de  viajeros que iban y venían a pie o por canoa y relataban lo visto. Recientes indicios genéticos han mostrado que poblaciones indígenas de lo que hoy es Colombia llegaron hace unos 800 años a viajar hasta las Islas marquesas en Polinesia y dejaron huellas de su cruce con aquellas poblaciones, que al parecer habían llegado antes de 1150 hasta nuestras costas.

Al viajar casi cuatro milenios atrás a través de estas piedras y estas magníficas y soberbias obras de arte olmecas, sentimos una emoción que los jaguares labrados en jade parecen percibir desde el milagro de su sobrevivencia en los estratos de la tierra amasada por los cataclismos y que llegan hoy intactos como cartas envueltas en botellas a través del océano.       
                                     

sábado, 17 de octubre de 2020

DIARIO DE UN OBSERVADOR POLÍTICO


Por Eduardo García Aguilar

Francia, el más antiguo Estado nación de Europa, tuvo desde tiempos inmemoriales una sólida burocracia gubernamental con tradiciones ancladas, ritos inamovibles y sistemas como la monarquía por derecho divino, la monarquía constitucional, las repúblicas parlamentarias y el presidencialismo vigente desde 1958 en la Quinta República fundada por el general Charles de Gaullle. Por lo tanto carga una larga historia cortesana de intrigas palaciegas, nobleza, aristocracia, revoluciones, escuelas para élites, auges y caídas, guerras, amores contrariados, bodas fastuosas, travesías del desierto, ostracismos, masacres, defenestraciones.

Y con tanto movimiento de película en los palacios y las élites del poder, posee entre sus tradiciones más acendradas la de los grandes memorialistas que desde su cercanía al palacio y a la corte cuentan en la vejez los detalles de esa gran telenovela del poder, como lo hicieron en su tiempo Saint Simon, el Cardenal de Retz, Casanova, Fouché, Chateaubriand y el General de Gaulle, cuyas memorias tienen rango de clásico al lado de sus antecesores.

Los memorialistas nos introducen en los secretos del poder al interior de los inaccesibles palacios de aquel tiempo -- o en los actuales -- donde la corte hervía o hierve entre privilegios y abusos, lejos de la para ellos sucia e infame turba de los pobres. Vemos así a reyes, duques, marqueses, condes, princesas, cortesanas, en los salones más fastuosos, dedicados al ocio, la música, el baile, el lujo, el vino, la gastronomía, cubiertos por elegantes vestimentas, pelucas, máscaras, haciendo la venia, coqueteando, cabalgando, cazando y a veces dedicados a matar, violar o traicionar.

Aunque ahora reinan los presidentes elegidos cada cinco años por sufragio universal, muchas de esas tradiciones siguen vigentes y suceden en los mismos palacios de antaño como el del Elíseo y las sedes ministeriales. Alrededor de los presidentes gira una corte elegante y perfumada de funcionarios formados en altas escuelas, que son equiparables a la vieja nobleza y se odian e intrigan como en los tiempos de Fouché. Acceden a esos estamentos merced a una compleja red de relaciones familiares que se ancla en genealogías centenarias y en privilegios de casta.

Pienso todo esto al leer el Diario de un observador, libro del analista y cronista televisivo Alain Duhamel (1940), quien al acercarse a la venerable edad de 80 años en perfecta salud y lucidez, decide contar sus aventuras cerca del poder a lo largo de 60 años dentro de la V República, desde su inicio con De Gaulle hasta el joven Emmanuel Macron. Duhamel, estudiante de la escuela de Ciencias Políticas de París, se inició en 1963 en el diario Le Monde como colaborador del director Jacques Fauvet y luego saltó con un grupo de condiscípulos de ambos sexos a la naciente televisión, que se volvió desde entonces sector decisivo para cimentar las carreras políticas y conquistar el poder.

Colaborador e inspirador de las principales emisiones políticas televisivas y radiales, pero además excelente articulista y analista diario en los principales periódicos y revistas, su visión ponderada y serena, centrista, obtuvo prestigio y reconocimiento en casi todos los sectores políticos, que lo solicitan y escuchan con atención desde hace más de medio siglo, aunque otros lo acusan de ser un cortesano. Dedicó toda su vida a comentar el día a día de la lucha por el poder en este país, lo que es tratar de atrapar el viento con las manos.

Mitterrand leía sus artículos y con frecuencia lo llamaba a palacio o lo invitaba a hacer con él paseos históricos por la provincia, mucho antes de internet y las redes sociales que hoy lo acusarían de connivencia con el príncipe. Chirac le regaló un soldado de plomo para su colección por sus buenos servicios en una entrevista crucial. Líderes comunistas, socialistas, centristas lo consultaban. Políticos en desgracia lo llamaban desesperados a pedir consuelo como el suicida Primer ministro Beregovoy.

Los magnates trataron de convertirlo en patrón de las grandes cadenas mediáticas. Un político astuto le ofreció la alcaldía de Rouen. Pero él siempre prefirió cierta independencia y la modesta tarea de observador de la vida política. Duhamel fue interlocutor cercano de los presidentes y los primeros ministros, pero ahora es feliz dedicado a las sesiones de la vieja y rancia Academia de ciencias morales y políticas, a donde fue recibido por sus pares hace poco.

