sábado, 30 de noviembre de 2024

«Las esquinas del día», «Segundo Lucidario» y «Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias», de Luis Valdesueiro o ¡el festín!

 


Las múltiples encarnaciones del ensayo: la bitácora, el aforismo y la autoficción filosófica, para un mismo fundamento: la perpleja razón vital.        

         

          Hay autores secretos a cuya obra se suele tener difícil acceso por una sencilla razón: no frecuentan la publicación, y si acceden a hacer público algo de lo que escriben, buscan a veces cauces que se apartan de lo ampliamente conocido, de ese mainstream donde flota vistosamente lo liviano… Una bitácora, por ejemplo. La literatura y el pensamiento son interesantes en función de su propia calidad intrínseca, no del medio elegido para ser dinfudido. Pero hay un gran prejuicio en dejarse llevar por la idea de que el oropel del envoltorio contiene algo más que lo trillado, lo obvio y lo mimético.

Luis Valdesueiro es uno de esos autores cuya obra he admirado desde antes de que publicara,  rompiendo un silencio de muchos años, su Lucidario, en 1997, al que siguió en 2001 su obra poética Cuaderno de sombras, publicado por Huerga y Fierro, en 2001. Las súbitas publicaciones provienen de largos años de trabajo callado y solitario, como «confiesa» en esa obra maestra de la ironía, la impostura y la autoficción que es  Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias: A Budhi Dhorma le gusta la literatura; no así los libros en general. Libros hay a los que detesta. […] Budhi Dhorma es un escritor raro y avaro: le encanta ser su único lector. De ahí que toda su obra permanezca inédita. De pronto, y por la sencilla razón de que las palabras son monumentos más duraderos que el bronce, y de que hay en el recóndito y sabio escritor un alma de editor pulquérrimo, sale a la luz Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013), para general deleite de cuantos lectores quieran acercarse a ella con la convicción que quiero transmitirles de que muy probablemente se acercarán a un futuro clásico de nuestras Letras. Como un gesto magnánimo de generosidad ha publicado, de su muy amplia producción aforística, lo que ha denominado Segundo Lucidario, por serle fiel al espíritu del primero. Son tres volúmenes distintos, pero con un solo autor verdadero que aparece en los tres con idéntica fuerza creativa y capacidad intelectual.

Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013) pertenece por derecho propio al género del «dietario», con antecedentes espléndidos en nuestra literatura, y una variante clara del «ensayo» creado por Montaigne y cultivado después por autores como, pongamos por caso, un poco al azar del recuerdo a bote pronto,  Pessoa, Michaux, Valéry, Eugenio D’Ors, Gabriel Miró o, recientemente,  Pere Gimferrer, Enrique Vila-Matas y tantos otros que han hecho de este género una suerte de cajón de sastre de la reflexión, la poesía, la anécdota, el poema en prosa, el recuerdo, el apunte ingenioso, la filosofía y la crítica. Hay algo, también, de los famosos Propos de Alain y, en general, de una literatura «de ideas» cuya nómina me ocuparía no pocas páginas. Y, la verdad, prefiero hablar del placer lector constante que significa sumergirse en unos textos con tanta calidad, inspiración ¡y hasta espíritu de servicio a los lectores!, como los recogidos en esta antología. Lo mejor que podría decir de este volumen lo incluye el autor en una cita de Quevedo, escritor a quien Borges consideraba muy por encima de Cervantes, a pesar del Quijote: De mí solo aseguro que ni el que me empezare a leer se cansará mucho, ni el que me acabare de leer se arrepentirá tarde, porque la humildad de quien sabe es proporcional a la entidad de lo que sabe, y por eso los lectores irán leyendo entre asombrados, aleccionados, divertidos y pensativos reflexiones de todo tipo y de un mismo calado, porque incluso de sus páginas, como he tenido la oportunidad de comentarle al autor, hasta podría hacerse una reducida selección que bien pudiera ser intitulada Nueva consolación de la filosofía, en honor al entrañable Boecio de inmarcesible recuerdo. He asignado el género del dietario a este volumen, porque tiene algo del día a día que suele reflejarse en las bitácoras, donde se entra con la periodicidad, a menudo, de un dietario, y porque los escritos van mucho más allá de la confidencia personal para encanarse en los altos tejados de la filosofía o la meditación existencial, que no desdeña, sin embargo, reflejar lo más cercano y humilde de la actualidad que se comparte con el común de los conciudadanos. Bien podría haber hablado del género de la miscelánea, como aquellas polianteas clásicas en que se contenía lo divino y lo humano, lo narrativo, lo poético, lo popular y lo culto, en un alegre matalotaje que recreaba a los lectores. Desde una definición de la «sátira»: La sátira es una flecha envenenada, y pocos saben cebar sus flechas con veneno. Se necesita mucha rabia contenida para dominar la sátira; el mínimo adarme de bondad la frustra. Swift se sinceró con Pope: «El fin principal que me propongo en todos mis trabajos es vejar al mundo…», hasta el apunte existencial: El dolor es la compañía más premiosa: el dolor, cuando trabaja, no descansa, hasta el apunte sociológico: FOTOGRAFÍA Y VERDAD. Eran los tiempos en que reinaba la propaganda y una imagen valía más que mil palabras. A diferencia de los tiempos que corren ahora, que son tiempos en los que una imagen engaña más que mil mentiras, los textos contenidos en la selección de este volumen, que se lee como una exhalación, porque se nos vuelve adictiva su lectura, tanto descubren recónditos rincones del alma:  RELACIONES EXTRAÑAS. Hay épocas de la vida en que uno mantiene consigo mismo extrañas relaciones: no se oye hablar, no escucha lo que piensa, obra sin porqué, esquiva su camino. Y, sencillamente, se deja vivir: vivir como si su vida le fuera ajena, vivir como viven los muertos que todavía viven… (Aunque también es posible que necesitemos olvidarnos de nosotros mismos para volver a encontrarnos) o Somos tan humanamente oscuros que nos merecemos la mayor compasión, mal que le pese a los filósofos fieros, como, ¡infinita recompensa tenga su generosidad!, nos descubre, en benemérita labor, la existencia de otros escritores de su propia condición, «secretos», «discretos», con un inquietante punto de misteriosos y necesarios, una vez descubiertos. Así, para ilustración de quien escribe, el texto nos descubre autores que muy rara vez, salvo entre un reducido coro de entendidos, son siquiera mencionados: Tal es el caso de Albert Caraco, de quien ya he leído, apenas he acabado el libro de Valdesueiro un libro suyo al que me empujó su presentación: Quien abraza al azar el Breviario del caos [de Albert Caraco] se encontrará irremediablemente ante un auténtico caos: un guirigay de ideas homicidas, deseos malsanos y profecías tenebrosas, todo ello expresado con una frialdad metálica que aturde y anonada. Su breve biografía nos habla de un dandi tan sometido a sus progenitores que difirió el momento de su suicidio hasta la muerte de ambos, y lo cumplió, pocos días después de la muerte de su padre en 1971. Eso sí, antes, tras la muerte de la madre eçscribió sobre ella un texto, Post mortem, que se abre con la interesante declaración de no haberla querido nunca, y que he colocado en la primera posición de mis inminentes lecturas. Después de la Carta a mi madre, de Simenon, aquí criticada en este Diario, y dadas mis problemáticas relaciones con la mía propia, se entiende fácilmente que esté interesado en él; César Simón, que fue director de un Instituto en Benatússer, de actualidad por haber sido una de las localidades arrasadas por la riada de Valencia, casi desconocido, aun teniendo en su haber 18 publicaciones, es autor de En nombre de nada, escrito mientras el autor padecía un cáncer que acabó con su vida; Alejandro Rossi, autor de un preciadísimo Manual del distraído, del que lo que llevo leído me parece magnífico, en el nivel exacto del contenido de estas Esquinas ; y así nos presenta Valdesueiro a otro de sus «congéneres»: Al hojear un libro sobre el ensayo mexicano (buscaba los aforismos de Carlos Díaz Dufoo, hijo) he descubierto un curioso ensayo: “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”. José Vasconcelos, su autor.  Y enseguida me he lanzado a leer los Epigramas del tal Dufoo, hijo, quien eclipsó al Dufoo padre. Se trata de un autor, como casi todos los reseñados, que vive en la inmensa minoría que dictaminó JRJ, un aforista muy valorado por Alfonso Reyes. Y he aquí una brevísima muestra de su ingenio:  Cultivó el arrebato para dar razón de síCree en las ideas con la sumisa ilusión con que un ciego de nacimiento cree en la luz son dos ejemplos excelentes de su microsofía, que dice de su obra el prologuista Heriberto Yépez …; y, finalmente, otro mejicano, Ramón López Velarde, autor de El minutero, una obra maestra de apenas 35 páginas, ya leídas, en cuyo primer texto, Obra maestra, escribe: El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.

Muchos otros referentes, literarios e intelectuales, son ampliamente conocidos, Leopardi. Klemperer, Pessoa (y sus heterónimos), Marco Aurelio, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Bloy, Gómez Dávila… y un largo etcétera, porque un Dietario lleva la cuenta, también, de esa parte sustancial de la vida de un escritor que son sus lecturas, y de lo que puede estar seguro el lector de estas Esquinas es de que cualquier aparición «estelar» responde a una lectura íntima de cada autor, porque es la propia vida del autor la que se entreteje con lo leído, de tal manera que observamos una suerte de formación intelectual que se desarrolla ante nuestros ojos incrédulos, no solo por la sagacidad de las lecturas, sino de las reflexiones de tanto calado que provoca en el autor. O dicho en palabras de Gómez Dávila que él recoge: Recuerdo el dictamen de Gómez Dávila: «El escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector». ¡Y qué bien aprendió la lección del ilustre colombiano!, autor de una auténtica obra magna: Escolios a un texto implícito, de cuya existencia supe en otra bitácora donde habita, luminosa, la cultura que casi ha desaparecido de los antiguos centros del saber: El café de Ocata, de Gregorio Luri.

