Una ventana abierta a la intimidad de tres relevantes autores de nuestra historia literaria: Manuel Machado, Antonio Machado y Miguel de Unamuno. La intimidad, la poética y la política en heterodoxo maridaje epistolar.
Empiezo a comprender el valor de las
cartas: en ellas se dice lo que se siente, fuera del ambiente social, donde ni
el hombre se oye a sí mismo ni oye a su prójimo.
Antonio Machado
Hermes de la intimidad y Prometeo de su
calor, las cartas son la expansión pura de los afectos y el seguro confesonario
del pensamiento sin censura. Estas publicadas por Pollux Hernúñez en Oportet,
además, un valioso fragmento documental de la vida intelectual española del
primer tercio del siglo XX. A Pedro Salinas le alarmó en Usamérica un anuncio de la Western Union: Wire, don’t write!
En su libro El defensor se explaya, en consecuencia, tras el
impacto recibido, en escribir una apología de la epístola que no solo
convendría leer, sino practicar, de modo que recuperáramos ese tiempo fecundo
que sustituya a la inmediatez drástica y casi coercitiva de nuestro presente,
por lo que al comercio comunicativo interpersonal se refiere. Vivimos agobiados
por dicha inmediatez, y de ello se deriva una desvalorización inmediata del
contenido de los mensajes y la escasa o nula atención al estilo de los mismos.
Casi podríamos decir que los correctores que nos sugieren la continuación de
nuestras frases iniciadas escriben por nosotros, homogeneizando modos de
expresión que ocultan severamente la expresión personal e intransferible de
cada uno de nosotros, lo que nos reduce a un anonimato compartido, a mera masa magmática (3ª acepción) sin relieves
individuales de ninguna clase, todo lo opuesto a lo que defendían dos de estos
colosos de la generación del 98, Miguel de Unamuno y Antonio Machado, individualistas y heterogéneos por definición.
El volumen que el curioso lector hará bien
en tener en sus manos cuanto antes tiene tres partes bien definidas, y todas ellas
de sumo interés. En primer lugar, las cartas cruzadas entre Unamuno y los
hermanos Machado, Manuel y Antonio, a quienes se honra conjuntamente con una
avenida en Valencia, algo que me llamó la atención, porque Manuel ha tenido
mucha peor fortuna pública que su hermano. En ellas el lector encontrará
noticias de muy diversa índole, pero, sobre todo, domina el núcleo temático de
los intereses literarios que compartían los tres interlocutores, aunque las
cartas no están escritas, al menos al inicio de la correspondencia, de tú a tú,
porque, para ambos hermanos, don Miguel era ya el «sabio» y «propagandista»
indiscutible en el ecosistema intelectual español, una auténtica luminaria. Que
se aviniera a mantener correspondencia con ellos lo consideraban estos como una
suerte de deferencia divina para con dos principiantes, pero era proverbial el
curioso interés de don Miguel por cuanto lo rodeaba y su buena predisposición
para con los jóvenes, entre quienes buscaba siempre «sus» herederos.
De las cartas emerge un retrato casi lastimero de la condición de los
intelectuales en aquel periodo extraño que va desde el fin de la Restauración
hasta la Primera República, a cuyo advenimiento contribuyó poderosamente
Unamuno, si bien, como escribió Machado: Él ha despertado toda esta
inquietud, ha removido la charca española. Y si algún día viene la República a
él la deberemos, pero él estará seguramente enfrente de ella. Su misión es
despertar los espíritus adormilados; porque Antonio comprendió
perfectamente la «misión» solitaria de Unamuno, cuyo retrato trazó con mano
firme y concepto lúcido: Para Unamuno no hay partidos, ni mucho menos masas,
dóciles o rebeldes, en espera de cómitre o pastor. Unamuno es un hombre,
orgulloso de serlo, que habla a otros hombres en lenguaje esencialmente humano.
Se dirá que esto no es política. Yo creo que es la más honda, la más original y
de mayor fundamento. Porque ¿puede haber política fecunda sin amor al pueblo?
¿Y amor al pueblo sin amor al hombre y, por ende, respeto a los valores del
espíritu que son sus únicos privilegios?; no obstante, también nos asomamos
al infinito caudal de esperanza que los tres tienen depositado en el
amejoramiento de nuestra sociedad y de nuestras clases dirigentes, así como en
la realización de los más nobles ideales de justicia, democracia y paz social.
