LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

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lunes, 12 de diciembre de 2022

La gran campana de cobre de Sidney Hogan

 Cada vez es más difícil decidir dónde empieza o dónde acaba el jazz.”

(Duke Ellington)

 


V Premio Internacional ‘Ramos Ópticos’
Jazz Palencia Festival-Otoño 2022



 Si amas la música jazz desde que empezaste a escucharla en las películas en blanco y negro de los años 40 y te dedicas a escribir por vocación, sientes algo increíblemente especial cuando, un buen día, recibes la llamada del presidente del jurado de la V Edición del Premio Internacional ‘Ramos Ópticos’ al Mejor Relato sobre Jazz y te dicen que has obtenido el accésit por tu relato “
La gran campana de cobre de Sidney Hogan”. Este prestigioso y singular certamen literario se celebra dentro de las actividades correspondientes al Jazz Palencia Festival, que este año cumple su novena edición. Además de la inmensa alegría que supone ser galardonado con el segundo premio entre más de 100 escritores por un excepcional jurado formado por miembros tan ilustres como los académicos Luis Alberto de Cuenca y José María Merino, el periodista José Miguel López (director del programa “Discópolis” de Radio 3) y el director de Menoscuarto Ediciones, José Ángel Zapatero, tengo la fortuna de aparecer en el libro conmemorativo que se ha publicado con mi relato y el del ganador del certamen. Solo por ver la cara sonriente del genial Duke Ellington sentado ante su mítico piano en la portada, ya vale la pena tener este volumen de bolsillo que ofrece algunos acordes de mi visión literaria sobre la música jazz.


Duke Ellington: foto de la wiki, autor Louis Panassié




jueves, 9 de junio de 2022

EL MAR BILINGÜE DE SARK

 


Vigésima Sexta Edición del Certamen Literario SANTOÑA LA MAR


“Existía entre nosotros, como ya he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar”.

(Joseph Conrad)

 

Cada vez que aparece un libro con algo tuyo dentro, sientes que estás más acompasado con el ritmo del mundo, de ese mundo que comprendes mucho mejor a través de los libros. Mi relato “El mar bilingüe de Sark”, ambientado en una de las islas del Canal de la Mancha durante la Segunda Guerra Mundial, acaba de ser publicado en el libro de la Vigésima Sexta Edición del Certamen Literario Santoña… la mar, donde obtuvo un accésit el pasado verano. Es un privilegio figurar como uno de los autores premiados en este volumen con sabor a narrativa marítima, uno de mis temas predilectos en lo que a gustos literarios se refiere. Mi gratitud al Ayuntamiento y a la Casa de la Cultura de Santoña, quienes se han encargado de editar primorosamente este apetecible tomo poblado por variopintas andanzas marineras. ¡Feliz travesía por sus páginas!   


martes, 15 de enero de 2019

La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales



El año 2019 comienza con una excelente noticia literaria para quien suscribe estas líneas. Por fin, después de largos meses de preparación, tengo la suerte de ver publicada mi primera novela: La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. El artífice de este proyecto acariciado desde hace años es Editorial Adarve (a la que hago llegar desde aquí mi más sincero agradecimiento), a través de la Colección Arquero de Autores Actuales.





La novela narra con prosa poética (y bajo el poderoso influjo del Hollywood de los años 40) una historia de amor que se inicia en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, la historia de Janet Stratton y Hugh Alderman, dos personajes idealistas que aspiran a obtener la máxima felicidad en sus relaciones sentimentales, y que se conocen durante el terrible bombardeo que sufre la ciudad de Canterbury en junio de 1942. Además de pasearnos por Canterbury, la ciudad a la que acuden los peregrinos para honrar a Santo Tomás Becket, las páginas del libro nos trasportan a la exuberante campiña de Kent, al plácido Támesis que discurre a orillas de la regia localidad de Windsor, a un Londres amenazado por la aviación alemana, al bello norte de Italia… y a un misterioso destino en el desierto egipcio.
Pero tal vez la verdadera protagonista de la novela sea la propia Casa de los Cuatro Puntos Cardinales, un espacio lleno de personalidad que actúa como catalizador de la preciosa historia de amor y ejemplifica la imagen de remanso de paz y la fuerza imbatible de la cultura en tiempos de guerra. Esta mansión de estilo neogótico es mucho más que un hogar para Hugh Alderman, el heredero de la estirpe. Se trata de un continente que cuenta con su propio lago y múltiples estancias fascinantes, dentro de las que destaca la biblioteca, una obra de arte que cautiva al protagonista con sus contenidos eruditos y su serenidad.
Sin embargo, La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales  no solo es una emocionante historia romántica, sino que también rinde homenaje a los enamorados que vivieron su romance bajo el fuego y el miedo de la Segunda Guerra Mundial, a aquellos hombres y mujeres que se amaron intensa y tiernamente sin saber si volverían a verse de nuevo. Ojalá ellos pudieran leer estas páginas y recordar con los ojos brillantes de emoción.

Idealismo y espíritu romántico son las claves que delimitan la arquitectura literaria de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales, una novela escrita para conmover el corazón de quienes la lean. Si te gustan las historias con mansiones típicamente británicas, si te sientes bendecido viendo películas como El puente de Waterloo, Casablanca o La calle del adiós, no te defraudará La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. Confío en que te sientas tan a gusto como yo recorriendo sus estancias señoriales y admirando su colorida galería de retratos. Y es muy probable que no quieras dejar de perderte el destino al que se ven abocados sus personajes protagonistas, Janet y Hugh, enamorados en tiempos enturbiados por la guerra.
Te espero dentro de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales. Ven a conocer una historia de amor como las de antes.

(También puedes consultar las notas y novedades acerca de la historia de La Casa de los Cuatro Puntos Cardinales en redes sociales).


miércoles, 5 de octubre de 2016

Sin señales del frente










Si hay algo más satisfactorio que escribir para quienes nos hemos comprometido a tratar de crear belleza con las palabras, es que te publiquen. Ayer mismo, recibí la excelente noticia de que mi relato “Sin señales del frente”, de tema antibelicista, había sido seleccionado para su publicación en la revista literaria electrónica de la página web “Letras en la Frontera”, cuyo lema para la convocatoria es realmente hermoso: “Las letras son puentes”. Me alegra enormemente ser uno de los primeros pilares que sostienen ese puente de letras al que deseo una larga vida.


martes, 29 de septiembre de 2015

LA CABALGADA DE BILLY BROLIN


 I.
Los tres jinetes parecían ser parte permanente del paisaje árido y polvoriento que llevaba recorriendo desde hace varios días. Cabalgaban lo suficientemente lejos como para que no acertara a distinguirlos, pero lo suficientemente cerca como para saber que estaban ahí. Billy Brolin se restregó un pañuelo por la frente y constató con desagrado su propia suciedad. Necesitaba urgentemente llegar a esa ciudad que ya se perfilaba al otro lado de las lomas. Habían sido cuatro días de viaje a lomos de un caballo que le había ido gradualmente sorprendiendo por su resistencia, una montura por la que no hubiera apostado en ninguna carrera de velocidad pero que había demostrado una fortaleza admirable. Cuatro días en los que no le había faltado la compañía de su desconocido séquito. Billy Brolin echó una mirada a sus perseguidores antes de volver grupas hacia el villorrio que pronto le cobijaría. Un buen trago de whisky disiparía esa naciente inquietud que empezaba a sentir.





