LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

martes, 22 de noviembre de 2011

A propósito del tiempo, nacer, cumplir años

Quería compartir el contenido de la traducción de estas frases tan significativas. Pequeños momentos para una pausa, para la reflexión, otros espacios-tiempo.


“Un diplomático es un hombre que siempre se acuerda del cumpleaños de una mujer pero que nunca recuerda la edad de ésta”. - Robert Frost

“Cuando el primer bebé se rió por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos y todos ellos se fueron brincando por ahí, y ese fue el comienzo de las hadas”. - James M. Barrie

“A veces me parece estar viviendo mi vida hacia atrás, y que según me acerque a la vejez, empezará mi verdadera juventud. Mi alma nació cubierta de arrugas –arrugas que mis antepasados y padres pusieron allí con mucha asiduidad y que me costó un gran esfuerzo quitar”. - Andre Gide

“Mi corazón es como un pájaro que canta...
Porque el cumpleaños de mi vida ha llegado,
me ha llegado el amor”. - Christine Rossetti

viernes, 11 de noviembre de 2011

¿Y qué fue de Rocinante?

Un Hamlet le dijo a un Don Quijote: “La unión hace la fuerza”. Pero Macbeth, aliado con Otelo, les susurró: “Divide y vencerás”. Y cada cual siguió su camino por separado. En distintas encrucijadas Fausto les propuso la inmortalidad, pero un bombero de Farenheit 451 apareció y lo quemó. Entonces Don Quijote empezó a dudar de sus lecturas ...de caballerías y Hamlet empezó a ver gigantes donde sólo había molinos. Los desvaríos de Alonso Quijano equilibraron a Ofelia, que ya no se sintió tan frágil ni trastornada, y cuando Hamlet, a quien el quijotismo había curado de su melancolía aguda, contempló a Dulcinea, pensó que no todo estaba podrido en Dinamarca y la hizo princesa de Elsingor. Lo malo es que Sancho Panza se quedó sin trabajo, empezó a recitar soliloquios existenciales y perdió el apetito.
Rocinante, enchufado por Babieca, pasó a ser figurante en el Cantar de Mío Cid.



Este relato fue finalista en el Segundo Concurso de Microrrelatos "Factoría FNAC", 2009.

El tupé de mi profesor

En la clase en la que yo estaba, todos sabían que el profesor de Literatura Inglesa llevaba bisoñé. Nadie podía precisar a ciencia cierta cuándo había empezado a usarlo, pero algunos compañeros de cursos superiores con los que solíamos jugar al billar los viernes por la tarde afirmaban que, cuando a ellos les dio clase, dos o tres años antes, la calva ya empezaba a relucirle por una buena porción de su cabeza. Realmente a nadie podía importarle mucho el que el Sr. Leland, de cuarenta y tantos años y soltero empedernido, cubriese o no su calvicie con un postizo. Y menos a unos chavales de 14 años que tenían muchas otras cosas más apremiantes en las que ocuparse, crecer sin ir más lejos. A mí personalmente me traía sin cuidado. Ahí tenías al bueno de Telly Savalas, haciendo gala de ella sin complejos, con aquellos abrigos tan elegantemente cortados y esa ironía y desparpajo disueltos en cada frase que soltaba al personal.

Para mí, nacido en los 60 y adolescente en la segunda mitad de los 70, Savalas-Kojak era un tío guay o, como diría el Sr. Leland, un referente perfectamente válido. Ésta era la clase de expresiones que solía emplear cuando nos explicaba las lecciones. Si, por ejemplo, quería decirnos que un poema de Coleridge podía ser tan moderno hoy como cuando fue escrito, en el siglo que fuera, el Sr. Leland nos decía que “Coleridge era un referente válido”. También nos explicaba otras muchas cosas, como métrica y tema principal del poema, e incluso a veces pedía que alguno de nosotros saliera a leer en voz alta, lo que todos detestábamos, ya que los demás aprovechaban la ocasión para reírse de ti, comentar entre ellos lo mal que lo hacías y gritarte: ¡No se oye! ¡Más alto!


Ese era el tipo de clase en la que se suponía que tenía que formarme a la delicada edad de 14 años, entre compañeros que rivalizarían encarnizadamente en una competición de “a ver quién es el más cafre, cretino y analfabeto”, en una década, la de los 70, que todos se empeñarían posteriormente en recordar como la de las greñas, los pantalones de campana, la música disco, las moquetas verdes y los papeles pintados, olvidándose de cualquier otro elemento sociocultural que hubiese convivido con los ya citados.
Porque yo me pregunto: ¿es que no había calvos en los 70? ¿nadie tenía entradas pronunciadas en esa época? ¿vestían todos con ropa amplia y hortera? ¿a nadie le gustaban las paredes blancas y desnudas? A menudo me hago estas y otras muchas preguntas, pero no encuentro respuestas originales por parte de amigos o conocidos que vivieron aquellos años. Seguro que el Sr. Leland me hubiera respondido algo distinto. ¿Qué habrá sido de él? ¿Seguirá explicando sus poemas a un público que no le merece?
Ojalá no haya cambiado mucho.


Andaba yo dando un garbeo por el centro comercial, cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. No me suele hacer mucha gracia que la gente me reconozca en un lugar público y concurrido, así que intenté hacerme el sueco y seguir viendo escaparates de tiendas, como si nada. Cuando estaba absorto contemplando una mesa de billar que bien pudiera haber ocupado la tercera parte de mi habitación, sentí que me tocaban el hombro. En el cristal de la tienda vi reflejado a un tío al que no reconocí. Desde luego su reflejo no me era nada familiar, como el de mi padre, mi hermano Graham o mi amigo Ralphy. Esperé que no fuera alguno de mis compañeros de clase. No tenía ninguna gana de sostener conversaciones monosilábicas tipo: “¿Qué haces? Aquí... Ya ves.. “ No, sinceramente ya tenía bastante con aguantarlos una buena parte del día como para sufrirlos también allí.

Al darme la vuelta, me encontré frente al Sr. Leland, mirándome divertidamente desde su metro ochenta. Yo ando por el metro setenta, y aunque no estoy entre los altos de la clase, tampoco soy de los bajitos. Siempre me resultaba un poco incómodo hablar con tíos más altos que yo. Mi madre decía que era por no sé qué de las vértebras del cuello, que me provocaban sensación de mareo. Supongo que tenía razón, aunque cada vez que se lo oía decir, me hacía sentir diez años más viejo por lo menos.
“Veo que te gusta el billar, Walsh”, dijo, y luego añadió. “¿Sabes que a un rey de Francia se lo recomendaron los médicos para que le facilitaran las digestiones?” El Sr. Leland siempre hacía ese tipo de comentarios. Hablaba de una manera complicada, con palabras y expresiones cultas o difíciles de entender a la primera. Casi toda la clase pensaba que era un pedante y un pelmazo, pero a mí me parecía un tío bastante original. Sentía cierta admiración por él, ya que pensaba que había que tener valor para expresarse de manera distinta a como lo hacían los demás. El Sr. Leland no tenía aspecto de tipo duro, ni vestía a la moda, ni llevaba el pelo largo y con greñas, como otros profesores más jóvenes del instituto, pero en su peculiarísimo estilo conseguía imponer un cierto respeto en clase. Incluso a los que pretendían burlarse de él. Recuerdo especialmente aquella vez en que Pinky, uno de los gansos de la clase, le preguntó al Sr. Leland lo que significaba la palabra “bisoño”, que según él había aparecido en un libro que se estaba leyendo. Dudo mucho de que, en su tiempo libre, aquel individuo leyera algo más que los textos obligatorios del curso, pero había que reconocer que, en su avieso afán de poner en un aprieto al profesor, se lo había currado bastante. La clase entera no perdía ojo de la cara del Sr. Leland, atenta a cualquier signo de rubor en ella o a cualquier inflexión de embarazo en su voz. Yo me imaginaba cómo se lo hubiera tomado Kojak, con su sorna característica: ¿Estás tratando de ponerme nervioso, baby?
Y luego se hubiera sacado tranquilamente una piruleta del bolsillo, para demostrar a aquel hatajo de mocosos maliciosos que, a él, cualquier alusión a su calvicie se la traía floja (“Todos nacemos calvos, baby”, habría añadido a modo de descolocante colofón).