Las tintas, sin embargo, las cargan sobre las infinitas decepciones que
forzosamente les depara la contemplación de una realidad que Manuel describe
ácidamente: Todo es aquí [a Madrid me refiero] de un idealismo falso como
oropel de guardarropía, todo sujeto a prejuicios arcaicos y desazonados.
[…] Madrid, a este sol de invierno, me parece un hospital de incurables, y la
joie de vivre por acá un verdadero sarcasmo y añade, con ecos
valleinclanescos, Manuel: Porque aquí no hay siquiera mala voluntad o
enemiga. Todo es descuido, flojera, indolencia, anemia, estupidez, horchatez de
sangre… Algo contra lo que ni luchar se puede. Pero luego volveremos con
más detalle a los tesoros que hemos descubierto en esa correspondencia de tan
amena como instructiva lectura no solo para el conocimiento de los
interlocutores, sino de nuestro conocimiento de la realidad española de aquel
primer tercio de siglo.
La segunda
parte del libro la ocupa una escogidísima selección de los textos,
fundamentalmente de Unamuno, y algunos, escasos, de los dos hermanos, que
sirven de exacto contexto de las cartas, porque fueron escritos de forma
simultánea a aquella correspondencia. Gracias a la entrada en el dominio
público de los textos de Unamuno, podemos disfrutar de una selección de algunos
de sus mejores textos, como el que sirvió de base para la conferencia que dio
en el Ateneo, una vez que el ministro Bergamín lo cesó como Rector de la
Universidad de Salamanca, y que culminó con una manifestación que llegó hasta
Sol, donde algunos ateneístas fueron detenidos. El texto Lo que ha de ser un
rector en España permite, como casi toda la obra de Unamuno, una lectura
absolutamente contemporánea, porque, salvando las distancias, en ciertos aspectos
nuestra sociedad no ha evolucionado tanto ni tan positivamente como para que
los dicterios de Unamuno nos parezcan «cosas del pasado». El antologista,
Pollux Hernúñez, reconocido estudioso de la obra de Unamuno —también en Oportet
puede adquirirse su interesantísimo volumen Vencer no es convencer: la
última lección de Unamuno, sobre los polémicos hechos y dichos de la famosa
conferencia en el Aula Magna de la Universidad el 12 de octubre de 1936, o el
inédito de don Miguel que él dio a la luz en esta misma editorial: Apuntes
de un viaje por Francia, Italia y Suiza—, ha llevado a cabo una labor
arqueológica, propiamente dicha, para rescatar todos los documentos que se
relacionen, por tangencialmente que sea, con cuanto se dice en ese cruce
epistolar, de modo que los lectores del mismo tengan el contexto adecuado y
puedan valorar justamente cuanto en las cartas se diga.
La tercera parte es un aparato crítico
de notas a pie de página que, para facilitar la lectura, se han agrupado al
final, antes de los índices correspondientes. Las notas, para un editor, son el
alma de su edición, la manifestación inequívoca de la pasión por arrobas que ha
volcado en su trabajo de edición. Hay notas de precisión, notas
complementarias, notas digresivas y aun notas lúdicas, a juzgar por cómo el
autor espiga del conocimiento que ha barajado algunos datos que sorprenden al
lector que las bebe, como quien esto escribe, como si fuera el auténtico néctar
de la sabiduría, aunque, en algunas ocasiones, pocas, no pasan, algunos conocimientos,
del jugoso anecdotario. Sean de la condición que sean, ha de agradecerse a
Pollux Hernúñez el entusiasmo derrochado en este millar y pico de notas que,
reitero, he leído con total delectación. Más tarde, si acaso, me referiré a
algunos de sus atractivos contenidos.
Con este plan de obra, excuso decir que
este libro no es solo un libro epistolar, sino un auténtico ensayo de
aproximación fidedigna a una época de nuestra vida cultural y política sobre la
que está claro que aún no ha sido dicha la última palabra.