II.
Aquel alcohol de quemar nunca le había sabido tan bien. De un sorbo, todas las penurias del viaje quedaron borradas. Esa misma noche habría actuación de unas atractivas coristas recién llegadas de Abilene, y el barman le había asegurado que aquel salón ahora semivacío se llenaría hasta los topes. En medio de semejante anticipo de euforia, Bill Brolin se acordó de algo menos agradable. Mientras indicaba que le sirviesen otra dosis de lo mismo, se acercó hasta las puertas y asomó su rostro, ennegrecido por la barba, al exterior. Un grupo de chavales jugaba a echar el lazo a una figura de madera.
–Eh, muchachos, ¿queréis ganaros medio dólar cada uno por hacer lo que yo os diga?
–¿De qué se trata, señor? –inquirió el más avezado con la mirada brillante de curiosidad.
–Simplemente quiero que tengáis los ojos bien abiertos. Si veis a tres jinetes entrar en el pueblo, corred a avisarme. Ahora estoy en el salón y, dentro de un rato, pasaré por la barbería y la casa de baños.      
El muchacho asintió con gesto serio y se reunió con sus compañeros. Brolin pensó que le recordaba un poco a él mismo, no hacía tanto tiempo.

III.
El rostro que le devolvió el espejo era el de otra persona. Afeitado, recién bañado y con aquella comida caliente que le había devuelto el vigor a su cuerpo, Billy Brolin podría enfrentarse con cualquier cosa. Mientras se abrochaba la guerrera, echó un vistazo a la calle principal. Ni rastro de aquellos jinetes. Los muchachos tampoco le habían dado ningún chivatazo al respecto, por lo que todo apuntaba a que podría pasar su primera y última noche en aquella localidad de Arizona en medio de una algarabía etílica al compás de los insinuantes movimientos de tan prometedoras coristas. Justo en aquel momento, alguien llamó a su puerta.
–¡Señor Brolin! ¡Abra, señor!  
Eran voces juveniles. Sus vigilantes habían visto algo o no osarían subir a molestarle.
–Están abajo, señor –dijo el muchacho–. Quieren que baje usted a hablar con ellos. Me han dicho que le enseñara esto.
Billy Brolin examinó el objeto. No era más que un camafeo con un retrato de mujer en él. No la había visto en su vida. Dio una propina al muchacho y se dispuso a bajar.

IV.
–Un joven virginiano de buenos modales –exclamó el barman con estupor–. ¡Quién hubiera pensado que fuese amnésico!
–No se acordaba del hogar que dejó antes de la guerra hasta que esos hombres vinieron a buscarle –añadió el barbero–. ¡Su propia familia!

–Bebamos por su recuperación, Jack –propuso lacónicamente el barman.

viernes, 20 de junio de 2014

Tantas estrellas como en el cielo


Estaban todos allí arriba cuando subí. El señor Jordan me recibió vestido con impecable traje oscuro al salir del avión y me acompañó hasta mi nube, que compartía esponjosas paredes con Fred Astaire y Ginger Rogers. Tras escuchar un hipnótico zapateado a mis espaldas, me encontré de súbito frente a Gene Kelly, sonriendo como los ángeles mientras cantaba I’m singin’ up a cloud. Hice ademán de ofrecerle mi paraguas, pero me di cuenta de que ya no lo llevaba colgado del brazo y de que tampoco llovía en aquellas latitudes. “Error de principiante”, oí que alguien susurraba. La pareja de bailarines que serían mis vecinos para toda la eternidad salió de su celestial camerino y se marcó un armonioso pas a deux, elegantes como dioses del Olimpo. Siguiéndoles con la mirada, avancé unos pasos hacia Ginger para pedirle el siguiente baile, pero Clarence, ángel de segunda clase, me sugirió al oído que probara suerte con la campechana Betty Grable, que era más de mi estilo. Aquellas piernas aseguradas en un millón de dólares en la tierra resultaron ser tan algodonosas como todo lo demás en el cielo. Juntos abandonamos bailando los platós de la Fox para adentrarnos en los coloridos decorados de la Metro sin mostrar nuestro obligado pase al vigilante. Dos calles más allá, al otro lado del arco iris de Oz, resplandecía el decorado de Brigadoon, donde Cyd Charisse aún no se atrevía a franquear el puente que demarcaba el límite de la localidad. La risa escéptica de Van Johnson, amotinado sin causa en semejante paraíso, me animó a cruzar y eché a correr por el brezal en busca de Cyd, que suspiraba porque otro viajero danzarín volviera a perderse en aquellas tierras. Sólo entonces descubrí que la mágica bruma se había vuelto a levantar, y que ya no podría regresar jamás a mi hábitat celeste. Siempre había creído que sólo los ángeles tenían alas, pero una sensación vertiginosa me invadió mientras mi cuerpo empezaba a elevarse en el aire hasta que el pueblecito escocés de cuento no constituyó más que un lejano punto en la distancia. El mareo desapareció al comprobar que, detrás de una nube familiar, un gramófono sin fluido eléctrico hacía sonar Heaven, I’m in heaven hasta el infinito.

Ginger y Fred aún seguían bailando al compás de Cheek to cheek cuando los tres marineros de permiso, el profesor Higgins y su bella dama, el americano en París, las siete novias y los siete hermanos, el rey de Siam, etcétera, etcétera, etcétera, me invitaron a formar un corro con ellos.


miércoles, 29 de enero de 2014

Los encantadores de tormentas

Os invito a leer mi aportación al Concurso de Relatos de Viaje Vagamundos Moleskin 2014, una imaginativa propuesta literaria a la que tengo el placer de presentarme por tercera vez consecutiva. El relato con el que concurso este año lleva por título Los encantadores de tormentas y aúna el viaje a un lugar misterioso con la fascinación de la aventura marina heredada de maestros del género tan admirados por el que suscribe como son Julio Verne, Robert Louis Stevenson, Jack London, R.M. Ballantyne  o Emilio Salgari. A la memoria de todos ellos va dedicado este texto con el que espero haceros pasar una agradable travesía lectora. ¡Buen viaje!



miércoles, 12 de diciembre de 2012

Crónicas de un comercial en Marte


Todo empezó porque no sabía alemán. Mi madre siempre me había animado a estudiar idiomas. “Te llevarán lejos”, me decía. Lo que diría si supiese lo lejos que me ha llevado no saber hablar una de las lenguas que se empeñaba en que aprendiera. No podía evitarlo. Era superior a mí. Cada vez que escuchaba a alguien hablando alemán, me decía: “Antes aprendería marciano”. De hecho, cuando veía películas de ciencia ficción, el idioma empleado por los alienígenas de turno me resultaba más inteligible, más intuitivo, que la dichosa lengua germánica. Esto lo cuento para explicar el extraño rumbo que adoptaría mi vida poco después. Bueno, pues como no hablaba alemán ni tenía ninguna aptitud para aprenderlo y este idioma se convirtió en indispensable para encontrar trabajo en la España del año 2013, empecé a considerar otras posibilidades profesionales. Me llegaron varias ofertas de países europeos, que enumero a continuación:

-Aprendiz de Bobby londinense para emergencias por niebla. Me faltaban 10 cm para la altura reglamentaria (no paso del 1,63) y el casco me estaba grande. Además, con tanta niebla no me orientaba y acababa resbalando en el césped (todo era césped, por cierto). Una vez me metí en el jardín trasero del 10 de Downing Street y … ¿Para qué contar más?

