miércoles, 22 de marzo de 2017

Ínterin familiar antes de “La República” platónica.



Un avezado conato de poesía de circunstancias.
  
Hay en la poesía española una veta familiar aún no recogida en antología ninguna, que a mí se me alcance, y que, seleccionada con tiento, formaría un hermoso volumen con un nada despreciable público posible. En ese filón de lo íntimo familiar bebió Lope, bebió Miguel Hernández, José Agustín Goytisolo, con poema hecho canción hímnica en los acordes de Paco Ibáñez, y se hartó Unamuno a grandes tragos de familiaridad trascendental, él que cumplió a través de su nutrida descendencia el ansia de inmortalidad: Al niño enfermo: Duerme, flor de mi vida,/duerme tranquilo,/que es del dolor el sueño/tu único asilo; Incidente doméstico: Traza la niña toscos garrapatos,/de escritura remedo,/me los presenta y dice/con un mohín de inteligente gesto: “¿Qué dice aquí, papá? o A mi primer nieto: La media luna es una cuna, /¿y quién la briza?;/y el niño de la media luna, /¿qué sueños riza? Ya se advierte que no se trata de una de esas grandes avenidas de la poesía española, como la metafísica de Quevedo, la surrealista neoyorquina de Lorca o la mística de Juan de la Cruz, pero a buen intelector pocas estrofas bastan, para percatarse de que ese latido consonante de la sangre encarnada arranca armonías, conceptos y sentimientos que trascienden la mera circunstancia, si quien canta se asombra, estremecido, ante lo cercano como Pascal lo hacía ante el silencio de las galaxias lejanas. No pretendo buscar parentela estética de renombre para cobijar el insípido zumo del torpe ingenio que presenté como regalo de aniversario en la intimidad del núcleo todopoderoso de la transmisión de la vida, sino alentar el esfuerzo de alguien que antologice esa rica veta de nuestra poesía aún ignorada, salvo en sus máximas cumbres, por el común de los lectores.

Del amor y su nonagésima circunstancia

Estos, ay madre, que ves a tu alrededor,
alegres despojos del tiempo incivil,
divertidos achaques, del menor al mayor,
cada uno precioso escriño de las penas mil
y de los gozos cientos, te rodeamos
en este día tenaz de tu nonagésimo aniversario
antes de  que nosotros, escarmentados, salgamos
del consolador periodo sexagésimo
que, como tus años, no se va para no volver;
bien al contrario, porque los tuyos y los nuestros
tienen ya ese sí sé qué de presente eterno,
y hoy los sumamos sin resta alguna
en esta fiesta primaveral de tus años
redondos como la gravidez de la luna,
recuerdo del tiempo más feliz de nuestra vida.
Cada uno de nosotros te ve a su manera
y la tuya es soportarnos con audaz entereza,
pero alrededor de esta mesa, sobrios, bienhumorados,
convergen nuestros ojos en la envidia de tus años,
porque ellos son, ay madre, la única certeza,
y nuestras esperanzas de vida vilanos en la era.
Hay entre nosotros quien envidia tus genes
y a quien aún sorprende tu fuerza hercúlea,
quien te ha buscado las cosquillas desde el absurdo,
quien ha volado contigo a lo más alto
y quien guarda memoria de tus caricias;
pero sobre todos derramaste tus bienes
siempre con esa generosidad tan tuya
del yo mí me conmigo y el mundo por montera,
¡ay, madre!, que son tus impulsos torrentes
y acaso demasiado estrechos los secos cauces
por donde tu amor ha excavado tan hondo surco.
Aquí nos tienes, madre, a los cinco,
hermanados en el amor a tu persona
por la identidad feliz de los orígenes,
y porque nuestros cordones umbilicales
aún nos unen a ti en feliz metáfora
para quienes cultivan con mimo sus raíces.
No somos tú, madre, y tú eres nosotros,
¡privilegio insondable de la maternidad!,
en todos esos inadvertidos detalles
que nos sorprenden como en los espejos
el eco borroso del ser que fuimos,
y es gozo misterioso que asome tu intimidad
de ayer, de hoy y de siempre en estos reflejos
esquivos de las vidas de tus huidizos hijos.
Te vemos, madre, reposado el yantar divino,
y nos decimos que no hay noventa sin cien
y te pedimos que sigas labrando tu destino
con esa perseverancia que nos asombra a los cinco.

jueves, 16 de marzo de 2017

Cuarta noticia de las "Obras completas" de Platón: El “Banquete” y “Fedón”.


El amor y el alma o hablamos de palabras mayores: el Banquete y el Fedón o la lectura como excepcional deliquio dialéctico.


