LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

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jueves, 13 de febrero de 2014

EKLAM Y LOS BÚHOS QUE LEÍAN EL PENSAMIENTO

La carretilla que arrastraba esforzadamente Eklam, el gnomo que habitaba con su familia los jardines de la casa encantada de Truffolk, chocó contra un pedrusco del sendero y le hizo tambalearse hasta caer al suelo. Repitiendo cuatro veces la frase Tei lops-ta!!, una exclamación característica de su familia que, traducida a nuestro idioma, quiere decir algo así como “¡Lluvia de gatos!”, se puso de nuevo en pie. “¿Desde cuándo está ahí ese obstáculo?”, se preguntó el gnomo, que acababa de recoger sus trece tréboles y cuarenta hojas de manzanilla diarios. “No recuerdo haberme tropezado nunca con ella”. Y volvió a añadir, todavía más enfadado: Tei lops-ta!!

El bueno de Eklam no tenía nada en contra de los felinos, animales con los que siempre se había llevado a las mil maravillas, pero no podía dejar de utilizar aquella expresión empleada por todos sus familiares en momentos de auténtica perplejidad, como por ejemplo, en el caso de que un día empezasen a llover gatos en lugar de gotas de lluvia. ¡Esa sí que sería una buena sorpresa para cualquier gnomo! ¡Gatos en lugar de gotas! ¡Cómo cambiaba el significado de las palabras si uno cambiaba las letras de sitio! Eklam se acercó a inspeccionar el estado de su carretilla de madera de boj tras la colisión. En la parte delantera se había abierto una pequeña brecha, de tal manera que casi todas las hojas de manzanilla y algunos tréboles habían empezado a diseminarse por el suelo.

–¡Todo el día trabajando para nada! –exclamó el pobre Eklam consternado–. Y para colmo se me rompe la carretilla. Ur shis menit!! Esto último quería decir ¡Qué más me puede pasar ya!, una frase que expresaba la poca fe que tenía el gnomo en que a lo largo del día le pudiesen ocurrir cosas mejores. Mientras gruñía entre dientes y se agachaba para escudriñar la brecha de la carretilla, murmurando divertidas expresiones de enfado con los ojillos entrecerrados, escuchó un sonido agudo procedente de las ramas de un árbol cercano. Era como el ulular de un búho, aunque al mismo tiempo había algo distinto en su inflexión. El sonido volvió a repetirse, si bien esta vez parecía haber sido emitido por más de un animal. Eklam conocía bien a todos los búhos de los jardines de la casa encantada de Truffolk, cuyo ulular nocturno había dado nombre a una mansión abandonada desde hacía siglos y en la que realmente no habitaba ningún fantasma, pero no conseguía identificar aquel extraño silbido. Poniéndose de pie otra vez sobre sus gordezuelas piernas, levantó la vista hacia la rama más gruesa del nogal que se erguía majestuoso frente a él. Allí se hallaban sucesivamente apostadas un grupo de aves nocturnas a las que el gnomo nunca había visto antes. Dos autillos cariblancos, un cárabo africano, un búho real, tres mochuelos de madriguera, un búho pescador y dos búhos lácteos formaban una curiosa colonia recién instalada en aquellos jardines.

­–Vaya, creo que no hemos sido presentados… Bienvenidos seáis. Mi nombre es Eklam, y vivo en estos jardines con mi familia. Hue zilayste!!

Con estas palabras, que significan ¡¡En mágico son de paz!! y constituyen el saludo típico de los gnomos de jardín, Eklam trató de entablar conversación con las aves que le contemplaban con sus ojos amarillos clavados fijamente en él desde la rama del nogal, apretujadas unas contra las otras en tan estrecho espacio y con sus penachos tensos y camuflados en una tonalidad parduzca.

–No tengáis miedo, amigos. Este lugar es tan bueno como cualquier otro. Al menos yo nunca he visto ningún fantasma, y aunque lo hubiera, estoy seguro de que sería inofensivo. Por cierto, ¿cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Acaso os habéis perdido?
El búho real, enderezando su egregio plumaje moteado de manchas blancas, miró al gnomo con gesto de reconocimiento y, para su sorpresa, se dirigió a él en un tono de voz que difería ligeramente del de los búhos con los que solía conversar.

–Ya sabemos que no hay espíritus en los jardines de esta casa, buen amigo gnomo. Es de los hombres de quienes huimos.

–¿De los hombres? –preguntó Eklam intrigado–. ¿Qué os pueden hacer? Vosotros vivís de noche y ellos de día. Cuando os despertáis, ellos duermen plácidamente. ¿Por qué huis de los seres humanos, si puede saberse?