-Segundo ayudante de farero en las Tierras Altas de Escocia. La faldita de kilt que llevaba puesta no calentaba nada, subir la escalera de caracol del faro me daba más vértigo que a James Stewart en la película homónima y la humedad era incompatible con mi naturaleza friolera. Además, me vi tantas veces Rob Roy y Braveheart (las únicas películas en dvd que tenía por allí el farero. Al primer ayudante jamás le vi el pelo) que acabé por aprendérmelas de memoria.

-Barquero-barítono de la Grotta Azzurra de Capri. La isla era preciosa y el clima ideal. El idioma, melifluo y la gente encantadora. Lamentablemente, mi voz no daba la talla y la entrada a la gruta me provocaba claustrofobia. Capri c’est fini!

-Pelador de cebollas para un restaurante especializado en sopa de cebolla en Bruselas. Lloraba todo el día como una magdalena. Para más inri, las coles se me indigestaban. Traté de presentarme a la oposición de euro-funcionario, pero me faltaba saber un segundo idioma y tenía los ojos demasiado acuosos para concentrarme en el estudio. Au revoir!

-Catador de quesos de bola. Ésta me llegó desde Holanda. Al principio muy bien, aunque todo me olía indistintamente a queso, la verdad. A las dos semanas, había engordado tres kilos. Entonces me ofrecieron trabajar como tintorero de tulipanes pero la alergia me impidió seguir en el puesto más de 6 días.

-Imitador del sonido de los relojes de cuco. Muy pintoresco al principio, sobre todo cuando estaba en el taller. Lo malo es que cada vez que me iba a pasear al campo (en Suiza casi todo es campo o montaña) y me ponía a silbar el sonidito de marras, me seguía a todas partes alguna hembra de cuco. Finalmente lo dejé para no pasarme de vueltas.



Cansado de recorrer Europa sin asentarme profesionalmente, contesté a una oferta de la NASA en la que pedían “gente con ganas de trabajar y ver mundo”. Como en ninguna parte de la solicitud se indicaba que hiciese falta saber alemán, chino o cualquier otro idioma impenetrable, accedí. Con el inglés americano no tenía problemas (eso sí, mi acento era parecidísimo al de John Wayne, ya que me había visto millones de veces sus películas del oeste en versión original), aunque bastaba saber español. No en vano, la oferta venía de Estados Unidos, donde el porcentaje de población hispanoparlante es lo suficientemente alto como para no preocuparse de si te lograrás entender en inglés o no.

Bueno, pues ahí arriba que me fui con un equipo integrado por seis españoles, tres portugueses, cuatro griegos y un italiano. Cuando digo arriba, quiero decir arriba. Ya sabéis, el espacio exterior y todo eso. Se trataba del primer vuelo tripulado con fines comerciales a Marte. ¡Qué emoción sentí! Mi primer trabajo fijo, y sin tener que saber alemán. Los marcianos son gente algo retraída al principio pero, en cuanto te los ganas, responden estupendamente. Me entiendo con ellos a las mil maravillas. Vamos por parejas, les dejamos un folleto y, si les interesa lo que ofrecemos, nos lo indican por telepatía. Ni os imagináis lo que se ahorra uno en teléfono.

En fin, os dejo, que aquí en Marte, hay mucho trabajo que hacer. La verdad, por ahora no tengo ni pizca de ganas de volver a España. Saludos desde Marte. Mamá, ya ves lo equivocada que estabas. Un beso para ti y otro para papá. ¡Ah, y gracias por la longaniza que me mandaste la semana-luz pasada!          

viernes, 14 de septiembre de 2012

Telegrama desde Venecia



Aquí, en la cárcel, dictando mis memorias a Rustichello de Pisa. STOP. Me siento como un león de San Marcos enjaulado. STOP. Suspiro por ver el Puente de los Suspiros. STOP. Rodeado de tanta laguna, echo de menos el polvo de Samarkanda. STOP. ¡Ay, Gran Khan, qué tiempos aquellos! STOP. Y lo peor es este traje a rayas que tengo que llevar, que no se lo pondría ni un gondolero… STOP. Kublai, si supieras lo que daría por catar uno de esos platos de fideos chinos que me preparaban tus cocineros de Catay… STOP. Si me admites un consejo, creo que con un poco de salsa de tomate y queso del Ducado de Parma quedarían aún más sabrosos... STOP. Febrero. Ahí fuera, celebrando el carnaval, y yo todavía metido en esta celda. STOP. En cuando me dejen libre, subo al primer vaporetto que pase y no me vuelven a ver el pelo por el Gran Canal. STOP. Acabo de ver pasar a Casanova en una góndola. Ese sí que sabe corrérselas... STOP. Me da la sensación de estar sentado sobre un barril de pólvora. STOP. ¡Por fin libre para hacer lo que me dé la Real Gana! (Ay no, que Venecia es una República...). STOP. Salgo disparado para allá, Kublai. STOP. Llegaré en una o dos semanas, según la cantidad de tormentas de arena que soplen y la agresividad de los bandidos que asalten nuestra caravana por el camino. STOP. Un abrazo de mi parte para toda la Corte. Marco.


jueves, 13 de septiembre de 2012

Telegrama para Venecia




Saludos desde Samarkanda. STOP. Viaje peligroso por Asia Central. STOP. Caravana asaltada, incursiones bandidos, tormentas arena. STOP. He pasado tanta sed que me bebería el Gran Canal. STOP. Llevo puesta una máscara veneciana para protegerme del polvo del camino. STOP. Papá y tío Matteo me dicen que deje de hacer el ganso, pero qué quieren: ¡con diecisiete años y ya de gira por el mundo! STOP. Sigo en ruta, pero las cosas no van precisamente como la seda. STOP. El desierto de Gobi empieza a agobiarme. STOP. Si no aparece pronto el palacio de Kublai Khan, me vuelvo a Venecia aunque sea haciendo dedo. STOP. Que c’est triste Venise, recordar el ayer. STOP. ¡Qué nostalgia! STOP. Pues ya estamos en Catay. ¡Trabajo de chinos nos ha costado! STOP. Aquí, recorriendo el río Amarillo, aunque a mí lo que me tienen es negro de tanto hacer kilómetros. STOP. ¡Hombre, Kublai, dichosos los ojos! STOP. Llevo ya cincuenta y cinco días en Pekín. STOP. El Khan y yo hemos hecho buenas migas y me ha enchufado en la Corte. STOP. Lo tengo preparado, ya tengo los baúles… No, que al final me quedo. STOP. Ya os cuento. Besos, Marco.

domingo, 3 de junio de 2012

La Tesis de Perrin

... o Historia de Dos



No fue nada fácil ni tampoco parecía prudente, pero al final consiguieron vencer la resistencia de la puerta. Traspasando el umbral abierto de la Biblioteca de Literatura Inglesa de la facultad, los dos intrusos, jóvenes estudiantes matriculados en esta institución, respiraron los vapores de embriaguez de quienes están a punto de hacer realidad sus sueños. Superada la vacilación, el temor al castigo, la sensata renuncia, por fin dormirían el uno en brazos del otro, y los dos en brazos de Milton, Shakespeare, Elizabeth Barrett Browning y Charlotte Brontë. Ninguno de los dos lo sabía a ciencia cierta, pero habían leído en alguna parte que pasar la noche en una biblioteca era una de las experiencias más intensas que podían vivirse.