Contrariando el normal desarrollo de los diálogos anteriores, en los que se especifica el método mayéutico de Sócrates, en El banquete o del amor, se opta, por un género, el encomio, que nos va a deparar una sucesión de monólogos en los que los invitados al banquete de Agatón, quien celebra con él su triunfo como poeta trágico, van a ir desgranando sus pensamientos sobre lo que sea el amor. Sócrates se encarga de acabar la rueda de intervenciones, pero lo hace, no podía ser de otro modo, reproduciendo el diálogo que mantuvo con Diotima, de quien se reconoce discípulo en todo lo relativo a la reflexión sobre el amor; finalmente, casi de forma inesperada, se  suma una última intervención, de Alcibíades, que tiene más de panegírico de Sócrates, propiamente, que de exposición teórica sobre el tema propuesto como entretenimiento en el banquete. De hecho, bien podría entenderse como una declaración de amor a Sócrates, con lo que la velada filosófica acabaría con una demostración práctica de cómo se manifiesta el amor. Que Alcibíades guardara gratitud eterna a Sócrates por haberle salvado la vida en una batalla no explica el amor que profesa al maestro y cuya raíz va más allá de la gratitud para caer en la admiración hacia quien le reconoce el mérito absoluto de ayudarlo a convertirse en un ser virtuoso, razón por la cual reclama ser admitido en su lecho. Aunque me adelanto, tampoco está de más que abramos esta recensión de un diálogo tan famoso con la respuesta que le da Socrates al temperamental Alcibíades: ¡Ah, querido Alcibíades!, tal vez no seas realmente un hombre frívolo, si resulta verdad eso que dices de mí y existe en mí una virtud por la cual tú pudieras hacerte mejor. En ese caso, verías en mí una belleza indescriptible y muy superior a tu bella figura. Por consiguiente, si la ves en mí y pretendes participarla conmigo y cambiar belleza por belleza, no es poca la ganancia que piensas sacar de mí: lo que intentas es adquirir algo que es bello de verdad a trueque de lo que es bello en apariencia, y lo que pretendes es en realidad cambiar oro por bronce. Sin embargo, ¡oh, bienaventurado!, mira mejor, no se te vaya a escapar que yo no valgo nada, pues la vista de la inteligencia comienza a cesar en su vigor la de los ojos, y tú todavía te encuentras lejos de esto. Lo que va a leer a renglón seguido el intelector que aún no se haya aburrido de estas entregas es una reflexión sobre el amor, o sobre Amor, porque todo parte de lo poco que se elogia a un dios que todo parece gobernarlo, que ha definido nuestra vivencia del mismo desde que Platón dio a conocer su diálogo. Sí, es evidente que los poetas del Dolce Stil Novo, y antes de ellos los trovadores provenzales, adoptaron buena parte de lo que aquí dicen los comensales y lo transformaron en un ideal poético del que aún vivimos, salvando las distancias y las variaciones telúricas que introdujeron las Vanguardias. No sé si cada generación reinventa el amor, pero sí que buena parte de los materiales con que lo hace están presentes en El banquete o del amor. Abre Fedro el baile con un elogio del que destacamos un concepto arrebatado del amor: es el único que compromete, en vida y muerte a quienes son tocados por él:   A dar la vida por otro únicamente están dispuestos los amantes, no solo los hombres, sino también las mujeres. Y, siguiendo ese hilo, advertimos, para pasmo de muchos que lo lean, una crítica feroz a Orfeo, a quien nosotros tenemos como paradigma de proverbial enamorado, y  con cuya historia Gluck compuso una de las óperas más hermosas que he oído nunca: Orfeo y Eurídice. Fedro le reprocha a Orfeo…, pero mejor que lo diga él: en cambio,  [a] Orfeo le despidieron del Hades sin que consiguiera su objeto, después de haberle mostrado el espectro de la mujer en busca de la cual había llegado, pero sin entregársela, porque les parecía que se mostraba cobarde, como buen citaredo, y no tuvo el arrojo de morir por amor como Alcestis, sino que buscóse el medio de penetrar con vida en el Hades. Este tipo de sorpresas son, desde un punto de vista literario, que es el mío, no propiamente filosófico, un aliciente de primera magnitud para la lectura, y que los "citaredos" sean cobardes por antonomasia, tiene también su puntito de gracia. Sorpresas como la propia costumbre de Sócrates de quedarse inmóvil, donde estuviera, hasta resolver una argumentación o distinguir las voces de los ecos de su daimón particular que alguna reputación de venado le granjeó entre sus conciudadanos menos formados: Ese Sócrates se ha retirado al portal de los vecinos y allí está clavado sin moverse. Por más que lo llamo, no quiere entrar”. “Dejadlo, pues tiene esa costumbre. De cuando en cuando se aparta allí donde por casualidad se encuentra y se queda inmóvil. Pausanias, a continuación de Fedro hace la distinción entre los dos amores, el espiritual y el físico, a los que él llama Uranio y Pandemos. Este último, según leemos en la nota pertinente a pie de página, es una Afrodita creada con posterioridad a la hija de Urano y fue llamada Pandemos, “protectoras de todos los demos”; posteriormente se dio a este sobrenombre un sentido peyorativo, equivalente a pánkoinos, “vulgar” y en la época de Platón se consideraba a esta Afrodita como Venus Meretrix, patrona de las heteras y protectora del amor carnal, mientras que la otra era símbolo del amor puro y espiritual. Despreciado como vulgar y soez ese tipo de amor, Pausanias se aplica en describir las características de los devotos del verdadero Amor: No todo amar ni todo Amor es bello ni digno de ser encomiado, sino solo aquel que nos impulse a amar bellamente. (…) El Amor de Afrodita Pandemo verdaderamente es vulgar y obra al azar. Este es el amor con que aman los hombres viles. Y a continuación elabora una defensa de la “locura de amor” que llega a nuestros días como un hilo ininterrumpido, como bien se refleja en el Libro de Buen Amor, en el que, a propósito de enaltecerlo, al buen Amor, se nos describen con gracia eterna los jugosos y exaltados desatinos del Mal Amor:  La costumbre -sigue Pausanias-  permite alabar al enamorado que por tentar una conquista comete actos extravagantes, actos que si alguien osara realizar, persiguiendo otro fin cualquiera o queriendo alcanzar otra cosa salvo esta, incurriría en los mayores vituperios [de la filosofía]. (…) Actos similares a los de los amantes con respecto a sus amados, que ponen súplicas y ruegos en sus demandas, pronuncian juramentos, se acuestan a la puerta del amado y están dispuestos a imponerse servidumbres de tal especie que ni siquiera un siervo soportaría. (…) En el enamorado que hace todo esto hay cierta gracia; y le permite la costumbre obrar así sin oprobio, porque se piensa que realiza un acto enteramente bello. Y lo que es más asombroso, al decir del vulgo, es que el enamorado es el único que, al hacer un juramento, alcanza el perdón de los dioses si lo infringe, pues dicen que no hay juramento amoroso. Poco le falta, en efecto, para añadir el clásico en el amor, como en la guerra, todo vale…, porque de que hay una tensión en la relación amorosa que procede del asedio al amante que tiene mucho que ver con la guerra, no cabe duda alguna. De hecho, Pausanias, recomienda vivamente resistir frente al asedio, porque  se considera deshonroso en primer lugar el dejarse conquistar prontamente, lo que tiene por objeto que transcurra el tiempo, que parece ser una excelente piedra de toque para la mayoría de las cosas. Y alerta contra quienes, frente al verdadero amor, al Uranio, no persiguen sino el materialista de la estricta sexualidad, porque  es hombre vil aquel enamorado vulgar que ama más el cuerpo que el alma y que, además, ni siquiera es constante, ya que está enamorado de una cosa que no es constante, pues tan pronto como cesa la lozanía del cuerpo, del que está precisamente enamorado, se marcha en un vuelo, tras mancillar muchas palabras y promesas. Si implícitamente el amor es una guerra, al menos entonces, parte del feliz resultado de ella era la captura de esclavos, de ahí que el amante caído en esa contienda, el enamorado,  lo haya hecho en una suerte de esclavitud voluntaria, vituperable, para Pausanias, quien considera que también hay otra esclavitud voluntaria no vituperable, una tan solo: la relativa a la virtud. De hecho, el titulo fundacional de la novela sentimental española del siglo XV fue Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, obrita, por cierto, que junto con Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, el primer best-seller europeo, me sigue pareciendo lectura imprescindible para los amantes de la mejor literatura y, por descontado, para los amantes del amor. El punto culminante de este diálogo, aun más allá de la intervención de Diotima en coloquio con Sócrates, es la intervención de Aristófanes y su curiosa antropología sobre la que han vuelto las generaciones una tras otra para encontrar en ella fundamento a las más curiosas teorías, como fue el caso de Otto Weininger y su Sexo y carácter, del que ya nos hemos ocupado en este Diario. La descripción que hace Aristófanes, de quien Platón parece haber aprendido magníficamente los fundamentos de la sátira, es un prodigio de inventiva que a mí me ha recordado la imaginación transgresora de Jonathan Swift y la de El jardín de las delicias, de Jheronimus Bosch, “El Bosco”. La teoría de los tres sexos está ya en la antología de las invenciones literarias como una muestra del poder magnífico de la invención humana, pero, por mi propia experiencia al releerla, reparamos poco en los pormenores de dicha invención y, como  a mí me pasó, supongo que muchos pasan por alto detalles estupendos que no solo redondean la descripción, sino que se extraen de ella, lo hace el propio Aristófanes, conclusiones que avalan la primacía de la homosexualidad, masculina y femenina, en aquella cultura griega. La intervención de Aristófanes sirve, pues, como prueba última del fundamento antropológico de una cultura amorosa contra la que lucharon las diferentes religiones que, para bien y para mal, con su dominio político y moral, relegaron a la filosofía griega a la oscuridad durante muchos siglos en Europa y en Asia Menor. A pesar de que la cita es larga, me temo que nada mejor que el propio texto para evitarme una paráfrasis en la que, forzosamente, seré injusto con la invención platónica: Después de una afirmación preliminar: es el Amor el más filántropo de los dioses en su calidad de aliado de los hombres y médico de males, cuya curación aportaría la máxima felicidad al género humano, inicia Aristofanes la lección antropológica: Pero antes que nada tenéis que llegar a conocer la naturaleza humana y sus vicisitudes, porque nuestra primitiva naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, eran tres los géneros de los hombres, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había también un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día, aunque como género ha desaparecido. Era en efecto entonces el andrógino. (…) Ahora no es más que un nombre sumido en el oprobio. En segundo lugar, la forma de cada individuo era en su totalidad redonda, su espalda y sus costados formaban un círculo; tenía cuatro brazos, piernas en número igual al de los brazos, dos rostros sobre un cuello circular, semejantes en todo, y sobre estos dos rostros, que estaban colocados en sentidos opuestos, una sola cabeza; además, cuatro oreja dos órganos sexuales y todo el resto era tal como se puede uno figurar por esta descripción. El macho fue en un principio descendiente del Sol; la hembra de la Tierra, y el que participaba de ambos sexos de la Luna.  