Sin resultar tan “cool” como Savalas, la forma de reaccionar de Leland ante aquel ataque frontal contra su persona fue bastante egregia. Mirándole directamente a los ojos, y con una contundencia y sequedad inusitadas en él, le espetó al tontaina de Pinky:
“Bisoño es el novato, el inexperto, el principiante. Bisoño es el que no sabe nada. Por eso pregunta”.
Pinky se quedó cortadísimo. Yo pensaba: Venga, cobarde. Pregúntale ahora que significa bisoñé. ¿A que no te atreves? Y estoy seguro de que el resto de mis compañeros pensaban lo mismo, aunque pusieran cara de alelados sin expresión alguna. Ninguno hubiera querido reconocer el aplomo de Leland. Era demasiado inclasificable para ellos. Pero al menos los dejó mudos durante unos minutos. A ver si aprendéis, pensé para mí.
Leland guardó silencio durante diez largos y tensos minutos, a lo largo de los cuales no se oyó ni un murmullo. Cuando sonó la campana, puso término a la clase y abandonó el aula sin despedirse.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Hotel Natchez, en algún lugar de Massachusetts

La puerta se abrió de golpe, como empujada por fuertes hombros, y entró un desconocido en la habitación del hotel. Las manos le temblaban visiblemente, y en una de ellas brillaba el acero de un revólver de pequeño calibre. Sus ojos recordaban a los de un animal acosado y fueron a clavarse directamente en la ventana abierta. Una colilla de cigarrillo en el suelo, tan marchita como las paredes de la estancia, le advirtió de que alguien había estado allí. Pisadas de barro en la moqueta señalaban a la ventana y, al asomarse a ésta, percibió un perfume femenino que le era tan familiar como si lo hubiese destilado su propio organismo. Como suponía, la escalera de incendios refugiaba a la mujer que buscaba, aunque la lluvia, pertinaz y descarada, pugnaba por revelar su escondite a ojos inquisitivos.

-Todo ha acabado, Eileen –gritó el hombre con un torrente de voz que desmentía el temblor de sus manos–. Pyke no volverá nunca más a molestarnos.

Entonces se dejaron oír pasos en la escalera de incendios, titubeantes y casi enmudecidos, pero no en la dirección que el hombre había supuesto. Desde arriba, la silueta de una mujer enfundada en un abrigo negro podía vislumbrarse con dificultad tratando de bajar la escalera para alejarse del patio del hotel.

-Eileen, es inútil. Ya no es necesario huir. Todo ha acabado. Pyke no volverá a hacernos daño –volvió a repetir el hombre, que aún sostenía peligrosamente el revólver en su mano derecha.

Como Eileen no contestaba, el hombre decidió bajar también por la escalera de incendios. “Si la pierdo ahora”, se repetía obsesivamente, “no la volveré a ver jamás”. Guardó el revólver en el bolsillo de su gabardina y se encaramó al pasamanos, descendiendo todo lo rápido que su corpulencia le permitía. Grant Holger, pues así se llamaba, ni siquiera tuvo tiempo de llegar hasta el suelo. De una de las manos enguantadas de Eileen salió un fogonazo y Grant cayó sin vida sobre el pavimento mojado.
-Esto es por Pyke–. La lacónica frase pronunciada por Eileen quedó ahogada en una ráfaga de lluvia y viento, aunque es muy posible que fueran las últimas palabras que Grant Holger escuchó en este mundo.

martes, 18 de octubre de 2011

Musicologías bajo tierra

Georges Endouga corrió la cremallera de su bolsa de deporte, imaginándose que alzaba la verja de su propia tienda, y desplegó sobre el palpitante suelo del Metro su material de trabajo. La manta que soportaba los CDs no era tan real para él como los estantes clasificados por género, grupo o solista que sus esperanzas habían dibujado en aquellas baldosas de fría desesperanza. La portada de Grandes del Soul le recordó que su alma se había cansado de permanecer alerta; sus ojos, de vigilar ansiosos las escaleras; su mente, de especular sobre los recodos que no alcanzaba a controlar, y tras los que, en cualquier momento, podrían asomar las temidas Fuerzas, envueltas en una ráfaga de aire en corriente.

Georges, que había sido locutor en una emisora de radio de su Bamako natal, aunque nadie de los que pasaban como una exhalación ante su puesto hubiera dado un duro por ello, sabía que aquellas no eran sino horas robadas, sustraídas a su gran y secreta ilusión de llegar a trabajar en una de esas tiendas de discos “oldies” del centro, por el que callejeaba cuando no tenía nada más que hacer.
Un primer cliente se detuvo frente a él, autoritario, convencido de que su petición no sería satisfecha: -¿tienes algo de Cream?…no, déjalo…vengo otro día, ¿vale? -.
Un segundo cliente se acercó, titubeante, balbuceando título y autor: -…buscaba… algún instrumental…de…rock sinfónico…¿te suena?-.

A Georges, que era todo un experto en música de los años 60 y 70, le gustaba pensar que en algún momento se encontraría frente a frente con su futuro, que alguien se pararía un instante delante de su mercancía y le pediría una rareza, un título que le pondría a prueba. Cuando ese momento llegue, se decía Georges, estaré preparado. No sé qué aspecto tienes, no he escuchado nunca tu voz ni he pisado jamás tu tienda, se dijo, pero cuando me preguntes por ese disco que sólo tú crees conocer, no te defraudaré. Georges Endouga se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos descubrieran la luz subterránea. Un nuevo tren llegó, y una oleada humana se apeó de sus entrañas.


Este relato fue finalista en el certamen de relato hiperbreve “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles, 2003.

Monos en la cara

¿Os habéis preguntado alguna vez cómo sería la vida con un solo brazo? Yo no tuve ocasión de planteármelo. Nací así. Pero no creáis que os voy a contar aquí la historia de mi vida. No es ese mi propósito. Os voy a hablar de cómo transcurre un día cualquiera para alguien como yo.

Me despierto a las 8:00, me afeito en 10-12 minutos y preparo el café en una cafetera de émbolo. Las de rosca me resultan realmente difíciles. Ya desayunado, tomo una ducha, me seco en el doble de tiempo de lo que seguramente lo haréis vosotros y selecciono la ropa que quiero ponerme. Tardo en vestirme alrededor de 6 minutos y medio. No está nada mal, considerando que sólo utilizo el brazo derecho.

En cuanto salgo a la calle, me convierto en el centro de atención. Y eso sin tener madera de estrella. Me cruzo con ocho personas, y todas menos una, que va distraída, clavan automáticamente la vista en la manga izquierda de mi traje. “Sí, ya sé que no hay nada debajo de la tela”, les digo con el pensamiento, “pero miradme en conjunto, id más allá de esa parte aislada y veréis a una persona bien vestida.”

En el autobús, las miradas continúan. Como soy algo presumido, me hago la ilusión de que lo que miran no es el brazo ausente, sino mi perfil absorto en la ciudad que madruga a través del cristal. Dejo de estudiar las reacciones de mis compañeros de trayecto por el rabillo del ojo y descubro a una niña pequeña que me regala su sonrisa, incondicional y luminosa, desde la ventanilla de un coche detenido en el semáforo. Al ponerse de nuevo en marcha, la niña me dice adiós con la mano. Me gustaría tanto devolverle el gesto, agradecerle esa inocencia que no sabe de formas, pero sólo cuento con un brazo para sujetarme, así que le sonrió con todas mis fuerzas. Es la primera persona del día que me ha mirado como lo haría un ángel. No ha visto nada extraño. No le he parecido diferente.

Soñando en agua y color

La otra noche, mi hermano me contó el sueño que había tenido. Salía a la calle, y todos llevaban al hombro una especie de mochilas-acuario con un pez de color dentro. Cada pez servía para curar una dolencia distinta del alma. Los había rojos para la injusticia, verdes para el desamor, malva para la melancolía, amarillos para los que sufren la intolerancia y el rechazo, naranja para los maltratados de palabra y acto, azules para los menospreciados por su acento y tonalidad de piel, rosa para los que son juzgados por las arrugas de su epidermis y no por los surcos de sabiduría que aquellas encierran.

