Hay torres de cristal, cemento y cadenas dentro de
las cuales relojes de manecillas inmóviles vigilan impasibles el progreso sobre
el teclado, mientras torniquetes a sueldo controlan el flujo de anónimos empleados.
Ninguna de esas prisiones tiene ya sentido para él, pues se ha decretado a sí
mismo amnistía navideña de tan mundanas galeras, y ahora no se verá obligado a
dar explicaciones a nadie por dirigir su mirada hacia aquella urraca que
codiciaba las migas de bocadillos mal digeridos o a esa bandada de gorriones
que se empeñaba en trinar con algarabía aunque el cielo bramase enfurruñado. Contempla
de lejos el destello de las ventanas que nunca se abren y les dedica un gesto
de despedida, ni grosero ni afectuoso, pues nada tienen ya que ver con su vida.
Detrás de aquel cristal opaco aún puede visualizar la silueta de algunos
compañeros por los que siempre sentirá afecto. ¡Ojalá no se le aparezcan en
sueños! Cruza la carretera hasta el parque habitado por otros insatisfechos, que
rumian pensamientos de fuga mientras rumian su alimento.
“Así era yo”, murmura avanzando sin atreverse a mirarles
de cerca. “Aquí fragüé mi fuga tantas veces antes, sin lograr jamás escaparme”.
Pero todo eso ha dejado ya de incumbirle, y lo va
olvidando según se aproxima el lánguido autobús de vuelta, al que pronto dirá
adiós con la mano extendida de gozo. Media hora de traqueteo en un lenguaje ininteligible
le conducirá hasta un dédalo de calles hermosas, hasta el corazón de un mundo
de paseantes que lucen oficialmente su alegría en el ojal, hasta el ojo de un
huracán habitado por compradores ebrios de emociones fuertes. Anuncia el final de
su viaje un coro de niños que parpadean al compás del alumbrado de Navidad. Despide
con un pañuelo dorado al autobús, viejo amigo de penalidades, barca de Caronte perdida
ya en la bruma del pasado inmediato en el que se zambulle. No encontrará aceras
vacías en aquel universo recién descubierto, solo gente viva viviendo en su
tiempo prestado, exploradores del espacio aficionados que se niegan a creer con
todas sus fuerzas que la oficina es un agujero negro, seres que buscan su ser
auténtico en el oropel de un escaparate empañado. Bajo aquel luminoso mantel
navideño, tejido en atávico hilo rojo, comerá del mismo modo en que solía comer
en domingo, pues jamás volverá a comer sin alma, y dejará que un litro de vino
espumoso haga con él lo que quiera, y sentirá que su ser se expande, aunque su
mente se adormezca, y empezará desde cero, sentido a sentido, hasta descubrirse
a fondo en el fondo de los ojos de la mujer que le espera.
Epílogo
Alguien le desea Feliz Navidad desde el otro lado de
la mesa. La sonrisa que acompaña la frase se asemeja mucho a la perfección. Sus
ojos sonríen al levantar la copa hacia él mientras, en algún lugar del
establecimiento, suena una orquesta de ángeles anglófonos dirigida por Ray
Conniff. Una mirada más intensa deja entrever nuevos detalles de la visión que
tiene ante sus ojos. Los velos van cayendo uno tras otro. De repente, el barniz
de ámbar que reluce en el cuello de la mujer le recuerda que ahora, más que
nunca, es el momento de amar la vida.