No recordaba, por cierto, lo que viene a continuación, una paráfrasis de la historia bíblica de la Torre de Babel en la que se cambia la lengua por el sexo y se mantiene el pecado de orgullo desmedido, pues el origen de la división de los sexos estriba en su intento de “asaltar los cielos” para derrocar a Zeus, de ahí que Aristófanes reniegue de aquellos seres terribles que intentaron hacer una escalada al cielo para atacar a los dioses. Zeus, tras la amenaza: “Voy a cortarlos en dos a cada uno de ellos y así serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por haberse multiplicado su número.” Tras decir esto, dividió en dos a los hombres, al igual de los que cortan las serbas para ponerlas a secas o de los que cortan los huevos con una crin. Mas una vez que fue separada la naturaleza humana en dos, añorando cada parte a su propia mitad, se reunía con ella. Se rodeaban con sus brazos, se enlazaban entre sí, deseosos de unirse en una sola naturaleza, y morían de hambre y de inanición general, por no querer hacer nada los unos separados de los otros. (…) Compadeciéndose Zeus imaginó otra traza, y les cambió de lugar sus vergüenzas, colocándolas hacia adelante, pues hasta entonces las tenían en la parte exterior y engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. Desde tan remota época, pues, es el amor de los unos a los otros connatural a los hombres y reunidor de la antigua naturaleza, y trata de hacer un solo ser de los dos y de curar la naturaleza humana. Cada uno de nosotros, efectivamente, es una contraseña [el symbolon, la tesera hospitalis de los romanos, tablilla partida en dos cuyas mitades guardaban los hombres unidos por el vínculo de la hospitalidad] de hombre; como resultado del corte en dos de un solo ser, y presenta solo una cara como los lenguados. Estamos, como bien se advierte ante ese tópico de la media naranja, sin que me haya sido posible averiguar, después de un par de horas viajando por la red, cuándo nace la expresión literal “media naranja”, porque todos remiten al texto de Platón, pero todos ignoran el uso que hace este de la “contraseña” o el symbolon, en vez de la naranja. ¡Lo que daría yo por que alguien me permitiera saber cuándo se cambió, al menos en español, de la media pieza de cerámica a la naranja…! Después, Aristofanes, nos describe el efecto de las particiones de Zeus:  cuantos hombres son sección del androgino son mujeriegos; los adúlteros también proceden del andrógino y las mujeres aficionadas a los hombres y las adúlteras derivan también de él. Las mujeres que son corte de mujer no prestan atención a los hombres , sino que se inclinan a las mujeres y de este género proceden las tribadas [etimológicamente, la palabra procede del verbo tribein, "frotar"]. Los que son sección de macho persiguen a los machos, y mientras son muchachos, como lonchas de macho que son, aman a los varones y se complacen en acostarse y en enlazarse con ellos; estos son precisamente los mejores entre los niños y los adolescentes, porque son en realidad los más viriles por naturaleza. Algunos, en cambio, afirman que son unos desvergonzados. Se equivocan, pues no hacen esto por desvergüenza, sino por valentía, virilidad y hombría, porque sienten predilección por lo que es semejante a ellos. El que es de tal índole se hace “pederasta”, amante de los mancebos, y “filerasta” amigo del amante, porque siente apego a lo que le es connatural. Al margen de ese acierto de traducción impagable loncha de macho, me llama la atención que no haya cuajado en nuestra lengua ese término tan preciso y hermoso, filerasta; pero mucho más me la llama, sin duda, la defensa acérrima de la acendrada virilidad de los homosexuales, algo que al homofobismo rampante que nos rodea debería dejarlo en auténtico estado de shock. Pero dejemos que Aristófanes concluya con los efectos de las separaciones obradas por Zeus:  cuando se encuentran con aquella mitad de sí mismos, tanto el pederasta como cualquier otro tipo de amante, experimentan entonces una maravillosa sensación de amistad, de intimidad y de amor, que les deja fuera de sí, y no quieren, por decirlo así, separarse los unos de los otros ni siquiera un instante. Estos son los que pasan en mutua compañía su vida entera y ni siquiera podrían decir qué desean unos de otros. Una unión, sin embargo, que nada tiene que ver con el uso de afrodisíacos: no, es otra cosa lo que quiere, algo que no puede decir, pero que adivina confusamente y deja entender como en enigma. De ahí que, concluye Aristófanes, Si cuando están acostados en el lecho, se presentara Hefesto y les dijera si querían ser fundidos los dos en uno, ninguno diría que no. Lo que yo digo lo aplico en general a hombres y a mujeres, y es que tan solo podría alcanzar la felicidad nuestra especie si lleváramos el amor a su término de perfección y cada uno consiguiera el amada que le corresponde, remontándose a su primitiva naturaleza. En estas palabras finales de Aristófanes, ¿quién no ha descubierto el dulce abandono del amante en la poesía erótico-espiritual de Juan de la Cruz? Sí, el arrobo místico es, también, arrobo erótico, éxtasis de felicidad procurado por la unión más allá de cualquier explicación racional. Finalmente, le llega el turno a Sócrates, quien, tras después de un frío discurso del anfitrión, Agatón, en el que poco menos que enumera el poder de Amor sobre todos los dioses, se presenta con su humildad habitual: El elogio -dice Sócrates, refiriéndose a quienes lo han precedido en el uso dela palabra-  no solo resulta bello, sino también pomposo. Pues bien: yo no conocía ese tipo de alabanza y por no conocerlo os prometí hacer yo también en mi turno un encomio. Fue, sin duda, “la lengua la que prometió, no la mente”. Adiós, pues, al encomio. Yo ya no lo hago de este manera, porque no podría hacerlo. Sin embargo, la verdad, si os parece bien, estoy dispuesto a decirla a mi manera, mas sin poner en parangón mi discurso con los vuestros, para no incurrir en ridículo, y comienza la narración del diálogo con Diotima en el que Sócrates pretenderá mostrar la “verdad del amor” frente a la invención retórica del mismo. Y Diotima, por oponerse a Fedro y a Aristófanes, nos ofrece otra genealogía del Amor:  cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete, y entre ellos estaba también el hijo de Metis (la Prudencia), Poro (el Recurso). Una vez terminaron de comer, se presentó a mendigar Penía (la Pobreza) y quedóse a la puerta. Poro, entre tanto, como estaba embriagado de néctar, penetró en el huerto de Zeus y en el sopor de la embriaguez se puso a dormir. Penía, entonces, tramando, movida por su escasez de recursos, hacerse un hijo de Poro, del Recurso, se acostó a si lado y concibió al Amor. Por esta razón el Amor es acólito y escudero de Afrodita, por haber sido engendrado en su natalicio, y a la ve enamorado por naturaleza de lo bello, por ser Afrodita también bella. Pero como hijo que es de Poro y de Penía, el Amor quedó en la situación siguiente: en primer lugar, es siempre pobre y está muy lejos de ser delicado y bello, como le supone el vulgo; por el contrario, es rudo y escuálido, anda descalzo y carece de hogar, duerme siempre en el suelo y sin lecho, acostándose al sereno en las puertas y en los caminos, pues por tener la condición de su madre es siempre compañero inseparable de la pobreza. Mas, por otra parte, según la condición de su padre, acecha a los bellos y a los buenos, es valeroso, intrépido y diligente; cazador temible, que siempre urde aluna trama; es apasionado por la sabiduría y fértil en recurso; filosofa a lo largo de toda su vida y es un charlatán terrible, un embelesador y un sofista. En esta doble naturaleza de Amor, que choca frontalmente con las anteriores concepciones expuestas en el banquete, advertimos una visión insólita del Amor aliado de la pobreza y otra, la de la proclividad a filosofar, que tiene su razón de ser en la aspiración del Amor hacia la belleza, porque, al decir de Diotima, nada hay más bello que la sabiduría, de ahí que esta sea una de las cosas más bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo, y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante. Esa posición intermedia la define a continuación: El tener una recta opinión sin poder dar razón de ella. Si a ello añadimos la propia posición intermedia del Amor entre lo mortal y lo inmortal, advertimos, en palabra de Diotima, que el verdadera Amor no se realiza sino en la fecundación, en la propagación de la especie, que es, como bien supo y practicó Unamuno, el único camino para la especie humana hacia la inmortalidad: los que son fecundos según el cuerpo se dirigen en especial a las mujeres, y esta es la forma en que se manifiestan sus tendencias amorosas; a través de la descendencia consiguen la inmortalidad. Pero enseguida Diotima distingue, como ya lo hicieran los comensales en los discursos previos, al hablar del amor espiritual y del amor vulgar, que hay amantes fecundos físicamente, pero también intelectualmente: Los hay, sin embargo, que son fecundos según el alma, pues hay hombres que conciben en las almas más aún que en los cuerpos, aquello que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que les corresponde? La sabiduría moral y las demás virtudes de las que precisamente son progenitores los poetas todos y cuantos artesanos se dice que son inventores.  (…) En honor de estos hombres [fecundos según el alma] son muchos ya los cultos que se han instituido por haber tenido tales hijos [Solón, Licurgo, etc.]; en cambio, no se han instituido todavía en honor de nadie por haberlos tenido humanos. Así pues, y ahora entramos de lleno en el concepto tópico del “amor platónico”, es menester hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehemente apego a uno solo, despreciándolo y considerándolo de poca monta. Después de esto, tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engendrar y buscar palabras tales que puedan hacer mejor a los jóvenes a fin de ser obligado nuevamente a contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes y a percibir que todo ello está unido por parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza del cuerpo es algo de escasa importancia.  