“Mamá nos
complica la vida”, delirante titulo con que fue rebautizada “The Reluctant Debutante” para su estreno
en España, nos ofrece una visión desternillante de las costumbres de la alta sociedad
británica de finales de los años 50, retratada con amable elegancia por Vincente
Minnelli. La obra de teatro homónima de William Douglas-Home, publicada en
1956, sirve de sólida base para esta entrañable comedia en Cinemascope donde el
bueno de Rex Harrison (Jimmy Broadbent), antes de convertirse en el profesor
Higgins o de subirse a su Rolls Royce amarillo, acude a sus quehaceres
ministeriales muerto de sueño tras pasarse las noches de fiesta en fiesta para
que su hija norteamericana pueda debutar en sociedad. Por si esto fuera poco, también
debe hacer frente a las constantes maquinaciones de su esposa Sheila (Kay
Kendall, tan encantadoramente chiflada como siempre) para lograr emparejar a la
jovencita Jane (interpretada por la célebre Sandra Dee, a quien Stockard
Channing parodiaría años después en Grease)
con un mozo de alta alcurnia británica. No faltan otros personajes para
enriquecer el hilo argumental de este vodevil exquisito, como la amiga-rival de
clase alta Mabel Claremont, a la que da vida la distinguida Angela Lansbury; el
fatuo capitán de granaderos David Fenner, que no cesa de hablar del tráfico
londinense ni siquiera cuando está bailando con una dama; y el modesto batería
de jazz estadounidense David Parkson (John Saxon), que no es exactamente lo que
aparenta y esconde un blasón heráldico nada despreciable en la manga. La
película, rodada en 1958 y escrita por Julius J.Epstein, teje un sabroso salteado
de equívocos, situaciones disparatadas y diálogos chispeantes a través de los
cuales, para nuestro regocijo, se nos da la oportunidad de contemplar a unos
adultos que se comportan como adolescentes y a unos jóvenes que actúan con la
seriedad propia de los adultos más acérrimos. Es el mundo al revés, el Londres
más colorido y afable que uno pueda imaginarse. Pero es que estamos en los
dominios de la Metro-Goldwyn-Mayer, y en una época de colores saturados (como
el célebre rojo minnelliano) y rostros
de celuloide inolvidables donde la fantasía aún prevalecía sobre la realidad.