Para muchos
latinoamericanos caminar a orillas del Guadalquivir en Sevilla es retornar a
los orígenes en una Andalucía multirracial donde siempre se cruzaron pueblos y
vientos provenientes de todos los puntos cardinales, desde egipcios, fenicios,
judíos, griegos y romanos hasta el dominio, auge, esplendor y caída del islam,
cuyas huellas perviven en miles de palabras de nuestro idioma y en los nombres
de las principales ciudades de aquí: Al Andalús, Córdoba, Benalmádena,
Algeciras y muchísimas más.
Las aguas apacibles del río cruzan con
naturalidad a Sevilla cubierta por el sol canicular y bajo los puentes se
percibe una calma que nada tiene que ver con los ajetreos milenarios de este
puerto fluvial sanguinolento que acogió todos los sueños y derrotas humanas,
pero está lleno de ilusiones, pues la ilusión es esencia de sangre y danza, el
simple hecho de ser feliz por estar en este mundo bajo el sol y junto al agua.
Como no lejos de aquí estaban los puertos
marítimos de Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, de donde partían todas las naves
hacia América o a darle la vuelta al mundo en siglos de exploración, aventura y
descubrimientos, Sevilla era un poderoso centro administrativo donde reyes,
magnates, viajeros, aventureros, asesinos, bandidos y forasteros turbios se reunían a fraguar sus
planes y a ejercer todo tipo de comercios y maldades sin fin.
Prueba de ello es el Archivo General de
Indias, cuya visita emociona siempre a quienes estudian sin cesar los misterios
de España e hispanoamérica, pues en las estanterías, cajones y viejos baúles
empolvados acumulados allí a través de los siglos se encuentran los folios
salvados con la historia de millones de vidas y la contabilidad de los ires y
venires de mercancias, libros, joyas, lingotes, prendas, telas, y todo tipo de
objetos materiales, a los que se añaden cartas, testamentos, poderes y mensajes
que vibran y chillan desde un pasado inagotable de sorpresas y misterios.
Millones de vidas acumuladas en hojas de papel.
Al lado del Archivo, la enorme Catedral
de Sevilla nos recuerda a la similar de Ciudad de México, construida sobre
Tenochtitlán a imagen y semejanza de esta por expatriados que deseaban
reconstruir a España en territorios de ultramar. Un catedral que parece ciudad
y dentro de la cual vibran hoy las notas de un órgano profundo que nos hace
volar por tinieblas tenebrosas de siglos poblados de muerte, crueldad y
eternidad apocalíptica.
Allí se arrodillaban a orar aquellos
conquistadores asesinos que, ya viejos y sobrevivientes, retornaban de las
Indias con la pecaminosa carga de haber matado sin límites y humillado y
diezmado a las poblaciones indígenas de América en uno de los más espantosos
genocidios u holocaustos cometidos por la humanidad. Y junto a esos altares
barrocos cubiertos de oro, que brilla
hasta enceguecer, bajo el treno del órgano, uno siente el peso de la historia y
percibe el sudor de esos viajeros de cuando España era la gran potencia mundial
y su reyes dominaban el mundo sin límites y enviaban sus enormes Naos por los
mares del mundo.
En el Archivo General de Indias, tras
subir por escalinatas pulidas y caminar por salas de pasos perdidos junto a
cuadros de virreyes y bustos de filólogos o historiadores decimonónicos, nos
encontramos con una pequeña exposición dedicada a Miguel de Cervantes Saavedra,
el autor del Quijote que soñó con ser nombrado funcionario en Cartagena de
Indias y fue frustrado, por fortuna, en el intento. Y digo por fortuna, porque
en el fascímil de la carta hallada en algún legajo de estos archivos, las
autoridades lo disuaden de viajar a América
y lo invitan mejor a buscar empleo por estos lares andaluces.
El autor del Quijote vivió entonces más
de una década en Sevilla dedicado al modesto trabajo de recaudador de impuestos
o de confiscador en los campos de productos alimentarios para dotar las naves
de Su Majestad que viajaban a América. En esas tristes lides burocráticas
terminó enredado en lóos judiciales que lo llevaron por fortuna a la carcel
donde inició la escritura de su obra
maestra. Sin Andalucía y Sevilla el Qujote no hubiera existido y otra fuera la
historia de la literatura castellana.
Los investigadores encontraron este año
nuevas cartas y datos del paso de Cervantes por Sevilla, expuestos en vitrinas
al lado de documentos donde figura la lista minuciosa de las mercaderías que
iban y venían de ultramar. Así sabemos que de las primeras ediciones de El
Quijote se enviaron decenas de ejemplares a San Juan de Ulúa, en México, y a
otros puertos de América como Cartagena de Indias.
La modesta exposición con motivo de un
nuevo centenario de Cervantes nos familiariza con su firma y nos muestra las
huellas de pobre vida en pensiones y las angustias de uno de los más notables
fracasados en vida de la historia literaria: la del simple empleadillo escritor
de El Quijote de la Mancha. Y para tocar la realidad con las manos, de los
sótanos de los Archivos subieron un enorme baúl cajafuerte de hierro fabricado
en Nuremberg, con un sistema complicadísimo de llaves y claves que lo hacían
inexpugnable con sus riquezas y secretos adentro.
Afuera en Sevilla sigue la vida bajo la
canícula. En el Alcázar la banda municipal toca pasodobles y en los tablaos
auténticos del barrio de las Juderías cantan sin cesar los andaluces aquellas
saetas y canciones que los han hecho famosos.
En la Plaza de toros suenan los oles y en
los barrios adictos al extraño animismo mariano siguen las multitudinarias
procesiones de las vírgenes de los Dolores o la Soledad, cubiertas ellas de
coronas áureas y mantos brillantes iluminados con un festín de cirios y
veladoras encendidas, que llevan en andas desde hace siglos al son de los
compases de alguna orquesta sacada de Tirano Banderas de Valle Inclán. Esa es
la Sevilla de Cervantes, Bécquer, Lorca y Machado y Paco de Lucía sin la cual
el mundo fuera mucho más aburrido.