La
carretilla que arrastraba esforzadamente Eklam, el gnomo que habitaba con su
familia los jardines de la casa encantada de Truffolk, chocó contra un pedrusco
del sendero y le hizo tambalearse hasta caer al suelo. Repitiendo cuatro veces
la frase Tei lops-ta!!, una
exclamación característica de su familia que, traducida a nuestro idioma,
quiere decir algo así como “¡Lluvia de gatos!”, se puso de nuevo en pie.
“¿Desde cuándo está ahí ese obstáculo?”, se preguntó el gnomo, que acababa de
recoger sus trece tréboles y cuarenta hojas de manzanilla diarios. “No recuerdo
haberme tropezado nunca con ella”. Y volvió a añadir, todavía más enfadado: Tei lops-ta!!
El
bueno de Eklam no tenía nada en contra de los felinos, animales con los que
siempre se había llevado a las mil maravillas, pero no podía dejar de utilizar
aquella expresión empleada por todos sus familiares en momentos de auténtica
perplejidad, como por ejemplo, en el caso de que un día empezasen a llover
gatos en lugar de gotas de lluvia. ¡Esa sí que sería una buena sorpresa para
cualquier gnomo! ¡Gatos en lugar de gotas! ¡Cómo cambiaba el significado de las
palabras si uno cambiaba las letras de sitio! Eklam se acercó a inspeccionar el
estado de su carretilla de madera de boj tras la colisión. En la parte
delantera se había abierto una pequeña brecha, de tal manera que casi todas las
hojas de manzanilla y algunos tréboles habían empezado a diseminarse por el
suelo.
–¡Todo
el día trabajando para nada! –exclamó el pobre Eklam consternado–. Y para colmo
se me rompe la carretilla. Ur shis menit!!
Esto último quería decir ¡Qué más me
puede pasar ya!, una frase que expresaba la poca fe que tenía el gnomo en
que a lo largo del día le pudiesen ocurrir cosas mejores. Mientras gruñía entre
dientes y se agachaba para escudriñar la brecha de la carretilla, murmurando
divertidas expresiones de enfado con los ojillos entrecerrados, escuchó un
sonido agudo procedente de las ramas de un árbol cercano. Era como el ulular de
un búho, aunque al mismo tiempo había algo distinto en su inflexión. El sonido
volvió a repetirse, si bien esta vez parecía haber sido emitido por más de un
animal. Eklam conocía bien a todos los búhos de los jardines de la casa
encantada de Truffolk, cuyo ulular nocturno había dado nombre a una mansión
abandonada desde hacía siglos y en la que realmente no habitaba ningún
fantasma, pero no conseguía identificar aquel extraño silbido. Poniéndose de
pie otra vez sobre sus gordezuelas piernas, levantó la vista hacia la rama más
gruesa del nogal que se erguía majestuoso frente a él. Allí se hallaban
sucesivamente apostadas un grupo de aves nocturnas a las que el gnomo nunca
había visto antes. Dos autillos cariblancos, un cárabo africano, un búho real,
tres mochuelos de madriguera, un búho pescador y dos búhos lácteos formaban una
curiosa colonia recién instalada en aquellos jardines.
–Vaya,
creo que no hemos sido presentados… Bienvenidos seáis. Mi nombre es Eklam, y
vivo en estos jardines con mi familia. Hue
zilayste!!
Con
estas palabras, que significan ¡¡En mágico
son de paz!! y constituyen el saludo típico de los gnomos de jardín, Eklam
trató de entablar conversación con las aves que le contemplaban con sus ojos
amarillos clavados fijamente en él desde la rama del nogal, apretujadas unas
contra las otras en tan estrecho espacio y con sus penachos tensos y camuflados
en una tonalidad parduzca.
–No
tengáis miedo, amigos. Este lugar es tan bueno como cualquier otro. Al menos yo
nunca he visto ningún fantasma, y aunque lo hubiera, estoy seguro de que sería
inofensivo. Por cierto, ¿cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Acaso os habéis
perdido?
El
búho real, enderezando su egregio plumaje moteado de manchas blancas, miró al
gnomo con gesto de reconocimiento y, para su sorpresa, se dirigió a él en un
tono de voz que difería ligeramente del de los búhos con los que solía
conversar.
–Ya
sabemos que no hay espíritus en los jardines de esta casa, buen amigo gnomo. Es
de los hombres de quienes huimos.
–¿De
los hombres? –preguntó Eklam intrigado–. ¿Qué os pueden hacer? Vosotros vivís
de noche y ellos de día. Cuando os despertáis, ellos duermen plácidamente. ¿Por
qué huis de los seres humanos, si puede saberse?
El
búho real se quedó callado un momento. Después cuchicheó en extraños chillidos
intermitentes con sus compañeros de rama hasta que se hubo logrado un consenso.
–Buen
gnomo, ¿sabrías guardar un secreto? Nuestro búho pescador afirma que a los de
vuestra especie os gusta mucho la conversación, pero tanto yo como mis demás
compañeros confiamos en tu discreción.
–Tenéis
mi palabra de no revelarlo por las barbas rojas de Trigy-tix-soff, gnomo guardián del Monte Sagrado, aunque confieso
que somos curiosos y locuaces por naturaleza.
–Agradezco
tu sinceridad, buen gnomo. Entonces debes saber que nos hemos refugiado en
estos jardines para evitar que una partida de hombres nos den caza por aprender
a leerles el pensamiento. Sí, has oído bien. Todo ocurrió cuando uno de
nuestros autillos cariblancos comió accidentalmente una baya llamada cabecita púrpura y empezó a gritar en
voz alta los pensamientos de un guardia forestal, tres leñadores y un cuarteto
de bandidos que se ocultaban en el bosque donde habitábamos. Aquello debía de
ser contagioso porque, minutos después, toda la colonia de búhos era capaz de
leer el pensamiento de los hombres. Estos ocho seres humanos, que nada tenían
que ver entre sí, tanto los que cumplían la ley como aquellos que la
ultrajaban, unieron sus fuerzas para expulsarnos de allí porque no deseaban que
supiésemos lo que cruzaba por su mente. Hemos cambiado el frondoso bosque que
nos vio nacer por unos jardines más pequeños pero en los que a nadie parece
molestar nuestra presencia. Así pues, amigo gnomo, cuando te oímos exclamar Ur shis menit! por la rotura de una simple
carretilla, no pudimos evitar llamarte la atención. ¿De verdad crees que te ha
ocurrido algo tan grave comparado con lo que hemos sufrido nosotros?
Eklam
terminó de escuchar la historia y, a continuación, lanzó uno de sus
característicos silbidos tsuis, largo
y agudo, mediante el que acostumbraba a convocar a sus familiares. Si aquellos
búhos asustados podían leer también su pensamiento de gnomo, ahora ya sabrían
seguramente que acababan de encontrar un hogar del que ningún ser humano se
atrevería a arrojarlos en los jardines de la casa encantada de Truffolk.