El diálogo Fedón o del alma no deja de ser, desde mi punto de vista, un ars moriendi  stricto sensu, precedente singular del  Tractatus (o Speculum) artis bene moriendi, del siglo XV, que marcó las pautas generales del género de los que se elaboraron durante la época del Humanismo, destacando sobre ellos el de Erasmo: Preparación y aparejo para bien morir; con  traducción de Bernardo Pérez de Chinchón  y del que mi amigo Joaquín Parellada realizó una magnífica edición crítica para la Universidad Pontificia de Salamanca. Fundación Universitaria Española. Un Erasmo que, tras leer este Fedón, llegó a exclamar, como nos indica Luis Gil en su preámbulo: Sancte Sócrates, ora pro nobis. Que el diálogo sobre el alma tenga como pretexto la inminente muerte del filósofo, rodeado de sus amigos, con quienes mantiene una profunda reflexión que incluye posiciones muy opuestas entre quienes aceptan la inmortalidad del alma y quienes creen que la muerte física pone punto final a nuestro paso por la Tierra, añade a la lectura un plus de verdad y emoción que hasta ahora solo había encontrado en la propia Apología de Sócrates defendiéndose, con serenidad e ironía ejemplares,  de las acusaciones endebles que se lanzaron contra él. ¿Es una celda el espacio imprescindible para reflexionar sobre el alma? ¿Es metáfora de la cárcel del cuerpo en la que mora? Lo ignoro, pero no está de más recordarlo, porque es mucho lo que el pensamiento y la literatura le deben a la celda como institución represiva. Y ahí está la décima de Fray Luis, que nunca está de más recordar:  Aquí la envidia y mentira/me tuvieron encerrado./Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/de aqueste mundo malvado,/y con pobre mesa y casa,/en el campo deleitoso/con sólo Dios se compasa,/ y a solas su vida pasa,/ni envidiado ni envidioso;  o la concepción no solo del Quijote, sino también del Guzmán de Alfarache o, paradigma incuestionable, la creación oral del Cántico espiritual de Juan de la Cruz en la celda miserable en que le encerraron los carmelitas calzados. En todo caso, lo cierto es que en esas horas postreras de la vida del filósofo, este no pierde el tiempo ni en lamentos ni en despedidas traspasadas de dolor -y enseguida le pide a Critón que alguien lleve a su mujer, la Jantipa plañidera, a su casa- , sino que se embarca en un diálogo en el que se ventilan conceptos trascendentales como el de la propia existencia del alma, su inmortalidad o mortalidad y la peregrina teoría de la reencarnación, que acabaría haciendo suya un filósofo tan combativo como Nietzsche, amén de una teoría del conocimiento que va muy ligada a la especulación sobre el alma cuya existencia nos define, pues el cuerpo, para Sócrates, no deja de ser un envoltorio y, respecto del alma, una fuente de engaños y de errores. Pero vayamos por partes. Lo que choca a cualquier lector es un breve par de apuntes descriptivos de la situación del prisionero: Los Once están quitándole los grillos a Sócrates y dándole la noticia de que en este día morirá. (…) Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acaba de ser desencadenado y a Jantipa con su hijo en brazos y sentada a su lado. ¡Sócrates encadenado! La sola imagen de su rechoncha figura maniatada por tales medidas de seguridad asombra en tal medida que nos parece un castigo inhumano para quien ha dado muestras de tan serena conformidad con la sentencia que lo condena a muerte. El otro consiste en la objeción que le trasladan sus amigos, de parte del verdugo, de que no hable en exceso para no acalorarse e impedir una mejor acción del veneno, ahorrándole los dolores de la agonía: Mándale a paseo. Que cuide tan solo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es preciso, replica el filósofo, para quien su actividad es el pasaporte hacia la gloria de la bienaventuranza en el más allá: Me parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y añade: Tengo la esperanza de que hay algo reservado a los muertos, y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos. Con todo, Sócrates inicia su discurso desde la prudencia, porque sabe que va a moverse, dialécticamente, en terrenos resbaladizos, si no directamente cenagosos: se entra en ellos, pero no se sabe cómo salir de ellos: También yo hablo sobre esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en repetirlo. Es más: tal vez sea lo más apropiado para el que está a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos que es esa emigración. En su último momento, parece que Sócrates dude de su propia capacidad de persuasión, porque está en el umbral del no ser, donde cesa el saber y solo se despliega la creencia: Tal vez requiera una justificación y una demostración no pequeña eso de que exista el alma cuando el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento. Se aventura, entonces, el filósofo en una demostración de la “necesidad” de la existencia del alma previamente al cuerpo porque lo liga a la teoría del conocimiento, según la cual las almas recuerdan lo que han conocido con anterioridad en el plano de las ideas, lo que implica esas existencias separadas, la de las almas y la de los cuerpos, como acepta Cebes, uno de sus interlocutores: Según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también, según esto, parece que el alma es algo inmortal. Sócrates enseguida toma el relevo para remachar el argumento:  Pues bien: si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e inmediatamente después de nacer, n solo lo que es igual en sí, sino también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo, sellamos con el rótulo de “lo que es en sí”, tanto en las preguntas que planteamos como en las respuestas que damos. De suerte que es necesario que hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas. (…) Se ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida, en otra que se tenía olvidada y a la que aquella se aproximaba bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos: o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de nuestra vida, o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo. Sus interlocutores no parecen poner objeciones a esa teoría, pero el meollo de la cuestión sobre la que discuten , recordemos que solo momentos antes de ser ejecutado Sócrates es el muy punzante requerimiento de Cebes: Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de que una vez que hayamos muerto existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa, al que Sócrates responde con su proverbial ironía:  Teméis, ¡oh Simmias y Cebes!, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval. Lo temen, en efecto, y en honor del propio Sócrates ha de decirse que ni siquiera él está convencido de que no sea así, por más que, reducida a creencia, la invoque para afrontar con esperanza el trance de su desaparición física ¿y espiritual? A partir de ese momento, entramos en una suerte de taxonomía de las almas que no solo las divide entre las que se desligan el cuerpo y las que están atadas a él, sino que incluye las condiciones de ambas y cómo unas entran en la inmortalidad de la pureza invisible y las otras  quedan ligadas al cuerpo que las ha maleado: El alma, entonces, la parte invisible que se va a otro lugar de su misma índole, noble puro e invisible, al Hades en el verdadero sentido de la palabra [Se juega con Haides, “Hades” y con aidés, “invisible”], a reunirse con un dios bueno y sabio, a un lugar al que, si la divinidad quiere, también habrá de encaminarse al punto mi alma. (…) Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con complacencia, ¿o es que esto no es una práctica de la muerte. (…) Pero en el caso de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él continuo trato, cuidarlo y amarlo, hechizada por él y por las pasiones y placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro a los ojos e invisible, pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía, está acostumbrada a odiarlo, temerlo y seguirlo; un alma que en tal estado se encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo sola y en sí misma sin estar contaminada? (…) Un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se han visto algunos sombríos fantasmas de almas: imágenes esas que es lógico produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible, por lo cual ven. (…) Y andan errantes hasta el momento en que por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas costumbres que ellas habían tenido en su vida. Construye, entonces, el filósofo una suerte de bestiario moral con el que adjudica a ciertos vicios unos animales y a ciertas virtudes otros. Así, las almas disolutas: glotonería, desenfreno y afición a la bebida, las relaciona con el linaje de los asnos; y a los injustos, los tiranos y los ladrones los relaciona con el linaje de los lobos, halcones y milanos. Las almas nobles, sin embargo, se encarnan en seres nobles y civilizados: abejas, avispas y hormigas. Pero, al margen de unas y otras, hay otras almas que Sócrates relaciona con la divinidad: pero al linaje de los dioses, a ese es imposible de arribar sin haber filosofado y partido en estado de completa pureza; que ahí solo es licito que llegue el deseoso de saber. (…) Los amantes de aprender saben que al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está lleno  de engaño el examen que se hace por medio de los ojos y también el que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que así mismo aconseja al alma retirarse de estos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad, invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más que en sí sola, en lo que ella en sí y de por sí capte con el pensamiento como realidad en sí y de por sí. A pesar del esfuerzo desplegado por el filósofo en lo que bien podría entenderse como su testamento filosófico, Sócrates sigue desconfiando de su propia convicción: Hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras de haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo está pereciendo incesantemente, se trata de un temor muy humano, porque la endeblez de las pruebas -o como le objeta Simmias: los argumentos que realizan las demostraciones valiéndose de verosimilitudes son impostores y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad- de Sócrates aparecen evidentes ante sus propios ojos, de ahí que les recomiende a sus discípulos: Vosotros, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco; de la verdad, mucho más. Y no es excepcional que en ese duro trance por el que ha de pasar, acuda el recuerdo de las palabras de Homero: Y golpeándose el pecho, reprendió [Ulises] a su corazón con estas palabras: “Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste”.  Antes de concluir se embarca Sócrates en una pormenorizada descripción del Hades, un dibujo que bien puede entenderse como una premonición de en lo que habría de convertirse la Divina Comedia de Dante; pero no se le escapa que su afán es más un intento narrativo mitologizante que una de esas verdades como puños que él había sembrado en la ciudad con su método dialéctico en una vida dedicada en cuerpo y alma a la filosofía:  Ahora bien: el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto  no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo. Para un descreído como yo, que no concibo la existencia del alma ni antes de haber nacido ni más allá de la muerte, que soy reticente al empleo del concepto “alma”, porque me parece demasiado ligado al fenómeno religioso, y que estoy convencido de que no quedará de mí, una vez muerto, más que el recuerdo de los otros y la obra realizada, me parece no poco consuelo que Sócrates renuncie al conocimiento positivo para refugiarse en la creencia consoladora, como si fuera un feligrés de San Manuel Bueno, mártir. Sabemos, porque es ya casi un tópico, que sus últimas palabras fueron que se le debía un gallo a Asclepio, pero en este Fedón o del alma nos enteramos de que acaso las penúltimas fueron estas otras, no menos humildes y sensatas:  Me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.