Valdesueiro, excelente aforista, como luego veremos, tiene el don de la definición, de ahí su inmensa capacidad para hacerlo de la forma más sucinta y brillante, como cuando define la paradoja a propósito de Unamuno: Decir Unamuno es, en muchos casos, invocar la paradoja, esa suerte de toreo lingüístico con ribetes metafísicos. En otras ocasiones esa vena ática se manifiesta en su predilección por la sentencia como recurso clásico: Si caemos en la trampa del futuro, adiós felicidad, que tan de cerca sigue el ejemplo de los autores en los que bebe con fruición y provecho: Marco Aurelio […] nos entrega una de esas perlas que enriquecen la existencia: «el orgullo es un terrible embaucador de la razón» o el clarividente: Releer un libro es como mirarse en el espejo del pasado. Un espejo cuyo azogue son los años idos. Al releer no solo leemos de nuevo al autor; a nosotros mismos nos leemos, ya que es inevitable espiar con el rabillo del ojo a aquel que antaño fuimos.

Hay, y no quiero dejar de apuntarlo, para aligerar lo que puede malinterpretarse como una suerte de solemnidad en el contenido del volumen, el archipeculiar sentido del humor del autor, dispuesto a regocijarse incluso con la más popular de las referencias, porque una bitácora por fuera está abierta a la realidad toda, sin exclusiones ni dogmatismos, y así, es posible encontrar en ella la atención del autor a los disparates de los famosos, como las célebres frases que todo el mundo recuerda:

Sofía Mazagatos: «Me gustan los toreros que están en el candelabro» y «Me gusta mucho Vargas Llosa, pero no he tenido ocasión de leerle».

Terelu Campos: «La aspirina fluorescente es más rápida y eficaz».

Christina Aguilera: «¿Dónde se celebra el Festival de Cannes este año?».

Yola Berrocal: «¡Qué calor!, ¡qué soborno!».

Rocía Jurado: «Llovía muchísimo, parecía el Danubio universal».

          O estas otras, absolutamente desconocidas, pero atravesadas del humor accidental irresistible que les confiere su condición de frases realmente escritas en los preceptivos informes médicos:

          El paciente no tiene historial de suicidios.

          El paciente rechazó la autopsia.

          Afirmó que había sufrido estreñimiento durante casi toda su vida, hasta 1989, cuando se divorció.

          El examen de los genitales resultó negativo, excepto por el pie derecho.

De lo que estoy archiconvencido es de que Luis Valdesueiro se libra del insulto que él ha leído en la biografía que de Valle-Inclán escribiera otro gran ilustre de nuestras Letras: Ramón Gómez de la Serna, autor inclasificable y único:  INSULTOS. Su alma de poeta convertía a Valle-Inclán en inventor de estridentes insultos, alguno reservado en exclusiva a los literatos, como este que recoge Ramòn Gómez de la Serna: —¡Prosero! , que puede hacer temblar a cualquiera que coja la pluma tras haber publicado Valle-Inclán su depuradísima obra. El autor de Las Esquinas del día es muy consciente, como se comprobará por lo hasta aquí leído, y por lo que vendrá después, de la necesidad de practicar la quintaesencia en punto al estilo y al contenido de sus textos, y los lectores agradecerán la justeza de una expresión que no cede ni a la retórica ni al sentimentalismo ni al alarde de la erudición, porque aquí se manifiesta un ser de carne y hueso con sus debilidades, sus temores, sus triunfos, sus arrogancias y su infinito amor al conocimiento, a la literatura y a todas las manifestaciones del espíritu que nos entrega la intimidad desnuda de otro semejante, como bien lo sentenció Baudelaire: — Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère! Dejemos, ya para acabar, y como avance de lo que pueden encontrar los lectores en esa Nueva consolación de la filosofía de la que hablé, este texto preciso, ajustado y esclarecedor:

 AGUJEROS NEGROS. Hay días en que cunde la desidia, el tedio mortecino, la nada zalamera. Días en que el pulso de la vida parece no latir, y la sangre se enfría, y la ilusión claudica, y el futuro espanta. Días en que la indolencia duele mansamente.

Acontece acaso que se teme con pavor: ¿y si siempre fuera así? Pero no cabe el recelo, pues nada dura para siempre. Todo se pasa, dice la mística Teresa, todo. Se pasa todo. Y así, el año se vuelve efímero y todos los días del mundo son un solo día en el devenir del tiempo.

El dolor y el placer se acaban, la alegría y la tristeza tienen fin.

Nada alegra con alegría eterna, nada duele con eterno dolor.

Y si la savia del placer esconde felicidad, la savia del dolor es toda sabiduría.

 

          Budhi Dhorma. Opiniones y peripecias. Es una obra con muy precisa genealogía, porque, aunque imita la sabiduría oriental y se inspira ciertamente en la literatura zen, no es menos cierto que el envoltorio deja ver enseguida dos antecedentes muy queridos por el propio autor, amante de la tradición literaria francesa y traductor de algunos de sus autores. Como oro en paño guardo yo no solo su traducción de la Anabasis de Saint-Jon Perse y El espacio proustiano, de Georges Poulet, sino, sobre todo, Un tal pluma, de Henry Michaux, inspirador directo de la creación de Budhi Dhorma, como acaso lo sea, también, el Monsieur Teste, de Valèry. Añadiría, si estamos hablando de textos muy marginales a la gran corriente de la Literatura, el Milo Cartunesco, de Rafael Carreras, de quien ya critiqué en este Diario su exigente novela, aún inédita, Celebración del sentido. Que hay no poco de autoficción en el personaje es algo que solo detectarán quienes tengan el privilegio de conocerlo, tratarlo y amarlo, porque todo él, Budhi Dhorma, está vertebrado sobre un sentido del humor muy pero que muy particular, y que el autor ha sabido expresar magníficamente para deleite de quienes se sumerjan en su amenísima lectura. La distancia irónica respecto del personaje es una constante en todos los breves capítulos de que consta el libro. Pongamos, a guisa de ejemplo, el siguiente: Budhi Dhorma no solía tener ideas claras sobre casi nada (eres tonto y lo pareces, le habían recriminado muchas veces en su tierna infancia). Capítulo tras capítulo, el autor va trazando los trasgos inequívocos de un «bendito», de un «rico de espíritu», según la muy precisa y extensa monografía que Jaime Vándor dedicó a esos personajes literarios tan a menudo tenidos por auténticamente «idiotas», un concepto que recoge el autor como timbre de orgullo: Budhi Dhorma sospecha unas veces que lo toman por idiota. […] A Budhi Dhorma no le agrede la palabra idiota; atisba en ella una imagen de la santidad, la sabiduría del amor. Si alguien tiene alguna duda de sobre qué está hablando el autor, le recomiendo vivamente, además de la lectura del libro de Vándor, el visionado de la película de Edward Dmytryk El hombre que no quería ser santo.

          La excelencia del libro estriba en la facilidad con que acabamos familiarizándonos con Budhi Dhorma, bien sea porque nos sorprenden sus a menudo extravagantes planteamientos, bien porque muchas otras comulgamos con sus postulados y asentimos como si estuviera hablando por nosotros, y, sobre todo, porque se nos aparece como un personaje trazado por la mano del más experto contador de historias y no reparamos en el artificio de su creación, sino en la verdad de lo creado: A Budhi Dhorma no le preocupa tanto conocerse a sí mismo como ser el que es. Y a veces piensa que cómo va a ser el que es sin conocerse a sí mismo; pero en otras ocasiones piensa que solo siendo el que es podrá conocerse a sí mismo. Budhi Dhorma está algo perdido y confuso, pero sabe que es tan solo una gota en el océano de la vida, y que más tarde o más pronto, se evaporará sin dejar rastro. Es sorprendente el modo como el autor, siguiendo un poco, muy de lejos, la Vida y opiniones de Ttristram Shandy, nos perfila el personaje con rasgos que participan tanto de lo más común como de lo más selecto: Budhi Dhorma no duerme bien;  A Budhi Dhorma le gusta el silencio de las bibliotecas, cuando lo hay; A Budhi Dhorma le aterra la verdad: exige tanto, se dice. Pero más le horroriza la mentira: destruye tanto, se dice o, para redondear el famoso botón de muestra esta maravillosa reflexión: Lo terrible del fuego del infierno —razona BUdhi Dhorma con lógica escolar— no debe de ser lo que duele, sino lo que dura.

          Segundo Lucidario se ofrece a los lectores,  como el segundo abordaje de un género que parece indicado para esta época en que la lectura clásica de obras literarias ha sufrido un espectacular descenso en el número de lectores y la cantidad de libros leídos a lo largo del año, sobre todo entre los jóvenes, de quienes dudo mucho que tengan el hábito de ir construyendo su biografía al tiempo que su biblioteca particular, no la de sus padres, caso de que estos la tengan.