Si alguna vez tenéis la oportunidad de pernoctar entre libros, soñaréis con las historias que éstos encierran y dialogaréis libremente con sus autores, sin las ataduras de la lógica o la linealidad del raciocinio”.



La cita procedía de Mítica de Leer, de E.L. Perrin, eminente especialista en Lengua y Literatura Inglesa, Doctorado en Cambridge en 1967, Lector en las universidades de Harvard, La Sorbonne, Bolonia y Leipzig, y autor de dos obras de referencia en el campo del ensayo literario, la citada y Simbolismo y Características Generacionales de Joyce y otros Modernistas. Los dos jóvenes conocían las tesis de E.L.Perrin por empeño propio, pues aunque ambos estaban matriculados en la asignatura de Literatura Inglesa I, el programa de estudios del profesor desplazaba incomprensiblemente a Perrin a un peyorativo segundo plano, aglutinado entre nombres de envergadura intelectual mucho menor que la suya, bajo el epígrafe de Bibliografía Complementaria.



El haz amarillo brillante de la linterna les abrió camino en el bloque de oscuridad. De cuando en cuando alumbraba aquí y allá, revelando en el marco de su destello las Grandes Esperanzas de Dickens en tapa dura, descubriendo los Trabajos de Amor Perdidos en edición bilingüe o iluminando un Astrophil y Stella en rústica.



-¡Están todos!- Era la voz de la chica, tintada de emoción.

-Y en todo el curso no hemos leído ni un cinco por ciento de ellos…-añadió el joven, frunciendo el ceño con gesto descreído, mientras iba señalando con el dedo cada uno de los puntos de luz.

-No importa –contestó la chica, apretando la mano de su acompañante con la satisfacción de la íntima complicidad–. Esta noche soñaremos con todas sus maravillosas historias.



Al llegar al pie de la ventana, desplegaron el saco de dormir sobre el crujiente entarimado y se desplomaron encima de él. La tensión de hacer algo prohibido les había dejado extenuados. Los dos sentían las piernas pesadas y la boca reseca, pero no querían dormir todavía. La verdadera emoción consistía en asimilar todas aquellas obras. Las restantes asignaturas del curso, como ya bien sabían por experiencia, apenas les dejaban  tiempo para leer. Y había tanto que leer. Él la atrajo hacia su pecho, que subía y bajaba como un émbolo descontrolado, y ella pudo escuchar de cerca su respiración acelerada. Ninguno de los dos estaba muy seguro de querer empezar una relación en serio, siendo inexpertos en la materia como eran, y aunque ambos habían leído a Blake y estaban plenamente de acuerdo en que “el amor, el dulce amor, ya no se consideraba pecado”, sentían un miedo cerval a dar el primer paso. Por eso habían acordado que aquella noche simplemente dormirían el uno al lado del otro. Aunque impaciente, el nocturno Eros aún podía esperar a que se unieran físicamente en otra ocasión. Los dos estaban deseosos de adquirir ese conocimiento carnal que les pedía ya a gritos una mirada más larga y acariciadora de lo habitual, un aliento tan cercano que casi se podía libar en él o el tacto de sus manos entrelazadas. Sin embargo, aquella noche sólo permanecerían el uno junto al otro, rodeados de las más perfectas historias jamás escritas, las cuales descansaban respetuosamente en las estanterías de la sala oscurecida, aunque tal vez sus cuerpos se unieran en las extraordinarias divagaciones de sus sueños, en aquellas variaciones literarias que Perrin aseguraba que podían soñarse. La chica fue la primera en quedarse dormida, relajada en los brazos de su acompañante. Éste trataba de concentrar su pensamiento en los libros con que le gustaría soñar aquella noche. Visitó el ondulado país de Thomas Hardy en Lejos Del Mundanal Ruido, las Tierras Estériles de T.S. Eliot, las mansiones revisitadas de Brideshead y cayó en un profundo sueño mientras se hallaba a bordo de la cubierta del Patna de Lord Jim.



Leemos en páginas escritas por otros las propias páginas de nuestra vida. Quien se acerca  por primera vez a una historia lo hace porque, de algún modo, bien en parte o en su totalidad, literal o aproximadamente, ya ha vivido una situación parecida en el pasado, la está viviendo en el presente o le gustaría vivirla en un futuro inmediato”. (E.L. Perrin).



Despertaron antes de las ocho, como habían planeado, para que no les descubriera ningún conserje más madrugador de la cuenta. Cargaron el saco de dormir al hombro y abandonaron la biblioteca entre bostezos y desperezos. Una última mirada a los libros que tanto amaban y una mirada soñolienta entre ambos. Los jóvenes se miraban reflexivamente, preguntándose si el uno se sentiría tan defraudado como el otro, deseando conocer sus mutuas revelaciones pero reacios a comunicarse aún. ¿Tendría el otro algo que contar? ¿Se habrían diferenciado sus sueños de aquella noche pasada de los de tantas otras noches? ¿Y si Perrin sólo fuera un teórico? ¿Y si hubiera hablado simplemente en sentido metafórico y ellos hubieran ido mucho más lejos, al permitirse la libertad de tomar sus ideas al pie de la letra? A decir verdad, los dos tenían la sensación de que no sólo sus sueños de aquella noche pasada no habían diferido sustancialmente de los de otras noches, sino que la reminiscencia que de ellos poseían era mucho más vaga y difusa de lo habitual. Ninguno recordaba la más mínima huella literaria en los posos depositados sobre sus desactivadas vías neuronales. Ni el más leve vestigio de haber dialogado con Shakespeare sobre la naturaleza de la enigmática “Dama Oscura” de sus Sonetos o de haber entonado hasta quedarse afónicos junto a Keats su emotiva “Ya estoy contigo. Tierna es la noche…”. Tampoco ninguno de los dos era consciente de haber ampliado su conocimiento por haber respirado el mismo aire de aquellos libros egregios. Seguían teniendo el mismo ansia de penetrar en sus cifradas esencias, en mayor medida si cabe que antes por la frustración y ridículo de que empezaban a sentirse presas. Y sin embargo su propósito había sido tan serio, su ingenuidad tan hermosa. Entonces ella habló.



-¿No ocurrió nada, verdad? Lo que quiero decir es que tampoco a ti te pasó, ¿me equivoco?



La muchacha le miró a los ojos con sinceridad. No había por qué ocultar lo evidente. Él respondió al momento, agradecido de que los labios de ella hubieran eclosionado tan oportunamente en la baldía gravedad del silencio.



-No, al menos no lo que habíamos pensado que ocurriría.



