Una novela sobre el trastorno bipolar desde sus adentros.
Sin salir de su
universo particular de Celama, el autor escoge, en esta ocasión, un personaje
muy singular: un trastornado, específicamente con el trastorno bipolar, pero
que, como un saco de males andante, padece además una enfermedad renal y una hernia
que amenaza estrangulamiento. Dicho innombrado personaje es, además, la voz
narrativa, lo cual dibuja claramente una situación fantástica que va a
resolverse, con cierto magisterio, con un recurso metaliterario que nos permite
seguir la novela con la esperanza de que se nos acaben revelando el modo como
la narración llega hasta nosotros, porque, como ya señala el narrador desde los
primero compases narrativos: En cualquier caso, si alguien duda de lo que
digo, ahora y a lo largo de la novela que podrían escribirme, si fuera capaz de
dictarla, no tendría ninguna posibilidad de recabar más datos o contradecirme,
ya que de una ficción iba a tratarse, y no me paso de listo por torpe que
parezca. Desde esta perspectiva, la novela se cierra con una aseveración
que acaba formando un «marco» narrativo para las múltiples peripecias del
protagonista y decenas de personajes que lo acompañan en sus modestas
aventuras: Los vecinos de mi naturaleza son entes de ficción no cuestionados.
El
protagonista, pues, va a ir relatándonos aventuras que giran todas ellas en
torno a su propia genealogía, cómo llegó, desde niño retorcido (Siempre he
tenido mucha facilidad para retorcer las cosas. Hay especialistas que sostienen
que el retorcimiento es una de las características del trastorno y ya cuando en
mis primeros años me gané fama de niño retorcido, se me vinieron las maneras)
a adulto bipolar a quien se le adjudica incluso la muerte de sus padres en un
accidente de coche, tras haber vaciado el líquido de los frenos. Se trata, en todo
caso, de una familia en la que la abuela, supuestamente, mató y guardó en el
maletero del coche al abuelo, o en la que las hermanas del protagonista lo
cuidan incluso con mimos incestuosos. Tengamos presente, no obstante, el oportuno
aviso del protagonista: En las dolencias mentales se multiplican las
figuraciones y, a veces, en la multiplicación está el mayor daño o el mejor
alivio.
He de reconocer
que la novela tira al esperpento con suma facilidad, porque no de otro modo «suceden»
las cosas desde la perspectiva del personaje, quien reconoce constantemente lo
mucho que, a todos los efectos, lo
altera la medicación, de donde podemos inferir que nunca en toda la novela
están claros los límites entre las «figuraciones» y los hechos reales. Pero
tampoco los echamos de menos, una vez que aceptamos el mundo particular de la
voz narrativa.
Hay un eje
narrativo, el metaliterario, que a mí me ha parecido de enorme interés, porque,
más allá de la explicación racional del hecho en sí de la propia novela, hay
unas interesantes reflexiones sobre el género que aparecen de forma recurrente
a lo largo del texto. La primera y fundamental es la conciencia del
narrador/dictador de ser el agente activo de la propia narración, lo que suma,
a su trastorno, una interesante realidad alternativa: ser capaz de explicarlo
y, hasta cierto punto, comprenderlo, dada la distancia entre los hechos y su
relación. Ya avanzada la novela, se detiene a considerarlo en un brillante
párrafo, expresado a su manera, que no es la de un trastornado analfabeto
o con escasa formación, sino la de un universitario: La novelística
es la leche, la verdad sea dicha, y ya de tanto dictar me iba percatando de la
dictadura de hacerlo, quiero decir, y sin que la gracia venga a cuento, que me
la dictaba a mí mismo, que el falaz novelista en que me iba convirtiendo no era
otra cosa que alguien que escribe al dictado, y de este modo me puse en guardia
y me dije a mi mismo: ¿cómo pierdes el tiempo fantaseando a quién se la dictas,
si solo haces que escribirla tu mismo al dictado?
No
ignoro que puede parecer injusto mi interés por el marco y mi cierto desinterés
por la «materia» narrativa propiamente dicha, pero he de reconocer que hay una
suerte de tremendismo, al estilo del Cela heredero, en parte, de su coterráneo
don Ramón, cuya acumulación, en una novela acaso excesivamente larga, me agota,
máxime cuando la vena reflexiva del protagonista es capaz de entregarnos gemas
como las siguientes:
La vida no es otra cosa que la
contrariedad de vivirla, ni más ni menos.
Lo que sucede es que el mal tiene
también una especie de aliciente vicioso, lo que podría corresponderse con el
gusto del propio envenenamiento o, para decirlo de otra manera, que la
enfermedad puede hacerse adictiva.
No saques la
cabeza del presente. No busques a quienes estuvieron contigo cuando menos los
necesitabas. Lo único que está en su sitio es el futuro. Vete y no vuelvas.
La familia
es un suplicio, me dije inquieto, con la firme voluntad de seguir siendo lo que
tanto tiempo llevaba: un huérfano agnóstico, un ser sin vínculo, un enfermo
profesional, menos contagioso que común, con una enfiteusis y un enjuiciamiento
y, a ser posible, persona non grata pero sin discapacidad. Y su genial
corolario: La familia, ya lo había escrito un ruso, es un asunto nocturno y
confuso.