Del epistolario propiamente dicho, a
cualquier lector habrá de sorprenderle la franqueza y, en no pocas ocasiones,
la crudeza con la que los autores se expresan, ajenos a cualquier corrección
política, lo que los lleva a manifestarse de un modo que difícilmente hubieran
podido defender si de hablar en público o de publicar algo escrito se
refiriera, y ello más en el caso de Antonio Machado que de Unamuno, porque este
último, endiablado polemista, no solía tener pelos en la lengua en ningún
momento. Que Manuel se despida de este modo: Vd. sabe cuánto le quiere y le admira su moro
de París solo es comprensible en el contexto de su autodeclaración como persona
de «alma mora»; pero que Antonio salga con estas peteneras contra los
franceses…: En el teatro también hay que dar la batalla a Francia, a ese
pueblo estúpido, abominable, corruptor de la estética en todas sus
manifestaciones. Bien se me alcanza la injusticia de mis palabras al hablar así
de Francia, pero ello no atenúa mi profunda aversión al esprit français. Además, si V. viviera
algunos años entre franceses, se convencería V. de que el apache es lo menos
malo que tienen y que, donde no aparece el apache, está el farsante y detrás…
el apache. Es un pueblo abominable. Fuego de Dios sobre él y hablemos de otra
cosa, tiene su cosa, desde luego… Las cartas nos ofrecen, y eso es lo más
importante, una imagen sincera y franca de cómo se ven ellos a sí mismos y
cuáles son, algo importantísimo, sus filias y sus fobias. No sorprende este
autorretrato que traza Antonio de sí mismo, salvo el mismo hecho de verlo
escrito en estas cartas: La ley constante de mi vida es la desconfianza de
mí mismo. […] Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por
qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones? Pero la
correspondencia tiene estas cosas libres de la sinceridad irreprimible, sobre
todo cuando los interlocutores crean ese espacio de efusividad íntima como
jardín cerrado para todos, un espacio al que ahora nos asomamos con algo de
«mirones» entrometidos cuya única disculpa es que oigamos, como quería Quevedo,
hablar a los muertos. Cuando Machado le confidencia a Unamuno que, tras el
fallecimiento de Leonor, ha estado a punto de suicidarse, este le contesta: Y
ahora, amigo Machado, aquí, para entre los dos, y al oído, que no lo oiga otro:
«Mire, a mí se me ha ocurrido cien veces lo mismo; pero si no me he pegado un
tiro es porque tengo mujer y ocho hijos que mantener, porque no me va tan mal
en la vida, gracias a mi pesimismo que me ahorra desengaños, y sobre todo
porque abrigo muchas dudas de que la muerte, y más si es voluntaria, sea medio
de salir de la duda, de la única que vale.» Como se advierte, el nivel de
intimidad entre ambos constituye, pasados los años, un regalo para los
lectores, que no se asoman a trivialidades o banalidades o discusiones
teóricas, sino al pulso mismo de la vida íntima de los tres corresponsales,
especialmente de don Antonio y de don Miguel. En ese cruce asistimos, con harta
curiosidad, a un proceso de identificación entre ambos escritores que Unamuno
sintetiza estupendamente en su siguiente apunte: «El pueblo es una cosa
respetable. El vulgo es una cosa detestable. El público es una cosa
lamentable». Así escribe aforísticamente, a su manera —y a la mía—, Machado.
Que converjan personas de tan distinta personalidad como ellos nos abre la
esperanza sobre la posibilidad infinita de los afectos para influir en los
diálogos de cualquier naturaleza, y recordemos cómo empatiza Antonio con la
labor política de Unamuno, que él admira desde Mi eclepticismo [sic]
de antaño, cuando advierte: De política entiendo poco, cada día menos.
Sírvanos como última muestra de los derroteros por los que discurre esta amena
correspondencia entre autores tan señalados lo que recalca Unamuno sobre el
deber de cualquier autor, pero especialmente de uno como Antonio Machado: Y
lo que un escritor debe hacer —Machado lo sabe— es hacerse un público, y no
hacerse al público. El que se hace a este va perdido.