Idéntica franqueza, seguida de instantes de silencio. Los ojos de él ya no huían, pues encontraban recíproca comprensión en los de ella. Reconocido el fracaso, automáticamente se desvaneció todo sentimiento de haber hecho el ridículo. Sonrieron liberados. Después de todo, y aunque no hubiera sido en circunstancias muy cómodas, habían dormido juntos por primera vez. Era fácil darse cuenta de que aquella no había sido una experiencia malograda o equívoca. Tal vez sus efectos se dejaran sentir más tarde, en algún otro momento de sus vidas. Tal vez lo que E.L.Perrin había querido decir es que no se puede adquirir conocimiento más que a través del conocimiento. La lectura era la única manera de leer en el interior de aquellos libros. Ninguna otra maniobra humana o artificial podría nunca sustituir a la íntima experiencia de descubrir todo un mundo de símbolos, ya fuesen nuevos, insólitos, buscados con ahínco o profundamente ignorados, en los infinitos mundos que hormigueaban en cada libro. La chica comprendió de repente todo esto, y la súbita comprensión enriqueció su mirada con un aire de madurez que el joven encontró irresistible. El apasionado beso que plantó en sus labios pareció insuflado por una repentina inspiración de Eros, el único personaje de libro que al parecer había yacido junto a ellos, ya que a partir de entonces los dos jóvenes no dejaron de besarse, dejando espacio entre ósculo y ósculo para leer todas las historias que no habían conseguido asimilar en sueños durante aquella primera y única noche que pasaron en la biblioteca.



En el Libro, que es la Historia, también está contenida la Vida, que a su vez encierra el Todo, una de cuyas partes es el Libro” (E.L.Perrin).

domingo, 5 de febrero de 2012

Un pacto entre caballeros

Las luces de la sala de proyección se encendieron sin respetar la fanfarria que acompañaba al “The End”, descubriendo a tres de los únicos cuatro espectadores presentes, que aún permanecían sentados en la misma fila, blandiendo idénticas sonrisas aprobatorias. El cuarto del escogido grupo, el director de la película que se acababa de pasar, Aldo Kramer, contemplaba, puesto en pie, la desnuda pantalla en blanco, con los puños cerrados de ira.

- Ésta no es la película que yo he rodado. - Su mirada fue acusando por turno, y de derecha a izquierda, al binomio de productores, Missoulos y Renzi, con quienes trabajaba por segunda y, por lo que a él respectaba, última vez, y al veterano montador de la casa, Lazlo Tibor.

- Su modestia le honra, Kramer, pero es un film excelente. – Missoulos, maestro en esquivar cualquier enfrentamiento directo con sus colaboradores, le contestó desde el fondo mullido de su asiento. Renzi, apenas conocedor del inglés, se levantó como si acabara de clausurar una reunión de negocios, y dirigió un mudo saludo a Aldo Kramer.

- Será un gran éxito, Kramer.- volvió a apuntar Missoulos, ya en la puerta de la sala. –Nos veremos en el estreno. –Al quedarse solos, director y montador se encararon, permaneciendo absortos en el silencio que subyacía al mutuo respeto profesional.    

- ¿Sabes, Tibor?, -comenzó Kramer. –Te conozco desde hace muchos años, y sé que, ante todo, eres un trabajador a sueldo. También yo lo soy. Sin embargo, mientras rodaba “Los Sueños de José”, por un momento tuve la ilusión de que las escenas que fotografiamos con gasas, las de las siete vacas y siete espigas que aparecían en el sueño del faraón, se salvarían.- Kramer ahora daba la espalda a Tibor. De nuevo sus puños se cerraron de rabia.

- Lo sé, Aldo. Eran muy buenas. De lo mejor que has rodado.- Tibor, que ya no sonreía, extrajo de un  maletín con el anagrama “Missoulos & Renzi Productions” una lata de celuloide, y la depositó en la  butaca donde se había sentado Aldo Kramer.

- Gracias, Tibor, por segunda vez…- Kramer esperó a que Lazlo Tibor abandonara la sala para tener entre sus manos a aquel hijo suyo, repudiado por la sociedad Missoulos & Renzi. Tibor se volvió un instante, cabizbajo, antes de salir.

- Tal vez algún día puedas usarlas en tu propia película, Aldo.- Kramer tampoco alzó la vista para contestar. Su pensamiento estaba en otra parte.


- Quizá, Tibor…quizá. – Mientras sostenía al trasluz los retazos de celuloide que Lazlo Tibor había rescatado del suelo de la sala de montaje, Aldo Kramer, de quien no se podía decir que fuera un hombre religioso, pensó que dos equivocaciones, al igual que los dos sueños recurrentes del faraón de su película, eran, si no una señal divina, al menos  sí motivo suficiente para empezar a buscar nuevos medios de producir los proyectos a los que iba a dar forma en el futuro. En su imaginación de creador, las secuencias rechazadas cobraron súbita vida, como si el proyector de sus deseos volviera a desplegarlas sobre la blanca sábana de la pantalla.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El tupé de mi profesor

En la clase en la que yo estaba, todos sabían que el profesor de Literatura Inglesa llevaba bisoñé. Nadie podía precisar a ciencia cierta cuándo había empezado a usarlo, pero algunos compañeros de cursos superiores con los que solíamos jugar al billar los viernes por la tarde afirmaban que, cuando a ellos les dio clase, dos o tres años antes, la calva ya empezaba a relucirle por una buena porción de su cabeza. Realmente a nadie podía importarle mucho el que el Sr. Leland, de cuarenta y tantos años y soltero empedernido, cubriese o no su calvicie con un postizo. Y menos a unos chavales de 14 años que tenían muchas otras cosas más apremiantes en las que ocuparse, crecer sin ir más lejos. A mí personalmente me traía sin cuidado. Ahí tenías al bueno de Telly Savalas, haciendo gala de ella sin complejos, con aquellos abrigos tan elegantemente cortados y esa ironía y desparpajo disueltos en cada frase que soltaba al personal.

Para mí, nacido en los 60 y adolescente en la segunda mitad de los 70, Savalas-Kojak era un tío guay o, como diría el Sr. Leland, un referente perfectamente válido. Ésta era la clase de expresiones que solía emplear cuando nos explicaba las lecciones. Si, por ejemplo, quería decirnos que un poema de Coleridge podía ser tan moderno hoy como cuando fue escrito, en el siglo que fuera, el Sr. Leland nos decía que “Coleridge era un referente válido”. También nos explicaba otras muchas cosas, como métrica y tema principal del poema, e incluso a veces pedía que alguno de nosotros saliera a leer en voz alta, lo que todos detestábamos, ya que los demás aprovechaban la ocasión para reírse de ti, comentar entre ellos lo mal que lo hacías y gritarte: ¡No se oye! ¡Más alto!


Ese era el tipo de clase en la que se suponía que tenía que formarme a la delicada edad de 14 años, entre compañeros que rivalizarían encarnizadamente en una competición de “a ver quién es el más cafre, cretino y analfabeto”, en una década, la de los 70, que todos se empeñarían posteriormente en recordar como la de las greñas, los pantalones de campana, la música disco, las moquetas verdes y los papeles pintados, olvidándose de cualquier otro elemento sociocultural que hubiese convivido con los ya citados.
Porque yo me pregunto: ¿es que no había calvos en los 70? ¿nadie tenía entradas pronunciadas en esa época? ¿vestían todos con ropa amplia y hortera? ¿a nadie le gustaban las paredes blancas y desnudas? A menudo me hago estas y otras muchas preguntas, pero no encuentro respuestas originales por parte de amigos o conocidos que vivieron aquellos años. Seguro que el Sr. Leland me hubiera respondido algo distinto. ¿Qué habrá sido de él? ¿Seguirá explicando sus poemas a un público que no le merece?
Ojalá no haya cambiado mucho.