La nómina de
personajes tan excéntricos o más que el protagonista es extensísima, pero, sin
duda, y más allá de súbitos enamoramientos románticos como el de la anoréxica
Quela Lis en uno de esos internamientos en los que entra y de los que sale sabiendo, al dedillo, su carácter escasamente
paliativo: —No estoy mejor que cuando
entré —le dije sin sorna—, pero tampoco peor que cuando salí la última vez,
o el del indómito profesor de bachillerato
en lucha heroica y solitaria contra el «sistema», el profesor Bermejo, a
quien ya de joven y diagnosticado le entrega un borrador de la novela que
quiere escribir, lo que nos indica que ese afán literario al que ahora cede ha
formado parte de su singular personalidad; más allá de esos personajes de
difícil encaje narrativo: la novia Bezuela, Oterina y su amante militar,
también bipolar, el trío de «pirados» que forma con Peto y Colomina para asaltar supermercados o
el «equipo» que forma con Idao para escaparse del penal psiquiátrico; mucho más
allá, digo, está su familia, sus hermanas Data, Polibia y Colinde, alias «Conjetura»,
su madre depresiva crónica… La vivencia de la familia que “sobrelleva” el
trastorno del protagonista es uno de los grandes ejes narrativos, si no el más
interesante, y el autor ha escogido el recuerdo de una tristísima película de Ettore
Scola para recordarnos la esencia de la misma: No hay familia que aguante un
asalto, pensé inquieto, ni sobremesa que sirva para reconciliarse, ni afectos
que eviten las infecciones y las torturas de tener que compartir el mismo
domicilio, parecidas habitaciones y un pasillo conductor y lleno de huellas
digitales que contribuye a que el hogar sea el mismo para quienes lo habitan y
por él deambulan, sin que el sufrimiento y la desafección sean suficientes para
levar el ancla o perderse definitivamente entre el trastero y el patio de luces.
Reconozco que
el atajo del humor tremendista es una manera como cualquier otra de enfrentarse
a un trastorno que puede abordarse legítimamente desde esa perspectiva, pero ,
si nos atenemos a esa otra «crónica» del mismo que es el magnífico (por
informativo) libro de Marcos Obregón, Contra el diagnóstico, advertimos enseguida
que hay una dimensión profundamente dramática de la convivencia cotidiana familiar
con ese trastorno de la que en la novela no hay ni rastro (sintetizada en un «lo
sobrelleva» que acaso ameritaba más amplio desarrollo, aunque quizás muy otra hubiera
acabado siendo la novela, eso también es cierto). Las crisis maniacas de la
bipolaridad dan pie a excesos que pueden nutrir el anecdotario más disparatado
e inverosímil, pero no es menos cierto que el dolor desgarrador del abismo
depresivo lo tiñe todo de una fatalidad opresiva en la que el amedrentador fantasma
del suicidio extiende una sombra helada que corta la respiración. No es un tema
«fácil», el que ha escogido el autor, pero ha de reconocérsele la valentía de
su imaginación para adentrarse en él y transmitirnos ese trastorno desde
dentro, algo que cualquier lector sabrá reconocer y aplaudir, imagino. De algún
modo, parte de ese esfuerzo creativo se recoge en las diferentes reflexiones
sobre el hecho mismo de la narración que está sucediendo a partir del dictado
de las acciones a sí mismo por parte del protagonista: La novela andaba de
un sitio para otro sin que yo lograse sujetarla, llevarla por el buen camino o,
al menos, en consonancia con mi propia existencia, por el camino errado pero
sin forzar la alternativa de un destino que era el mío y del que no debía
culpabilizarme, aunque yo no pintara nada en ella, apenas fue la excusa de la
misma. Empezaba a estar hasta el gorro de la novela y eso sin haber dictado
siquiera una frase.
De ahí que La
novela no podría ir bien cuando la vida me iba tan mal.
Con todo, el
autor ve con poderosa perspicacia el fértil terreno que, para la escritura de
una novela, supone padecer un trastorno que roza el delirio y el autismo, la
cumbre y la cueva, el éxtasis y el remordimiento, el vértigo y el abismo, y,
llevado por esa feliz intuición, ha acometido una empresa que, en última
instancia, no puede sorprender a quienes están habituados a leerlo, porque es
bien sabido que Celama es ese lugar insólito
y entrañable donde la realidad cambia de nombre…, y solo su creador sabe sacarle
el provecho literario que incluso el mismo protagonista ve, como si fuera,
hasta cierto punto, un inverosímil alter ego suyo: No es la
imaginación precisamente un bien de la enfermedad, aunque en las agitaciones se
roce lo que esta facultad del alma reserva al delirio, quiero decir que existe
entre el trastorno y las formaciones de la fantasía un punto y aparte con sus
estímulos y estimaciones, y es que a esa perturbación de la razón que tiene
mucho que ver con los despropósitos y las confusiones mentales se la puede
sacar mucho rendimiento.