 Mi hermano descubrió maravillado que conocía por intuición las propiedades curativas de cada pez, incluso sin cruzar palabra con nadie. Aquella era una perfecta convivencia de sanación recíproca y desinteresada. No se compraba con dinero, no se le rehusaba a nadie. Todos la recibían por igual. A mi hermano le fascinaba especialmente la transparencia de las mochilas-acuario, cristalinos escaparates de maravillosa irrealidad, y el calor que desprendían los peces al posar la mano sobre ellos. El calor se transformaba al instante en la energía deseada, en el consuelo largo tiempo esperado. Cada pez oficiaba de prisma de la dolencia curada, y el rostro de los que lo tocaban se iluminaba del color en cuestión, como una vidriera herida por el primer rayo de sol. Mi hermano se sentía tan a gusto en aquel sueño, que cuando despertó de él no pudo ingerir alimento alguno en el desayuno. De camino a su mal pagado y rutinario trabajo como repartidor de pedidos a domicilio, se detuvo frente al escaparate del acuario de su barrio y pegó la nariz contra el cristal. Los coloridos habitantes de la pecera de la tienda brillaban igual en Madrid que en Lima, y por un instante mi hermano sintió un calor en la palma de la mano que le inundó todo el cuerpo hasta hacerle sentir bienvenido y aceptado, como un ciudadano más. Desde entonces, mi hermano afirma que en aquella pecera de barrio están representados todos los colores del mundo.

Ulises y Penélope

Entre personajes mitológicos... ¡Ay el tema de la comunicación! ¡Pero siempre con humor!


Ulises: Pues sí, Penélope, volví a Ítaca porque me hastiaba vagar por el ignoto mar sin más confines que aquellos que los Dioses quisieran imponerme...

Penélope: Este Ulises siempre tan épico...



Ulises: Resistí el canto de las sirenas, rompí el hechizo de la maga Circe...


Penélope: Y ni siquiera me ha preguntado por estos años, tejiendo y destejiendo el tapiz. ¡Qué odisea!


Ulises: El Caballo de Troya, mi más ingeniosa prueba de valentía...              


Penélope: Me parece que he perdido el hilo. ¿Qué digo? Si no soy Ariadne.

martes, 27 de septiembre de 2011

Cinco sabios

Mi profesor de Lengua dice que Cercanías es la unión de dos palabras: cercanas vías, raíles que nos acercan a nuestro destino. La de Matemáticas dice que el tren es un carril de hierro que acorta la distancia entre dos puntos, una locomotora que engulle rectas. Para el de Música, es un auditorio rodante que atraviesa paisajes. El de Filosofía lo considera un paréntesis que ordena nuestras ideas. La de Literatura afirma que se hace camino al viajar y que los vagones van a dar a la mar. Destino, rectas, paisajes... Sueño que viajo. Me adormece el trayecto. Llegué.

Autorretrato en doce compases


El guitarrista zurdo, al que todos creían diestro, se colocó delante de un espejo sobre el escenario inundado de luces, y comenzó a extraer los primeros punteados de las cuerdas de su fiel instrumento. El público de las primeras filas le contemplaba con expresión sumamente enigmada, como se sigue cada gesto ensayado de un ilusionista que estuviera ejecutando uno de sus mejores trucos, mientras que los que ocupaban los asientos posteriores del anfiteatro se contentaban con absorber las cadenas de sorprendentes acordes que llegaban a sus oídos en ondas consecutivas.




El guitarrista zurdo, que con aquella actuación esperaba ganar lo suficiente como para fabricarse un instrumento adaptado especialmente a la medida de los reflejos de su mano izquierda, sin darse cuenta de que, a ojos de su audiencia, el número del espejo representaba la total identificación entre el artista y la principal atracción de su repertorio, cerró los ojos por unos instantes, y dejó que sus dedos deambularan a ciegas por las familiares coordenadas de aquellas cuerdas. Cuando los volvió a abrir, se reencontró con su propia imagen en el espejo, reflejo concentrado y serio de sí mismo, y siguió tocando sin perderse de vista hasta finalizar la actuación, entre el coro de los aplausos de su deslumbrado público.



Sustituida la guitarra por un pincel, los amplificadores por una paleta de colores, el escenario plagado de focos por un estudio débilmente iluminado, se hubiera dicho de él que estaba pintando su autorretrato.

Un nommè La Rocca, 1961

Un tal Belmondo

Esta adaptación de una novela de Jose Giovanni, el célebre especialista en serie negra, sorprende, a casi medio siglo de su realización, por su concisión narrativa y su sequedad formal. Jean Becker nos ofrece imágenes de un laconismo casi clínico en blanco y negro que sólo parecen cobrar vida cuando se ambientan en las animadas callejuelas del Vieux Port marsellés. Restaurantes al aire libre, locales de copas y nightclubs pueblan estos bas fonds donde el personaje protagonista tiene su residencia y su cuartel general de operaciones. El desértico paraje sudamericano que abre el film o el árido paisaje provenzal en el que se desarrollan los pasajes carcelarios son una tierra baldía, un páramo que sólo se ve irrigado por la nobleza que destila la férrea amistad que profesa Roberto La Rocca (Belmondo) por Adé. Un ejemplo ilustrativo de la economía narrativa de Becker puede verse en el planteamiento inicial del film: tras ser informado por el mexicano de que su amigo Adé ha sido encarcelado por un delito que no ha cometido, La Rocca deberá trasladarse a Marsella y seducir a la amante del gangster Vilanova. El último plano en Sudamérica se funde con el siguiente en Francia: La Rocca y la chica de Vilanova ya han intimado, con lo que el director nos ahorra todos los detalles de su encuentro y noviazgo. El modo en que nos presenta a dicha actriz, siguiendo con la cámara su espalda desnuda mientras se dirige al cuarto de baño, ante el irónico comentario de Belmondo (“Cuidado con las corrientes de aire”) nos podría hacer pensar que vamos a ver una continuación de A Bout de Souffle. Pero este Roberto La Rocca no tiene nada que ver con el Michel Poiccard del archifamoso film de Godard. Si aquél era capaz de asesinar a sangre fría a un policía y no tenía reparos en robar en garajes y servicios públicos, La Rocca sólo mata en defensa propia y en las dos ocasiones a maleantes ante los cuales no le queda otra alternativa. La Rocca no es impulsivo como Poiccard, sino que destaca por sus nervios templados y su serenidad. Otra cualidad que le aleja del prototipo gangsteril es su sentido del honor y de la amistad. Becker delega todo el peso interpretativo y dramático en su protagonista, un jovencísimo Jean-Paul Belmondo, y la jugada le sale triunfal. Natural, comedido, desgarbado, en las antípodas del divismo, sosteniendo en una mano los aires de innovación de la Nouvelle Vague y en la otra la consolidada tradición del cine de la Edad de Oro francesa, Belmondo es a La Rocca lo que La Rocca es a Belmondo. 

Davos

Davos había dibujado con tiza los límites que constituían la demarcación de su propiedad, un espacio de 30 metros de largo por 15 de ancho al que había decidido llamar su Catedral. Davos no era un hombre especialmente religioso, pero había escogido este nombre para sus dominios pensando en que el carácter de lugar sacro que dicho nombre les confería podría ayudar a que sus exigencias fuesen respetadas. Una catedral no era de esos lugares que se violentan o traspasan así como así. Por lo que recordaba de sus estudios, incluso se podía solicitar asilo en ellas. Además, en estos edificios existe un culto establecido y unos horarios de visita oficiales, por lo cual si alguien estaba realmente interesado en visitar aquel espacio que él había señalado con tiza como de su propiedad, no tendría inconveniente en elaborar un programa que regulase este tipo de actividades. Por otra parte, Davos era plenamente consciente de que el solo hecho de asignarse un espacio de terreno abandonado de la ciudad en que hasta entonces había malvivido no era garantía alguna de que se le fuera a conceder esta parcela sin tener que luchar por ella, aunque estaba casi seguro de que, habiéndole dado el nombre de Catedral, los concejales y demás profesionales del urbanismo tendrían que pisar con pies de plomo para intentar despojarle con todo el peso de la ley de los derechos que automáticamente se había adscrito. Para ello, Davos, que no era católico ni mucho menos sacerdote, y ni por asomo había concebido la idea de vestirse con el atuendo característico de los oficiantes de este credo para reforzar el respeto de los demás hacia su Catedral, sacó su Biblia de bolsillo de la mochila, un libro que conocía y admiraba desde hacía mucho tiempo por las infinitas enseñanzas que encerraba, y se sentó a esperar la inminente llegada de las fuerzas de seguridad. Pero Davos se equivocaba, porque fueron pasando las horas y ningún agente al servicio del Ayuntamiento de la ciudad se presentó para exigirle que se marchara de aquel terreno que había reclamado para sí. Llegó la noche y Davos, contra todo pronóstico, incluso pudo dormir a pierna suelta sin ser molestado, amparado en los límites de tiza que circunscribían su lugar sagrado, su Catedral. Cuando la luz del día le despertó, Davos constató perplejo que los límites de su Catedral seguían sin haber sido traspasados y llegó a la conclusión de que a veces nuestra imaginación anticipa muchas más dificultades de las que en realidad debemos afrontar, lo que le hizo sonreír de alegría bajo el azulado cielo que constituía el techo de su Catedral, lo que no era poca cosa para un hombre taciturno al que pocos habían visto exhibir su dentadura de contento.