lunes, 6 de marzo de 2017

El gozo inenarrable del hallazgo feliz: “Un camí”, de Noel Clarasó.





El hombre sin atributos ni horizontes en el Raval de 1956 en busca de su camino vital: Un camí, la densa y existencialista novela ejemplar de un autor desconocido en catalán: Noel Clarasó.



Después de haber descubierto una novela tan insólita en el panorama de la narrativa española de su tiempo como El asesino de la luna, que ha recibido, en este Diario, una estupenda acogida por parte de los intelectores que tienen, ¡benditos!, tiempo que perder para perderse por estos lares manidos, volví a frecuentar al autor en dos novelas que, siendo hijas de su fértil ingenio, no llegaban a la cumbre que marcaba la primera. Ahora, en esta ocasión, vuelvo a encontrarme con otra obra cumbre, escrita además en catalán, Un camí,  que supone la segunda de un ramillete de novelas en la lengua vernácula del autor, que se inició con una obra del periodo republicano, 1938, que mereció el famoso y reconocido Premio Creixell, con el título Francis de Cer, y que, ¡azar de azares!, no llego a ser publicada y aún permanece inédita, ignoro en qué manos, aunque, por lo leído en Un camí, no descarto la posibilidad de que, habiendo ganado el Movimiento Nacional de los militares rebeldes la Guerra Civil, su contenido pudiera ser acaso “inconveniente” en los viejos tiempos oscuros en que iba a sumirse el país bajo la dictadura franquista, pero ya digo que se trata de una especulación sin otro fundamento que el nihilismo agnóstico del protagonista de Un camí. Lo importante ahora es dar cuenta de la fuerte impresión que me ha causado la lectura de esta obra en catalán de Clarasó, un autor menor para la crítica académica y para la crítica progre en español y un autor totalmente marginado en la Literatura catalana, del que apenas puede encontrarse, en dicho ámbito cultural, sino una breve sinopsis biográfica y una lista de los escasos libros que escribió en catalán, pero ningún estudio riguroso ni ninguna crítica solvente de su producción. Un poco aquejado de singularitis, tiendo a imaginar que, a punto de entrar en la primavera de 2017, soy el único lector vivo de esta obra en todo el ámbito catalanoparlante y que, por lo tanto, con toda propiedad puedo decir que escribo acerca de una rigurosa “novedad” perdida, como casi todos su otros libros, en las polvorientas estanterías de las librerías de ocasión, siendo pasto de los ácaros de la celulosa y, como a mí me ha ocurrido, de las manos temblorosas que lo han rescatado del olvido con un gozo que se ha manifestado total y trascendental tras la lectura crecientemente entusiasta de la obra. Clarasó es, básicamente, un aforista, pero también un novelista con singulares dotes de observación y muy amigo de crear personajes que tienen estrecha relación consigo mismo, o con lo que podríamos considerar una proyección infiel de sí mismo, porque el protagonista de Un camí, ¡y sobre todo el coprotagonista, Favià!, recogen rasgos propios del autor o, en otras palabras, el autor, sin caer en la autografía, se identifica plenamente con muchos de sus rasgos de personalidad y, sobre todo, de su manera de afrontar la realidad de la vida.  El personaje, un empleado de una agencia de publicidad, pudiera ser catalogado, en propiedad, como “un hombre sin atributos”, un ser apocado, nacido para empresas de poquísima monta, conformista, sin aspiraciones y tocado por un cierto nihilismo: Potser aquesta ha estat la meva única ambició en el joc de la vida: fer taules. Ni perdre ni guanyar.  Casi por arte de birlibirloque, y como segundo plato, acaba casado con Marta y, una vez instalada en su casa, acepta la llegada de la madre y, tras el nacimiento de su hija, se resigna a ser desposeído de su único bien: la casa heredada de sus padres: Jo vaig haver de tenir un fill per a saber que ser pare és menys que no ser res. No és una plenitud que s’afegeix a la vida; és un robatori que se li fa. Podríamos decir que la novela es un proceso de desalojo del hombre por parte de la madre y la suegra, después de haber vivido estas a su costa hasta que, asediado, se rebela y, tras buscar voluntariamente que lo echen del trabajo, inicia su propio proceso de degradación social hasta llegar a la mendicidad, todo ello a espaldas de su familia, y después de haber descubierto que su mujer mantiene, sin tapujos ni disimulos ningunos una relación al margen del matrimonio. La autodescripción del personaje deja entrever claramente el tipo de psicología al que me vengo refiriendo: Un home pregonament trist, preocupat per assolir l’art de fingir alegria. Això vaig ser jo durant alguns anys: un home pregonament incapacitat, preocupat per assolir l’art de fingir alguna gràcia. I un home profundament resignat, preocupat per assolir l’art de fingir dinamisme i ambició. (…) La meva disposició interior eran tan vacil·lant que no hi ha cap afirmació que pugui definir-la (...) Repeteixo que no era cap apassionat i, potser, les referències als meus sentiments són més inventades que reals. (…) M’agradaria de saber explicar l’autèntica naturalesa del meu fons obscur. Però vaig descobrint tants homes dintre meu!  Mai dels mais no he estat capaç de somniar ni de desitjar res que em sigui desconegut. Se trata, como decíamos al principio, no solo de un hombre sin atributos, sino también sin horizontes, un hombre atado a las calles de su barrio, un ecosistema suficiente para su ausencia de ambiciones; un hombre encerrado  en un microcosmos bien definido de la ciudad de Barcelona, el Raval, cuyas calles son también las calles de mi entorno actual: Valldonzella, La Lluna, El Tigre, etc. El Raval de 1956, el mismo que aparece en esa excelente caracterización de la vida de barrio que es la película La calle sin sol, de Rafael Gil o en los primeros films policiacos de la posguerra, como Apartado de Correos 1001, de Julio Salvador. A veces puede tener uno la sensación de que son demasiado estrechos los límites en los que sobrevive el protagonista, pero la novela, y en ella radica la mayor parte de su interés, es un intento de esclarecer no solo cuál sea, como pretenciosamente tituló Max Sheler, el lugar del hombre en el cosmos, si bien reduciéndolo a una realidad tan concreta como la del barrio del Raval en la ciudad de Barcelona, sino también qué sentido tiene la vida de un hombre en aquella fecha concreta y en todas en general, porque la dimensión filosófica de la novela va mucho, pero que mucho más allá de la anécdota argumental, una historia llena, sin embargo, de felices sorpresas que  no solo captan totalmente la atención del intelector, sino que constituyen una premonición de ciertas actitudes vitales muy propias de nuestros días. El protagonista se revela como un auténtico flâneur dentro de ese reducido horizone de un barrio degradado de la ciudad condal:  Qualsevol creuria que ha de ser ensopit i cansat passar-se onze hores diàries voltant pels carrers. No, no ho és gens. Mai no s’acaba de veure tot. Potser si entrés a preguntar a les botigues o es parlés amb els veïns es podrien saber més coses amb més rapidesa. Però jo no parlava amb ningú; em limitava a observar i a endevinar. I d’aquesta manera la feina avança molt lentament. (...) Va cridar-me l’atenció la gran quantitat de roba estesa sobre els carrers, enfora de finestres i bacons. Estava sempre allí, com banderes anunciadores d’alguna festa íntima. (...) ¡Quanta brutícia fa sempre l’home al voltant seu! La terra és neta i ho són l’herba i les flors. Però així que l’home tria un tros de terra i s’hi instal·la, tot queda envaït per la brutícia i el pudor. (...) Fins als carrers més pobres és possible de trobar, llançades per terra, coses que algú o altre encara pot aprofitar, que tenen preu i que es poden comprar i vendre. (...) Sense adonar-me’n vaig anar aprenent-hi la veritable geografia humana, l’autèntica distribució de l’home sobre la terra: els rics aïllats, sense cap contacte humà desagradable; i els pobres amuntegats, sotmesos a un impúdic i incessant contacte diari.   El marco se ajusta, con todo, como el clásico guante, a la sensación humilde de poquedad del protagonista, un auténtico don Nadie:   Tot em fa por: la gent, les coses llunyanes... Potser en realitat no és por: és com una impressió d’enorme petitesa que m’esbaleix. De la meva enorme petitesa. Quina pobra coseta és un home sol!  De ahí que saque una conclusión tan poco engrescadora como la siguiente: Viure és decebre’s.  Cada capítulo va precedido por un epígrafe que suele ser un aforismo del autor, aunque a veces se trata de pensamientos que emanan directamente de la propia trama novelística; siempre, en cualquier caso, podemos admirar en ellos la finura aforística del autor, de la cual ya hemos dejado también constancia en este Diario:  La bondat és l’únic luxe de la gent que és incapaç de ser d’altra manera. O Quina gran veritat ens sembla tot allò que ens interessa que no sigui mentida. El narrador, sin ninguna motivación específica, salvo dar cuenta de su peripecia vital, nos narra en primera persona su vida, desde su casamiento hasta el presente, tras haber sido desalojado por los abogados del propietario del inmueble donde había creado una fundación, La Fundació, para acoger enfermos terminales, pero me adelanto demasiado... Él mismo, sin embargo, se explica la mar de bien:  Jo no sóc escriptor i no pretenc crear cap bellesa. No és cosa meva això. Només intento explicar la meva vida sense apartar-me de la veritat. L’única cosa important, al meu parer, és descobrir aquesta veritat i dir-la d’una manera clara perquè els altres la puguin entendre. Descubrir “su” verdad, la nada integral de su existencia sin valor ni mérito, va a conformar una suerte de quest caballeresca en la que, en vez de defender la belleza incomparable de la amada, el caballero va a descubrirse a sí mismo desde el nivel más ínfimo de la sociedad: el de mendigo sin hogar. Metafóricamente, pues, la novela es un ejemplo clásico de descenso ad ínferos del que el protagonista vuelve a la realidad para descubrir el verdadero sentido de su vida. La suerte inmensa de los posibles intelectores que yo le deseo por centenares de miles a esta obra singularísima estriba en la descripción pormenorizada de ese descenso y del proyecto vital en el que, auspiciado por Favià, se embarca el protagonista. Favià, que responde