El título de este microrrelato está inspirado
en una memorable frase de Gandhi: “Si una
persona gana espiritualmente, todo el mundo ganará, pero si una sola persona
cae, el mundo entero también caerá”. Un recordatorio más de que el hogar de
los seres humanos no puede ser motivo de especulación, pues es su santuario
sagrado y les pertenece por derecho de nacimiento. Aquellos que cometen el
delito moral de la codicia elevando insensatamente el precio del metro cuadrado
de las viviendas que venden o alquilan para oprobio de sus semejantes deberían hacerse
esta pregunta en algún momento de sus vidas: “¿Qué pensaría Gandhi de lo que estoy
haciendo? ¿Ganará algo el mundo con esta transacción abusiva e inmoral o solo saldrá
ganando mi cuenta corriente?”
Si una sola persona cae…
Las dos mansiones se miraban con arrogancia. Era
difícil apreciar cuál era más opulenta y en cuál de las dos verdeaba con mayor intensidad
el mimado césped. Bastaba contemplarlas para sentirse amparado por la maternal sombra
que proyectaban, un haz de recuerdos confortables y acogedores. La pareja de
ancianos dejó caer al suelo la maleta que transportaban y exclamó al unísono:
-¡Por fin lo hemos encontrado!
Nadie habría imaginado que, en aquella minúscula
tierra de nadie que permanecía olvidada entre la majestuosidad de ambos
edificios, podía surgir un hogar de semejante calidez. Parecía uno de aquellos insípidos
arbolitos mágicos que, tras espolvorearlos con agua la noche anterior, amanecían
convertidos en esplendorosos cerezos. El perfume penetrante de los jardines señoriales
inundó con su fragancia aquel habitáculo sin paredes donde la pareja de
septuagenarios, con cautivadora mímica que atraía la atención de los
transeúntes, iba colocando los imaginarios objetos que componían el inventario
de su casa. Ambos se movían al compás de una coreografía perfecta, a la que no
parecía afectar la ausencia de puertas y ventanas. Pasados unos minutos, la
sugestión llegó a tal punto que algunos espectadores se atrevieron a traspasar
los límites etéreos del domicilio que contemplaban atónitos para ofrecerse a
colgar un cuadro incorpóreo o apuntalar armarios invisibles. Esa noche de enero,
la pareja de ancianos durmió plácidamente arropada, sin mantas ni radiadores. Tras
el ventanal de la mansión vecina, una niña sonreía emocionada. Nunca había
visto ondear la cometa de la fraternidad.