Las múltiples encarnaciones del ensayo: la bitácora, el aforismo y la autoficción filosófica, para un mismo fundamento: la perpleja razón vital.
Hay autores secretos a cuya obra se
suele tener difícil acceso por una sencilla razón: no frecuentan la
publicación, y si acceden a hacer público algo de lo que escriben, buscan a
veces cauces que se apartan de lo ampliamente conocido, de ese mainstream
donde flota vistosamente lo liviano… Una bitácora, por ejemplo. La literatura y
el pensamiento son interesantes en función de su propia calidad intrínseca, no
del medio elegido para ser dinfudido. Pero hay un gran prejuicio en dejarse
llevar por la idea de que el oropel del envoltorio contiene algo más que lo
trillado, lo obvio y lo mimético.
Luis Valdesueiro es uno de esos autores cuya obra he admirado
desde antes de que publicara, rompiendo
un silencio de muchos años, su Lucidario, en 1997, al que siguió en 2001
su obra poética Cuaderno de sombras, publicado por Huerga y Fierro, en 2001. Las
súbitas publicaciones provienen de largos años de trabajo callado y solitario,
como «confiesa» en esa obra maestra de la ironía, la impostura y la autoficción
que es Budhi Dhorma. Opiniones y
peripecias: A Budhi Dhorma le gusta la literatura; no así los libros en
general. Libros hay a los que detesta. […] Budhi Dhorma es un escritor
raro y avaro: le encanta ser su único lector. De ahí que toda su obra
permanezca inédita. De pronto, y por la sencilla razón de que las palabras
son monumentos más duraderos que el bronce, y de que hay en el recóndito y
sabio escritor un alma de editor pulquérrimo, sale a la luz Las esquinas del
día (Divagaciones, 2009-2013), para general deleite de cuantos lectores
quieran acercarse a ella con la convicción que quiero transmitirles de que muy
probablemente se acercarán a un futuro clásico de nuestras Letras. Como un
gesto magnánimo de generosidad ha publicado, de su muy amplia producción
aforística, lo que ha denominado Segundo Lucidario, por serle fiel al
espíritu del primero. Son tres volúmenes distintos, pero con un solo autor
verdadero que aparece en los tres con idéntica fuerza creativa y capacidad
intelectual.
Las esquinas del día (Divagaciones, 2009-2013) pertenece por derecho
propio al género del «dietario», con antecedentes espléndidos en nuestra
literatura, y una variante clara del «ensayo» creado por Montaigne y cultivado
después por autores como, pongamos por caso, un poco al azar del recuerdo a
bote pronto, Pessoa, Michaux, Valéry,
Eugenio D’Ors, Gabriel Miró o, recientemente,
Pere Gimferrer, Enrique Vila-Matas y tantos otros que han hecho de este
género una suerte de cajón de sastre de la reflexión, la poesía, la anécdota,
el poema en prosa, el recuerdo, el apunte ingenioso, la filosofía y la crítica.