a un personaje predilecto del autor, el mendigo, considerado desde la misma óptica entre naturalista y lírica de los mendigos de Mingote, de Chummy Chúmez o de Gila, merece un capítulo aparte en esta novela, porque va conformar con el protagonista una pareja en cierto modo quijotesca y en otro cierto dickensiana. No quisiera chafarle a los futuros intelectores de esta novela algunas sorpresas que constituyen vueltas de tuerca narrativas algo más que sorprendentes y que se narran, además, con una sobriedad realista que las priva de cualquier dimensión fantasiosa o inverosímil, pero no hago tal si explico que Favià es una especie de Diógenes que tiene un efecto perturbador en el protagonista, quien no acaba de tener una idea clara de quién y qué sea su interlocutor, tan desconcertante: Només puc conviure amb la immensa minoria dels homes, pero se trata de un hombre que, fiel a postulados ultramodernos de hoy, vive en el aquí y en el ahora con total comodidad, sin preocupación ni ambición, sin remordimientos ni deseos, consciente de sus limitaciones y sobreviviendo con total dignidad. Pide limosna siguiendo una impecable teoría que sería muy del agrado de los podemitas de nuestros atribulados días populistas: No us doneu tanta importància per tan poca cosa. [que el protagonista lo haya invitado al café] Els diners sempre són de tothom, encara que els encarregats de guardar-los no s’ho creguin. Però jo crec que, si algú paga per mi, no fa altra cosa que administrar el que em pertoca. Recordeu que la pobresa és estimada per Déu i que els darrers seran els primers.  Y ahí lo dejo, porque Favià es una fuente de sorpresas, la más importante de las cuales han de leerla los intelectores sin intermediarios tan enojosos como mi menda leyenda(sic). Me acojo a la constatación del desconcertado protagonista ante un ser tan poliédrico como Favià: La vida no s’explica mai amb exactitud.   Sí que no me privo, sin embargo, de exponerles a mis intelectores dilectos, una vez acabado el descenso al infierno de la sana e higiénica mendicidad, que el protagonista es internado por la mujer y la suegra en un sanatorio donde va a conocer la plenitud del amor con otra interna de diferente clase social, lo que no es obstáculo no solo para que se enamoren sino incluso para llegar a hacer planes de futuro que, finalmente, por la cobardía de ella, no se realizarán. He de hacer esta revelación argumental porque en ese tramo de la novela hay una carta de Elvira, así se llama ella, que merece los honores de la reproducción íntegra para que pueda juzgarse la fina sensibilidad del autor y la capacidad de penetración psicológica en los personajes. El personaje ni siquiera puede explicarse que haya tenido la fortuna de conocer el amor, pero esa realidad va a ser determinante en su evolución posterior, aunque el desengaño de la imposibilidad de ese amor contrasocial no es motivo dinámico de nada, excepto de la transición desengañada entre el fracaso sentimental y el reconocimiento de sus novísimas aptitudes en favor de los otros, con una mentalidad oenegesca que llamará la atención de los lectores actuales. Pensemos que estamos hablando de la España y la Barcelona de 1956… Pero atengámonos a lo primer, el choque amoroso: Aquell qui vulgui judicar encertadament els homes ha de tenir present l’amor, que no és sols una paraula, sinó un pes terrible que compta durant tota la vida. Qualsevol altra cosa que també pesi deixa un raconet o altre en llibertat des d’on es pot considerar la pròpia vida. L’amor, no: l’amor és com una incandescència total. ¿Com és possible que no sigui un mite l’amor entre els homes, si cadascú viu en un món propi, separat del dels altres per murs impenetrables, i ningú no ha estat capaç d’entendre la veritat de les paraules i les ànimes dels altres? ¿Y cómo describe el protagonista ese enamoramiento que tan hondamente penetra en él, transformándolo? Pues de la siguiente y lírica manera:  Ser l’amo del món! Una frase que mai no havia tingut sentit per mi. I aleshores començava a tenir-ne. Es pot posseir el món fins en estat de pobresa. Ser l’amo del mon vol dir tenir un clos propi, més o menys extens, fora d’un mateix. Jo el tenia i començava a bellugar-m’hi amb desimboltura. M’havia descobert la capacitat d’estimar. (...) Però com es pot explicar la felicitat? Jo no he comprès mai la dels altres. Sempre m’ha semblat pobra, ensopida i disfressada de mentides inventades per la vanitat. Si la meva felicitat us sembla d’aquesta mena és que no hi enteneu gens. (...) La meva excitació interior va arribar a tenir tanta intensitat que em sentia com una fruita madura atapeïda per dins de vespes famolenques. Ahora sí que estamos en disposición de entender cabalmente una carta de asunción de la culpa y de la cobardía por parte de Elvira, y me parece un ejemplo estilístico tan soberbio que debería aparecer en alguna antología de los mejores fragmentos de la novelística catalana, una de esas viejas crestomatías tan familiares antes y tan olvidadas en nuestros días. ¡Feliz lectura!
Perdona’m si he tardat tant a donar senyals de vida. Però vull que sàpigues que encara existeixo i que estic molt lluny de Barcelona i que des d’aquí et recordo i encara t’estimo. No et dic la meva adreça. No vull que m’escriguis. I creu que voldria saber tot el que has pensat de mi, i el que ha estat de tu, i el que fas ara, com vius i el que penses fer. És millor, però, que no m’escriguis. No en trauríem res, de tornar a començar. Som com uns ninots i la vida ens mana. I jo, ara, no podria fer res per oposar-me a la vida que ens va separar, que m’arrenca de tu. Em diràs covarda, i tindràs tota la raó. M’agradaria sentir-te la veu dient-m’ho a la cara. No em defensaria. Em deixaria maltractar i pegar per tu. Ploraria si em fessis mal, però reconeixeria que tens raó que et sobra. Vaig ésser covarda al darrer moment. Fou una covardia animal, física, però molt humana. M’esfereí perdre la meva vida còmoda i sense preocupacions. Tenia por d’enfonsar-me per sempre i de veure’m pobra i menystinguda. Es viu tan malament sense diners! Sé que, en llegir això, em menysprearàs, i també sé que ho mereixo. No vull ocultar-te la veritat. Sóc així i m’has de conèixer tal com sóc. Jo mateixa no ha sabia, que ho fos. Ho vaig saber aquell divendres, quan no vaig ésser capaç de fer el pas definitiu. Perdon’am mil i mil vegades. Per què no he donat senyals de vida fins ara? Ho has de comprendre: vaig deixar de creure en mi mateixa. Es va rompre la meva convicció más forta: que jo era capaç de sacrificar-ho tot als impulsos del meu cor. I si no ho sé fer, si ja no ho puc fer, ¡què en traurem, de continuar una cosa que només ens pot portar a un desastre en qualsevol sentit que es miri? Fins ara, F. no s’ha assabentat de res. Si ho hagués fet, hauria estat molt pitjor per a mi. Ell és l’home i el qui mana, i tinc la meva sort a les seves mans. No sé si això és just o no; però és així. Ell ho pot tot contra meu, i jo no puc res contra ell. I encara que pogués no ho faria. Altrament, d’un temps ençà, és més amable amb mi, em deixa passar tots els meus capricis i m’omple de presents. Els homes no s’acaben de comprendre mai. Jo no l’estimo ni el podré estimar; però sóc agraïda. Els qui em tracten amb bondat ho aconsegueixen tot de mi. I ara ell ho fa. Fa un mes qude som a Sevilla. Ell hi té negocis. Avui és a Cadis i aprofito de trobar-me sola a l’hotel per a escriure’t. Cada dia em quedo sola, un moment o altre. Però ell por tornar a la impensada. Avui sé que no ho farà fins molt tard; cap allà a les dotze de la nit. Si et recordes de mi, no em menyspreïs. Et vaig estimar, senzillament, quan no podia fer altra cosa. He estat feliç al teu costat i ho recordaré sempre amb un afecte immens. I aquell matí del divendres tampoc no vaig poder fer una altra cosa. No em menyspreïs. Ambdues vegades he obeït els impulsos de la meva naturalesa, que no sé si és bona o dolenta, o millor o pitjor que una altra. És així. Perdona’m. Vaig saber que em cercaves i que em telefonaves, i vaig callar. Pensa que sofreixo en pensar que t’he fet sofrir. Si et pogués veure, et demanaria que em consolessis d’aquest sofriment. No és absurd. Jo ho sento així. Et diria: “Consola’m de la tristesa que em fa haver-te produït aqueta pena”. Em pensi que em comprendries i que series capaç de consolar-me. No voldria que la vida ens posés una altra vegada dins el mateix camí. Em penso que tornaria a caure als teus braços, sense defensa. I després seria, com ha he estat, incapaç de vèncer la meva covardia. I un altre dolor naixeria en tu i en mi. Encara que junts seríem feliços, potser no hem nascut per gaudir d’aquesta felicitat. Aparentment la vida ens uní, però no trencà les amarres que ens tenien separats. Jo no intento ésser feliç lluny de tu. No vull enganyar-te dient-te que desitjo que ho siguis, perquè sé que no ho seràs. Sols et desitjo resignació i que siguis sempre bo amb els altres i amb tu mateix. Amb els altres, no impedint-los qualsevol forma de felicitat; i amb tu mateix, substituint la teva per l’absència de tots els impulsos dolents: rancor, menyspreu, odi. El millor tresor que tenim és el nostre cor. I odiar és malversar aquest tresor. Et recorda i sofreix. Elvira.
Después de un monumento narrativo semejante, analizar pormenorizadamente la fase oenegesca del relato empalidecería a su lado, aunque hallo ecos muy notables de La mujer pobre de Leon Bloy, por ejemplo, o de Nazarín, de Galdós, así como de la película El hombre que no quería ser santo, de Dmitryk, lo que le conceden el relieve que merece. En todo caso, y como concesión a la vertiente aforística del autor, sí que quiero acabar con una pequeña muestra del estilo sentencioso que campea en la novela sin entorpecer en ningún momento el desarrollo narrativo; antes al contrario, otorgándole una madurez y una perspectiva filosófica que se agradece enormemente, sobre todo desde el presente de nuestra literatura, ya en castellano, ya en catalán, ahí sí que no hay distingos, y me temo que en nuestra comunidad, donde se están formando analfabetos bilingües, el ocaso de la complejidad expresiva y narrativa será aún más doloroso:
 En els homes, tot, fins el gest més simple, fins la paraula més dolça, està revestit de mentida. Tots guarden la veritat en el fons d’un pou dins el qual ni intenten capbussar-se.