De la segunda parte «contextual», una
voz destaca sobre todas: la de don Miguel predicando en el desierto, en el
erial de una España resignada, en el peor de los casos, o combativa sin
criterio ni horizonte. Unamuno ha sido la conciencia moral de un país poco dado
a la reflexión, la crítica e incluso la autocrítica. Siempre militante en el
bando unipersonal de su conciencia, Unamuno desató iras, despertó entusiasmos y
concitó aborrecimientos casi a partes iguales, y, por supuesto, la enemiga de
las autoridades que no solo lo apearon de su cargo de rector, sino que lo
transterraron —¡Cómo iba a ser un «destierro» el hecho de seguir pisando tierra
española!— a Fuerteventura, exilio interior del que nos dejó un libro
espiritual y político, amén de emotivo, por el modo como se acercó a la realidad
canaria y a su propia intimidad. Es muy consciente, el altivo pensador vasco,
de su singularidad, y en modo alguno puede predicarse de él que haya practicado
la falsa humildad: Ni la gente vieja me cuenta entre los suyos —dice en Almas
de jóvenes—, ni entre los suyos me cuenta la gente nueva. Partiendo de
lo cual, suele tentarme Satanás en mis horas de desfallecimientos del espíritu,
diciéndome: «No hagas caso, Miguel, eso es que no tienes edad; ni eres de los
jóvenes ni de los viejos; no eres de ayer ni de mañana; eres de hoy, eres de
siempre». Y yo le digo: Vade retro, Satana; pero, ¿por qué no confesarlo?,
removidas mis pecadoras entrañas por esas palabras del Tentador.
Del mismo modo que en las epístolas de
la correspondencia hay tesoros innumerables de apuntes estéticos, de
confesiones humanas o de crítica social y política, en los textos contextuales
no hay artículo o conferencia que no obligue al lector a subrayar afirmaciones
que bien pueden formar parte de un catálogo de lo mejor que Unamuno escribiera.
Su ingente y constante labor educativa, eje sobre el que pivota buena parte de
su actividad social, nos deja gemas como este aviso educativo: La palabra es
siempre metáfora y siempre símbolo. Mas la verdadera obra de arte es el
lenguaje hablado y vivo. […] Y es esta sana concepción del lenguaje como
obra de arte lo que le hace revolverse contra los excesos del gramaticismo.
Punto es este que recomiendo a nuestros pedagogos, esclavos, por lo común, no
ya de la gramática, sino de una gramática empírica, puramente clasificativa y
disparatada, que se imaginan ha de hablar uno mejor su lengua materna
aprendiendo a conjugar o la definición del adverbio. Y así, en vez de enseñar
la lengua enseñan gramática y la enseñan además mal. Por ese camino de la
ilustración del pueblo es por donde coincide con quien, años más tarde, sería
considerado el gran filósofo español del siglo XX, acaso en dura competencia
con él mismo: José Ortega Gasset, quien, en los tiempos de su correspondencia
con Unamuno, reflejada en esta parte contextual, aún no había añadido la «y» a
su apellido. Y sorprende la lucidez con que un jovencísimo Ortega expone sus
puntos de vista ante el «maestro»: Nunca olvidaré las frases amargas,
humanas, con que habla Turguenef, en Humo, de los diamantes en bruto de su
país: “No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el
estudio, ¡por Dios! No: aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que
estudiar, comenzando por el alfabeto: si no, hay que callarse y estar quieto”. Una
de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta
todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio
(que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería), y alentar los
pasos mesurados y poco rápidos del talento.