La belleza soberana

Esta es mi traducción de Amoretti III: La belleza soberana
(Edmund Spenser).


La belleza soberana que tanto admiro
contempla el mundo, tan digno de encomio,
cuya luz había avivado celestial fuego
en mi frágil espíritu, por ella elevado de la vileza;
Hallándome ahora deslumbrado por su ingente resplandor,
ninguna cosa vil me es ya grato vislumbrar;
Pero al seguir contemplándola, atónito quedo
ante la prodigiosa visión de celestiales tonalidades
Así, cuando mi lengua debe entonar los elogios que le adeuda,
se detiene con el asombro del pensamiento:
y cuando mi pluma debe glosar sus distinciones,
se arrebata con el estupor que profesa mi imaginación:
Mas en mi corazón doy voz y escribo
el prodigio que mi intelecto componer no puede.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Freud, pasión secreta

Las escenas introductorias de Freud, pasión secreta, película dirigida por John Huston en 1962, nos sirven de preparación, a través de sus extraños arabescos, de sus inquietantes dibujos en forma de nebulosa, para embarcarnos en lo que a todas luces constituirá un viaje al “espacio interior”. La fuerza de la gravedad es la menor de nuestras preocupaciones en esta peculiar variante del cine de ciencia ficción, en la que toman las riendas de la proyección el debate entre cuerpo y mente por lograr el equilibrio interno, las concomitancias que puedan establecerse entre los sueños y demás ejercicios nocturnos de la mente y nuestras disquisiciones diurnas. Los fantasmas del inconsciente han desbancado a la conquista de los planetas del Sistema Solar y el temor hacia los extraterrestres es nimio comparado con el pánico del ser humano hacia sus propios recuerdos, un miedo cerval que le hace enfermar con el propósito de enterrarlos indefinidamente en el cuarto más oscuro de su mente. No es necesario ir a la búsqueda de vida en el espacio exterior, nos vienen a decir Huston y sus guionistas, sino que el alienígena está dentro de nosotros mismos, como demuestra la expresión alucinada del rostro de su intérprete protagonista, Montgomery Clift. Sólo bajo estas premisas podemos llegar a comprender el film que nos ocupa, un audaz experimento de cinematografía que trata al espectador como un adulto, a años luz del infantilismo que parece ahogar las pantallas del cine actual, conminándole a descubrir, mediante el mismo proceso deductivo que el personaje titular, los luminosos hallazgos que sólo llegan a producirse tras un doloroso cúmulo de errores, como expresa el propio diario del gran psiquiatra vienés leído en una memorable escena por el personaje de su esposa. Onírico es el lenguaje que preside gran parte de los fotogramas de la película, y este adjetivo no se reduce únicamente a las escenas más obvias y tal vez menos logradas, rodadas con medios electrónicos como se explicita en los títulos de crédito, sino al tono general del film.


Esa Viena cuyo perfil urbano se nos muestra en ligero picado, con calles tan negras como el abismo que nos separa del inconsciente, en la que no suenan los alegres valses de Strauss ni parece brillar el fasto del Imperio Austrohúngaro, donde un lúgubre cementerio sustituye al Prater, lugar de recreo y cita de otros films ambientados en la capital austriaca, y en la que el sexo ilícito se compra por pocos florines en los antros de la simbólica calle de la Torre Roja. Por esa Viena sombría se pasea como un alma en pena, ensimismado en sus obsesivos razonamientos psicoanalíticos, el frágil y neurótico Sigmund Freud que compone admirablemente Montgomery Clift. El psicólogo no es mostrado como un extraterrestre en la tradicional sociedad vienesa, llegando a ser repudiado públicamente incluso por quienes le apoyan desde un principio con entusiasmo paternal, como el doctor Brewer, cuyas teorías apoyadas en el hipnotismo consigue llevar hasta un imparable paroxismo. Huston, con su planificación objetiva, no subraya en ningún momento del film la inefabilidad de los postulados freudianos, sino más bien lo contrario, insertando momentos en los cuales el psiquiatra se desmorona o se ve sobrepasado por sus audaces planteamientos (el complejo de Edipo que descubre en un paciente que después morirá de una neumonía en un sanatorio mental, lo que le provoca un visible dolor, el complejo de Electra de la joven interpretada por una brillante Susannah York, el desmayo que le impide traspasar el umbral del cementerio en el funeral del padre, etc.).  

La máquina que nos soñó

La Máquina que nos Soñó emitió su cenicienta descarga
y otro par de soñadores dieron con sus sueños en tierra
La fabricaron en oro y diamante, manto duradero,
que sobreviviría en mucho a sus soñadas creaciones
Un alquimista quiso alterarla, con estudios complejos,
mas la Máquina era inalterable, como un texto de Homero
Un poeta quiso cantarla, con sextetos de rima asonante,
mas la gélida Máquina no era descifrable en cálidos versos
La sobrevolaban cormoranes, albatros y cuervos,
mas ningún mal agüero, ni el más ligero ensalmo, parecía afectarle

La Máquina que nos Soñó, sonámbula de preciosos metales,
acaso un día de estos querrá por fin despertarse
¿Por qué no nos sueñas perfectos y sanos?
¿Por qué no nos dejas soñar todo un año?
Tales preguntas se planteó un Latrero, de la estéril Tierra de Latr,
donde soñar que te sueñan es signo de mal agüero

La Máquina que nos Soñó emitió otra grisácea descarga
Latrero, Latrero, date por satisfecho y vuelve por tus fueros
¿Acaso no eres perfecto y sano? ¿Quién te impide soñar todo el año?
La noche, contestó el Latrero, pues sueño que me soñaron de la nada
y en la tierra de donde procedo, eso es un signo de mal agüero
Superchería, dijo la Máquina, superstición de viejas,
Lo que yo sueño nunca podrá ser símbolo de mal agüero,
Observa mi oro, admira el diamante, hermosas capas de todo lo bello,



Hacia la Máquina avanzó el Latrero,
su brazo enfundado en guante de acero
Deja que te sueñe, Máquina durmiente,
déjame imaginarte soñándonos perfectos

 
La Máquina que nos Soñó emitió una inaudita descarga,
tal vez un suspiro, acaso un tañido de su alma
Su oro se fundió como al contacto con la vulcánica fragua
Su diamante se hizo añicos, cual cristalería barata.
El Latrero, con guante bruñido, se apartó de ella asustado
Yo sólo quería soñarte soñándonos más perfectos
Pero para hacerlo, tenías que perecer en tu propio sueño
Oh, Máquina que nos Soñó, tus perecederos metales
nunca fueron tan preciosos como nuestros mejores sueños

La luna y Kung-Tsé


En confianza, me gustaría decir que, cuando todo ocurrió, estaba sentado al borde de la bahía, viendo cómo se alejaba la marea, pero la pura verdad es que me encontraba asomado a la barandilla del puente sobre el río que atraviesa mi pueblo, matando el tiempo, como de costumbre, antes de irme a cenar.


Yo soy algo así como un buscador accidental. Me explicaré, siempre estoy vigilando el curso del río, por lo que pudiera traer. Veréis, mi filósofo favorito es Kung-tsé – Confucio, para entendernos – y, de acuerdo con sus preceptos, intento mantenerme en todo momento en el centro. Para mí, el centro del que habla Kung-tsé es mi pueblo, y más concretamente, la barandilla del puente. Desde aquí veo todo lo que tengo que ver.