La bondat és l’únic luxe de la gent que és incapaç de ser d’altra manera.

El record es una figuració que desfigura.

Un home sempre pot arribar a fer una illa d’ell mateix.

Si de alguna cosa estic convençut, és de aquesta: que en la vida no hi ha res millor que haver de començar sempre.

Ajudar costa tant com empipar. Ajuda sempre, creu-me. Ajuda a tothom; a mentir, a somniar, a ser toixos, a estar tocats... Ajuda’ls sempre.

A vegades penso que ser feliç no és altra cosa que haver trobat la manera pròpia i estimada de ser desgraciat.

¡Què li costa, a l’home, de resignar-se i fins de trobar gust a no ser ningú! I cal començar per això. No hi ha altre remei.

Una ciutat... quin caliu d’ànimes! El cel hi és blau, el sol calent, però el clima que hi ha als dintres dels homes és ventós i fred. Són fantasmes vives de la imatge del plaer revestides de carn adolorida.

Bé està que es parli d’acord amb els principis, mentre s’actuï d’acord amb els sentiments.

En la vida tot es barreja: l’emoció i el tedi, la llum i l’ombra, la flor i l’espina. I la barreja constitueix aquests dies pesats, que després no s’acaben de recordar bé, com d’èpoques distintes, i que són una sola dimensió dins del temps.

Saber prendre en bé tot el mal que ens donin es tot el que ens cal saber.



jueves, 2 de marzo de 2017

Tercera noticia de las “Obras completas” de Platón: del “Menón” al “Cratilo”.





Sobre la virtud, la dialéctica y la creación de los nombres: un recorrido sinuoso por la humanidad de un filósofo en permanente alerta contra su propio saber y las trampas del lenguaje


Excelentísimo, el retrato que hace Menón de Sócrates, y muy curiosa esa reticencia del filósofo a salir de Atenas, tan determinante, además, en su renuncia a dejarse ayudar para escapar de la prisión, una vez condenado a muerte. El diálogo con Menón, en busca de la definición de “virtud” es un ejemplo clarísimo del método socrático y, al mismo tiempo, de sus virtudes y sus limitaciones, porque en él hallamos alguna confidencia socrática que más de miles deberíamos hacer nuestra por su humildad especulativa y su rigor reflexivo: a decir verdad, hay algunos puntos en mi razonamiento sobre los cuales no me atrevería a ser realmente aseverativo; pero considerando como un deber el buscar lo que ignoramos, nos volvemos mejores, más enérgicos, menos perezosos que si consideramos imposible y ajeno a nuestro deber la búsqueda de la verdad desconocida. Claro que ese reconocimiento del valor de la búsqueda de la verdad, tan encomiable, es posterior a un retrato de Sócrates y del propio Menón en su trato con él que merece los honores de la transcripción completa: Yo, Sócrates, aun antes de encontrarme contigo, había oído decir que tú no hacías más que encontrar dificultades en todas partes y hacerlas encontrar a los demás. En este mismo momento, por lo que me parece, no sé mediante qué drogas y qué magia, gracias a tus encantamientos, me has embrujado de tal manera que tengo la cabeza llena de dudas. Me atrevería a decir, si me permites una broma, que me parece eres realmente semejante  por tu aspecto y por todo lo demás, a este gran pez marino que se llama torpedo. Este, en efecto, se entumece y adormece apenas uno se le acerca y le toca; y tú me has hecho experimentar un efecto semejante. Sí, estoy verdaderamente entumecido corporal y espiritualmente, y soy incapaz de responderte. Y, sin embargo, innumerables veces he hecho disertaciones sobre la virtud delante de las muchedumbres, y siempre, a lo que creo, me he salido muy bien de ellas. Pero en estos momentos me es absolutamente imposible de decir ni tan siquiera lo que ella es. Haces muy bien, créeme, en no querer navegar ni viajar al extranjero; con una conducta así, no tardarías mucho en ser detenido como brujo en una ciudad extraña. A lo que Sócrates, con una soberbia humildad -recordemos lo orgulloso que estaba él de la respuesta del oráculo de Delfos: Sócrates es el hombre más sabio de toda  Grecia- , responde con lo que a mí me parece toda una declaración de principios:  Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo, lía a los demás; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro en el más absoluto embrollo. Tras ese reconocimiento de su disposición habitual para iniciar la indagación filosófica,  esa suerte de “permíteme que me aclare”, con la que va enredando a sus interlocutores en una cadena autocrítica de cada juicio, está claro dónde se cimenta la fama de Sócrates y cómo su droga mayéutica es capaz de llegar a conclusiones que sitúan a los interlocutores en las antípodas de lo que defendían nada más iniciar el diálogo con él. El tema de la virtud del que se habla en el diálogo de Menón es muy significativo del orden que siguen los discursos, pues partimos de la definición de Menón: La virtud de un hombre consiste en ser capaz de administrar los asuntos de la ciudad y, haciendo esto, asegurar el bien de sus amigos y el mal de sus enemigos, guardándose él mismo de todo mal. (…) La virtud de la mujer consiste primeramente en administrar bien su propia casa para mantenerla en buenas condiciones y luego en obedecer a su marido. [Sigue diciendo que hay, así mismo,  virtudes específicas de los niños, las niñas, los jóvenes, los ancianos…, sean libres o esclavos.] y enseguida Sócrates levanta la objeción que posibilitará la continuidad de la indagación:  Yo andaba buscando una virtud única y encuentro en ti un enjambre de virtudes. Y de ahí le va a ser casi imposible a Sócrates sacar a Menón, con quien se acaba Sócrates enredando para no concluir nada positivo, excepto lo único con lo que podemos quedarnos a falta de una definición más ajustada:  La virtud no es ni un don de la Naturaleza ni la consecuencia de una enseñanza, sino que, en aquellos que la poseen, se debe a un favor divino, sin intervención de la inteligencia, a no ser que por casualidad se encontrara algún político capaz de transmitirla a los demás. Si se encontrara un hombre así, se podría decir de él que sería entre los vivos lo que Homero dice de Tiresias entre los muertos, cuando afirma que en el Hades “es el único que posee la sabiduría” y que los demás “no son más que sombras errantes”. De la idea de que es imposible “enseñar” la virtud se derivó la importancia de la ejemplaridad como método de transmisión de la misma, y de ahí a las vidas ilustres o a las colecciones de apotegmas de los que derivar, como de los de sentencias, aforismos, etc., un manual de virtudes, apenas había un pequeño paso que cimentó, sin embargo, una tradición didascálica actualmente muy bien considerada, seguida y remedada. En el Eutidemo o el discutidor, que continúa esa línea de crítica radical de la sofística, Platón nos ofrece algo así como un entremés cómico al subir a la escena del diálogo a un par de hermanos, sofistas ambos, Eutidemo y Dionisidoro, quienes se jactan poco menos de poseer el saber de saberes, el saber supremo, gracias al cuál son ellos los únicos capaces de enseñar la virtud y de hacerlo en el menor tiempo posible. Frente a ellos, Sócrates y sus amigos pondrán de relieve, aprovechando las sofisterías de ambos hermanos, que a la sabiduría solo nos llevan dos caminos: la del verdadero interés por las cosas y el conocimiento y la falsa que solo busca el lucimiento personal, que no es, por lo tanto, vía alguna a la sabiduría, sino un mero juego de malabares con los nombres dejando intactas las cosas y el conocimiento de las mismas. Ese afán exhibicionista, narcisista, es lo que lleva a Sócrates a comparar los embaucamientos sofísticos con las danzas de los misterios que bailaban los coribantes en el momento de la entronización del aspirante a la iniciación, cuando dichos coribantes bailan a su alrededor mientras el candidato está sentado en una suerte de silla gestatoria.  Con todo, en esa indagación sobre cuál sea la ciencia de la virtud, la que la enseñe, la que la transmita -esa de la que se reclaman aventajados poseedores ambos hermanos-  no siempre se alcanzan resultados que nos consuelen del penoso esfuerzo intelectual para conseguirlos, como dice Sócrates: Como los chiquillos persiguiendo golondrinas o alondras, a cada momento nos creíamos a punto de coger cada una de las ciencias, y ellas cada vez se nos escapaban. ¿Para qué contarte los detalles? Llegamos finalmente al arte regio, y estábamos dispuestos a examinar si era ese el que produce la felicidad; pero, entonces, como si hubiéramos ido a caer en un laberinto, cuando pensábamos ya tocar al término, nos volvimos a encontrar, como quien dice, luego de haber dado toda la vuelta, al comienzo de nuestra búsqueda y habiendo avanzado tan poco como al comenzar nuestra investigación. Ese arte regio no es otro que el de la política, del que parece que derive, dada su actividad, la virtud, pero Sócrates no tarda ni un minuto en levantar una crítica de esa nueva ciencia que la inutiliza para el fin que se persigue: Todos los resultados que alguien podía atribuir a la política -e imagino que habría más de uno, como son la riqueza que procura a los ciudadanos, la libertad y la ausencia de partidos-, todos estos resultados, digo, no nos habían parecido ser ni males ni bienes; este arte tenía que hacer sabias a las gentes y comunicarles la ciencia, para ser el que da el provecho y la felicidad. Pero en modo alguno lo es. Advierta el intelector la curiosa condición benéfica de la democracia, tal y como Sócrates la plantea al menos: “la ausencia de partidos”, ¡nada menos! Pero ya llegaremos, en su momento, a la lectura de La República para percatarnos de las verdaderas ideas políticas platónicas, porque el fundamento del Eutidemo es, sobre todo, la limitación intrínseca de la sofística, el trampantojo de sus logomaquias y charlatanerías sin sentido, como les recuerda, a los hermanos, Ctesipo:  Ve con cuidado, Eutidemo -dijo Ctesipo-, que, como suele decirse, “no atas el lino con el lino”. (…) Me parece, Eutidemo, que estás dormido estando despierto y, si es posible hablar sin decir nada, me pareces estar haciéndolo. Sócrates se apresura en hacer callar a los hermanos que se vanaglorian de su capacidad para hacer fortuna: Es la rareza, Eutidemo, lo que se cotiza; el agua es lo más barato que hay, aun cuando sea “el primero de los bienes”, según Píndaro. Y ahí advertimos esa singularidad socrática del razonamiento que desarma y reduce al contrario, dejándolo en la inferioridad que hiere y que educa, porque a Sócrates le preocupa la búsqueda de la verdad no aplastar a un interlocutor, razón por la que acaba el diálogo con una compasiva consideración: Situados en tercera fila en la realidad, buscan la manera de ocupar la primera en la opinión. Perdonémosles esta ambición, y, sin enfadarnos, tomémoslos por lo que son; hay que dar buena acogida a todo el que manifiesta en sus expresiones la chispa más pequeña de razón y lleva adelante su ingeniosidad con una valentía obstinada.