Hay algo, también, de los famosos Propos de Alain y, en general, de una
literatura «de ideas» cuya nómina me ocuparía no pocas páginas. Y, la verdad,
prefiero hablar del placer lector constante que significa sumergirse en unos
textos con tanta calidad, inspiración ¡y hasta espíritu de servicio a los
lectores!, como los recogidos en esta antología. Lo mejor que podría decir de
este volumen lo incluye el autor en una cita de Quevedo, escritor a quien
Borges consideraba muy por encima de Cervantes, a pesar del Quijote: De
mí solo aseguro que ni el que me empezare a leer se cansará mucho, ni el que me
acabare de leer se arrepentirá tarde, porque la humildad de quien sabe es
proporcional a la entidad de lo que sabe, y por eso los lectores irán leyendo
entre asombrados, aleccionados, divertidos y pensativos reflexiones de todo
tipo y de un mismo calado, porque incluso de sus páginas, como he tenido la
oportunidad de comentarle al autor, hasta podría hacerse una reducida selección
que bien pudiera ser intitulada Nueva consolación de la filosofía, en
honor al entrañable Boecio de inmarcesible recuerdo. He asignado el género del
dietario a este volumen, porque tiene algo del día a día que suele reflejarse
en las bitácoras, donde se entra con la periodicidad, a menudo, de un dietario,
y porque los escritos van mucho más allá de la confidencia personal para
encanarse en los altos tejados de la filosofía o la meditación existencial, que
no desdeña, sin embargo, reflejar lo más cercano y humilde de la actualidad que
se comparte con el común de los conciudadanos. Bien podría haber hablado del
género de la miscelánea, como aquellas polianteas clásicas en que se contenía
lo divino y lo humano, lo narrativo, lo poético, lo popular y lo culto, en un
alegre matalotaje que recreaba a los lectores. Desde una definición de la
«sátira»: La sátira es una flecha envenenada, y pocos saben cebar sus
flechas con veneno. Se necesita mucha rabia contenida para dominar la sátira;
el mínimo adarme de bondad la frustra. Swift se sinceró con Pope: «El fin
principal que me propongo en todos mis trabajos es vejar al mundo…», hasta
el apunte existencial: El dolor es la compañía más premiosa: el dolor,
cuando trabaja, no descansa, hasta el apunte sociológico: FOTOGRAFÍA Y
VERDAD. Eran los tiempos en que reinaba la propaganda y una imagen valía más
que mil palabras. A diferencia de los tiempos que corren ahora, que son tiempos
en los que una imagen engaña más que mil mentiras, los textos contenidos en
la selección de este volumen, que se lee como una exhalación, porque se nos
vuelve adictiva su lectura, tanto descubren recónditos rincones del alma: RELACIONES EXTRAÑAS. Hay épocas de la vida
en que uno mantiene consigo mismo extrañas relaciones: no se oye hablar, no
escucha lo que piensa, obra sin porqué, esquiva su camino. Y, sencillamente, se
deja vivir: vivir como si su vida le fuera ajena, vivir como viven los muertos
que todavía viven… (Aunque también es posible que necesitemos olvidarnos de
nosotros mismos para volver a encontrarnos) o Somos tan humanamente
oscuros que nos merecemos la mayor compasión, mal que le pese a los filósofos
fieros, como, ¡infinita recompensa tenga su generosidad!, nos descubre, en
benemérita labor, la existencia de otros escritores de su propia condición,
«secretos», «discretos», con un inquietante punto de misteriosos y necesarios,
una vez descubiertos. Así, para ilustración de quien escribe, el texto nos
descubre autores que muy rara vez, salvo entre un reducido coro de entendidos, son
siquiera mencionados: Tal es el caso de Albert Caraco, de quien ya he leído,
apenas he acabado el libro de Valdesueiro un libro suyo al que me empujó su
presentación: Quien abraza al azar el Breviario del caos [de Albert
Caraco] se encontrará irremediablemente ante un auténtico caos: un guirigay
de ideas homicidas, deseos malsanos y profecías tenebrosas, todo ello expresado
con una frialdad metálica que aturde y anonada. Su breve biografía nos
habla de un dandi tan sometido a sus progenitores que difirió el momento de su
suicidio hasta la muerte de ambos, y lo cumplió, pocos días después de la