Pero volvamos atrás, que me estoy alejando del tema. Aquel día, os lo aseguro, vi reflejada en el agua azul noche del río la otra cara de la Luna. Sí, esa que nunca se ve. Era como las lunas de cartulina que todos hemos visto en alguna representación escolar. Lisa, sin cráteres y aparentemente sujeta al firmamento por un alfiler. Tentado estuve de zambullirme en su reflejo, de acariciar su superficie de papel de plata, pero como ya os dije antes, leo a Confucio. Y Confucio me trajo a la memoria a aquel compatriota suyo que se ahogó al querer besar la Luna. Abreviando, que no quise seguir el ejemplo del insigne poeta y simplemente me limité a ver correr su reflejo a lomos de las aguas del río. Seguro que otra noche volvería a pasar bajo mi pasarela. Yo no me muevo del centro.

DONDE HABITA EL PELIGRO

El título de este interesante film noir dirigido por John Farrow en 1948 no exagera ni un ápice el contenido argumental que vamos a presenciar: intento de suicidio, enamoramiento doctor-paciente, aparente homicidio en legítima defensa, desesperada huida hacia México agravada por la conmoción cerebral que sufre el protagonista, variopintos encuentros con personajes sórdidos y aprovechados de la América Profunda... además de otras muchas sorpresas que nos depara el guión de Donde habita el peligro (Where Danger Lives). Y es que “peligro” es exactamente la piedra de toque de la película, el polo que articula la relación entre los dos personajes principales, un competente y solicitado médico y una misteriosa joven con tendencias suicidas que, en las luces y sombras del soberbio blanco y negro fotografiado por el especialista Nicolás Musuraca, van intercambiándose los papeles hasta alcanzar una atmósfera de pesadilla y paroxismo. No sabemos si el personaje de Robert Mitchum se enamora del misterio que rodea a la verdadera personalidad de su paciente, de la que sólo conoce un nombre con pocos visos de verosimilitud pero que parece ejercer cierta fascinación sobre él (Margo), o si se trata más bien de un flechazo basado en el sentimiento de lástima que ésta le provoca, un concepto que se explotará con trágicos resultados hacia el final del film. Lo cierto es que este joven médico, de afabilidad tan probada que es capaz de contarle un cuento para dormir a una de las niñas a las que atiende en el hospital sin haber descansado de su turno de 15 horas seguidas, y que parece estar prometido a una de las enfermeras (Maureen O’Sullivan), tira por la borda toda su vida anterior para lanzarse a una devastadora relación con una absoluta desconocida. La inexpresividad de Faith Domergue, entonces protegida del productor Howard Hugues, juega a favor de la credibilidad de su personaje, al que parece interpretar en clave de sonambulismo. De sonámbulo podría calificarse también el comportamiento de su partenaire masculino, que a raíz de la conmoción cerebral que sufre al principio de la película, se mueve con angustiosa torpeza –permanentemente al borde del colapso– por un sendero de auténtica pesadilla y no desea despertarse a la verdadera realidad del personaje de Margo, es decir, a su lado psicótico, habilidosamente ocultado en el film hasta que nos enteramos de él a través de un noticiario de radio. El personaje de Mitchum parece repetir el patrón de conducta pasivo y autodestructivo del Jeff Markham al que encarnó memorablemente en otro gran clásico del género, Retorno al pasado, dejándose arrastrar incomprensiblemente hacia el abismo por una mujer fatal. De hecho, es un médico que paulatinamente se va transformando en enfermo, al compás de la progresión de su conmoción cerebral, hasta quedar prácticamente inmovilizado, mientras que Margo, en un principio enferma anímicamente, oculta un grave desequilibrio que la lleva incluso al asesinato bajo una mente fría y calculadora. En cierto modo, el viaje en coche que ambos personajes emprenden nos trae algunos ecos del Recuerda de Alfred Hitchcock, culminación del thriller psicoanalítico que hacía furor en la segunda mitad de los años cuarenta, si bien en aquel insigne título la psicóloga (Ingrid Bergman) y el esquizofrénico acusado de homicidio (Gregory Peck) contaban con la ayuda de un excéntrico y encantador profesor que les acogía en su casa y, sobre todo, con el genuino amor que se profesaban ambos personajes en un ambiente de intenso romanticismo. Por el contrario, en Donde habita el peligro no es amor lo que encontramos, sino una atracción malsana, simbolizada metafóricamente por esa rosa roja (la fatal Domergue) que aleja al protagonista de la “rosa blanca” (la fiel O’Sullivan, de la que Mitchum afirma –en una espléndida escena en la que contempla el letrero luminoso que resplandece frente al hotelucho donde se alojan, y que lleva el ominoso nombre de Rosa Blanca, en castellano en el original– que “siempre fue muy buena conmigo”). Pero John  Farrow, además de un gran especialista del cine negro, con magníficos títulos como The Big Clock, interpretada por Ray Milland y Charles Laughton, es un cineasta dotado extraordinariamente para la aventura, y en este sentido hay que considerar las aventuras –o más apropiadamente habría que hablar de desventuras– que viven Mitchum y Domergue en su ruta hacia México. Al contrario que en otros títulos clásicos del género, los personajes no llegan nunca a poner el pie en ese México liberador que tan bien retrataría el propio Farrow en una de sus mejores películas, Plunder of the Sun, producida por Batjac, la productora de John Wayne, e interpretada por Glenn Ford, y que mezclaba ambos géneros con admirable pericia, sino que se quedan en la desabrida verja que separa ambas fronteras. El film, fiel a su atmósfera malsana, prefiere encuadrar a sus personajes en los fatídicos y sórdidos límites de los villorrios de mala muerte que se suceden en su camino hacia la frontera, habitados por un microcosmos de seres que no sólo no tienen inconveniente en sacar provecho de la situación desesperada de los dos prófugos (el vendedor de coches, el prestamista, el dueño del circo ambulante) sino que aplican unas leyes innobles a los que cruzan su territorio (el grupo de vaqueros barbudos que pretenden ponerles una multa por no llevar la barba obligada en la fiesta de los “Frontier Days”). Sin duda, Farrow nos ofrece un penetrante retrato de una mente perturbada, pero tampoco es despreciable su aguda disección de los personajes cuerdos y que obran discutiblemente dentro de los parámetros de la ley en la América rural. Ante tanta negrura –y desdiciendo al gran poeta Valery y a su afirmación de que “lo negro no es tan negro”–, al final de la película, el espectador, como el propio Mitchum, no puede sino añorar el mundo del elefante Elmer, el cuento que aquél le contaba a su pequeña paciente al comienzo de la proyección, y deleitarse ante el happy end en el hospital, que propone el reencuentro de dos seres que nunca debieron distanciarse.

Invierno en Camelot

Si imploro a una plúmbea nube, ésta me promete un azul raso
Si el aire gélido inhalo, éste me embriaga con el néctar de mayo
Pronto despertará otra vez Arturo, buscando libar, buscando el Grial
Camelot surgiendo de entre las brumas, derretida la nieve en azahar
De la Redonda Tabla el manto retiraremos, fíltrese la luz por sus recovecos
Arturo, rey de nuestros sueños, oficiará en Primavera el Adviento
Sir Gawain, el Verde Caballero, decretará que las plantas se abran
Y el mago Merlín, con su nívea barba, la retirada de la nívea capa
Fiel Lanzarote, las llamas de tu pasión en estado de flor
Apágalas a tiempo o la luz de mayo te hará proscrito en Camelot
Hermosa Ginebra, hija de Leodegrance, ciñe con rosas tu corona real
de espinas purificada, como si aún fueseis cifra par
La artúrica Corte de un hilo pende, en peligro mortal de eclosión

Si tan solo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Mágico Merlín, suspende el estío, conjura el calor
Si tan solo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Oh, abstraído Arturo, traicionado en plena floración
Si tan sólo Lanzarote no hubiese pisado jamás la tierra de Albión
Oh, febril Ginebra, tus labios sostienen la paz de un reino
En ellos bebió Arturo un dulce vino, para su Tabla mortal veneno
Si tan sólo volviesen las nieves, las nieves a Camelot
Azul raso, néctar de mayo, tristes desterrados por un filtro de amor 

Tony Curtis

El reciente fallecimiento –a los 85 años de edad– de Tony Curtis, exquisito intérprete de alta comedia a quien más de una vez vimos también dar el do de pecho en otros géneros, nos recuerda que afortunadamente nadie es perfecto. Que un chico judío de los barrios bajos neoyorquinos lograse acceder al trono de Hollywood no es más que la constatación de otro Sueño Americano cumplido, del papel soberano que siempre ha jugado la fantasía en el prosaico País del Dólar. Y es que este irrepetible actor, ya fuese enfundado en flamante uniforme militar, ataviado con coraza sajona o vikinga, disfrazado a la moda de las Mil y una Noches y con la tez abetunada para interpretar extravagancias orientales de la Universal, boxeando sin despeinarse o encaramado a lo alto de un trapecio, nació y vivió para hacer Cine, o lo que es lo mismo, para alentar nuestras incombustibles necesidades de ficción. Con su cabello moreno engominado, sus burlones ojos claros, su sonrisa entre seductora y socarrona y su físico fibroso, Curtis se metió al público en el bolsillo y, de paso, aprendió los fundamentos de la interpretación tan habilidosamente que incluso llegó a crear un estilo propio de comedia que le situaría en el Olimpo del género cómico entre los años 50 y 60, junto a actores como Jack Lemmon, Walter Mathau, Jerry Lewis o Bob Hope.