Como se advierte, este libro nos sitúa
ante unos impulsos regeneracionistas que fraguaran en dos de las generaciones
más interesantes que ha tenido este país: la del 14, heredera intelectual del
98 y la del 27, una eclosión literaria solo comparable con la habida durante el
Renacimiento y, muy singularmente, durante el Barroco. A poco que se lean con atención
los textos de Unamuno, los lectores hallarán constantes ecos de nuestro
presente en aquella reflexiones del Rector tan abrochadas a la realidad de su
momento, que, en buena parte, es el nuestro de hoy. ¿A quién no le son
familiares posiciones como la que Unamuno defiende aquí: En el fondo del catalanismo, de lo que en
mi país vasco se llama bizkaitarrismo, y del regionalismo gallego, no hay sino
anticastellanismo, una profunda aversión al espíritu castellano y a sus
manifestaciones. Esta es la verdad, y es menester decirla. Por lo demás, la
aversión es, dígase lo que se quiera, mutua? Por fuerza ha de ser asunto de
actualidad el cuestionamiento de la enseñanza del castellano en las comunidades
bilingües, que ahora padecemos, con el benaventino interés del gobierno de la nación:
« “No enseñéis a vuestros hijos
castellano —decía un cura en mi país—, porque el castellano es el vehículo del
liberalismo”. Y por razón análoga he oído condenar los ferrocarriles y entonar
himnos a la santa ignorancia y a la primitiva sencillez paradisíaca. Y a esto
se une la parte de la burguesía adinerada que ve más claro su propio interés, y
fomenta en el límite en que le conviene todas las tendencias al exclusivismo y
al aislamiento. […] Y no hay pueblo que conserve su personalidad aislándose. El
modo de robustecer y acrecentar la propia personalidad es derramarla, tratar de
imponérsela a los demás. El que está a la defensiva perece al cabo. El
interés de los textos seleccionados, insisto que en relación total o parcial
con el contenido de las cartas, abarca muchos aspectos de la vida artística, íntima
y política de Unamuno, por eso este volumen nos resulta imprescindible para ver,
en los tres planos diferentes en que está estructurado, con potente foco
nuestra pobre actualidad de cada día. Dejo a los intelectores, por
supuesto, el disfrute de los descubrimientos que hagan, pero quisiera destacar tres
artículos sobre todo: Almas de jóvenes, Estado actual de España y
Lo que ha de ser un rector en España; aunque el prodigioso
esfuerzo intelectual de don Miguel se derrama en casi cualquier cuartilla de
las miles que escribió en su vida. En el recuerdo de quien lee queda siempre
ese afán *paradojizante del catedrático, porque solo a fuerza de
repensar los lugares comunes logramos extraer de ellos alguna verdad. En todo
caso, a este intelector le importa mucho el apasionado vitalismo de
Unamuno, quien siempre defendió la vida y la pasión frente a los fríos
conceptos hueros: No son las ideas las que unen a los hombres, ni deben
serlo; odio la ideocracia. Cuando alguien me da sus ideas —lo que llama sus
ideas— con pasión, con ímpetu, con vehemencia, con soberbia o con desdén, me
quedo con lo que pueda aprovechar de su pasión, de su ímpetu, de su vehemencia,
de su soberbia o de su desdén y le dejo las ideas. Buen provecho le hagan. Yo
cada día las estimo en menos y estoy cada día más persuadido de que las ideas,
como el dinero, nos valen más cuanto más las despreciamos.
El tercer apartado del libro, las notas
a pie de página agrupadas, en esta ocasión, al final, para permitir una lectura
ágil de los textos, es una auténtica delicatessen a la que los
aficionados al buceo filológico no nos podemos resistir. Contra todo criterio
lector estandarizado, confieso que las he leído, volviendo al texto cuando
fuera necesario para orientarme sobre el asunto, si no me quedaba claro, y el
premio a mi constancia ha sido la enorme cantidad de saberes que he podido
allegar gracias al trabajo minucioso de Pollux Hernúñez, a quien se intuye
disfrutando de cada una de las precisiones con que enriquece nuestra lectura. Nada
humano le es ajeno al anotador, por supuesto, y de la lectura de sus notas aflora
una pasión por el dato exacto y fidedigno que los intelectores hemos de
agradecer, no solo porque nos descubre personas que pudieran ser de interés, o precisa
hechos que, a veces, quedan envueltos en la nebulosa de lo posible, sino que,
por el mismo precio de su infatigable labor, acabamos recibiendo noticias casi
inverosímiles, como que el médico Cristóbal Jiménez Encina tratara a Antonio de
sus afecciones de garganta y que fuera autor de coplas populares que pasaron