No le era fácil al autor mantener el nivel de calidad de aquel Lucidario de 1997, pero su manifiesta capacidad para el género y su copiosa producción durante ciertos años —aforismorrea la llama el propio autor en el prólogo Al lector con el peculiar sentido del humor de su acerada ironía—  han posibilitado una selección en la que, al margen de algún desnivel, al que cualquier aforista forzosamente se enfrenta, se renueva aquella calidad deslumbrante de su estreno en el género. La principal diferencia entre Segundo Lucidario y el primero es la opción elegida: privilegiar los textos cortos frente a algunos del primero que se acercaban a los extensos de Litchtenberg, Canetti, Kafka o el propio Nietzsche, todos ellos autores leídos y releídos con auténtica devoción  por el autor. Ya dije al principio que hay una estrecha ligazón entre los tres libros, porque, de hecho, en todos se reproduce un mismo modo de abordar, desde la frecuentación de la paradoja, la ironía o el asombro, la realidad en la que el autor está inmerso, si bien desde una distancia, la de la soledad y el retiro, que aguza la mirada y le permite descubrir claves que a otros les pasan desapercibidas.

          Como no es cuestión de chafarle la lectura a los posibles lectores, selecciono unos cuantos aforismos que dan a entender el método creativo del autor, quien siempre es capaz de sorprendernos por la agudeza de su afilado punto de vista y por la suma perplejidad que manifiesta frente a lo incognoscible y frente a sí mismo, acaso, para él mismo, el mayor de los misterios: ¿quién que escriba no escribe siempre para descubrirse hasta el más recóndito rincón de sí mismo? Otra cosa es que la realidad y uno mismo se escape de ese intento de caza, pero ¡qué munición luminosa, la de estos aforismos-bala que, como quería Bergamín, son «certeros»: De no ser quien somos, ¿querríamos ser quien somos?, y ya se advierte que el método de Valdesueiro incluye necesariamente al lector, cuya función él concibe en la órbita de la más estricta hermenéutica literaria actual no como el destinatario, sino como el necesario completador de la invención a la que se acerca: El lector despierta a la obra de su letargo. Su visión de la realidad tiene ese punto crítico del ser condicionado por la sociedad, un sujeto cuya individualidad reclama como lo hace Budhi Dhorma: Budhi Dhorma es simple y no cree en los universales. Para él solo existe el individuo. […] Él se siente único y solo, individuo al fin, separado de todos. Por eso, sin duda, concibe la realidad como una cárcel que trata de oprimir o reprimir, según los regímenes políticos, esa libertad: La jaula es tan grande que a veces no vemos los barrotes. Ello no obsta para aferrarse a la pasión como última ratio existencial: La pasión es la sed de los sentidos. Y por eso sabe con ciencia pascaliana —otra de sus grandes influencias— que Cuando el corazón razona, la razón delira.

Y así, en efecto, podría seguir páginas y páginas, pero mi misión es la de dar a conocer obra tan «necesaria», no atentar contra los exiguos derechos de autor de un volumen, como todos los de aforismos, cuyo valor está en función del asentimiento del lector a lo que lee. Y vaya por delante la humildad del autor: Que no hay aforismos malos sino malos lectores es el consuelo de los malos aforistas, antes de hacer yo mío, en calidad de «mal aforista» publicado uno que me viene de perillas para concluir: Quien habla en plata, ¿calla en oro?

Felices lecturas.

martes, 26 de noviembre de 2024

«Escritos (1966-2016)», de Joseph Kosuth, la teoría del Arte desde la práctica.

 

Una aproximación al arte conceptual desde un heterodoxo teórico: Joseph Kosuth.

          Gracias a la gentileza bibliográfica de Derecha Spinozista, artista que muestra su obra en X, así como su agudeza hermenéutica, he entrado en lo que parece ser la «biblia» del arte conceptual, de la que Joseph Kosuth es su principal profeta y definidor. Este libro recoge sus escritos teóricos, y leerlo ha sido muy provechoso, porque me ha permitido adentrarme en una especulación sobre el arte que conviene hacer constantemente, sobre todo cuando tenemos una historia del arte tan extensa y rica y, al mismo tiempo, los nuevos derroteros artísticos se apartan radicalmente, vía negación, de esa historia para partir de un grado cero que podíamos sintetizar en la repetida definición de «arte» que nos ofrece Kosuth: La única razón del arte es el arte. El arte es la definición del arte. Sí, se trata de una definición tautológica, pero no olvidemos la autodefinición de don Qjuijote: Yo sé quién soy, de innegable origen bíblico: Yo soy el que soy.

          Hay algo de imposible definición en el concepto «arte», palabra tan corta cuanto de largo alcance, y a fe que llevamos girando reflexivamente alrededor de ella siglos y siglos. Por ello, conviene partir para este viaje de lo que más se aproxima a una definición de arte para el conceptualismo: Una obra de arte es una tautología en el sentido de que es una presentación de la intención del artista, esto es, el artista está diciendo que una obra de arte particular es arte, lo cual quiere decir que es una definición del arte. Así que ese arte es verdad a priori (y esto es lo que Judd quiere decir cuando dice que «si alguien lo llama arte, es arte»). Pero esa misma definición ya nos aboca a una  condición tan vaga que nos permite entender, entonces, la posibilidad de que pasen por «arte» muchas intervenciones más cercanas a lo que cierto público puede considerar antes un timo artístico que una obra artística que pueda entenderse como «continuación» de la magnífica historia del arte que se ha ido construyendo a lo largo de los siglos, y que recoge obras absolutamente geniales que están en la memoria de todo el mundo, por supuesto, por poco cerca que se viva de esas manifestaciones de la creatividad humana.

          El «corte» conceptual es radical, aunque también tiene su «historia», su tradición y sus «mayores», como puede apreciarse apenas reparamos en la existencia de las Vanguardias, nacidas en los primeros compases del siglo XX, cuando, para Marinetti, un automóvil rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Entre la destrucción del pasado y su reivindicación, el afán explorador del espíritu humano concibe, con tanto espontaneidad como constancia, nuevos caminos expresivos que pueden o no caer dentro de ese acogedor concepto de arte, que da de sí para lo que da, esto es, para casi todo, y que tanto recuerda la definición que dio el Premio Nobel Camilo José Cela de lo que era una novela: novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela».

          Las tautologías suelen ser el reconocimiento de nuestros límites, pero, a veces, son la luminosa intuición que nos conduce a nuevas formas artísticas. El conceptualismo, tan emparentado con la «instalación» y con la «performance» («arte de acción») bien puede decirse que nace, al decir de Kosuth de la obra de un artista único, Marcel Duchamp: La función del arte en tanto que pregunta fue propuesta por primera vez por Marcel Duchamp. De hecho es a Duchamp a quien debemos reconocer el mérito de haberle dado al arte su propia identidad. […] El evento que hizo factible la revelación de que era posible «hablar otro idioma» sin por ello caer en el sinsentido en materia artística, fue el primer ready-made de Marcel Duchamp.[…] Este cambio —de «apariencia» a «concepción»— marca el comienzo del arte «moderno» y el comienzo del arte «conceptual». Todo el arte (después de Duchamp) es conceptual (en su naturaleza), ya que el arte solo existe conceptualmente. Se advierte claramente en esta manifestación que el arte conceptual va bastante más allá de la «obra»  de lo que podamos imaginar, y que los procesos de resignificación de lo dado constituyen el principal fundamento de esta nueva tendencia artística, llamada a superar a todas las demás, pues pone el acento no tanto en la obra cuanto en el proceso de significación, libre de todos los condicionamientos a que han estado sometidas las obras del arte, y ello incluye el propio estudio del arte, la relación con el público e incluso con los materiales: nada escapa de la nueva «mirada» conceptual que aspira a la conquista de la verdadera expresión artística, la que lleva implícita no solo la obra, sino también la teoría. Como dice Roc Laseca en su acertado prólogo: El conceptual liberó a las imágenes del régimen artístico dado; o, más bien, las reinscribió en una problemática mayor: la de la cultura. […] «El acto loco de dar al mundo una imagen», advirtió Lyotard en el prólogo de la primera edición inglesa de esta antología. Ello lleva implícita, por lo tanto, una contextualización de límites muy problemáticos, dada la ambición del conceptualismo. Que el artista lleve implícito el crítico, porque toto se resuelve en una explotación de la definición de arte, me recuerda la definición de Lezama Lima: Lezama Lima: Clásico es el escritor que lleva un crítico consigo y que lo asocia íntimamente a su trabajo. Por eso el autor recurre a Goethe: Goethe: La sabiduría más alta consistiría en comprender que todo hecho es ya una teoría.