muerte de su padre en 1971. Eso sí, antes, tras la muerte de la madre eçscribió
sobre ella un texto, Post mortem, que se abre con la interesante
declaración de no haberla querido nunca, y que he colocado en la primera
posición de mis inminentes lecturas. Después de la Carta a mi madre, de
Simenon, aquí criticada en este Diario, y dadas mis problemáticas
relaciones con la mía propia, se entiende fácilmente que esté interesado en él;
César Simón, que fue director de un Instituto en Benatússer, de actualidad por
haber sido una de las localidades arrasadas por la riada de Valencia, casi
desconocido, aun teniendo en su haber 18 publicaciones, es autor de En
nombre de nada, escrito mientras el autor padecía un cáncer que acabó con
su vida; Alejandro Rossi, autor de un preciadísimo Manual del distraído,
del que lo que llevo leído me parece magnífico, en el nivel exacto del
contenido de estas Esquinas ; y así nos presenta Valdesueiro a otro de
sus «congéneres»: Al hojear un libro sobre el ensayo mexicano (buscaba los
aforismos de Carlos Díaz Dufoo, hijo) he descubierto un curioso ensayo: “Libros
que leo sentado y libros que leo de pie”. José Vasconcelos, su autor. Y enseguida me he lanzado a leer los Epigramas
del tal Dufoo, hijo, quien eclipsó al Dufoo padre. Se trata de un autor, como
casi todos los reseñados, que vive en la inmensa minoría que dictaminó
JRJ, un aforista muy valorado por Alfonso Reyes. Y he aquí una brevísima
muestra de su ingenio: Cultivó el
arrebato para dar razón de sí y Cree
en las ideas con la sumisa ilusión con que un ciego de nacimiento cree en la
luz son dos ejemplos excelentes de su microsofía, que dice de su
obra el prologuista Heriberto Yépez …; y, finalmente, otro mejicano, Ramón
López Velarde, autor de El minutero, una obra maestra de apenas 35
páginas, ya leídas, en cuyo primer texto, Obra maestra, escribe: El
soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni
avanza.
Muchos otros referentes, literarios e intelectuales, son
ampliamente conocidos, Leopardi. Klemperer, Pessoa (y sus heterónimos), Marco
Aurelio, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Bloy, Gómez Dávila… y un largo
etcétera, porque un Dietario lleva la cuenta, también, de esa parte sustancial
de la vida de un escritor que son sus lecturas, y de lo que puede estar seguro
el lector de estas Esquinas es de que cualquier aparición «estelar»
responde a una lectura íntima de cada autor, porque es la propia vida del autor
la que se entreteje con lo leído, de tal manera que observamos una suerte de
formación intelectual que se desarrolla ante nuestros ojos incrédulos, no solo
por la sagacidad de las lecturas, sino de las reflexiones de tanto calado que
provoca en el autor. O dicho en palabras de Gómez Dávila que él recoge: Recuerdo
el dictamen de Gómez Dávila: «El escritor que no ha torturado sus frases
tortura al lector». ¡Y qué bien aprendió la lección del ilustre
colombiano!, autor de una auténtica obra magna: Escolios a un texto
implícito, de cuya existencia supe en otra bitácora donde habita, luminosa,
la cultura que casi ha desaparecido de los antiguos centros del saber: El
café de Ocata, de Gregorio Luri.
Valdesueiro, excelente aforista, como luego veremos, tiene el
don de la definición, de ahí su inmensa capacidad para hacerlo de la forma más
sucinta y brillante, como cuando define la paradoja a propósito de Unamuno: Decir
Unamuno es, en muchos casos, invocar la paradoja, esa suerte de toreo
lingüístico con ribetes metafísicos. En otras ocasiones esa vena ática se
manifiesta en su predilección por la sentencia como recurso clásico: Si
caemos en la trampa del futuro, adiós felicidad, que tan de cerca sigue el
ejemplo de los autores en los que bebe con fruición y provecho: Marco
Aurelio […] nos entrega una de esas perlas que enriquecen la existencia:
«el orgullo es un terrible embaucador de la razón» o el clarividente: Releer
un libro es como mirarse en el espejo del pasado. Un espejo cuyo azogue son los
años idos. Al releer no solo leemos de nuevo al autor; a nosotros mismos nos
leemos, ya que es inevitable espiar con el rabillo del ojo a aquel que antaño
fuimos.