Andaba yo dando un garbeo por el centro comercial, cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. No me suele hacer mucha gracia que la gente me reconozca en un lugar público y concurrido, así que intenté hacerme el sueco y seguir viendo escaparates de tiendas, como si nada. Cuando estaba absorto contemplando una mesa de billar que bien pudiera haber ocupado la tercera parte de mi habitación, sentí que me tocaban el hombro. En el cristal de la tienda vi reflejado a un tío al que no reconocí. Desde luego su reflejo no me era nada familiar, como el de mi padre, mi hermano Graham o mi amigo Ralphy. Esperé que no fuera alguno de mis compañeros de clase. No tenía ninguna gana de sostener conversaciones monosilábicas tipo: “¿Qué haces? Aquí... Ya ves.. “ No, sinceramente ya tenía bastante con aguantarlos una buena parte del día como para sufrirlos también allí.

Al darme la vuelta, me encontré frente al Sr. Leland, mirándome divertidamente desde su metro ochenta. Yo ando por el metro setenta, y aunque no estoy entre los altos de la clase, tampoco soy de los bajitos. Siempre me resultaba un poco incómodo hablar con tíos más altos que yo. Mi madre decía que era por no sé qué de las vértebras del cuello, que me provocaban sensación de mareo. Supongo que tenía razón, aunque cada vez que se lo oía decir, me hacía sentir diez años más viejo por lo menos.
“Veo que te gusta el billar, Walsh”, dijo, y luego añadió. “¿Sabes que a un rey de Francia se lo recomendaron los médicos para que le facilitaran las digestiones?” El Sr. Leland siempre hacía ese tipo de comentarios. Hablaba de una manera complicada, con palabras y expresiones cultas o difíciles de entender a la primera. Casi toda la clase pensaba que era un pedante y un pelmazo, pero a mí me parecía un tío bastante original. Sentía cierta admiración por él, ya que pensaba que había que tener valor para expresarse de manera distinta a como lo hacían los demás. El Sr. Leland no tenía aspecto de tipo duro, ni vestía a la moda, ni llevaba el pelo largo y con greñas, como otros profesores más jóvenes del instituto, pero en su peculiarísimo estilo conseguía imponer un cierto respeto en clase. Incluso a los que pretendían burlarse de él. Recuerdo especialmente aquella vez en que Pinky, uno de los gansos de la clase, le preguntó al Sr. Leland lo que significaba la palabra “bisoño”, que según él había aparecido en un libro que se estaba leyendo. Dudo mucho de que, en su tiempo libre, aquel individuo leyera algo más que los textos obligatorios del curso, pero había que reconocer que, en su avieso afán de poner en un aprieto al profesor, se lo había currado bastante. La clase entera no perdía ojo de la cara del Sr. Leland, atenta a cualquier signo de rubor en ella o a cualquier inflexión de embarazo en su voz. Yo me imaginaba cómo se lo hubiera tomado Kojak, con su sorna característica: ¿Estás tratando de ponerme nervioso, baby?
Y luego se hubiera sacado tranquilamente una piruleta del bolsillo, para demostrar a aquel hatajo de mocosos maliciosos que, a él, cualquier alusión a su calvicie se la traía floja (“Todos nacemos calvos, baby”, habría añadido a modo de descolocante colofón).

Sin resultar tan “cool” como Savalas, la forma de reaccionar de Leland ante aquel ataque frontal contra su persona fue bastante egregia. Mirándole directamente a los ojos, y con una contundencia y sequedad inusitadas en él, le espetó al tontaina de Pinky:
“Bisoño es el novato, el inexperto, el principiante. Bisoño es el que no sabe nada. Por eso pregunta”.
Pinky se quedó cortadísimo. Yo pensaba: Venga, cobarde. Pregúntale ahora que significa bisoñé. ¿A que no te atreves? Y estoy seguro de que el resto de mis compañeros pensaban lo mismo, aunque pusieran cara de alelados sin expresión alguna. Ninguno hubiera querido reconocer el aplomo de Leland. Era demasiado inclasificable para ellos. Pero al menos los dejó mudos durante unos minutos. A ver si aprendéis, pensé para mí.
Leland guardó silencio durante diez largos y tensos minutos, a lo largo de los cuales no se oyó ni un murmullo. Cuando sonó la campana, puso término a la clase y abandonó el aula sin despedirse.

lunes, 26 de septiembre de 2011

En una plaza de cualquier parte...

Se desperezaba la ciudad, envuelta en la gris niebla de la modernidad, y uno de los barrenderos más madrugadores de su promoción, Germán Segundo, “el Esquiviano”, llamado así por ser natural de aquella localidad toledana famosa entre otras cosas por su excelente vino, apoyándose sobre su carrito y recostando la escoba contra el cubo de oficio, se abismó en su visión predilecta.

Germán Segundo venía barriendo sistemáticamente la zona comprendida entre la Plaza de los Cubos y la Plaza de España de Madrid desde hacía ya seis años, fecha en que aprobó el examen que le dio acceso a la plaza y, a diferencia de tantos otros trabajadores de la capital, era feliz con lo que hacía, hasta el punto de considerarse el más dichoso de los hombres sobre la faz de la tierra.
¿Pero qué tenía de especial el barrido de las calles y plazas de aquella zona de Madrid, indudablemente difícil de mantener limpia, siendo como es tan turística y transitada? Que se lo pregunten a Germán Segundo, hijo de Juan Ramón Segundo y nieto de Conrado Segundo, familia de humildes vinateros de Esquivias, la ciudad en la que Don Miguel de Cervantes contrajo matrimonio con su mujer Catalina.

Pero mejor será que lo cuente yo, que el amigo Germán gusta de la palabra hablada pero no le ocurre otro tanto con la escrita. En eso quedamos, pues. Yo se lo narraré a ustedes. Tan sólo necesito que me presten sus ojos y oídos durante unos minutos...

Don Quijote y Sancho Panza
Embobado, boquiabierto, deslumbrado, embebido o ensimismado hubiesen sido los epítetos que recibiría Germán Segundo de haber escrito otro esta historia. Sin embargo, como el autor es un servidor, y de momento tengo la última palabra en el asunto, diré que nuestro barrendero estaba exactamente “deleitado”. Lo que contemplaban sus ojos oscuros y hundidos no era sino las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza que se hallan ubicadas en la Plaza de España de Madrid. A aquella hora tan tempranera, sin visitantes, grupos de estudiantes, enamorados o ancianos que pulularan por la hermosa plaza, los rasgos de las estatuas cobraban un especial vigor ante los ojos del observador atento. Y Germán Segundo pertenecía a esa clase, de ello pueden estar seguros. Como buen esquiviano, era un cervantino a ultranza, más por usos y costumbres que por auténtica erudición. No ignoraba los episodios más populares de la novela, como el de los Molinos de Viento o el del Manteo de Sancho, aunque sorprendía a propios y extraños con su conocimiento de otros más eruditos como el de Clavileño o el de la Ínsula Barataria, si bien admitía no haber leído el libro entero en su vida.

