domingo, 29 de octubre de 2017

LUISA FUTORANSKY EN PARÍS

Por Eduardo García Aguilar
Hubo un tiempo en que en París reinaba con su ingenio el gran e inolvidable argentino Julio Cortázar. Ahora en esta ciudad amada, llena de inmigrantes y exiliados de todo el mundo, nos ilumina Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939), la más grande escritora latinoamericana actual, y decenas de escritores discípulos y amigos tejen día a día su testimonio.
Vivir en estos tiempos en París y coincidir con Luisa Futoransky es una fortuna y un honor. Su vasta obra siempre ha recorrido los caminos prohibidos y desde su exilio permanente, desde el viaje, nos nutre con lucidez, ironía e inteligencia.
En el libro París, desvelos y quebranto (Pen Press, Nueva York, 2000), nos habla de “un país que se te encima al de ayer”, y agrega que “deshice casas, perdí bibliotecas, me fui con lo puesto en una valija, dos, valijas, tres”.
Por eso caminar con ella por la rue Saint Honoré, cruzar el cortazariano Pont des Arts, visitar la librería Colette en el dieciochesco y volteriano barrio Le Marais o atreverse a deambular por las salas del Museo de Arte Contemporáneo Georges Pompidou, en Beaubourg, para observar una exposición de Pierre Klossowski, es una aventura de la que se sale más encumbrado siempre en la sabiduría de lo inexplicable y lo raro.
Por donde va Luisa Futoransky se crea una especie de halo de eternidades y paradojas literarias y vitales. Parece que vuela en el tapiz de Las mil y una noches, o viaja en los laberintos del Manuscrito hallado en Zaragoza, o que va tras las huellas del pequeño buda Karmapa de 14 años por las nieves del Tíbet, cerca del Yeti ancestral.
Así la he visto en Bastille, en Saint Germain de Prés, en la rue de Charonne, en el Café Nemours junto a la Comédie Française, volando en un tren de palabras o en un trineo halado por lánguidos camellos que dicen poemas o profieren oraciones crípticas o lanzan arco iris caleidoscópicos.
“Soy tierra prometida en París”, nos dice Futoransky mientras camina por la viejísima rue au Maire en busca de las calles del original Chinatown, el de tiempos de entreguerras y espías, poblado de pequeños restaurantes familiares y bodegas subterráneas que se intercomunican bajo tierra, en una especie de falansterio de hormigas y abejas orientales.
También la he visto degustar exquisiteces en alguno de aquellos lugares secretos de novela vietnamita situados en el otro Chinatown del barrio XIII, al sur de la ciudad, o en un salón de amistad pequinesa terminando un plato milenario contemporáneo de la Muralla China, preparado según la receta del Emperador y servido en vajillas traídas desde Brujas.
Pero en el texto “Arde París. Aquí vivimos”, incluido en Seqüana Barrosa (EH Editores, Jerez, España, 2007), la escritora nos impreca furiosa cuando en la navidad de 2006 mueren 10 niños africanos pobres achicharrados y hacinados en un tugurio del barrio de La Ópera, o cuando matan a un muchacho de 11 años, o se profieren referencias racistas diarias, pero eso sí, nos dice con ironía, “persígnense. El foie gras no espera, el relleno del pavo tampoco. Las burbujas y la vanidad bien, gracias”.
Futoransky vivió en China y en Japón mucho tiempo antes de recalar con su caligrafía en París para construir su vasto movimiento tejido de palabras. Y se dice que ella sigue allá leyendo las cartas junto a una gigantesca estatua de Buda o en la Stupa (pirámide cónica) inicial de Sarnat. Pero también la dicen presente en las alturas de Machu Picchu o en La Paz, Bolivia, en un caHubo un tiempo en que en París reinaba con su ingenio el gran e inolvidable argentino Julio Cortázar. Ahora en esta ciudad amada, llena de inmigrantes y exiliados de todo el mundo, nos ilumina Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939), la más grande escritora latinoamericana actual, y decenas de escritores discípulos y amigos tejen día a día su testimonio.
Vivir en estos tiempos en París y coincidir con Luisa Futoransky es una fortuna y un honor. Su vasta obra siempre ha recorrido los caminos prohibidos y desde su exilio permanente, desde el viaje, nos nutre con lucidez, ironía e inteligencia.
En el libro París, desvelos y quebranto (Pen Press, Nueva York, 2000), nos habla de “un país que se te encima al de ayer”, y agrega que “deshice casas, perdí bibliotecas, me fui con lo puesto en una valija, dos, valijas, tres”.