Hay, y no quiero dejar de apuntarlo, para aligerar lo que
puede malinterpretarse como una suerte de solemnidad en el contenido del
volumen, el archipeculiar sentido del humor del autor, dispuesto a regocijarse
incluso con la más popular de las referencias, porque una bitácora por fuera
está abierta a la realidad toda, sin exclusiones ni dogmatismos, y así, es posible
encontrar en ella la atención del autor a los disparates de los famosos, como
las célebres frases que todo el mundo recuerda:
Sofía Mazagatos: «Me gustan los toreros que están en el
candelabro» y «Me gusta mucho Vargas Llosa, pero no he tenido ocasión de
leerle».
Terelu Campos: «La aspirina fluorescente es más rápida y
eficaz».
Christina Aguilera: «¿Dónde se celebra el Festival de Cannes
este año?».
Yola Berrocal: «¡Qué calor!, ¡qué soborno!».
Rocía Jurado: «Llovía muchísimo, parecía el Danubio
universal».
O estas otras, absolutamente
desconocidas, pero atravesadas del humor accidental irresistible que les
confiere su condición de frases realmente escritas en los preceptivos informes
médicos:
El paciente no tiene historial de
suicidios.
El paciente rechazó la autopsia.
Afirmó que había sufrido estreñimiento
durante casi toda su vida, hasta 1989, cuando se divorció.
El examen de los genitales resultó
negativo, excepto por el pie derecho.
De lo que estoy archiconvencido es de que Luis Valdesueiro se
libra del insulto que él ha leído en la biografía que de Valle-Inclán
escribiera otro gran ilustre de nuestras Letras: Ramón Gómez de la Serna, autor
inclasificable y único: INSULTOS. Su
alma de poeta convertía a Valle-Inclán en inventor de estridentes insultos,
alguno reservado en exclusiva a los literatos, como este que recoge Ramòn Gómez
de la Serna: —¡Prosero! , que puede hacer temblar a cualquiera que coja la
pluma tras haber publicado Valle-Inclán su depuradísima obra. El autor de Las
Esquinas del día es muy consciente, como se comprobará por lo hasta aquí
leído, y por lo que vendrá después, de la necesidad de practicar la
quintaesencia en punto al estilo y al contenido de sus textos, y los lectores
agradecerán la justeza de una expresión que no cede ni a la retórica ni al
sentimentalismo ni al alarde de la erudición, porque aquí se manifiesta un ser
de carne y hueso con sus debilidades, sus temores, sus triunfos, sus
arrogancias y su infinito amor al conocimiento, a la literatura y a todas las
manifestaciones del espíritu que nos entrega la intimidad desnuda de otro
semejante, como bien lo sentenció Baudelaire: — Hypocrite lecteur, — mon
semblable, — mon frère! Dejemos, ya para acabar, y como avance de lo que
pueden encontrar los lectores en esa Nueva consolación de la filosofía
de la que hablé, este texto preciso, ajustado y esclarecedor:
AGUJEROS NEGROS. Hay
días en que cunde la desidia, el tedio mortecino, la nada zalamera. Días en que
el pulso de la vida parece no latir, y la sangre se enfría, y la ilusión
claudica, y el futuro espanta. Días en que la indolencia duele mansamente.
Acontece acaso que se teme con pavor: ¿y si siempre fuera
así? Pero no cabe el recelo, pues nada dura para siempre. Todo se pasa, dice la
mística Teresa, todo. Se pasa todo. Y así, el año se vuelve efímero y todos los
días del mundo son un solo día en el devenir del tiempo.
El dolor y el placer se acaban, la alegría y la tristeza
tienen fin.
Nada alegra con alegría eterna, nada duele con eterno dolor.
Y si la savia del placer esconde felicidad, la savia del
dolor es toda sabiduría.