al repertorio de varios cantaores, además de ser el abuelo del compositor Cristóbal
Halffter. Así mismo, y tras escarbar el autor en otras correspondencias de Unamuno
con otros interlocutores, en este caso, Timoteo Orbe, nos rescata afirmaciones
del Rector tan sorprendentes como esta en las que coincide, desde otra actitud
vital, con los xenófobos nacionalistas catalanes Pujol y Barrera: «El
andaluz es en España una especie inferior, por mucho talento que tenga es memo
por dentro. En política, en literatura, en arte, en elocuencia, sobre todo, nos
tiene perdidos.» En otro orden de cosas, la frecuentación atenta de las
notas nos rescata noticias tan curiosas como la presente: El compositor
francés más famoso en España por esos años fue Camile Saint-Saëns (1835/1921)
que solía pasar el invierno en Las Palmas y visitó Madrid varias veces, un mes
entero a finales de 1897 interpretando y dirigiendo obras suyas […] pero era un
ferviente admirador y defensor del género chico. Que las notas son una
fuente inagotable de sorpresas solo se aprende cuando se frecuentan con la sed «noticiera»
con que las leemos quienes nos nutrimos de su sabiduría, por anecdótica que sea
en no pocos casos, porque, más allá de la curiosidad, poco recorrido tiene
saber quiénes fueron los ascendientes de Rodrigo Rato o Miguel Boyer, pero
ningún conocimiento estorba, y, en este caso, nos sirve para confirmar ese
predominio social de un grupo cerrado de familias que se ha ido reproduciendo
en el poder a lo largo de nuestra Historia. Parte de ese anecdotario es la
sorprendente revelación no solo de un escritor absolutamente desconocido, sino,
además, de la constatación de algún rasgo de su obra: A Lino Ramon Campos
Ortega (1881/1965) debían de gustarle las voces sonoras: “plumbago” se repite
en un pesado poema en octodecasílabos,
“Los ojos de Lisa Frisk”. Así mismo,
en estos tiempos nuestros de la ultracorrección política, no deja de
sorprendernos el caballeresco arrebato que nos revela Hernúñez: Francisco
Navarro Ledesma, amigo de Ganivet y de Galdós, famoso por haber propinado una
sonora bofetada a Clarín en el Ateneo madrileño por llamar a una respetable
señora gallega Pardo Bacín.
Dentro de
algunas curiosidades de tipo personal hemos de considerar la elección
ortográfica de Hernúñez respecto de Cervantes, apellido que prefiere escribir
con la «b», Cerbantes, con la que el propio autor solía firmar, rehuyendo, por
tanto, la “normalización” de origen etimológico. Si traigo estas noticias a
colación es para intentar atraer a los intelectores al disfrute de un
aparato crítico del que siempre extraemos conocimientos que incluso puede que
sorprendan a los menos iniciados, como quien esto escribe, quien descubre ahora
que el famoso Adagio de Albinoni, en el contexto de una atribución falsa
de una carta a San Pablo, ni es adagio ni de Albinoni: Esta carta
neotestamentaria que —mejorando el adagio de Albinoni, ni adagio ni de Albinoni
[sino del biógrafo de Albinoni Remo Giazotto, escrita en 1945, y es su única
composición]— ni es carta, ni es de Pablo, ni iba dirigida a los hebreos, trata
de varios asuntos teológicos y define así la fe: «Es pues la fe la sustancia de
las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven» [Hebreos
II, I).
Escribiendo
sobre Unamuno no es difícil tener que recurrir a las notas para aclarar el significado
de muchas voces rurales con las que él salpimentaba sus escritos, pero la
propia erudición del Rector, amigo también de los «saberes peregrinos», convierte este aparato critico en un desfile de personas y personajes que
constituyen una estupenda invitación a sumergirse en las páginas de una
enciclopedia o de la popular Wikipedia, si en ella hay noticias al respecto.
Desde estas
líneas invito, pues, a todos los intelectores a pasar una excelente
tarde con la lectura y ampliación de los conocimientos que Pollux Hernúñez ha reunido
con tanto amor al dato exacto para nosotros. Así, sabremos quiénes son los rastacueros;
qué significa desviejar; cómo
define don Miguel Turrieburnismo; que la Fedra de Eurípides no se llama
tal, sino Hipólito; qué significa «maniego»; quién fue Oliverotto Euffreducci;
de dónde viene lo de defendella, y no enmendalla; o a quiénes se
aplicaba el título de los rois fainéants…
En fin, que
me estaría líneas y líneas ensalzando esta obra que no puede faltar en la
biblioteca de nadie que se precie de amar nuestra literatura y, especialmente,
a un ser privilegiado y polémico hasta la extenuación, como fue don Miguel de
Unamuno.