Lejos de la batalla del opinar diario, vuelve a sus libros y a veces en momentos de crisis, como la pandemia actual, acepta pasar a los estudios de la televisión BFMTV donde alterna con una nueva generación de comentaristas. Es bajo, de ojos azules, usa gasné y sacos de tweed, suéteres de cachemir, ama el tenis, la historia y la literatura. Es un perfecto fruto de la posguerra y la Quinta República y su libro resume 60 años de vida y política francesas que se fueron tan rápido como un vals vienés.
       
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de octubre de 2020.
 



   

lunes, 12 de octubre de 2020

LA POESÍA DE FIESTA CON LA NOBEL GLÜCK

Por Eduardo García Aguilar

Por fin después de muchos años y tras experimentar una grave crisis, la Academia Sueca volvió a enderezar su camino inclinándose esta vez por la literatura no comercial o mediática y otorgar su galardón de 2020 a una poeta neoyorquina de 77 años poco conocida en el mundo, aunque ha obtenido en Estados Unidos las principales distinciones y el reconocimiento crítico de sus pares.
Louise Glück (1943), la mayoría de cuyos libros han sido publicados en español por la editorial Pre-textos, y ha sido estudiada y traducida por la gran poeta mexicana Pura López Colomé, solo vendió a lo máximo 200 ejemplares el año pasado en el ámbito hispanoamericano, según relata el editor hispano Manuel Borrás, quien está de plácemes por la sorpresiva e inesperada noticia que premia la fidelidad de esa casa a la obra de la estadounidense. Entre sus libros figuran El iris salvaje, Averno, Ararat y Las siete edades, todos ellos traducidos por nuevos poetas hispanoamericanos.
La profesora de literatura en Yale New Haven, que aborda temas personales y autobiográficos en sus poemas escritos con un lenguaje sencillo y accesible, se une a la lista de autores que saltan de súbito a la fama mundial gracias al Nobel, después de ejercer su oficio literario a lo largo de muchas décadas. Pertenece a una generación marcada por la posguerra y la revolución cultural estadounidense caracterizada por la lucha antirracial y pacifista de los años 60 y 70 y el posterior auge del movimiento feminista. 
Fue conmovedor hace 16 años descubrir a la antecesora de Glück, la poeta polaca Wislawa Szymborska (1923-2012), quien al parecer se enteró de que había sido premiada mientras lavaba sus platos en la cocina de su modesta vivienda y apareció ante la prensa con la candorosa modestia de los sabios poetas que nunca han esperado nada. También fue el caso de Tomas Transtörmer (1931-2015), el poeta sueco afásico que permanecía desde hacía décadas en una silla de ruedas, pero seguía escribiendo sus poemas con las señales de humo de su mirada.  
Los escritores, especialmente los poetas, no escriben para buscar fama, premios, dinero y honores sino porque sienten la necesidad instintiva de expresarse a través de las palabras desde temprano, cuando descubren el misterio de la existencia. Muchas veces la infección literaria llega por un libro que cae por casualidad en las manos, depositado allí por un familiar, amigo o maestro o por las circunstancias, cuando la soledad se ilumina con las páginas leídas, dotando de sentido a la vida hasta entonces gris.
Dedicarse a la literatura es uno de los caminos más azarosos y quien cruza el umbral sabe que ese ejercicio es un nutrimento personal y secreto que interesa a muy pocas personas en el mundo. Vivir entre libros y lograr escribir una obra es ya de por si un premio maravilloso. Cada libro es una botella al mar y esta vez los escritos y publicados por Louise Glück inician un nuevo camino y viajarán hacia nuevos lectores en todo el mundo. Algo inesperado para ella.
El premio a Glück es un símbolo, pues en muchas partes del mundo hay poetas que pueden merecer la máxima distinción literaria mundial y esta noticia es un reconocimiento para todos los que buscan expresar con palabras sensaciones originales, estados de ánimo cambiantes, revelaciones e iluminaciones súbitas frente al estupor y misterio de ser y estar en el mundo, girando alrededor del sol y en una esquina de la galaxia.
Los poetas del mundo son antenas alertas de la vida y la existencia, escrutadores del milagro, rastreadores de las comunicaciones que los humanos establecemos con animales, ríos y árboles, mares, huracanes y cascadas en los acantilados. También, como Glück, los poetas tratan de explicarse o comunicar el misterio del deseo, el amor, la separación, la amistad, el odio, la locura y descifrar los códigos de comunicación o los silencios del extraño animal Homo sapiens. 
Alguna vez el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1901-1992) dijo que la “poesía es la única prueba de la existencia del hombre” y el poeta francés Joë Bousquet (1897-1950), que pasó casi toda su vida paralítico después de resultar herido en la Primera guerra mundial, definió con claridad que la “poesía es el testimonio de lo que somos sin saberlo”. Ninguno de los dos obtuvo el Nobel mereciéndolo, pero cuando un poeta o una poetisa como Glück lo recibe de vez en cuando, el premio se vuelve para todos al unísono y es una fiesta.

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Artículo publicado en el diario La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 11 de octubre de 2020