Budhi Dhorma. Opiniones y
peripecias. Es una obra con muy precisa genealogía, porque, aunque imita la
sabiduría oriental y se inspira ciertamente en la literatura zen, no es menos
cierto que el envoltorio deja ver enseguida dos antecedentes muy queridos por
el propio autor, amante de la tradición literaria francesa y traductor de
algunos de sus autores. Como oro en paño guardo yo no solo su traducción de la Anabasis
de Saint-Jon Perse y El espacio proustiano, de Georges Poulet, sino,
sobre todo, Un tal pluma, de Henry Michaux, inspirador directo de la
creación de Budhi Dhorma, como acaso lo sea, también, el Monsieur Teste,
de Valèry. Añadiría, si estamos hablando de textos muy marginales a la gran
corriente de la Literatura, el Milo Cartunesco, de Rafael Carreras, de
quien ya critiqué en este Diario su exigente novela, aún inédita, Celebración
del sentido. Que hay no poco de autoficción en el personaje es algo que
solo detectarán quienes tengan el privilegio de conocerlo, tratarlo y amarlo,
porque todo él, Budhi Dhorma, está vertebrado sobre un sentido del humor muy
pero que muy particular, y que el autor ha sabido expresar magníficamente para
deleite de quienes se sumerjan en su amenísima lectura. La distancia irónica
respecto del personaje es una constante en todos los breves capítulos de que
consta el libro. Pongamos, a guisa de ejemplo, el siguiente: Budhi Dhorma no
solía tener ideas claras sobre casi nada (eres tonto y lo pareces, le
habían recriminado muchas veces en su tierna infancia). Capítulo tras
capítulo, el autor va trazando los trasgos inequívocos de un «bendito», de un
«rico de espíritu», según la muy precisa y extensa monografía que Jaime Vándor
dedicó a esos personajes literarios tan a menudo tenidos por auténticamente
«idiotas», un concepto que recoge el autor como timbre de orgullo: Budhi
Dhorma sospecha unas veces que lo toman por idiota. […] A Budhi Dhorma
no le agrede la palabra idiota; atisba en ella una imagen de la santidad, la
sabiduría del amor. Si alguien tiene alguna duda de sobre qué está hablando
el autor, le recomiendo vivamente, además de la lectura del libro de Vándor, el
visionado de la película de Edward Dmytryk El hombre que no quería ser santo.
La excelencia del libro estriba en la
facilidad con que acabamos familiarizándonos con Budhi Dhorma, bien sea porque
nos sorprenden sus a menudo extravagantes planteamientos, bien porque muchas
otras comulgamos con sus postulados y asentimos como si estuviera hablando por
nosotros, y, sobre todo, porque se nos aparece como un personaje trazado por la
mano del más experto contador de historias y no reparamos en el artificio de su
creación, sino en la verdad de lo creado: A Budhi Dhorma no le preocupa
tanto conocerse a sí mismo como ser el que es. Y a veces piensa que cómo va a
ser el que es sin conocerse a sí mismo; pero en otras ocasiones piensa que solo
siendo el que es podrá conocerse a sí mismo. Budhi Dhorma está algo perdido y
confuso, pero sabe que es tan solo una gota en el océano de la vida, y que más
tarde o más pronto, se evaporará sin dejar rastro. Es sorprendente el modo
como el autor, siguiendo un poco, muy de lejos, la Vida y opiniones de Ttristram
Shandy, nos perfila el personaje con rasgos que participan tanto de lo más
común como de lo más selecto: Budhi Dhorma no duerme bien; A Budhi Dhorma le gusta el silencio de las
bibliotecas, cuando lo hay; A Budhi Dhorma le aterra la verdad: exige
tanto, se dice. Pero más le horroriza la mentira: destruye tanto, se dice
o, para redondear el famoso botón de muestra esta maravillosa reflexión: Lo
terrible del fuego del infierno —razona BUdhi Dhorma con lógica escolar— no
debe de ser lo que duele, sino lo que dura.