          Para el arte conceptual es más importante la idea que la obra, de ahí lo mucho que choca este arte con el arte tradicional, quizá porque se acerca más a la filosofía — El arte es, de por sí, filosofía concretizada, defiende el autor—que a la materia: El arte conceptual, dicho de manera simple, tenía como principio básico la comprensión de que los artistas trabajan con el significado, no con formas, colores o materiales. Cualquier cosa puede ser empleada por el artista para echar a andar la obra —incluyendo formas, colores o materiales—, pero la forma de presentación en sí no tiene ningún valor independiente de su rol como vehículo para la idea de la obra. […] Una obra dentro del proceso de significado no puede estar conceptualmente limitada por las limitaciones tradicionales de la morfología o de la objetualidad [sic]. Y el propio autor lo demuestra en sus escritos, en los que recoge numerosísimas citas de filósofos y ensayistas en cuya tradición epistemológica quiere inscribirse.  Que la «intención» del artista determine la condición artística de la no-obra, a veces una instalación, a veces una re-significación profunda de la propia realidad en cualquiera de sus niveles, nos acerca a una suerte de planteamiento antropológico que relaciona el conceptualismo, como se ha dicho anteriormente con el amplísimo contexto de otro concepto parecido al de «arte», el de «cultura». Si la «intención» lo es todo, no puede extrañarnos que de la idea hayamos dado un salto hacia el «hacedor», quien se convierte a sí mismo en la materia prima de ese arte, y por ahí desembocamos en la performance o  «arte en acción» de quien deviene un «artivista», entregado en cuerpo (como significante) y alma (como significado) al arte «nuevo», «raro», «incatalogable» y «desafiante»… Tememos como ejemplo al artista que ocupa uno de los grandes espacios del Museo Guggenheim de Bilbao, Richard Serra:  Yo no hago arte —dice Richard Serra—, yo estoy involucrado en una actividad; si alguien quiere llamarla arte, eso es asunto suyo, pero no me concierne a mí decidirlo. Todo eso se resuelve después. Más adelante, Kosuth nos recuerda el sentido de ese «involucrarse en una actividad»: Los artistas viven el arte como un proceso. Los historiadores del arte experimentan las artes como una serie de «obras maestras». Ese proceso es el que lleva a inscribir la «actividad» en el amplio contexto de la cultura que nos acerca más a la artesanía, como manifestación cultural compartida,         que al individualismo creador y a la preeminencia de la obra y todo su contexto: la figura del crítico, la creación del Canon y la escritura de la Historia del Arte. A la pregunta de cuál era la materia de su arte,  el joven Kosuth respondió: : Trabajo con las relaciones entre las relaciones.

Sí, lo confieso, el arte conceptual deriva, acaso en exceso, hacia la abstracción, con el consiguiente peligro de «perder pie» en ese mar proceloso, agitado por todos los vientos del capricho, lo que nos deja sin asideros, sin seguridades, tan pronto expuestos a la falta de aire del escepticismo como al empacho hidrópico de sutilezas inmateriales. No es un espacio cómodo, en efecto,  porque nos obliga a reconsiderar constantemente el lugar del creador, de la obra, y también nuestro propio lugar en ese tejido de «relaciones» del que hablaba Kosuth, y que coincide con la teoría del autor de Roland Barthes, o mejor dicho, de La muerte del autor:  Un texto no es una línea de palabras que liberan un significado teológico único… sino un espacio multidimensional en el que una variedad de escritos, ninguno de ellos original, se mezclan y se enfrentan. El texto es un tejido de citas extraídas de los innumerables centros de la cultura.

Epílogo: el 8 de marzo de 2008, Día de la Mujer, las artivistas milanesas Pippa Bacca, sobrina del artista conceptual Piero Manzoni, quien empaquetó y vendió sus propios excrementos bajo el rótulo: Mierda de artista, y Silvia Moro, también artista multimedia, decidieron realizar una performance: vestidas de novia, recorrerían los países de los Balcanes, hasta hacía poco territorio de cruentas guerras, para «casarse», simbólicamente con la paz, y llevar un mensaje de amor y confianza en «el otro» que tenía su destino en la ciudad de Jerusalén. Cuando por ciertos disensos en el modo de interpretar la «acción», ambas artivistas se separan en Turquía, Pippa Bacca aceptó el ofrecimiento de un conductor para seguir camino desde Estambul hacia Ankara. A unos 50 kilómetros, el conductor detuvo el coche, violó a la joven de 33 años, la estranguló y la semienterró desnuda en un campo. A los pocos días asistió a la boda de su sobrina y con la cámara de la artivista grabó unas imágenes de dicha boda que cierran, trágicamente, el documental que Joël Curtz dedicó al malhadado destino de la artivista  milanesa.

jueves, 21 de noviembre de 2024

«Para ser escritor», de Emilio Donato y Prunera.

 

Sorpresas teóricas de la vieja divulgación…, en los libros de lance.

Aficionado a ciertas rarezas bibliográficas de vigésima mano, he sacado del estante correspondiente un volumen, Para ser escritor, que quería desentrañar con un animus iocandi que la sorpresa lectora ha disuelto. Pensé encontrarme ante un repertorio de lugares comunes con que entretener el ocio de los ignorantes y he hallado, por el contrario, un centón de sugerencias no solo sensatas, sino diría que incluso imprescindibles para poder convertirse en escritor. La edición es de Bruguera, en la colección Popular y Práctica, y apareció en 1955. Su autor ha constituido la primera sorpresa: Emilio Donato y Prunera.

Antes de leer el libro pensé que su autor sería un todoterreno de las editoriales, esos grafómanos capaces de enhebrar un artículo para la enciclopedia, escribir la solapa de una novedad o traducir de cualquier lengua exótica a partir del francés, dado el año de publicación. Hecha la investigación googleiana de rigor, he sabido que Emilio Donato y Prunera fue catedrático de Filosofía y director del Instituto de enseñanza Media de Figueras, que contendió dialécticamente con Gide a través de un ensayo Homosexualismo (contra Gide) , 1931, en que se oponía a las tesis del Corydon y que, acabada la guerra, en 1940, fue resituado en el escalafón de catedráticos en el nivel más bajo, séptima categoría, con un sueldo de 10.600 pesetas, mientras que los del más alto cobraban justo el doble, 20.000. En 1933 escribió Lecciones de ética, título académico cuyas ventas en modo alguno podrían contribuir a la mejora de su estatus económico. Para socorrer a las necesidades familiares, supongo, debió de empezar a traducir, lo que hizo del alemán, lengua familiar, en los tiempos de las República, para quienes tenían formación filosófica. Traducía del alemán y títulos muy diversos, lo que prueba, a mi juicio, la voluntad de buscarse un sueldo complementario: Arqueología del cine, de C.W.Ceram; De los vivos y los muertos, de Konstantin Mijáilovich Simonov (traducida desde la versión alemana, no directamente desde el ruso), etc. De ahí a colaborar con Bruguera para escribir “manuales” como el que nos ocupa o Personalidad y simpatía, en 1956, poco le debió de costar. En el curso de la investigación he llegado a saber que  Esther Donato y Prunera, ¿su hija?, ha “re-traducido”,  en el 2000 una obra de ¿su padre? El siglo de los cirujanos, de Jürgen Thorwald, que su padre tradujo en 1958. Ya digo, toda una zambullida biográfica.

          Para ser escritor es un volumen en octavo, literalmente “de bolsillo”, que se lee con amenidad e interés creciente, ateniéndonos a los excelentes consejos que Donato y Prunera nos ofrece para conseguir eso que, en realidad, como bien reconoce, no se enseña. Desde esa premisa, en el librito desgrana algunos juicios compositivos a los que bien harían en prestarles atención quienes mirarían con desdén el volumen, si expuesto en una vitrina, pues la imagen de la portada recrea el «tipo» del escritor ajustado a todos los tópicos.

          Lo que salva a la mayor parte de los novelistas es el hecho de que no todo el público es un público exigente. Si así fuera, el novelista del montón, el mediocre, veríase obligado al silencio más absoluto. La primera en la frente. Lo mismito podría decir 57 años después de que fuera escrito, lo que nos lleva a reconocer que, desde siempre, ha habido dos públicos cuya necesidad de leer –cada vez menor, claro– han satisfecho escritores de dos tipos, los eminentes y los del montón. De ahí que Prunera tenga claro que no se pueden dar reglas para elaborar novelas capaces de interesar a un público minoritario. Esto último sólo pueden hacerlo los auténticos genios literarios. Sin embargo, su manual aspira a conseguir la aparición de escritores que suban algo el nivel de los «del montón», a tenor de la sensibilidad y sensatez literarias que el autor muestra en su manual. Prunera no nos engaña cuando advierte, desde el comienzo, acaso escarmentado en Larra,  que quien quiera ser escritor lo primero que ha de preguntarse, y responderse, es para quiénes quiere escribir. Un punto de partida excelente para evitar esos fiascos tan de nuestros días, como las pretensiones faulknerianas de tantos autores españoles que «marcan» territorio y se desentienden después del resto de los procedimientos narrativos específicos del autor sureño. Atraer al lector hacia la novela no es cosa difícil. Mantenerle en ella, no dejarle escapar, impedir que el hastío o la falta de interés provoque en él un movimiento de retirada, no es cosa ya tan fácil. El secreto para que tal cosa no ocurra es que el mundo imaginario elaborado por el autor en su novela tenga la densidad suficiente para que el lector no pueda ver, una vez metido en la lectura, su propio mundo real. ¡Ah, el hastío! ¡Qué definición del movimiento anímico que produce el conato de lectura de cualquier novedad ultraelogiada por la crítica, sea de Zafón, de Dueñas, de Reverte o de cualquier engarzaoraciones que reclame el título de escritor!

          La novela es narración. Toda narración tiene un asunto o tema que se desarrolla en una acción. Todos los géneros de la novela requieren acción. Sólo que la dosis de ésta varía. La acción puede reducirse a un mínimo, pero no puede suprimirse nunca. La intensidad de la acción  no depende ya de la narración de gran cantidad de sucesos, sino más bien de la prolijidad con que un solo suceso se narra.  Al fin y al cabo, la objetividad o «verdad» de la novela estriba justamente en su verosimilitud.

 Donato y Prunera aboga por una novela de corte realista, para el público popular para quien debiera escribir el autor al que alecciona en su manual: La realidad de la vida humana es el modelo constante, no en cuanto a la trabazón misma de la trama, pero sí en cuanto a los elementos episódicos y los tipos de personaje que se inserten en dicha trabazón. Dicho de otro modo: la realidad puede suministrarnos las piezas de la novela, pero el ensamblaje de éstas es fruto de la imaginación. Nota sociológica de época es la diatriba del autor –respetuoso con los códigos morales y de censura de la época– contra la “obscenidad” que, a juicio del autor, “carece, incluso en la realidad, de dramatismo suficiente para poderlo disfrazar de lo que no es. Cuando enfermedad, obscenidad o en general la indecencia tienen que pasar por las páginas de la novela, el primor detallista resta peso novelístico a la narración. Una argumentación que había desarrollado anteriormente, al oponerse al realismo naturalista, del que rechaza el método científico, porque por ese camino se llega a descripciones [«microscópicas», las ha calificado líneas antes] que llegan a cansar y a aburrir al lector.