Cervantes
“Lo que sé del Quijote, lo he sabido siempre. No me pregunten si leí algunos capítulos de chaval, si lo vi en el cine o en la televisión o si me lo han contado”, argumentaba Germán con humildad. “En mi pueblo se saben estas cosas de antiguo...” Y en verdad que, a juzgar por la expresión de felicidad que coloreaba la carnosa cara de Germán Segundo, se habría jurado que aquel afable barrendero manchego se solazaba mucho más que cualquier eminente cervantino de toga y birrete en la contemplación de aquellos dos personajes de bronce.

“Si es que parecen de verdad. No hay más que mirarlos, hombre”, les decía a sus compañeros de turno. Una vez, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez se ofreció a hacerle una foto posando junto a las estatuas y, para su asombro, Germán se negó en rotundo. “Eso es para los turistas, los que vienen ya amanecido y les hace gracia todo. Yo me contento con verlos a esta distancia, que les tengo mucho respeto”, pretextó el buen hombre, no sin cierto nerviosismo.

Y es que, para Germán Segundo, aquellas estatuas estaban dotadas de un hálito que casi las convertía en vivientes. Se absorbía en su contemplación a semejanza de quien admira un belén representado por figuras humanas, como el que recordaba haber visto de niño en Alcázar de San Juan una navidad “”de relente y cuellos altos”, en palabras de su abuelo Conrado. “Y el caso es que sí que me gustaría verlas más de cerca”, musitaba Germán, “pero me da un poco de miedo...”

Lo que Germán Segundo tal vez quería decir es que, desde la infancia, sentía una reverencia rayana en el temor por las estatuas, las imágenes de procesión o cualquier otra escultura de rasgos antropomorfos. Le fascinaban y al mismo tiempo le asustaban, como si pudiese discernir en ellas, a través de los certeros rayos X de las formas artísticas, las complejas ramificaciones de la personalidad humana. Germán miró a derecha e izquierda y, abandonando por unos instantes su instrumental de trabajo, enfiló hacia las figuras de Don Quijote y Sancho. “Vamos, Germán, que sólo será un momento. Ten valor, hombre”, se decía por lo bajo. Al llegar al pie de Sancho y el Rucio, alzó la cabeza y se emocionó tanto que tuvo que cerrar los ojos. “Ábrelos, hombre, que como te esté viendo alguien...”, se repitió. La sensación que experimentaba era muy distinta de la que había tenido las cuatro veces que visitó la casa donde vivió Cervantes en Esquivias.

“Allí no hay estatuas por ninguna parte. Si es no es más que una casona manchega de vigas vistas. Te enseñan muebles, cuadros, aperos de labranza y hasta tinajas de vino. Si bajas a las bodegas, ya te puedes echar un jersey por encima, que no hay más de 15 grados todo el año”, le había explicado un día a su compañero Sixto, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez, mientras se comían el bocadillo. Ahora, en cambio, se sentía verdaderamente impresionado. Como cuando te presentan a alguien a quien has admirado en silencio desde hace tiempo. Cuando volvió a abrir los ojos, le pareció hallarse momentáneamente en una llanura seca y calcinada. Ni siquiera le parecía escuchar ya el rumor de la fuente o el zumbido de los coches circunstantes. Se disponía a acercarse a la estatua de Don Quijote, cuando oyó una voz que rasgó el aire como un taco mal empujado sobre un tapete de billar.

“¡Oiga, usted!” Germán Segundo se giró hacia el lugar de donde había emanado la voz. Junto a su carro, un individuo enjuto y de elevada estatura se erguía altivo, armado de un objeto puntiagudo. Germán no podía distinguir de lejos lo que empuñaba, pero el hombre iba vestido de un verde muy parecido al suyo, otro mono de trabajo probablemente. “Sí... ¿Qué quiere?”, vociferó Germán dubitativo. Aquel fulano le recordaba extrañamente a... Pero no, no podía ser. “¡Qué tontería!”

“Venga usted aquí, hágame ese favor”, espetó nuevamente el recién llegado. Germán se sintió sobresaltado por el tono algo marcial con que revestía sus frases. Decidió obedecerle y averiguar qué tripa se le había roto. “Locos a estas horas, los hay a pares. Pero que no se me crucen delante...”, musitaba mientras encaminaba su cuerpo rechoncho hacia el carro. Ahora que lo veía más de cerca, el hombre lucía un ralo bigote que era la pura abundancia comparado con el seto de cabello que se había agolpado a ambos lados de sus sienes. La cara macilenta, las mejillas ahuecadas y el cuerpo casi inexistente bajo el sucio mono verde. A pesar de ello, uno no podía por menos de achicarse hasta cierto punto bajo la mirada conminadora de aquel individuo, máxime cuando lo escudriñaba a uno empuñando un pincho de hierro, similar a los que utilizaba el servicio de limpieza de parques y jardines para recoger los papeles vertidos con inmisericorde desdén sobre el césped.
“Aquí me tiene, buen hombre. ¿Qué quería decirme?”, inquirió Germán Segundo, con un tono entre bromas y veras.

El desconocido hizo un cuarto de reverencia, soltó el chuzo que empuñaba y se presentó con el mayor de los entusiasmos. “Mi nombre es Amadeo Solana, caballero. Por ironías del destino me veo obligado a ejercer este oficio de esgrimista de inmundicia papelera. ¡Mala estocada reciban los que me hacen doblar la cerviz! En otras palabras, amigo mío: yo pertenezco a la Brigada del Chuzo igual que usted a la del Carro y la Escoba.” Germán Segundo se quedó mirando con admiración a aquel Amadeo. Lo que era clase y distinción, no le faltaban. Tenía todo el aspecto de ser un señor venido a menos, además de bien hablado. Le gustaba cómo entonaba cada palabra en un castellano recio y perfecto. Nunca hasta ahora lo había visto por allí, de modo que supuso que era nuevo en el barrio, trasladado posiblemente. “¿Desde cuándo trabaja usted en esta zona?”, preguntó Germán con una curiosidad que parecía desbordarse de sus ojillos parduzcos. “Hoy me estreno en esta vecindad, señor mío. Para los efectos, son todas iguales en lo básico. La escoria que retiro con mi gancho afea del mismo modo la verde yerba y no diferencia casas ni cunas. ¡Pardiez! ¡Si yo le contara a lo que me dedicaba antes, es harto seguro que no me creería! Vueltas que da la vida...”

Germán Segundo se conmovió sinceramente al ver el semblante de dolor y lamento en que se trastocaba el huesudo rostro de Amadeo. Aquello le reafirmó en su convicción de que se hallaba en compañía de un cabal y perfecto caballero. “Las estatuas... Llévale a ver las estatuas, borrico...”, se dijo en voz queda el bueno de Germán Segundo, no sabiendo cómo consolar de alguna manera a su interlocutor. “Si uno como yo encuentra paz mirándolas, no va a encontrarla él...”
Y dándole una palmadita en el hombro, Germán “El Esquiviano” condujo a Amadeo frente a las estatuas de Don Quijote y Sancho. Éstas les contemplaron desde sus pedestales de inmortalidad, pero con una conmiseración y benevolencia que hicieron que Amadeo retomara la narración de su caída en desgracia con una serenidad que le sentaba mucho mejor, dejando que la amargura en reposo fuera expulsando poco a poco sus más perniciosos vapores.