Segundo Lucidario se ofrece a
los lectores, como el segundo abordaje
de un género que parece indicado para esta época en que la lectura clásica de
obras literarias ha sufrido un espectacular descenso en el número de lectores y
la cantidad de libros leídos a lo largo del año, sobre todo entre los jóvenes, de
quienes dudo mucho que tengan el hábito de ir construyendo su biografía al
tiempo que su biblioteca particular, no la de sus padres, caso de que estos la
tengan.
No le era fácil al autor mantener el nivel de calidad de aquel
Lucidario de 1997, pero su manifiesta capacidad para el género y su
copiosa producción durante ciertos años —aforismorrea la llama el propio
autor en el prólogo Al lector con el peculiar sentido del humor de su
acerada ironía— han posibilitado una
selección en la que, al margen de algún desnivel, al que cualquier aforista
forzosamente se enfrenta, se renueva aquella calidad deslumbrante de su estreno
en el género. La principal diferencia entre Segundo Lucidario y el primero es
la opción elegida: privilegiar los textos cortos frente a algunos del primero
que se acercaban a los extensos de Litchtenberg, Canetti, Kafka o el propio
Nietzsche, todos ellos autores leídos y releídos con auténtica devoción por el autor. Ya dije al principio que hay una
estrecha ligazón entre los tres libros, porque, de hecho, en todos se reproduce
un mismo modo de abordar, desde la frecuentación de la paradoja, la ironía o el
asombro, la realidad en la que el autor está inmerso, si bien desde una
distancia, la de la soledad y el retiro, que aguza la mirada y le permite
descubrir claves que a otros les pasan desapercibidas.
Como no es
cuestión de chafarle la lectura a los posibles lectores, selecciono unos
cuantos aforismos que dan a entender el método creativo del autor, quien siempre
es capaz de sorprendernos por la agudeza de su afilado punto de vista y por la
suma perplejidad que manifiesta frente a lo incognoscible y frente a sí mismo,
acaso, para él mismo, el mayor de los misterios: ¿quién que escriba no escribe
siempre para descubrirse hasta el más recóndito rincón de sí mismo? Otra cosa
es que la realidad y uno mismo se escape de ese intento de caza, pero ¡qué
munición luminosa, la de estos aforismos-bala que, como quería Bergamín, son «certeros»:
De no ser quien
somos, ¿querríamos ser quien somos?, y ya se advierte que el método de Valdesueiro
incluye necesariamente al lector, cuya función él concibe en la órbita de la
más estricta hermenéutica literaria actual no como el destinatario, sino como el
necesario completador de la invención a la que se acerca: El lector
despierta a la obra de su letargo. Su visión de la realidad tiene ese punto
crítico del ser condicionado por la sociedad, un sujeto cuya individualidad
reclama como lo hace Budhi Dhorma: Budhi Dhorma es simple y no cree en los
universales. Para él solo existe el individuo. […] Él se siente único y
solo, individuo al fin, separado de todos. Por eso, sin duda, concibe la
realidad como una cárcel que trata de oprimir o reprimir, según los regímenes
políticos, esa libertad: La jaula es tan grande que a veces no vemos los
barrotes. Ello no obsta para aferrarse a la pasión como última ratio
existencial: La pasión es la sed de los sentidos. Y por eso sabe con
ciencia pascaliana —otra de sus grandes influencias— que Cuando el corazón
razona, la razón delira.
Y así, en efecto, podría seguir páginas y páginas, pero mi
misión es la de dar a conocer obra tan «necesaria», no atentar contra los exiguos
derechos de autor de un volumen, como todos los de aforismos, cuyo valor está
en función del asentimiento del lector a lo que lee. Y vaya por delante la humildad
del autor: Que no hay aforismos malos sino malos lectores es el consuelo de
los malos aforistas, antes de hacer yo mío, en calidad de «mal aforista»
publicado uno que me viene de perillas para concluir: Quien habla en plata,
¿calla en oro?
Felices lecturas.