          El realismo bien entendido para Donato y Prunera, es lo contrario de lo que podríamos llamar «trivialismo». ¡Hombre preclaro! Parece que los años han pasado para confirmar sus temores: nos inunda el trivialismo, y aun el tribalismo literario, sin que puedan descollar otras obras que se aparten de esa decadencia del realismo. Hay que substituir la visión «trivial» de la realidad por la visión capaz de suscitar emociones nuevas, frescas y distintas de las normales que, por serlo, carecen de viveza, de color y de intensidad.

          La decantación psicologicista del autor me parece evidente cuando quiere convencer al futuro escritor de que la novela personal nos da la realidad íntima de un individuo, y de que para presentar esta realidad íntima de la persona […] debe proceder ante todo a prescindir casi en absoluto de todo lo externo a la persona misma del protagonista. ¿Y qué es lo externo? […] Pues las cosas. Las cosas casi no deben figurar en el relato y si figuran deben ser con una dosificación mínima. A su manera, Georges Perec —en realidad debería de ser Pérez, por el padre, judío sefardí…— en su insólita novela Las cosas confirma por antítesis la tesis de Prunera, puesto que describe la alienación y reificación de dos jóvenes de los años 60.

          En la novela personal, el lector vive «con» el personaje, es decir, «convive» con él en un grado máximo de acercamiento. Por eso, las notas descriptivas de escenario o ambiente […] deberán darnos dicho ambiente visto «desde» el personaje. Entones tales cosas dejarán de ser propiamente cosas a secas y adquirirán ellas también un calor de intimidad que procede «del» personaje. Y concluye el autor: La novela personal no nos da ambientes nacionales ni históricos, y menos aún físicos; no nos da costumbres. No nos dice más que aquello «que le pasa» al protagonista y si habla de paisaje lo hace como si el paisaje fuese una de tantas cosas «que le pasan».

 La concepción narrativa de Prunera busca, como objetivo preferente, la creación de un personaje con el que el lector pueda llegar a establecer una relación íntima, algo que, desgraciadamente, está ausente en la concepción de los personajes de la novelística reciente en España, tan «definidos» desde el autor, tan «desustanciados», por su condición de «tipos» y tan previsibles, por obra y gracia de la impericia de sus creadores. En la novela personal —continúa Prunera— vemos los escasos rasgos del paisaje o ambiente «desde» el protagonista, pero a este no le vemos «desde fuera». También a él le vemos desde sí mismo, desde dentro. No otra cosa se ha querido expresar al decir que «convivimos» con él. […] La persona (la mía, la de usted, la de Fulano), se constituye cuando «se hace», a medida que «va siendo» en el tiempo. Si yo asisto de cerca a su constitución la «revivo» (…) el modo de ser de la persona es siempre temporal. La persona no es cosa, ni pasión, ni recuerdo. Las cosas, las pasiones y los recuerdos son «sucesos» suyos; le «pasan» a ella y le pasan en el tiempo. (…) La vida de la persona «transcurre», va con el tiempo, es «sucesión» de acontecimientos: de ahí que para darnos de ella una impresión lo más viva posible, sea el «relato» el instrumento adecuado.

          Para trasladar a la página en blanco estas sensatas reflexiones sobre el arte de narrar, Prunera plantea que se haga desde una óptica individual, original: Ver una cosa es ya interpretarla; el «ver» no nos da la cosa, sino una visión de la cosa. Y como una cosa ofrece infinitas perspectivas, la perspectiva nos dará un modo de ser de la cosa de acuerdo con ‘nuestra’ perspectiva. Esta es personal. Y como del modo de ver brota el modo de decir o expresar lo visto, el estilo en el decirlo es tan personal como la visión misma, aunque no es siempre forzosamente un modo de ver ni de expresar precisamente original. […] La originalidad sólo puede consistir en presentar cosas, escenas o acciones bajo un punto de vista «nuevo», no adoptado por nadie y por lo mismo capaz de suscitar por el significado de las palabras o frases empleadas en traducirlo, una visión de lo relatado que sea también nueva hasta el momento en que se presenta al lector. ¿Reconoce el lector de este Diario una aspiración semejante en alguno de los novelistas contemporáneos  españoles que haya frecuentado? Es lamentable reconocer que hay tantos juntapalabras como escasean verdaderos autores que puedan recibir con total justicia el marbete de escritores.

          Y aquí lo dejo. Pueden hacérsele a Prunera infinitas rectificaciones e incluso ponerle al día de los senderos críticos, ¡y a veces crípticos!,  por los que se mueve la teoría literaria en nuestros atribulados días, pero me parece que ganaría mucho nuestra literatura si conocidos y reconocidos escritores de hogaño, y aspirantes de toda laya, tuviéramos en cuenta algunas de sus consideraciones, lo cual, ya digo, no significa que yo «comulgue» con ellas, por supuesto. Lo que me ha llamado poderosamente la atención es la coherencia del discurso de Prunera, el año de su redacción, 1955, y que lo ilustre, además con finos análisis de la narrativa de Bécquer, de Gabriel Miró, de Unamuno, de Baroja ¡y —lo  que me ha llegado al alma lectora— de Simenon!, uno de mis héroes literarios…

         

domingo, 10 de noviembre de 2024

«A sangre y fuego», de Manuel Chaves Nogales, primer contacto.

 Crónica sin tapujos ni orfebrería esteticista de nuestra barbarie cainita, una más de las muchas padecidas a lo larga de nuestra sangrienta historia.

 

          …porque termina mal. Sentenció Gil de Biedma sobre la historia más triste, tras escoger la nuestra, la de España. Y no le faltaba razón. En estos tiempos en que asistimos a la forzada exhumación del cainismo, bajo el eufemismo de la «polarización» sistemática, usada como exclusiva arma política para mantenerse el psoe en el poder, aun a riesgo de enfrentarnos de nuevo a los españoles contra otros españoles y, sobre todo, contra quienes, enemigos declarados de España, quieren independizarse políticamente de ella con todos los privilegios económicos intactos, es doloroso adentrarse en unos relatos testimoniales que, a través de la relativa ficción, quieren dejar memoria de la nube tóxica de barbarie que cubrió toda la geografía española desde Finisterre hasta Melilla y El Hierro.

          Entro por vez primera en la obra de Chaves Nogales, de quien intuyo que me gustarán más sus crónicas periodísticas que su obra narrativa, y no porque estas ficciones tan realistas no tengan interés, sino porque la descripción fidedigna del mal, de la miseria moral y del sufrimiento sin esa pizca de participación de la imaginación no acaba de satisfacerme. Ni siquiera la feliz aparición de «conticinio» en sus páginas redime a las narraciones de su aire de informe forense en el que nos toca contemplar manifestaciones tan primitivas de la psicología humana. El autor informa de que todas ellas tienen un trasfondo real, histórico, más o menos circunstanciado a través de la imaginación. Y es cierto que notamos esa densidad pegajosa de las limitaciones intelectuales y morales de la mayoría de sus personajes.

Abierta la veda del cainismo, el ejercicio del micropoder acaba teniendo las nefastas consecuencias que tuvo, y en todas las familias, rebeldes o fieles a la República, se conservan relatos del horror o, peor aún, el espeso silencio del temor y el olvido forzoso. Revivir todo ese cieno de venganzas, de horrores y de miseria a través de la memoria histórica unilateral dictada por el Poder de turno no parece la mejor política para cohesionar una sociedad y construir una nación que mire hacia el futuro con entusiasmo para convertirlo en lo mejor posible. Desde esta perspectiva, estoy seguro de que muchos paleoizquierdistas habrán leído este volumen como «propaganda» de la «ultraderecha», que es hacia donde han desplazado el centro político para tener una desteñida bandera de agitprop tras la que cubrirse la vergüenza infame del sectarismo a ultranza. El autor lo expresa con meridiana claridad en su prólogo: Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario. […] En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota fe mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contera el Espíritu Santo. Y es en Moscú, Roma y Berlín donde sitúa el autor los altos hornos del odio en que se forjó nuestro sangriento enfrentamiento civil. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas, remacha el autor, que supo en su momento que se había planeado su «desaparición» en el fragor de la contienda.

          Decía al inicio lo de mi posible interés por su obra periodística o ensayística, porque el prólogo a las narraciones ha acabado atrapándome con mucho más interés que el de los destinos de esos pobres diablos sometidos a unas circunstancias en las que apenas tenían capacidad de decisión, porque la disyuntiva «vida o muerte» va más allá de la libertad de elegir y del abanico de posibilidades de realización personal que una guerra civil suprime de un plumazo para casi la mayoría de la población afectada. Desde esta perspectiva, Chaves representa, intelectualmente, el justo medio que desapareció durante la etapa republicana y que ha sido laminado en nuestra democracia actual. La lectura de esta reflexión política del autor me parece muy digna de ser leída para entender la falta total de sentido del enconamiento político que vivimos: El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo. ¿No está el autor, ucrónicamente, abogando por una superación del conflicto a través de la Constitución del 78, contra la que luchan en nuestros días denodadamente tantas fuerzas políticas, algunas de ellas con humillante participación en aquella barbarie?