“Aquí donde me ve, mi buen amigo, yo tuve en mis manos durante un corto espacio de tiempo esa ardua tarea consistente en preparar las ligeras mentes infantiles para la gravedad adulta. No, no me mire usted con esa cara. En palabras más sencillas, fui maestro de escuela. Maestro, ¡qué palabra más hermosa! Maestría significa dominio, señor mío, y yo me jactaba de poseerlo tanto sobre mis pupilos -puedo asegurarle que no se oía ni el vuelo de una mosca durante mis clases- como sobre mi intelecto: pasaba por ser el erudito en Historia Universal del colegio, aunque esté mal que yo lo diga”. Germán Segundo se rascó su poblado mentón. No era capaz de concebir una razón por la que aquel gentilhombre se hubiera visto obligado a abandonar su noble profesión. Es verdad que se le desorbitaban un poco los ojos cuando declamaba sus desventuras, pero no le parecía ese un rasero propio para medir a nadie. Quien más, quien menos cojea de alguna rareza. En el mundo hay gente más emotiva y gente más templada, y Germán, que siempre había sido de estos últimos, no era quien para juzgar los aspavientos de nadie.

“¿Y por qué dejó la enseñanza, Amadeo?” El hombre se puso serio, alargó un brazo para empuñar de nuevo su herramienta profesional, e irguiéndose con la prestancia de un hidalgo que nunca ha dejado de serlo, continuó: “Si recuerda usted, amigo mío, las clases de historia de la escuela, le vendrá el pensamiento de una materia abstracta, de un mármol desportillado, de un jardín lujuriante que tan sólo se le permitió admirar a través de un vidrio arbitrario”. Germán Segundo apenas si entendía las metáforas de su interlocutor, pero dejó que los oídos se le colmaran de la música de aquellas palabras que parecían pertenecer al dominio exclusivo de los libros y que ahora eran pronunciadas en voz alta y diáfana -“voz de locutor”, se dijo el barrendero- ante sus propios ojos. 

 “Mis clases estaban concebidas, ¿cómo decirlo?, para ser vividas. La llama de conocimiento que debía inflamar en aquellos quinqués en ciernes dependía del realismo de mi interpretación. Porque, si aún no se lo he dicho, amigo Germán, mi concepto de la historia era el de un profesor-actor. Representaciones de momentos históricos, tal era el título que di al curso y con el que me presenté en la Sala de Estudios del Colegio Lepanto de... Bueno, lo cierto es que el lugar no tiene demasiada importancia...” Aquella última frase, reflexionó Germán. Había algo familiar en aquella última frase de Amadeo, ¿pero qué era? “Bueno, ahora no caigo, pero es de esas cosas que tiene uno en la punta de la lengua...”

Amadeo Solana dirigió una penetrante mirada a Germán. Se diría que había captado el instante de distracción del barrendero y no parecía hombre acostumbrado a dejar un parlamento a medio hacer.

 “¿Le resultan ya penosos los pormenores de mi historia, señor mío?”, inquirió con un poso de malestar. Germán se azoró y tragó saliva aparatosamente. Por nada del mundo hubiese querido herir la sensibilidad de aquel noble caballero venido a menos. Pidió disculpas mientras se pasaba una gordezuela y sudorosa mano por la cara. “Como le decía, comparecí en la Sala de Estudios con mi propio programa de la asignatura, y fui dura y cruelmente criticado por mis compañeros. Se me acusó de individualista, librepensador, idealista e irreverente, entre otras muchas cosas. ¿Irreverente? ¿Hacia quién o qué? ¿Es acaso la enseñanza de la Historia un corpus único e indivisible, un código de leyes o un teorema matemático? No, señor, es un gran entreacto. ¿Sabe que una de mis grandes pasiones fue siempre la de coleccionar trajes y disfraces de época? Mi difunta abuela, que en paz descanse, era una magnífica costurera, y de ella obtuve no pocas de las piezas de mi vestuario. Cota de malla y jubón Siglo de Oro; túnica griega o romana, según lo que se terciara; sombreros de paño y calzas renacentistas; capote, levitilla y pañuelo románticos. En cada clase, y dependiendo del tema que viniera a cuento explicar, me vestía apropiadamente para la época”. En este punto, y arriesgándose a otra mirada desaprobatoria, decidió interrumpir Germán Segundo el discurso. Aquello le parecía tan original e insólito. Le costaba creer que alguien pudiese atacar la imaginación con tanto encono. En su opinión, sólo los frustrados o los mediocres podían ser capaces de tal cosa. “¿Y qué decían los chavales  al verle de aquella guisa?”, preguntó armándose de aplomo para lo que viniera después. Amadeo Solana retrocedió en el tiempo con una mirada perdida y soñadora. Se veía que aquella era la parte de toda la relación de sus cuitas que menos daño le causaba rememorar.

“La ambientación, mi paciente amigo, lo es todo en la enseñanza de la historia. Fechas, batallas, apogeos y decadencias no significarán nada para los que los estudian si no les es ilustrado con la luminaria del profesor. Y en un mundo de grises enseñantes determinados a inculcar una sabiduría estilo papagayo, mi representación histórica dio en hueso...” Amadeo Solana pareció abatirse de nuevo; cabeza y hombros describieron un movimiento descendente y su rostro demacrado amenazó con sombrearse de amargor, pero al cabo se enderezó con un ímpetu que debía de arrancar de sus mismas entrañas, acostumbrado a sacar fuerzas de flaqueza en sus frecuentes momentos de abatimiento, y alzando su gancho de limpieza en alto, gritó: “¡¡¡¡¡PERO NO DI MI BRAZO A TORCER, NO SEÑOR!!!”

Germán Segundo, que era hombre muy discreto, echó un vistazo a su alrededor para ver el efecto que el vocerío de su acompañante había podido causar en los transeúntes. Por allí no se veía un alma, exceptuando un noctámbulo que descansaba todo lo largo que era sobre un banco de la plaza. Vestía harapos y se abrazaba a una botella de tinto sin marca. “Consuélese, don Amadeo, que aquél está mucho peor que usted”, sentenció Germán Segundo con cantarín acento de su tierra. El antiguo maestro de escuela asintió con la cabeza, y en silencio se unió a Germán Segundo en la contemplación de las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza.

El desarrapado del banco abrió los ojos. No le fue fácil quitarse la telaraña de embriaguez que le impedía ver con claridad a través de ellos. Enfocando a lo lejos, distinguió dos figuras que guardaban un curioso parecido con las estatuas de la plaza, la de un hombre alto y flaco junto a la de otro bajo y rechoncho. Sin saber muy bien por qué, le vinieron a la memoria en aquel momento las ventas que surcaban el seco paisaje de su tierra manchega. Mientras descorchaba la botella, una lágrima de nostalgia le resbaló por la mejilla y fue a parar al suelo, cerca de donde los gorriones se bañaban en la arena que rodeaba al banco. Para ellos, probablemente no fuera más que una gota de rocío.