Curtis nació para hacernos reír en películas que nos instaban a la alegría de vivir, como Boeing Boeing, La Pícara Soltera, Vacaciones sin Novia o su más popular colaboración, Con faldas y a lo loco. En todas ellas sus encarnaciones cinematográficas compartían unas señas de identidad constantes –un guapo sinvergüenza que se mete en apuros por cuestiones de faldas– y tanto el planteamiento como el desenlace del enredo en cuestión se enriquecían cada vez con desternillantes variaciones (un soltero empedernido comprometido con tres azafatas al mismo tiempo a costa de un riguroso control de sus horarios de vuelo, el poco escrupuloso editor de una revista de cotilleos que pretende seducir a una virginal psicóloga autora de un libro de sexo, un soldado destinado en Alaska que resulta ganador de un fin de semana con una estrella de cine en París pero que coquetea con la teniente que debe velar por su buena conducta, o un músico con los bolsillos agujereados que debe disfrazarse de mujer para escapar de unos gángsters y se finge millonario con yate para conquistar a una rubia cantante). Pero Curtis era un actor de mayores ambiciones, y aunque reinase en la comedia, luchó por no encasillarse y sacar adelante papeles dramáticos (Chantaje en Broadway, Fugitivos, El Gran Houdini), aventureros e históricos (La Carrera del Siglo, Los Vikingos, Taras Bulba) e incluso psicóticos (El estrangulador de Boston) a costa de afear su cuidada imagen.

No obstante, el galán de suaves maneras creado por Curtis difiere del prototipo de otros leading men de la época en su desarmante vulnerabilidad. El público no deja de sentir simpatía hacia este granuja bien parecido que, las más de las veces, se da un batacazo sentimental o se ve empequeñecido en la pantalla por otros actores más corpulentos. Al igual que el resto de sus semejantes, Tony Curtis no era perfecto. Le faltaba la mirada tímida de Gary Cooper, la estólida impasibilidad de Rock Hudson o la honesta seriedad de Gregory Peck para convertirse en un héroe, pero, vistas hoy día, muchas de las películas que rodó en la pasada centuria se acercan inquietantemente a la perfección.

Torino

Enmarcada en el majestuoso escenario de los Alpes, Turín es una ciudad con una inmerecida reputación de gris e industrial que suele ser pasada por alto en los circuitos de las agencias de viajes a pesar de su indudable interés turístico. Esta ciudad, antigua capital de la Monarquía de Saboya y lugar de gestación del Risorgimento o Unificación de Italia, cuenta con una envidiable proporción de espacios verdes y, si bien es cierto que la industria –especialmente la automovilística, representada por la prestigiosa FIAT, cuyas antiguas instalaciones se han reconvertido en el moderno centro de negocios Lingotto– tuvo mucho que ver en su desarrollo, también es verdad que ha sabido compaginarlo con unas dimensiones a la medida del ser humano y un legado artístico excepcional.

No sabemos qué es lo que más sedujo a Nietzsche, el filósofo alemán que residió durante la última etapa de su vida en la capital piamontesa, si el delicioso chocolate que se puede degustar en cualquier pasticceria o café, la visión de las cercanas montañas o los interminables paseos que permiten sus anchas y elegantes avenidas, cubiertas por una red de monumentales pórticos que los monarcas de Saboya ordenaron construir para protegerse de la lluvia en sus caminatas diarias. Y es que, al igual que muchas otras ciudades italianas, Turín conjuga de modo embrujador el arte más exquisito con la belleza natural. Tal vez esto explique en parte la aureola de ciudad mágica que la ha acompañado siempre. Sin querer adentrarnos aquí en consideraciones esotéricas, la magia puede sentirse en cualquier parte de la ciudad, ya sea admirando el conjunto de exuberantes colinas que la rodean, especialmente la de Superga –coronada por la espléndida basílica barroca diseñada por Filippo Juvarra– y el Monte de los Capuchinos, o simplemente deambulando a lo largo del Po, el gran río italiano que constituye una de sus señas de identidad.

Emilio Salgari
Turín es una sucesión de plazas de gigantesca envergadura, como la Piazza Vittorio Emanuele, que desemboca en el río frente a la original Iglesia de la Santa Madre di Dio, la Piazza Castello, con el Palacio y los Jardines Reales, o la Piazza San Carlo, apodada el Salón de Turín por ser lugar de cita de sus habitantes; de altos soportales que parecen no acabarse nunca; de múltiples referencias histórico-culturales (la Sábana Santa, el Museo Egipcio, la Mole Antonelliana, sede del Museo del Cine y visible desde cualquier punto de la ciudad); de librerías especializadas en todos los temas imaginables; de bares con encanto donde reponer fuerzas con un exquisito aperitivo (que en esta ciudad se toma a partir de las siete de la tarde); de muelles transformados en terrazas al lado del río (los Murazzi del Po); de parques románticos, entre los cuales destaca el hermoso Parco Valentino, con su espectacular Fuente de los Doce Meses; y de escritores afligidos por una vena suicida, como es el caso de Emilio Salgari y Cesare Pavese, dos grandes autores de la Literatura Italiana –en sus vertientes escapista aventurera y existencialista, respectivamente– que eligieron quitarse la vida en esta bellísima ciudad.

Turín es una ciudad tan original que hasta se ha inventado lo que no tiene, ejemplo claro de lo cual es ese Borgo Medioevale construido para la Exposición Internacional de 1884 al que se accede tras un trayecto en barco turístico por el Po, y que compensa las carencias medievales de una urbe eminentemente barroca. Si Roma es eterna, Nápoles hay que verla antes de morir y la belleza de Florencia provoca desmayos en las naturalezas más sensibles, Turín nos sorprende por su discreta e inesperada fascinación.    

La piedra angular del templo

El templo casi estaba terminado. Sólo faltaba una piedra de trece letras. El arquitecto buscó dentro de sí y halló una P. Su hermano le regaló una A y su vecino una Z. Su mujer y su hija formaron una E y una N. Un caminante sacó de su mochila una L y una A. El vendedor de periódicos le recortó una T. La florista le dio una I y una E por el precio de una rosa, y en el buzón encontró dos cartas con el remite RR. Sólo faltaba otra A, que llegó con un soplo de esperanza.

Te amo

De una garganta a otra, ajenas a toda frontera, transmutando idiomas, las dos palabras iban viajando a lomos del viento, acumulando inflexiones, incólumes ante las desgracias que presenciaban. Por mucho que las cercasen, ningún desastre artificial o natural logró mancillarlas, tanta era su fuerza, y aún seguían conservando su blanca pureza cuando se asentaron en los labios de Marcelo. Como tantos enamorados, éste las pronunció ilusionado. María, su amada, también se emocionó al oírlas y las repitió a su vez. De una garganta a otra, las dos palabras volvieron a unir dos corazones.    

En una plaza de cualquier parte...

Se desperezaba la ciudad, envuelta en la gris niebla de la modernidad, y uno de los barrenderos más madrugadores de su promoción, Germán Segundo, “el Esquiviano”, llamado así por ser natural de aquella localidad toledana famosa entre otras cosas por su excelente vino, apoyándose sobre su carrito y recostando la escoba contra el cubo de oficio, se abismó en su visión predilecta.