          Los relatos visitan distintas zonas geográficas y nos presenta personajes de diferentes extracciones sociales, pero la dialéctica amigo-enemigo, ¡tan infaustamente extendida hoy entre nuestra clase política y aun entre vecinos en los barrios y pueblos de nuestra geografía!, lo puede todo, todo lo determina, de tal manera que los destinos personales de todos los personajes de los cuentos (el autor los llama «novelas», curiosamente, aunque nada tengan de ejemplares, ni por longitud ni por su materia, más allá de dar cuenta de una realidad cuyos relatores se los está llevando el tiempo a marchas forzadas, y acaso por ello mismo no tarde en derivar hacia la nebulosa de la ficción aquel mundo tan duro, tan despiadado, tan cruel) son irrelevantes: matar o morir son las únicas opciones viables. No la huida, porque en la huida los cazan como a conejos. En la nómina de personajes ni siquiera faltan algunos «notables» como el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos,  Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado o María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura…; pero, en términos generales, abundan sobradamente los individuos anónimos y agrupados religiosamente en las muchas organizaciones que, en aquellos momentos, te concedían el salvoconducto que garantizaba tu integridad personal, excepto que tuvieras un pasado que te hiciera sospechoso a los demás, como los anarquistas de la CNT ejecutados por haber coqueteado de jóvenes con Falange… No faltan las rivalidades pueblerinas enconadísimas, aquellos auténticos «ajustes de cuentas» que sembraron las zanjas de cadáveres; el asalto al Cuartel de la Montaña o las razias de los moros, ¡tan temidos! En medio de esa espiral irracional y asesina, un diálogo entre dos personajes muestra claramente el tenor de todos los cuentos:

—Hay que resistir a todo trance y conservar en nuestras manos el control de la revolución —replicaba con impresionante fuerza Tomás, el joven socialista—; procuraremos combatir el terrorismo de esas bandas armadas que vuelven del frente y al final las extirparemos como hemos extirpado al fascismo.

—Sí, pero mientras esos bandidos puedan actuar impunemente, el pueblo nos hará a nosotros responsables. Si dejamos las manos libres a los criminales de la Columna de Hierro, la opinión se pondrá en contra nuestra. Ya lo estamos viendo. Los pueblos por donde pasan esos bandoleros se tornan fascistas. Esos canallas son los mejores propagandistas de Franco. Yo he visto a viejos republicanos demócratas auténticos renegar de la revolución y desear el triunfo del fascismo —replicó el tío Pepet.

—Es el horro de la guerra lo que provoca esas reacciones. ¿Crees tú que del otro lado no hay gentes de bien, conservadoras y católicas, a las que están convirtiendo en revolucionarias los asesinatos de los falangistas? Seis meses más de guerra y verías la inmensa mayoría de los revolucionarios de hoy convertirse en reaccionarios, pero también dentro de medio año, si la guerra continúa, no le quedarán a Franco más que sus asesinos pagados.

Me ha llamado la atención que en el cuento Consejo obrero, se describa a uno de los personajes, el viejo Felipe, anarquista de toda la vida como a ratos ladrón y a ratos apóstol de la idea, porque me ha traído a la memoria al protagonista de El català de La Manxa, de Santiago Rusiñol, publicada en 1914, en el que se vuelve una y otra vez sobre ser partidario, propiamente apóstol,  de «la idea», de la que parece heredero ese Felipe del cuento. Por cierto, la novela de Rusiñol la recomiendo encarecidamente, porque es una obra desternillante. Creo que merece una nueva traducción y ser ampliamente publicitada, pero allá los popes de la edición con sus juegos estéticos del hambre y otras lindezas… Y me han gustado dos cuentos sobre todos, al margen, ya digo, del carácter documental de todas las narraciones: la descripción de un héroe de talante soviético, Bigornia, que da nombre al cuento, y El refugio, en el que se describen los bombardeos sobre Bilbao y la búsqueda angustiosa de supervivientes entre las ruinas, algo a lo que los terremotos actuales nos tienen muy acostumbrados.

 

«El malestar en la civilització», de Sigmund Freud, versión de Josep M. Terricabras

 

Una relectura necesaria en estos tiempos maniqueos y malsines del malser…

 

          Me he aventurado en esta relectura de un texto clásico de Freud, para hacerlo de la mano de la versión de un personaje, Josep Maria Terricabras, fallecido este mismo año,  muy contradictorio, a mi juicio. Su innegable prestigio intelectual y filosófico dejó paso, a partir de 2012, en los inicios del procés para conseguir la independencia de Cataluña, a una colaboración con ERC que fue intensificándose hasta ser escogido candidato independentista al Parlamento Europeo, escaño que ganó. Sus numerosas declaraciones a favor de esos objetivos políticos me lo fueron haciendo muy antipático e incluso llegué a pensar que era un preclaro ejemplo de cómo un sólido intelectual de prestigio podía dejarse abducir por la ideología política hasta el punto, siempre a mi juicio, de entrar en contradicción con su propia formación, a la que le deberían de parecer aberrantes ciertos procesos políticos que incitaban a una revolución popular, muy desigual respecto del monopolio de la violencia del Estado contra el que se luchaba, cuyos resultados, en términos de vidas humanas, se intuían catastróficos. ¿Qué debió de pensar cuando tradujo estas esclarecedoras palabras de Freud, que afectaban al núcleo duro de su delirio político: S’afirma, però, que cadascun de nosaltres es comporta, en algun punt, de manera semblant al paranoic: corregeix, amb la formació d’un desig, una cara del món que li resulta insuportable i inclou aquest deliri en la realitat. Hi ha un cas que reclama una significació especial: quan un nombre força gran de persones resol conjuntament de fer l’intent d’assegurar-se la felicitat i de protegir-se del sofriment a través d’una delirant transformació de la realitat. ¿Qué otra cosa, si no, fue el procés: un delirio colectivo que amenazó gravemente la convivencia pacífica de seis millones de personas en el noroeste de España?

          Desde esa perspectiva inicial, me sumergí en su traducción del que habitualmente se ha titulado en castellano El malestar en la cultura y que, propiamente, según oportuna nota del traductor, ha de traducirse como «civilización», que es lo que realmente, al parecer, corresponde al término alemán Kultur.  Mi intención primera, siguiendo el título habitual en castellano, consistía en reflexionar sobre el estado actual de la cultura, desde un punto de vista sociológico, porque es muy difícil contradecir o completar una reflexión esencial sobre lo que es la «cultura», ya expuesta por Gustavo Bueno en su excelente libro El mito de la cultura. Quería repasar el nivel de degradación que, en justa correspondencia con el nivel político de este sexenio, se ha producido en una cultura en la que la campa la «bandería» a sus anchas, orillando cualquier posibilidad no ya de un canon más o menos consensuado, sino incluso de la libre expresión subjetiva ante los actos culturales sin que esa libertad lleve aparejado el encasillamiento ideológico del emisor. Se trata, como ha intuido el intelector, que para eso lo es, de una variante de la famosa «polarización» que, en España, es nítido eufemismo de nuestro cainismo secular.

          En términos civilizatorios, pues, esta reflexión de Freud no deja de ser oportuna, porque atañe al papel que juegan las pulsiones en ese esquema dualista, Eros y Tánatos, que ya había formulado Freud en 1920 en Más allá del principio del placer. Este ensayo, escrito en verano, no diré que como un divertimento, pero sí sin auxilio bibliográfico ninguno, es muy revelador para comprender el diagnóstico que Freud establece de la persona y de la sociedad, dos realidades que se oponen tanto como los dos principios citados. Terricabras lo dice claramente en su magnífico prólogo: La civilització és el procés evolutiu que porta de la familia a la humanitat. […] Ara bé, el que és útil per a la civilització és perjudicial per a l’individu, al qual se li demanen sacrificis i renúncies: se li restringeix la satisfacció sexual i se li desvía i mobilitza l’energia psíquica, la libido, cap a altres objectius (el de l’amistat sense sexualitat i el d’establir lligams de treball i de col·laboració).

          Los brotes «revolucionarios» de la Década prodigiosa fueron, en última instancia, una rebelión a favor de la libertad individual y de liberación de los instintos y las emociones, aherrojados por la represión social en aras de la paz y la convivencia, supuestamente «razonables». Mucho antes, en los años 20, se produjo una explosión antirracionalista y liberadora que acabó, curiosamente, con el advenimiento de esas fuerzas oscuras que representaron el fascismo y el nazismo. Casi un calco, mutatis mutandis, de nuestro atribulado presente. Y si en los 20 y los 60 del pasado siglo la necesidad de oponerse a la coerción social tradicionalista y ultraconservadora suponían una readquisición y reafirmación del yo, ahora nos hallamos en un momento en que esa rebelión se dirige contra poderes ultraliberales deseosos de imponer unos estándares sociales muy alejados del sentir mayoritario de las poblaciones, que ven peligrar, no solo su integridad individual, sino la propia existencia de naciones con siglos de antigüedad. En el juego interactivo entre el individuo y la sociedad, acaso convenga recordar la constatación freudiana: Venen ganes de dir que la intenció que els humans siguin feliços no està continguda en el pla de la creació. De hecho, no tarda en revelarnos que el origen de la neurosis en el individuo estriba  en esa lucha feroz entre la coerción social y la necesidad de liberar los instintos reprimidos: La persona es torna neuròtica perquè no pot suportar la quantitat de renúncia que li imposa la societat al servei dels seus ideals de civilitat, i d’aquí, se’n va concloure que si aquestes exigències fossin suprimides o mil disminuïdes, això representaria tornar a tenir possibilitats de ser feliç.