El búho real se quedó callado un momento. Después cuchicheó en extraños chillidos intermitentes con sus compañeros de rama hasta que se hubo logrado un consenso.
–Buen gnomo, ¿sabrías guardar un secreto? Nuestro búho pescador afirma que a los de vuestra especie os gusta mucho la conversación, pero tanto yo como mis demás compañeros confiamos en tu discreción.

–Tenéis mi palabra de no revelarlo por las barbas rojas de Trigy-tix-soff, gnomo guardián del Monte Sagrado, aunque confieso que somos curiosos y locuaces por naturaleza.

–Agradezco tu sinceridad, buen gnomo. Entonces debes saber que nos hemos refugiado en estos jardines para evitar que una partida de hombres nos den caza por aprender a leerles el pensamiento. Sí, has oído bien. Todo ocurrió cuando uno de nuestros autillos cariblancos comió accidentalmente una baya llamada cabecita púrpura y empezó a gritar en voz alta los pensamientos de un guardia forestal, tres leñadores y un cuarteto de bandidos que se ocultaban en el bosque donde habitábamos. Aquello debía de ser contagioso porque, minutos después, toda la colonia de búhos era capaz de leer el pensamiento de los hombres. Estos ocho seres humanos, que nada tenían que ver entre sí, tanto los que cumplían la ley como aquellos que la ultrajaban, unieron sus fuerzas para expulsarnos de allí porque no deseaban que supiésemos lo que cruzaba por su mente. Hemos cambiado el frondoso bosque que nos vio nacer por unos jardines más pequeños pero en los que a nadie parece molestar nuestra presencia. Así pues, amigo gnomo, cuando te oímos exclamar Ur shis menit! por la rotura de una simple carretilla, no pudimos evitar llamarte la atención. ¿De verdad crees que te ha ocurrido algo tan grave comparado con lo que hemos sufrido nosotros?

Eklam terminó de escuchar la historia y, a continuación, lanzó uno de sus característicos silbidos tsuis, largo y agudo, mediante el que acostumbraba a convocar a sus familiares. Si aquellos búhos asustados podían leer también su pensamiento de gnomo, ahora ya sabrían seguramente que acababan de encontrar un hogar del que ningún ser humano se atrevería a arrojarlos en los jardines de la casa encantada de Truffolk.


martes, 18 de octubre de 2011

Musicologías bajo tierra

Georges Endouga corrió la cremallera de su bolsa de deporte, imaginándose que alzaba la verja de su propia tienda, y desplegó sobre el palpitante suelo del Metro su material de trabajo. La manta que soportaba los CDs no era tan real para él como los estantes clasificados por género, grupo o solista que sus esperanzas habían dibujado en aquellas baldosas de fría desesperanza. La portada de Grandes del Soul le recordó que su alma se había cansado de permanecer alerta; sus ojos, de vigilar ansiosos las escaleras; su mente, de especular sobre los recodos que no alcanzaba a controlar, y tras los que, en cualquier momento, podrían asomar las temidas Fuerzas, envueltas en una ráfaga de aire en corriente.

Georges, que había sido locutor en una emisora de radio de su Bamako natal, aunque nadie de los que pasaban como una exhalación ante su puesto hubiera dado un duro por ello, sabía que aquellas no eran sino horas robadas, sustraídas a su gran y secreta ilusión de llegar a trabajar en una de esas tiendas de discos “oldies” del centro, por el que callejeaba cuando no tenía nada más que hacer.
Un primer cliente se detuvo frente a él, autoritario, convencido de que su petición no sería satisfecha: -¿tienes algo de Cream?…no, déjalo…vengo otro día, ¿vale? -.
Un segundo cliente se acercó, titubeante, balbuceando título y autor: -…buscaba… algún instrumental…de…rock sinfónico…¿te suena?-.

A Georges, que era todo un experto en música de los años 60 y 70, le gustaba pensar que en algún momento se encontraría frente a frente con su futuro, que alguien se pararía un instante delante de su mercancía y le pediría una rareza, un título que le pondría a prueba. Cuando ese momento llegue, se decía Georges, estaré preparado. No sé qué aspecto tienes, no he escuchado nunca tu voz ni he pisado jamás tu tienda, se dijo, pero cuando me preguntes por ese disco que sólo tú crees conocer, no te defraudaré. Georges Endouga se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos descubrieran la luz subterránea. Un nuevo tren llegó, y una oleada humana se apeó de sus entrañas.


Este relato fue finalista en el certamen de relato hiperbreve “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles, 2003.