El primer libro que compré en mi vida a los once años con mi propio dinero y por decisión propia fue De la tierra a la luna de Julio Verne en una bella edición ilustrada de la editorial argentina Kapelusz, en su sede del centro de Bogotá. En los frecuentes viajes que hacía con mi padre a esa ciudad cuando mi hermano mayor ya estaba allí estudiando la carrera de derecho me fascinaba el olor de las manzanas empaquetadas y lozanas que vendían en los kioskos de la séptima y las vitrinas de las librerías que abundaban en un tiempo que deseaba olvidar los horrores de la Violencia y trataba de conquistar el futuro bajo los gobiernos del Frente Nacional.
Puede llamarse bibliofilia, bibliomanía, bibliopatía o lo que se quiera, pero desde entonces no ha habido un solo día en la vida en que no haya pasado por una librería o biblioteca en busca de algún volumen o depositado en el nochero uno o varios libros para devorar sin sentir el paso de las horas.
Antes de esa compra libresca en Kapelusz, en la carrera décima con calle diecisiete en Bogotá, otros libros habían llamado mi atención en la biblioteca familiar. El primero de todos, el volumen de Las mil y una noches de la editorial Sopena, en pasta dura, ilustrado y colorido, cuya lectura fue un verdadero sismo interior, en especial por las aventuras de Simbad el Marino. Con esa lectura el niño quedó convencido de que con los libros se podía viajar sin límite a todas partes y además volar como lo hacía el Ave Roc o flotar en la nube de sueños que expelía la Lámpara de Aladino.
Antes de esa compra libresca en Kapelusz, en la carrera décima con calle diecisiete en Bogotá, otros libros habían llamado mi atención en la biblioteca familiar. El primero de todos, el volumen de Las mil y una noches de la editorial Sopena, en pasta dura, ilustrado y colorido, cuya lectura fue un verdadero sismo interior, en especial por las aventuras de Simbad el Marino. Con esa lectura el niño quedó convencido de que con los libros se podía viajar sin límite a todas partes y además volar como lo hacía el Ave Roc o flotar en la nube de sueños que expelía la Lámpara de Aladino.
Este volumen de Sopena se me ha extraviado y lo busco en las librerías de viejo de las capitales hispanas porque a él le debo sin duda el inicio en el placer de la lectura y la tentación de escribir y contar historias o comunicar ideas o sensaciones. El cine es maravilloso y durante mucho tiempo fui asiduo al séptimo arte, pero nada igual a las ventanas que abren los libros porque cruzándolas uno puede viajar a través de siglos y milenios e internarse en todos los mundos posibles, ciudades, bosques encantados, valles lejanos, mares agitados, cumbres borrascosas, ríos, lagos, altas montañas nevadas, prisiones, palacios, transatlánticos o naves espaciales que nos llevan por planetas y galaxias.
En los tiempos de la adolescencia el descubrimiento de los clásicos más antiguos fue también otra aventura inolvidable y en la actualidad aún palpitan las terribles historias de Edipo y Prometeo Encadenado o las aventuras de Ulises o la guerra de Troya que nos llegaban en impecables ediciones de papel fino y estaban presentes sin falta en todas las bibliotecas. Saber que ya en aquellos tiempos los teatros se llenaban en Grecia y en todas las grandes localidades costeras del Mediterráneo nos hacía pensar en la aventura de la humanidad y especular sobre tiempos lejanos en que cultura, arte, poesía, dramaturgia y música eran actividades lúdicas que atraían a miles de espectadores.
Basta ver las ruinas de aquellos inmensos teatros de la antigüedad para entender que la humanidad no siempre ha estado dominada por la barbarie. En los museos uno puede ver las obras de los discípulos de Fidias y observar con cuidado los bustos de los sabios de aquellos tiempos. Sócrates, Aristóteles, Platón y Homero existieron y su rostro nos llega a través del mármol, lo que indica que sus contemporáneos los admiraron y quisieron tenerlos siempre presentes como ejemplo.
Por eso la lectura de las aventuras y las ideas de Sócrates contadas por Platón nos fascinan en la actualidad pues podemos imaginar a aquel viejo hedonista, barbudo y excéntrico amante del vino que solía a través del diálogo incitar a sus discípulos y amigos a reflexionar sobre la vida y la muerte, el pasado y el futuro. Como Sócrates o Diógenes hubo en la antigüedad una pléyade de pensadores y sabios, astrónomos, geómetras, médicos, arquitectos, agrimensores, ingenieros navales, hombres todos ellos que reflexionaron sobre el milagro de la existencia y los misterios del cosmos y la tierra que habitamos.
Para que floreciera una cultura como la clásica en la antigüedad la humanidad tuvo que hacer durante miles de años reflexiones y experimentaciones indagando por los misterios de lo visible y lo impalpable. De aquella aventura del pensamiento a través de los milenios después del Magdaleniense no quedan huellas ni libros como los de Aristóteles y Platón, pero con la imaginación podemos viajar y tratar de reconstruir las palabras de los sabios y las preguntas de los niños que casi siempre son mas lúcidos que los adultos.
Basta mirar el rostro y los ojos del Escriba sentado, pequeña escultura colorida que se encuentra en el Louvre y que representa a un notario de su tiempo, al funcionario que en cuclillas escribe y hace cuentas sobre un papiro para dar testimonio de su época. Su mirada lúcida y penetrante nos interroga y nos desubica porque los contemporáneos de este siglo XXI creemos ser los más modernos, enterados y sabios, cuando milenios antes de nuestra era en Egipto una civilización dominaba todas las artes y las ciencias y escribía en papiros, piedras, tabletas o en inmensos frescos sobre los muros de los templos y las tumbas el paso de la historia, la sucesión de guerras, dinastías e imperios, el auge y la caída de las naciones, las catástrofes naturales, el destello de los meteoritos o el paso de los cometas.
Los múltiples libros de La Biblia, Las mil y una noches, el Mahabárata y el Ramayana, La Ilíada, La Eneida, Los Nibelungos, La saga del rey Arturo, El Quijote, Gargantúa y Pantagruel, Orlando el furioso, entre muchas obras capitales son el testimonio de esa aventura de la imaginación y el pensamiento de la humanidad y de los niveles a los que puede llegar cuando vive en paz y olvida las guerras y el odio para imaginar y creer que un mundo mejor es posible.