          Subyace en estas consideraciones sobre la infelicidad que genera la represión social sobre el individuo una teoría sobre la agresividad propia del ser humano que choca frontalmente con el nuevo neoconservadurismo izquierdista que nos gobierna, siempre dispuestos a reivindicar la teoría del buen salvaje de Rousseau corrompido por la maldad social: La part de realitat volgudament dissimulada al darrere de tot això és que l’home no és un ésser amable, necessitat d’amor, que, com a molt, també es defensa quan és atacat, sinó que, entre les seves aptituds pulsionals, també s’hi pot comptar una bona dosi d’agressivitat. [...] L’agressió també es manifesta espontània i deixa al descobert els humans com a bèsties salvatges, a les quals resulta estrany el respecte envers la pròpia espècie. Y, prefigurando una futura objeción simplista por parte de esas ideologías supuestamente liberadoras de la especie a costa del sacrificio de la libertad individual de sus miembros, Freud deja bien clatro que L’agressió no ha estat pas creada per la propietat; aquesta dominava gairebé de forma il·limitada en èpoques primitives, quan la propietat encara era molt pobra: ja es mostra en la primera infància que, a penes la propietat ha abandonat la seva forma anal primitiva, l’agressió constitueix el pòsit de totes els relacions de tendresa i amor entre els humans, potser amb l’única excepció de la mara amb el seu fill mascle. [...] Evidentment, no els resulta fàcil als humans de renunciar a la satisfacció de la seva agressivitat; si ho fan, no s’hi troben a gust. Fritz Perls, hijo a su pesar de Freud, defiende en su Terapia Gestalt que la «agresión» ha de ser considerada como una fuerza primigenia que ha de ser encauzada para ponerla al servicio de la autorrealización del yo, no como una enemiga a la que se ha de suprimir mediante la medicación y otros métodos emasculadores: Yo, hambre y agresión, es el título de su primer libro. Y en él, curiosamente, recoge la misma cita de Schiller que Freud: En la total desorientació dels començaments, vaig trobar el primer agafador en l'expressió del poeta-filòsof, que «fam i amor» mantenen unit l'engranatge del món.

          El malestar en la civilización detalla la compleja relación entre individuo y sociedad. y también dentro del individuo mismo, porque esa agresión la acaba introyectando el individuo en sí mismo, redirigiéndola contra él en forma de potente sentimiento de culpa que ha de ser expiado, y en buena medida ello se objetiva a través de la cultura y otras conquistas de carácter estético e intelectual. Por eso es conveniente cederle la última palabra al autor: La qüestió decisiva de l’espècie humana em sembla que és aquesta: si la seva evolució civilitzadora aconseguirà dominar, i en quina mesura, el trastorn de la vida en comú provocat per la pulsió humana d’agressió i d’autodestrucció. [...] Ara els humans han arribat tan lluny en el domini de les forces de la naturalesa que, amb el seu ajut, ho tenen fàcil per exterminar-se els uns als altres fins que no quedi ningú. Això ell ho saben, i d’aquí ve una bona part de la seva intranquil·litat actual, de la seva infelicitat, del seu espaordiment. I ara s’ha de esperar que, dels dos poders celestials, l’altre, l’etern Eros, faci un esforç per sortir vencedor en la lluita amb el seu rival, igualment immortal. Però, qui en pot preveure l’èxit i el resultat.

          Esa es nuestra incertidumbre hoy, aunque el psicoanálisis ha desterrado, hace mucho, la idea de que esa dualidad freudiana tenga visos de realidad; del mismo modo que otras psicoanalistas desterraron en su momento ideas tan peregrinas como la «envidia del pene».

          La traducción, aunque no tengo ni idea de alemán, suena muy bien en catalán, y eso es importante, pero, además, el traductor nos ofrece un riquísimo bonus en forma de notas que atienden desde lo sustancial hasta lo anecdótico, razón por la que la recomiendo efusivamente.

 

sábado, 28 de septiembre de 2024

«La noche que llegué al café Gijón», de Francisco Umbral.

 

El maestro de la crónica, el tesoro de la memoria y las grandezas y miserias del mundillo intelectual: el escritor crustáceo...

La España de los años sesenta fue muy diferente en sus inicios y en su final de década. En aquellos años se produce la expansión económica que lleva al Régimen a establecer acuerdos preferentes con la Comunidad Económica Europea y se produce el estallido turístico que va a transformar nuestro país, acercándolo a los estándares europeos en cuento a las costumbres y el desarrollo se refiere, pero no, por supuesto, en cuanto a libertades políticas, dada la fortaleza del Régimen, cuyo afán represor sangriento se extiende hasta poquísimo antes de la muerte del dictador.

La noche que llegué al café Gijón —y me viene a la memoria la discusión gramatical sobre el título, el cual, al decir de los puristas, hubiera debido ser La noche en que llegué al café Gijón, con esa preposición que no debería perderse, como vemos que sucede con otras en nuestros días— es un libro de memorias, sí, pero también la autobiografía de la construcción lenta y trabajosa de un yo literario que buscaba su incardinación en nuestro ecosistema intelectual, buena parte del cual se ubicaba entonces en el legendario café. Umbral abandona la provincia, Valladolid, y se aventura en la modesta jungla madrileña, por ponerlo en términos de thriller creativo, para labrarse un porvenir de escritor de lo que salga, a juzgar por cómo va tanteando aquí y allá y prueba diferentes formas de introducirse en el mundo de quienes aspiran a vivir de su pluma, algo que muy pocos consiguen, desde luego, y lo sorprendente no es que Umbral lo lograra, sino que, además, fuera autor de obras que destacan por mérito propio en la literatura española del siglo XX, y ahí está una obra a la altura del canon estilístico que él cifra en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, El contenido del corazón, de Luis Rosales y Pasión de la tierra de Aleixandre, los que constituyen, según Umbral,  la trilogía de grandes prosas líricas escritas por poetas en nuestro siglo español. Umbral no es propiamente poeta, pero el carácter lírico de su prosa procede de la frecuentación de la poesía, siendo JRJ, su «poeta por excelencia».

Umbral es el creador de un género insólito en el que, como en este libro sucede, se mezcla la crónica de un tiempo, el apunte biogtráfico, la confesión autobiográfico, pinceladas de crítica literaria y una sentida «autobiografía literaria» en la que nos da las claves de su obra, de su estilo y de sus preocupaciones, por más que todo remita, en última instancia, a su propia persona, como confiesa desafiante: El escritor sin género sólo puede apoyarse en sí mismo. Ignoraba entonces, está claro, que él había de ser el creador de un género nuevo, uncido inmarcesiblemente a su persona, una suerte de género fluido que pasaba del periodismo a la literatura con una insultante facilidad, de modo que si destacó como articulista literario, también lo hizo como literato cronista, y ahí está una novela grandiosa, valleinclanesca como La leyenda del César visionario, que no me dejará mentir; pero donde alcanza su cenit es en el diario íntimo, en la crónica personal del desgarro de ese sí mismo que pasa por la más terrible de las experiencias, la muerte de un hijo, y se salva y se condena por la literatura: Mortal y rosa lleva por nombre, y es, a mi juicio, el mejor libro autobiográfico escrito en España en la segunda mitad del siglo XX. Como ya escribí acerca de él con anterioridad, permítanme la autocita: «Sí, claro que hay «resentimiento», y un torrente de mala hostia y mala leche y desesperación que se desborda constantemente en arrebatos líricos que son el equivalente de la respuesta de Umbral, en el documental, a aquella señora que, queriendo consolarlo, le dijo, respecto de la pérdida de su hijo: «Si Dios lo ha querido…»: «¡Pues muy hijo de puta Dios, muy hijo de puta…!». Gran parte de este libro es una contrablasfemia contra la de la vida que siega la vida de una criatura en cierne, y se leen, en cada línea, los más de ciento cincuenta quilos de presión de las mandíbulas apretadas con que el autor acompaña la temblorosa caligrafía de su herida mortal. Cada una de las páginas de Mortal y rosa, desde la mitad del libro hacia adelante, tiene más de sudario que de página en blanco, porque Umbral teje en ellas el cuello alzado y la bufanda que muy a duras penas le protegieron del frío pavoroso que se le metió hasta el corazón de los adentros de su amor y de su pasión de padre, ¡y cómo se abriga al hielo!: El frío dentro de mí, como un jarrón venenoso, como la entraña inhóspita de mí mismo. […]  Exiliado de tu reino de luz y voz, vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida, el que pasa, en la tarde, con el cuello del abrigo subido, mirando luces y escaparates, porque te has ido a algún sitio y me has dejado fuera, porque solo tú acertabas con el centro tibio de la vida, y yo no acertaré jamás, y tengo conciencia de expatriado, y todo a mi paso es arrabal, suburbio, alejamiento del secreto rubio del mundo.[…] Qué dentro del frío me has abandonado, qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano. Qué frío, hijo, en esta mañana fría, el rincón quieto, blanco y desolado de tus juguetes».