Por eso caminar con ella por la rue Saint Honoré, cruzar el cortazariano Pont des Arts, visitar la librería Colette en el dieciochesco y volteriano barrio Le Marais o atreverse a deambular por las salas del Museo de Arte Contemporáneo Georges Pompidou, en Beaubourg, para observar una exposición de Pierre Klossowski, es una aventura de la que se sale más encumbrado siempre en la sabiduría de lo inexplicable y lo raro.
Por donde va Luisa Futoransky se crea una especie de halo de eternidades y paradojas literarias y vitales. Parece que vuela en el tapiz de Las mil y una noches, o viaja en los laberintos del Manuscrito hallado en Zaragoza, o que va tras las huellas del pequeño buda Karmapa de 14 años por las nieves del Tíbet, cerca del Yeti ancestral.
Así la he visto en Bastille, en Saint Germain de Prés, en la rue de Charonne, en el Café Nemours junto a la Comédie Française, volando en un tren de palabras o en un trineo halado por lánguidos camellos que dicen poemas o profieren oraciones crípticas o lanzan arco iris caleidoscópicos.
“Soy tierra prometida en París”, nos dice Futoransky mientras camina por la viejísima rue au Maire en busca de las calles del original Chinatown, el de tiempos de entreguerras y espías, poblado de pequeños restaurantes familiares y bodegas subterráneas que se intercomunican bajo tierra, en una especie de falansterio de hormigas y abejas orientales.
También la he visto degustar exquisiteces en alguno de aquellos lugares secretos de novela vietnamita situados en el otro Chinatown del barrio XIII, al sur de la ciudad, o en un salón de amistad pequinesa terminando un plato milenario contemporáneo de la Muralla China, preparado según la receta del Emperador y servido en vajillas traídas desde Brujas.
Pero en el texto “Arde París. Aquí vivimos”, incluido en Seqüana Barrosa (EH Editores, Jerez, España, 2007), la escritora nos impreca furiosa cuando en la navidad de 2006 mueren 10 niños africanos pobres achicharrados y hacinados en un tugurio del barrio de La Ópera, o cuando matan a un muchacho de 11 años, o se profieren referencias racistas diarias, pero eso sí, nos dice con ironía, “persígnense. El foie gras no espera, el relleno del pavo tampoco. Las burbujas y la vanidad bien, gracias”.
Futoransky vivió en China y en Japón mucho tiempo antes de recalar con su caligrafía en París para construir su vasto movimiento tejido de palabras. Y se dice que ella sigue allá leyendo las cartas junto a una gigantesca estatua de Buda o en la Stupa (pirámide cónica) inicial de Sarnat. Pero también la dicen presente en las alturas de Machu Picchu o en La Paz, Bolivia, en un campo de golf, en la “Villa Imperial de Potosí”, leyendo a Única Zürn.
Toda su poesía es un viaje: poemas como “Tokio hora zeta”, “Yendo a Benoa”, “Di Provenza”, “Crema catalana”, “Alud en Galese , “Derrota en Tienanmen”, “Jerusa mi amor”, son apenas algunas de sus escalas. En Prender del Gajo (Calambur, Madrid, 2006), el periplo continúa: nos habla de “Los efectos del viaje según Ibn Arabi” o del “Luto en Charenton” o de la “Isola de Giglio” y en De donde son las palabras (Plaza y Janés, Barcelona, 1998), en el poema “Restaurante de Ekoda”, la viajera nos dice que es “singular hallarse aquí ante una tevé, un buda con baberito, una pagoda en construcción envuelta en una llovizna tenaz”.
En su poema “Nuevo barco ebrio” de Babel, babel, sabemos que “el corazón se estremece por las nieblas que no comprende” y al explorar los olvidados arcanos terribles de la infancia concluye que “el bajel está solo con los acantilados que surgen bajo su quilla; a barlovento la ciudad mohosa en el limo de la infancia, en el norte los pecados capitales incendiados por un gas de neón maligno que ha invadido los bulevares del mar de silencio, hasta ser esa llaga animal y corrosiva que nunca le abandona”.
Esta es sólo una breve muestra de su singular obra poética, a la que se agrega la vasta obra narrativa y ensayística, traducida al francés y al inglés, con novelas como Son cuentos chinos, De Pe a Pa, Urracas y Formosas, y los ensayos Pelos Lunas de miel, entre otros.
Con Luisa Futoransky París y el mundo es mejor y más sabio. Nosotros los errantes, los cosmopolitas, los que hemos perdido bibliotecas, casas, gemas y amores podemos sanar del extravío al leer sus libros, que deben estar al lado, en la mesa de noche. Luisa Futoransky está en París. “¿Arde París? Aquí vivimos”.
  • Futoransky, Luisa. De donde son las palabras. Plaza y Janés Editores. Barcelona, España, 1988.
    —. Antología poética. Poetas argentinos contemporáneos. Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires, Argentina, 1996.


