Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en América Latina es refrescante celebrar a un longevo colombiano que estuvo caracterizado por el ejercicio del diálogo y la polémica y que murió como un personaje de realismo mágico antes de cumplir los cien años (1900-1999). Este patriarca viajero, que tuvo la edad del siglo XX, perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía y vive desde siempre anegado en pobreza, violencia atroz, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela; José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México; Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana; José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú; Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la sirena tecnocrática o el caudillismo unanimista. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes best-sellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tuvo del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada.
Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción. Después de muchas décadas hombres como estos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría de ellos como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencido, en el exilio, apedreado, pateado, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo, cercano al poder y a las dignidades que le encantaban.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión tolerante.
Arciniegas y otros intelectuales pasados de moda en tiempos de revoluciones, vivieron décadas de ostracismo hasta que las nuevas generaciones académicas empezaron a restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo.
En sus mejores libros Arciniegas reivindicó el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. No deja por supuesto de ser difícil a veces la lectura de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con la alegre irreverencia del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en América Latina es refrescante celebrar a un longevo colombiano que estuvo caracterizado por el ejercicio del diálogo y la polémica y que murió como un personaje de realismo mágico antes de cumplir los cien años (1900-1999). Este patriarca viajero, que tuvo la edad del siglo XX, perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía y vive desde siempre anegado en pobreza, violencia atroz, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela; José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México; Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana; José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú; Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la sirena tecnocrática o el caudillismo unanimista. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes best-sellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tuvo del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada.
Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción. Después de muchas décadas hombres como estos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría de ellos como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencido, en el exilio, apedreado, pateado, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo, cercano al poder y a las dignidades que le encantaban.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión tolerante.
Arciniegas y otros intelectuales pasados de moda en tiempos de revoluciones, vivieron décadas de ostracismo hasta que las nuevas generaciones académicas empezaron a restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo.
En sus mejores libros Arciniegas reivindicó el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. No deja por supuesto de ser difícil a veces la lectura de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con la alegre irreverencia del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
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