Para cualquier escritor en cierne, la lectura de este libro ha de ser reconfortante, porque se plasma en él algo que los «triunfadores» olvidan con facilidad: los duros comienzos que amenazan con hacerte desistir de tu vocación literaria. Se ha de tener un temple especial para encajar negativas editoriales —¡qué me van a decir a mí, que las he llevado al título de esta bitácora!— y seguir confiando en las propias fuerzas, la propia imaginación, el propio ingenio y las propias obras, porque la literatura es arte de muchas sorpresas y nunca se sabe cuál tasación será la aquilatada y duradera. Lo importante, y Umbral lo sabía perfectamente, era hacer obra…: Desde entonces [cuando escribía el libro sobre Larra] casi siempre he necesitado tener un libro en la horma por esa sensación de unidad, de seguridad, de continuidad que da el estar haciendo una cosa larga y seguida, aunque sea poco a poco. Si no, parece que la vida se deshilvana. El libro en marcha le pone argumento a la vida, que generalmente no lo tiene. Lo duro era hacer esa obra y que, presentada a quienes tenían en su poder publicarla, no le hicieran caso. Me siento muy afín a esos sentimientos que revela el autor cuando llevó un volumen de cuentos, editados e inéditos. Pavón tuvo el «desliz» de decirle que a Aldecoa, el maestro del cuento en aquellos años, le había gustado el primer cuento, y hasta que sonó el teléfono, en una de las varias pensiones en que vivió al principio en Madrid, fuente inagotable de experiencias que llevaría a sus libros… Yo daba vueltas en la gran cama de la pensión de Ayala. […] Fui temblando al teléfono. […] Que no, que de momento no, que sí pero no, que bueno pero no, que a ver si más adelante, que esto y lo otro. Que no. Volví a mi cuarto y lloré en la cama boca arriba (no boca abajo, como las señoritas de las películas). […] No sabían aquellos dos escritores el daño que me habían hecho. […] Luego pensé —supongo— que había que seguir como habría seguido de no presentarse aquella falsa oportunidad. Había que seguir como si la oportunidad no se hubiese presentado nunca. […] La literatura era la mediocre rutina que es, incluso antes de haber empezado uno a ser literato.

La dureza del choque entre el idealismo y la realidad literaria, con sus miserias, sus bajezas y sus urdimbres siniestras, no solo pone a prueba al autor, sino que lo confirma aun más en su obsesión por llegar a ser lo que finalmente fue: un maestro de la prosa literaria y periodística, en igualdad de condiciones, y una celebridad que se permitía contemplar el fenómeno socioliterario desde un desdén aprendido en mil fracasos, la verdadera universidad del carácter.

El Café Gijón, antonomasia de la vida intelectual y mundana de la época del franquismo, aunque existió antes y aún sigue abierto, es un muestrario no solo de la vida literaria, sino de la vida social y política de unos años en los que la dictadura imprimía en las conciencias la dura huella de la autocensura. El propio autor lo dice: Lo que pasa es que yo, además, en mis artículos quería decir otras cosas, disparar cada día contra la sociedad franquista una pistola pavonada y romántica o un pistolón bronco y casi irónico. Pero eso, por entonces, estaba muy difícil. Su obra periodística le permitió, poco a poco, ir sacando la cabeza en aquella época de autores consagrados a los que, como en todas, no les gusta la competencia ni el desafío de los jóvenes que codean incansablemente para abrirse paso. Umbral se especializó en el género de las entrevistas, y ello le permitió entrar en contacto con buena parte de la nómina de autores consagrados que aparecen en su libro, en el que se echa absolutamente de menos un índice onomástico que nos permita ir con facilidad a la relectura de algunos «nombres» que se nos quedan entre los cientos que habremos de leer a lo largo de toda la obra. ¡Menos mal que, de tanto en tanto, Umbral recapitula en el apartado autobiográfico y nos deja bien clara la nómina de sus influencias!: En mi interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales, indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire, Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. Quizá Henry Miller, recién descubierto. Quizá Valle-Inclán y Larra, también muy trabajados por entonces. Con esta docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo lo que he escrito. Habría que añadir el humor de Mihura, el lirismo de Carlo Emilio Gadda o de Lawrence Durrell. La potencia metaforizante de García Lorca. Pero, en resumen, me sentía progresivamente heredero del barroco español puesto al día con su burla, su metáfora y su hermosa curvatura. Y a mí me sorprende que, siendo yo de una generación y media posterior a la de Umbral, coincidamos en esta nómina, aunque advierto que no ha incluido un autor del que habla elogiosamente en otra parte del libro: Samuel Beckett, tan importante en mis años de formación. Se despacha a gusto, sin embargo, contra los dos referentes máximos de aquella época: Azorín y Baroja, de quienes abomina, y le guarda un respeto máximo a Camilo José Cela, quien, acaso en el fondo, fuera su «modelo», al menos de escritor  que logra vivir solo de la pluma, a pesar de ciertas renuncias y exigencias mediáticas que ambos cumplieron siempre con exquisita profesionalidad. De lo que huyó siempre, acaso con un exceso de celo, fue del encasillamiento, del alfiler que te clava sobre el fieltro y te convierte en pieza de museo: Comprendí lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.

En la evolución del escritor, un paso importante es el de hospedarse en las pensiones a tener «una habitación propia», porque, como le explicó un tótem del articulismo de entonces:  Le había oído yo decir a César González Ruano en el Teide, con la voz importante, los ojos espantados y el cigarrillo en las manos ducales, que el escritor tiene que tener una casa, que la bohemia del oficio hay que contrapesarla con la seguridad de una casa, por lo menos eso, un sitio seguro para dormir y trabajar, porque entonces se puede aguantar sin comer, sin hacer el amor, sin dinero ni amigos. Dentro de la casa, aunque sea modesta (quizá mejor si es modesta) el escritor teje su obra como el gusano su capullo. No había leído por aquel entonces Umbral el famoso libro de Virginia Woolf, Una habitación propia, pero bien puede decirse que la vida de nuestro autor cambia cuando tiene esa madriguera que, poco a poco, lo irá distanciando de la frecuentación de cafés como el Gijón y otros centros de reunión de intelectuales, porque las obras no se escriben solas, y ya lo dijo Valle-Inclán, que era mucho más difícil escribir una novela que un cuento, «porque te obliga a estar más tiempo sin salir de casa…». Al fin y al cabo, es declaración de principios del autor que el escritor es lobo estepario que ha de crearse su soledad entre los demás o a solas. Una mujer, un amigo, un socio, un editor, cualquiera puede malograr al escritor.

Estas memorias contienen innumerables retratos de personajes y personas, famosos y anónimos, cuyo interés dependerá del lector. No hay que olvidar, sin embargo, que Umbral cultivó una pose de provocador, aunque desde dentro del sistema, no desde el margen, y menos desde la marginación, cultural o política. Umbral está encantado de observar y retratar, desde su puesto de secundario entonces, una realidad con muchas caras, desde las putas finas de Chicote hasta las progres de voz cazallera del Gijón y otras especies diversas. Cada cual elegirá con qué se queda. Particularmente, mi elección se orienta hacia dos personajes muy distintos: el articulista y escritor Eusebio García Luengo y el artista conceptual Alberto Greco. Es el propio Umbral quien nos dice que, harto de los figurones de relumbrón, a quienes estaba obligado profesionalmente a entrevistar, a él le llamaban la atención esos otros seres cuya discreción no ocultaba el brillo de su personalidad: De vuelta ya del conocimiento de los grandes y consagrados, me entregaba yo más bien al descubrimiento de los raros, de los escritores incatalogables, inconsagrables, en los que estaba la literatura en estado puro, aunque siempre excelso, ni falta que hacía. […] Eusebio García Luengo era lo mejor que se podía encontrar en este sentido. […] Muy delgado, algo hundido, lento y pacífico, siempre sin prisa, teorizante de esquina y filósofo al azar. Eusebio García Luengo era un conversador fascinante. Todo le nacía de un fondo sistemáticamente paradójico e irónico y el único que no advertía su burla era el sometido en aquel momento a ella. Eusebio hacía unos asombrosos artículos orales que no tenían nada que ver con los artículos que publicaba luego en los periódicos, llenos de discreción, moderación, dubitación, interrogación y generalidades. […] Yo creo que así como el escritor por escrito puede amedrentarse en el diálogo y quedar opaco, el escritor oral se amedrenta ante la cuartilla, a veces.[…] Hablando, las ideas y las palabras nos vienen a la boca. Escribiendo hay que ir a buscarlas. No todo el mundo está dispuesto a ese acarreo. Si tendrá capacidad de persuasión Umbral, que ando ya a la caza de dos novelas de Luengo de las que jamás oí hablar:  El malogrado y No sé. De Alberto Greco, la noticia es más escueta, pero también más impactante: Alberto Greco, argentino, el primer artista conceptual en España se suicidó en una pensión de Barcelona escribiendo previamente en su mano izquierda la palabra «Fin» y dejando una novela manuscrita que se llamaba Una mierda sin olor.

A quienes no sean particularmente afectos a la obra literaria de Umbral, cabe decirles que el valor documental de este libro, tanto sobre su propia persona como sobre el panorama intelectual de aquella época, es altísimo, lo cual es una razón de peso, a mi entender, para comprender aquella «circunstancia» de la que habló Ortega como contrapeso, límite y estímulo del yo guiado por la razón vital. Umbral no es muy optimista, como buen conocedor de la naturaleza humana, y prueba de ello es el final de la obra: Había que empezar donde él [Ramón Gómez de la Serna, autor de Automoribundia, su último gran libro] había terminado: en el desencanto. Ese mismo año en que acaba el libro, Jaime Chávarri estrena lo que devino un fenómeno sociológico en España y acabó convertido en el lema de una época: El desencanto, un documental biográfico sobre el poeta del Régimen Leopoldo María Panero y su familia, que incluso vería una continuación pasados  dieciocho años del estreno de El desencanto: Después de tantos años, dirigido esta vez por Ricardo Franco.