Con frecuencia uno olvida la fortuna de haber nacido en las altas montañas de la cordillera colombiana, cerca de los volcanes. Durante la infancia y la adolescencia, al madrugar para ir a la escuela o al colegio, muchos días nos recibían con la imagen nítida de las montañas nevadas iluminadas por el sol y, desde las alturas, la ciudad recibía siempre aire fresco, vientos y lloviznas provenientes de aquellas cumbres.
Las enormes montañas de las cordilleras andinas son impresionantes y a veces dan miedo por su imperiosa magnitud. Pero en todo ese entorno natural, lo más notable es el dominio del agua y su sonido cuando se desprende por torrentes, riachuelos, cascadas, ríos cristalinos que bajan raudos sobre lecho de piedras teniendo como escenario de fondo las montañas nevadas.
Lejos de esas cumbres impresionantes, en otros lugares del planeta, uno se acostumbra a las planicies y a muchas capitales que no tienen enormes cumbres cercanas, aunque sí ríos que son claves para su identidad y vienen desde lejos, por ejemplo de los Pirineos o los Alpes, y en Estados Unidos de otras montañas centrales desde las cuales se desprende y caracolea el río nacional Mississipi.
Cuando no había tanto peligro para andar por bosques o riachuelos entre cardúmenes de niños aventureros,
el sonido permanente del agua que fluye sobre rocas y piedras queda para los nativos de las cumbres como marca interna de venas acuáticas que guían siempre en secreto en las aburridas planicies donde se sitúan muchas ciudades y capitales sin montes ni cordilleras.
Por eso, para volver a esa infancia perdida de las cumbres andinas donde crecimos, nada mejor que acudir a las alturas de los Alpes bávaros, que se yerguen pétreos hacia las más grandes alturas en la confluencia de varias fronteras: Austria, Bavaria, Italia, Suiza, Francia.
Aquella zona geológica es como en los Andes una prueba de grandes conmociones tectónicas catastróficas ocurridas a lo largo de miles de millones de años. Crestas, picos, hondonadas, precipicios, barrancos, lagos y lagunas atestiguan los viejos tiempos de las glaciaciones y los deshielos que dieron personalidad a esta zona llena de lagos secretos de todos los tamaños adosados a las altas cumbres.
Como en toda región montañosa, la vitalidad meteorológica es mucho más enérgica y caótica e imprime velocidades impresionantes a las nubosidades. A diferencia de los lugares planos que a veces permanecen cubiertos por una lápida monótona de nubes bajas, en las tierras con cumbres borrascosas como estas, las nubes van y vienen propulsadas a merced de los vientos y cuando reina la sombra de repente se abre el cielo y el sol crepuscular golpea con fuerza las rocas de donde mana un olor rojizo de extraños visos óxidos.
He venido a rememorar los ámbitos andinos en Garmish-Paternkirchen, en la frontera ocidental con Austria, y a solo 30 km de Italia, que hace 2000 años fue asentamiento romano y después centro de encuentro de los viajeros que iban y venían de Venecia y otras ciudades con sus mercaderías. Una ruta de viajeros del norte europeo hacia el sur mediterráneo y viceversa desde hace milenios.
A un lado está la montaña más alta de Alemania, la Zugspitze, y al otro el Alpspitze, enormes picos de piedra que impresionan y por donde caminó el hombre de Smilaun, muerto hace 5000 años en estas alturas y cuya momia fue encontrada hace más de una década con sus atavíos, flechas y pertrechos y está expuesto a la vista no lejos de aquí, en Austria.
He bordeado como ese hombre prehistórico el estrecho cañón del Partnachklamm, tallado en millones de años por el torrente, donde resuena el agua de la quebrada y de las cascadas que en primavera son agua transparente y en invierno figuras petrificadas de hielo de todos los tamaños y formas. Es tan estrecho el camino, que la luz apenas se cuela cien metros arriba entre los muros de piedra, iluminando ámbitos donde resuenan los ecos de las voces de Hansel y Graetel.
Porque para entender a la generación del romanticismo alemán de Goethe, Von Kleist, Hölderlin, Novalis y otros, hay que venir a palpar y caminar entre estas verdades geológicas que ellos caminaron como apasionados montañistas y ecologistas antes de que apareciera la ecología y que, además de poetas, se desempeñaban como geólogos, botánicos, entomólogos, paleontólogos, meteorólogos y buscadores de la famosa flor azul, el Edelweiss.
Lo increíble de esta confluencia alpina es que recobro en ella el musgo, el líquen y los helechos de la infancia y en la noche las miles de luciérnagas desbocadas bajo los pinos y los cipreses. Es la misma selva templada de la infancia, los mismos ángulos y humedades los que aparecen al otro lado de la tierra, hermanando así a los Andes y a los Alpes en su roca, aguas y aires.
Y más allá, ya fuera del cañón de Partnachklamm, la cumbre del Sugspitze entera se refleja en las aguas de la laguna fría de Eibsee y desde lejos el sol crepuscular lanza destellos contra esa piedra colosal, convirtiéndola en cumbre roja de tizón de fuego. Excepcional coincidencia que trae suerte a los caminantes o al menos eso creen los enanos, las brujas, las hadas y los elfos que pueblan estas estancias de sueño.