Germán Segundo venía barriendo sistemáticamente la zona comprendida entre la Plaza de los Cubos y la Plaza de España de Madrid desde hacía ya seis años, fecha en que aprobó el examen que le dio acceso a la plaza y, a diferencia de tantos otros trabajadores de la capital, era feliz con lo que hacía, hasta el punto de considerarse el más dichoso de los hombres sobre la faz de la tierra.
¿Pero qué tenía de especial el barrido de las calles y plazas de aquella zona de Madrid, indudablemente difícil de mantener limpia, siendo como es tan turística y transitada? Que se lo pregunten a Germán Segundo, hijo de Juan Ramón Segundo y nieto de Conrado Segundo, familia de humildes vinateros de Esquivias, la ciudad en la que Don Miguel de Cervantes contrajo matrimonio con su mujer Catalina.

Pero mejor será que lo cuente yo, que el amigo Germán gusta de la palabra hablada pero no le ocurre otro tanto con la escrita. En eso quedamos, pues. Yo se lo narraré a ustedes. Tan sólo necesito que me presten sus ojos y oídos durante unos minutos...

Don Quijote y Sancho Panza
Embobado, boquiabierto, deslumbrado, embebido o ensimismado hubiesen sido los epítetos que recibiría Germán Segundo de haber escrito otro esta historia. Sin embargo, como el autor es un servidor, y de momento tengo la última palabra en el asunto, diré que nuestro barrendero estaba exactamente “deleitado”. Lo que contemplaban sus ojos oscuros y hundidos no era sino las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza que se hallan ubicadas en la Plaza de España de Madrid. A aquella hora tan tempranera, sin visitantes, grupos de estudiantes, enamorados o ancianos que pulularan por la hermosa plaza, los rasgos de las estatuas cobraban un especial vigor ante los ojos del observador atento. Y Germán Segundo pertenecía a esa clase, de ello pueden estar seguros. Como buen esquiviano, era un cervantino a ultranza, más por usos y costumbres que por auténtica erudición. No ignoraba los episodios más populares de la novela, como el de los Molinos de Viento o el del Manteo de Sancho, aunque sorprendía a propios y extraños con su conocimiento de otros más eruditos como el de Clavileño o el de la Ínsula Barataria, si bien admitía no haber leído el libro entero en su vida.

Cervantes
“Lo que sé del Quijote, lo he sabido siempre. No me pregunten si leí algunos capítulos de chaval, si lo vi en el cine o en la televisión o si me lo han contado”, argumentaba Germán con humildad. “En mi pueblo se saben estas cosas de antiguo...” Y en verdad que, a juzgar por la expresión de felicidad que coloreaba la carnosa cara de Germán Segundo, se habría jurado que aquel afable barrendero manchego se solazaba mucho más que cualquier eminente cervantino de toga y birrete en la contemplación de aquellos dos personajes de bronce.

“Si es que parecen de verdad. No hay más que mirarlos, hombre”, les decía a sus compañeros de turno. Una vez, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez se ofreció a hacerle una foto posando junto a las estatuas y, para su asombro, Germán se negó en rotundo. “Eso es para los turistas, los que vienen ya amanecido y les hace gracia todo. Yo me contento con verlos a esta distancia, que les tengo mucho respeto”, pretextó el buen hombre, no sin cierto nerviosismo.

Y es que, para Germán Segundo, aquellas estatuas estaban dotadas de un hálito que casi las convertía en vivientes. Se absorbía en su contemplación a semejanza de quien admira un belén representado por figuras humanas, como el que recordaba haber visto de niño en Alcázar de San Juan una navidad “”de relente y cuellos altos”, en palabras de su abuelo Conrado. “Y el caso es que sí que me gustaría verlas más de cerca”, musitaba Germán, “pero me da un poco de miedo...”

Lo que Germán Segundo tal vez quería decir es que, desde la infancia, sentía una reverencia rayana en el temor por las estatuas, las imágenes de procesión o cualquier otra escultura de rasgos antropomorfos. Le fascinaban y al mismo tiempo le asustaban, como si pudiese discernir en ellas, a través de los certeros rayos X de las formas artísticas, las complejas ramificaciones de la personalidad humana. Germán miró a derecha e izquierda y, abandonando por unos instantes su instrumental de trabajo, enfiló hacia las figuras de Don Quijote y Sancho. “Vamos, Germán, que sólo será un momento. Ten valor, hombre”, se decía por lo bajo. Al llegar al pie de Sancho y el Rucio, alzó la cabeza y se emocionó tanto que tuvo que cerrar los ojos. “Ábrelos, hombre, que como te esté viendo alguien...”, se repitió. La sensación que experimentaba era muy distinta de la que había tenido las cuatro veces que visitó la casa donde vivió Cervantes en Esquivias.

“Allí no hay estatuas por ninguna parte. Si es no es más que una casona manchega de vigas vistas. Te enseñan muebles, cuadros, aperos de labranza y hasta tinajas de vino. Si bajas a las bodegas, ya te puedes echar un jersey por encima, que no hay más de 15 grados todo el año”, le había explicado un día a su compañero Sixto, el que cubría la zona de Ventura Rodríguez, mientras se comían el bocadillo. Ahora, en cambio, se sentía verdaderamente impresionado. Como cuando te presentan a alguien a quien has admirado en silencio desde hace tiempo. Cuando volvió a abrir los ojos, le pareció hallarse momentáneamente en una llanura seca y calcinada. Ni siquiera le parecía escuchar ya el rumor de la fuente o el zumbido de los coches circunstantes. Se disponía a acercarse a la estatua de Don Quijote, cuando oyó una voz que rasgó el aire como un taco mal empujado sobre un tapete de billar.

“¡Oiga, usted!” Germán Segundo se giró hacia el lugar de donde había emanado la voz. Junto a su carro, un individuo enjuto y de elevada estatura se erguía altivo, armado de un objeto puntiagudo. Germán no podía distinguir de lejos lo que empuñaba, pero el hombre iba vestido de un verde muy parecido al suyo, otro mono de trabajo probablemente. “Sí... ¿Qué quiere?”, vociferó Germán dubitativo. Aquel fulano le recordaba extrañamente a... Pero no, no podía ser. “¡Qué tontería!”

“Venga usted aquí, hágame ese favor”, espetó nuevamente el recién llegado. Germán se sintió sobresaltado por el tono algo marcial con que revestía sus frases. Decidió obedecerle y averiguar qué tripa se le había roto. “Locos a estas horas, los hay a pares. Pero que no se me crucen delante...”, musitaba mientras encaminaba su cuerpo rechoncho hacia el carro. Ahora que lo veía más de cerca, el hombre lucía un ralo bigote que era la pura abundancia comparado con el seto de cabello que se había agolpado a ambos lados de sus sienes. La cara macilenta, las mejillas ahuecadas y el cuerpo casi inexistente bajo el sucio mono verde. A pesar de ello, uno no podía por menos de achicarse hasta cierto punto bajo la mirada conminadora de aquel individuo, máxime cuando lo escudriñaba a uno empuñando un pincho de hierro, similar a los que utilizaba el servicio de limpieza de parques y jardines para recoger los papeles vertidos con inmisericorde desdén sobre el césped.
“Aquí me tiene, buen hombre. ¿Qué quería decirme?”, inquirió Germán Segundo, con un tono entre bromas y veras.

El desconocido hizo un cuarto de reverencia, soltó el chuzo que empuñaba y se presentó con el mayor de los entusiasmos. “Mi nombre es Amadeo Solana, caballero. Por ironías del destino me veo obligado a ejercer este oficio de esgrimista de inmundicia papelera. ¡Mala estocada reciban los que me hacen doblar la cerviz! En otras palabras, amigo mío: yo pertenezco a la Brigada del Chuzo igual que usted a la del Carro y la Escoba.” Germán Segundo se quedó mirando con admiración a aquel Amadeo. Lo que era clase y distinción, no le faltaban. Tenía todo el aspecto de ser un señor venido a menos, además de bien hablado. Le gustaba cómo entonaba cada palabra en un castellano recio y perfecto. Nunca hasta ahora lo había visto por allí, de modo que supuso que era nuevo en el barrio, trasladado posiblemente. “¿Desde cuándo trabaja usted en esta zona?”, preguntó Germán con una curiosidad que parecía desbordarse de sus ojillos parduzcos. “Hoy me estreno en esta vecindad, señor mío. Para los efectos, son todas iguales en lo básico. La escoria que retiro con mi gancho afea del mismo modo la verde yerba y no diferencia casas ni cunas. ¡Pardiez! ¡Si yo le contara a lo que me dedicaba antes, es harto seguro que no me creería! Vueltas que da la vida...”