domingo, 22 de octubre de 2017

EN LA CIUDAD DE JULIO VERNE

Por Eduardo García Aguilar

Nantes es una de las ciudades más sorprendentes de Francia y en sus calles, avenidas, puentes y las riberas del Loira vibra la presencia de Julio Verne (1828-1905), uno de sus más ilustres hijos, el novelista que desató la imaginación futurista de muchas generaciones de lectores. Estamos en la región de Bretaña, en el extremo oeste de Francia, en una casi península que parece la proa de un barco que rompe las aguas del Océano Atlántico. En estas tierras húmedas, donde pugnan vientos y olas a lo largo del año, se respira una atmósfera peculiar que ha dado y da a sus habitantes desde siempre formas peculiares de percibir el mundo desde la excentricidad y la diversidad.
Desde hace milenios humanos provenientes de lo que hoy es España habitaron en estas fértiles tierras, como lo prueban los vestigios de actividades metalúrgicas descubiertas por los arqueólogos y después residieron en estas playas y riberas pueblos galos, romanos y vikingos que se disputaban los territorios en cruentas guerras mitificadas en las leyendas y las sagas medievales. Durante siglos el Ducado de Bretaña fue rico y autónomo hasta su anexión al poder central de la corona francesa, cuyos reyes se casaron con las poderosas duquesas autóctonas.
El castillo circular alberga hoy el rico Museo de historia local, donde seguimos paso a paso los avantares de la ciudad y sus gentes y que se centra en el episodio del comercio esclavista del que Nantes fue por desgracia epicentro mundial. Durante siglos esta ciudad bretona, especializada en los astilleros donde se construían hace siglos y se construyen hoy las embarcaciones más grandes y fabulosas de la industria naviera, ejerció el próspero comercio triangular en el hemisferio occidental. Desde este puerto europeo viajaban cargadas de mercancías las expediciones navales a los países de la costa occidental africana para negociar la compra de miles de negros esclavizados que luego eran transportados como bestias hacinadas hacia Louisiana o a los diversos puertos del Caribe como Veracruz, La Habana y Cartagena de Indias.
Pero hoy en estos mismos aposentos de la realeza de antaño se exponen las pruebas de una atrocidad que aún duele en el mundo y sigue generando polémica, pues unos quisieran olvidar y otros por el contrario los estudian para denunciarlos y exigir la reparación para los descendientes de esos pueblos humillados y torturados durante siglos hasta la abolición de la esclavitud en el siglo XIX y que aún hoy siguen siendo discriminados en sociedades donde pervive un larvado racismo.
En el marco del año Francia-Colombia, el castillo de los Duques de Bretaña alberga hasta fin de año una bella y muy bien curada exposición del oro prehispánico colombiano, en la cual vemos piezas de las diferentes culturas indígenas que fueron arrasadas y exterminadas por los conquistadores españoles. Mostrada desde el ángulo peculiar del chamanismo, la exposición es una metáfora de ese choque brutal de dos mundos en el que uno fue silenciado y pervive solo en esas joyas de oro que lucían dignatarios y chamanes y que son visualizaciones abstractas de animales sagrados como jaguares, murciélagos, monos o caimanes.
Pero Nantes no es solo el epicentro del ominoso pasado esclavista y conquistador. Desde hace décadas la actividad cultural reina en sus calles, convirtiendo a la ciudad en un atractivo polo artístico y de rebeldía humanista gracias a la impronta del gran Julio Verne, quien nació y creció en esta ciudad y cuya imaginación desbordante presagió los inventos y los viajes fabulosos interplanetarios. En Nantes, donde estudió en el Liceo Real, y después de adulto en París y Amiens, el escritor imaginó sus viajes impregnado a lo largo del siglo XIX por el auge de las industrias y las ciencias.
En el antiguo astillero de Nantes, trasladado más adelante al sitio de Saint Nazaire, se encuentra ahora un gran parque de atracciones que rinde homenaje a esa imaginación futurista de Julio Verne. Un gigantesco elefante mecánico de 12 metros de altura y varios pisos recorre las avenidas del parque, potenciado por turbinas y lanzando vapor desde su trompa móvil. En otro lado, varios mecanos gigantescos se activan y los niños viajan en tiovivos desbordantes de imaginación que parecen salidos de un sueño suerrealista. Todo esto da a la ciudad universitaria una increíble potencia lúdica que se fortalece con festivales de teatro, música, coloquios, exposiciones, programados a lo largo del año.
Para el transeúnte recorrer sus rincones es leer los distintos episodios históricos a través de casas medievales como la de la Judería, templos, puertas antiguas, edificios decimonónicos dotados de balcones típicos en hierro, así como plazas y callejones llenos de bares, cafés y restaurantes o a la vez construcciones recientes donde se expresa la arquitectura y el urbanismo del siglo XXI, tan futurista como los sueños del autor de los Viajes extraordinarios.
Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días, Miguel Strogoff, De la tierra a la luna, Veinte mil leguas submarinas, La isla misteriosa, son apenas algunas de las 62 novelas producidas en su larga vida por el hijo de Nantes, libros que todos leímos fascinados en la niñez y la adolescencia y por eso al venir aquí uno peregrina y se inclina con agradecimiento ante este padre de la ficción que inició a tantos escritores en el vicio de leer y fabular sin límite. El primer libro que compré en mi vida con mi propio dinero a los 12 años en Bogotá fue De la tierra a luna, en la edición ilustrada de la editorial Kapelusz, que aun conservo como una joya. Estar por primera vez en la ciudad natal de Julio Verne dispara las emociones y nos invita a continuar con entusiasmo el viaje de la imaginación.