Germán Segundo se conmovió sinceramente al ver el semblante de dolor y lamento en que se trastocaba el huesudo rostro de Amadeo. Aquello le reafirmó en su convicción de que se hallaba en compañía de un cabal y perfecto caballero. “Las estatuas... Llévale a ver las estatuas, borrico...”, se dijo en voz queda el bueno de Germán Segundo, no sabiendo cómo consolar de alguna manera a su interlocutor. “Si uno como yo encuentra paz mirándolas, no va a encontrarla él...”
Y dándole una palmadita en el hombro, Germán “El Esquiviano” condujo a Amadeo frente a las estatuas de Don Quijote y Sancho. Éstas les contemplaron desde sus pedestales de inmortalidad, pero con una conmiseración y benevolencia que hicieron que Amadeo retomara la narración de su caída en desgracia con una serenidad que le sentaba mucho mejor, dejando que la amargura en reposo fuera expulsando poco a poco sus más perniciosos vapores.

“Aquí donde me ve, mi buen amigo, yo tuve en mis manos durante un corto espacio de tiempo esa ardua tarea consistente en preparar las ligeras mentes infantiles para la gravedad adulta. No, no me mire usted con esa cara. En palabras más sencillas, fui maestro de escuela. Maestro, ¡qué palabra más hermosa! Maestría significa dominio, señor mío, y yo me jactaba de poseerlo tanto sobre mis pupilos -puedo asegurarle que no se oía ni el vuelo de una mosca durante mis clases- como sobre mi intelecto: pasaba por ser el erudito en Historia Universal del colegio, aunque esté mal que yo lo diga”. Germán Segundo se rascó su poblado mentón. No era capaz de concebir una razón por la que aquel gentilhombre se hubiera visto obligado a abandonar su noble profesión. Es verdad que se le desorbitaban un poco los ojos cuando declamaba sus desventuras, pero no le parecía ese un rasero propio para medir a nadie. Quien más, quien menos cojea de alguna rareza. En el mundo hay gente más emotiva y gente más templada, y Germán, que siempre había sido de estos últimos, no era quien para juzgar los aspavientos de nadie.

“¿Y por qué dejó la enseñanza, Amadeo?” El hombre se puso serio, alargó un brazo para empuñar de nuevo su herramienta profesional, e irguiéndose con la prestancia de un hidalgo que nunca ha dejado de serlo, continuó: “Si recuerda usted, amigo mío, las clases de historia de la escuela, le vendrá el pensamiento de una materia abstracta, de un mármol desportillado, de un jardín lujuriante que tan sólo se le permitió admirar a través de un vidrio arbitrario”. Germán Segundo apenas si entendía las metáforas de su interlocutor, pero dejó que los oídos se le colmaran de la música de aquellas palabras que parecían pertenecer al dominio exclusivo de los libros y que ahora eran pronunciadas en voz alta y diáfana -“voz de locutor”, se dijo el barrendero- ante sus propios ojos. 

 “Mis clases estaban concebidas, ¿cómo decirlo?, para ser vividas. La llama de conocimiento que debía inflamar en aquellos quinqués en ciernes dependía del realismo de mi interpretación. Porque, si aún no se lo he dicho, amigo Germán, mi concepto de la historia era el de un profesor-actor. Representaciones de momentos históricos, tal era el título que di al curso y con el que me presenté en la Sala de Estudios del Colegio Lepanto de... Bueno, lo cierto es que el lugar no tiene demasiada importancia...” Aquella última frase, reflexionó Germán. Había algo familiar en aquella última frase de Amadeo, ¿pero qué era? “Bueno, ahora no caigo, pero es de esas cosas que tiene uno en la punta de la lengua...”

Amadeo Solana dirigió una penetrante mirada a Germán. Se diría que había captado el instante de distracción del barrendero y no parecía hombre acostumbrado a dejar un parlamento a medio hacer.

 “¿Le resultan ya penosos los pormenores de mi historia, señor mío?”, inquirió con un poso de malestar. Germán se azoró y tragó saliva aparatosamente. Por nada del mundo hubiese querido herir la sensibilidad de aquel noble caballero venido a menos. Pidió disculpas mientras se pasaba una gordezuela y sudorosa mano por la cara. “Como le decía, comparecí en la Sala de Estudios con mi propio programa de la asignatura, y fui dura y cruelmente criticado por mis compañeros. Se me acusó de individualista, librepensador, idealista e irreverente, entre otras muchas cosas. ¿Irreverente? ¿Hacia quién o qué? ¿Es acaso la enseñanza de la Historia un corpus único e indivisible, un código de leyes o un teorema matemático? No, señor, es un gran entreacto. ¿Sabe que una de mis grandes pasiones fue siempre la de coleccionar trajes y disfraces de época? Mi difunta abuela, que en paz descanse, era una magnífica costurera, y de ella obtuve no pocas de las piezas de mi vestuario. Cota de malla y jubón Siglo de Oro; túnica griega o romana, según lo que se terciara; sombreros de paño y calzas renacentistas; capote, levitilla y pañuelo románticos. En cada clase, y dependiendo del tema que viniera a cuento explicar, me vestía apropiadamente para la época”. En este punto, y arriesgándose a otra mirada desaprobatoria, decidió interrumpir Germán Segundo el discurso. Aquello le parecía tan original e insólito. Le costaba creer que alguien pudiese atacar la imaginación con tanto encono. En su opinión, sólo los frustrados o los mediocres podían ser capaces de tal cosa. “¿Y qué decían los chavales  al verle de aquella guisa?”, preguntó armándose de aplomo para lo que viniera después. Amadeo Solana retrocedió en el tiempo con una mirada perdida y soñadora. Se veía que aquella era la parte de toda la relación de sus cuitas que menos daño le causaba rememorar.

“La ambientación, mi paciente amigo, lo es todo en la enseñanza de la historia. Fechas, batallas, apogeos y decadencias no significarán nada para los que los estudian si no les es ilustrado con la luminaria del profesor. Y en un mundo de grises enseñantes determinados a inculcar una sabiduría estilo papagayo, mi representación histórica dio en hueso...” Amadeo Solana pareció abatirse de nuevo; cabeza y hombros describieron un movimiento descendente y su rostro demacrado amenazó con sombrearse de amargor, pero al cabo se enderezó con un ímpetu que debía de arrancar de sus mismas entrañas, acostumbrado a sacar fuerzas de flaqueza en sus frecuentes momentos de abatimiento, y alzando su gancho de limpieza en alto, gritó: “¡¡¡¡¡PERO NO DI MI BRAZO A TORCER, NO SEÑOR!!!”

Germán Segundo, que era hombre muy discreto, echó un vistazo a su alrededor para ver el efecto que el vocerío de su acompañante había podido causar en los transeúntes. Por allí no se veía un alma, exceptuando un noctámbulo que descansaba todo lo largo que era sobre un banco de la plaza. Vestía harapos y se abrazaba a una botella de tinto sin marca. “Consuélese, don Amadeo, que aquél está mucho peor que usted”, sentenció Germán Segundo con cantarín acento de su tierra. El antiguo maestro de escuela asintió con la cabeza, y en silencio se unió a Germán Segundo en la contemplación de las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza.

El desarrapado del banco abrió los ojos. No le fue fácil quitarse la telaraña de embriaguez que le impedía ver con claridad a través de ellos. Enfocando a lo lejos, distinguió dos figuras que guardaban un curioso parecido con las estatuas de la plaza, la de un hombre alto y flaco junto a la de otro bajo y rechoncho. Sin saber muy bien por qué, le vinieron a la memoria en aquel momento las ventas que surcaban el seco paisaje de su tierra manchega. Mientras descorchaba la botella, una lágrima de nostalgia le resbaló por la mejilla y fue a parar al suelo, cerca de donde los gorriones se bañaban en la arena que rodeaba al banco. Para ellos, probablemente no fuera más que una gota de rocío.