Y llegamos al Cratilo o de la exactitud de las palabras, uno de los grandes diálogos de la obra de Platón, porque la investigación gnoseológica, con una aproximación a la teoría de las ideas incluida, ha suscitado innúmeras discusiones entre los estudiosos de Platón y también entre los lingüistas, porque la reflexión sobre el lenguaje y su naturaleza no es privativo de los filósofos, obviamente, y aun me atrevería a decir que es terreno más propio de la poética que de la teoría del conocimiento. Algo tan obvio como la naturaleza convencional del lenguaje , que no hay nexo causal alguno entre el lenguaje y la realidad más que el acuerdo de los hablantes para que cada palabra designe una realidad, se somete a discusión en el Crátilo con una pasión etimologizante que hace las delicias de los aficionados a la genealogía de las palabras, como a mí me ocurre, lector asiduo del monumental Diccionario Crítico Etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas. El diálogo arranca con la decidida posición de Hermógenes, hijo de Hipónico, uno de los fieles discípulos de Sócrates. En favor de la convencionalidad del lenguaje: la Naturaleza no asigna ningún nombre en propiedad a ningún objeto; es cuestión de uso y de costumbre que han adquirido el hábito de asignar los nombres. Y Sócrates, precavido como siempre, lo inicia con un “ya veremos”: Hay un antiguo proverbio que dice que “las cosas bellas son difíciles”, cuando se trata de llegar a conocer su naturaleza. Con todo, no tarda Sócrates en admitir la congruencia de la tesis de Cratilo, que él resume a la perfección: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Ya advertimos, no obstante, que, entre las dos posturas enfrentadas, que el nombre sea imitación de la cosa o que mantenga con ella una relación arbitraria, se inmiscuye en el diálogo el asunto del “hacedor de nombres”, del “artesano” a quien corresponde la creación de los mismos y, como veremos al final, Cratilo acaba recurriendo a los dioses como, a lo largo del diálogo, le sugiere Sócrates a Hermógenes: Imitemos a los autores trágicos quienes, cuando se encuentran en una situación embarazosa, recurren a las máquina, levantando dioses por los aires. Lo más curioso de este Cratilo, lleno de observaciones fecundas sobre las que se ha de volver, con la reflexión una y otra vez, como cuando refiere que las mujeres están directamente emparentadas con el habla ancestral, a diferencia de los hombres, más en contacto, pues, con la lengua primigenia; lo curioso, decía, es que Platón se siente más que atraído por el postulado imitativo de Cratilo, según el cual, los nombres son imitación estricta de las cosas, o, en palabras de Sóctrates: Así pues, para que el nombre sea semejante al objeto, los elementos a base de los cuales se constituirán los nombres primitivos deben, necesariamente, ser por naturaleza semejantes a los objetos, ¿no es así?  (…) De la misma manera, ¿podrían nunca los nombres parecerse a ningún objeto, si estos elementos de que se componen los nombres no ofrecieran en su forma originaria alguna semejanza con los objetos de los que los nombres son imitaciones? ¿Y esos elementos que deben servir para la composición no son acaso las letras?  Cratilo le responde afirmativamente, pero ello más se debe a que  Sócrates ha hecho un maravilloso despliegue etimológico previamente con la intención de concluir, diríase, que, en efecto, en el nombre está la cosa misma, y, así, ha pasado revista a un buen número de conceptos cuya explicación etimológica prueba esa relación entre nombre y realidad. La relación sería larga, aunque siempre atractiva para los amantes de esa novela policíaca que es cualquier indagación etimológica.  Poniéndose, momentáneamente, del lado de Cratilo, Sócrates parece convencido de la teoría de este: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Así, por ejemplo, ocurre con: Orestes corre el riesgo de ser un nombre dado con exactitud sea que el nombre se haya debido al azar, sea que se deba a algún poeta, pues su naturaleza hosca, su carácter salvaje y montañés (oréinos) se manifiesta en su nombre.  Agamenón: admirable (agastós) por su perseverancia (epimoné). Atreo tiene un sentido bastante claro: tanto en el sentido de inflexible (ateïrés) como en el de intrépido (átrestos) y de funesto (atéros). Alma (psyché) se debe a que ella con su presencia es para el cuerpo la causa de la vida, procurándole la facultad de respirar y refrescándole (anapsychon); apenas falta este principio refrescante, el cuerpo perece y muere. Cuerpo (sóma). Algunos lo definen como la tumba o sepulcro (sêma) del alma, donde ella se encontraría actualmente sepultada; y, por otra parte, puesto que por medio de él es como el alma expresa sus manifetaciones bajo este concepto es exactamente llamado signo (sêma). En cuanto a los que escriben ôsia [para ousía, la esencia de las cosas], estos deben cree más o menos, como Heráclito, que las cosas existentes se mueven todas y que nada permanece; que ellas tienen, pues, como principio y como causa directores el impulso (to ôzoun), de donde se sigue con razón el nombre de ôsia. Respecto del nombre Hades, la mayoría parece admitir que este nombre expresa el invisible (aeïdés). Y el nombre de Hades, Hermógenes, lejos de ser derivado de invisible (aeïdés) indica mucho mejor el conocimiento (eidenái) de todas las cosas bellas; de ahí ha sacado el legislador la denominación de Hades. Sócrates hace en el Cratilo un ejercicio etimológico que no siempre se aviene con la realidad de las cosas, y llega a conclusiones muy variopintas, como que buena parte de los nombres originales de la lengua griega han sido deformados con el paso de los años por buscarles una eufonía y una belleza que ha sepultado, por decirlo así, las raíces de donde nacieron, su estado primigenio. De hecho, no duda ni un momento en recurrir, cuando está ayuno de explicación razonable, al origen “bárbaro” de la palabra, es decir, distinto de la lengua griega, como en el caso de una palabra tan griega como Sofía.  Por otro lado, es muy curiosa la teoría socrática, según la cual, el pensamiento de Heráclito ha determinado, en buena forma, la actividad creadora de los nombres, porque, como él propio Sócrates dice: Lo que ha determinado la asignación de nombres a las cosas es esta idea, la de que son todas ellas presas del movimiento, del flujo y del devenir. (el pensamiento (frónesis), el flujo (forâ nóesis), el movimiento (forás ónesis), el conocimiento (gnome), la intelección (nóesos). En cuanto al término Sofía (saber), significa contacto con el movimiento o traslación. El nombre es bastante oscuro y de forma extranjera. Hay, en la concepción de Sócrates un impulso poético que repara incluso en el significado de los fonemas y las grafías aisladas, de tal modo que vocales y consonantes, por el significado que aportan individualmente, son capaces de darle al nombre que resulta de su agrupación ordenada por lo que Sócrates llama, en principio, los legisladores o creadores de los nombres, y que Cratilo identifica, después con los dioses:  El establecer el nombre no corresponde al primero que venga, sino a un hacedor de nombres; y ese, por lo que parece, es el legislador; es decir, el artesano que más raramente se encuentra entre los seres humanos. Me viene a la memoria, leyendo el Cratilo, aquella exigencia perentoria de Fray Luis cuando describe la actividad del creador literario: elige las que convienen y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura. Algo de eso observamos en ese escrutinio que hace Sócrates, literalmente entusiasmado, con las letras y palabras del griego ( La r me produce la impresión de ser algo así como el instrumentos adecuado para expresar toda clase de movimientos; la i ha servido para todo lo que es ligero y especialmente capaz de atravesarlo todo; el efecto de la d y de la t, que es comprimir la lengua y apoyarse en ella, parece haberle parecido útil parfa imitar las ataduras (desmós) y la acción de detenerse (stásis), etc.). Después de ese hermoso despliegue lingüístico, llega, sin embargo, el momento de la recapitulación, cuando Sócrates, formula la gran paradoja que desarme a Cratilo: Si en la investigación de las cosas toma uno como guías los nombres, examinando el sentido de cada uno de ellos, ¿te das cuenta de que corre uno el gran peligro de engañarse?(…) ¿Cómo, pues, diremos que los han establecido [los nombres] con conocimiento de causa o que hacían una obra propia de legisladores, antes de la existencia de ningún nombre que pudieran ellos conocer, si verdaderamente no puede aprender uno las cosas más que con la ayuda de los nombres? Y ahí es cuando Cratilo ha de recurrir al deus ex machina: La que ha dado a las cosas los nombres primitivos es una potencia superior al hombre, de forma que ellos son necesariamente exactos. La conclusión en favor de Hermógenes y su teoría de la relación arbitraria entre el nombre y la realidad viene, pues, rodada: Conocer de qué manera hay que aprender o descubrir las cosas existentes está quizá por encima de mis fuerzas y de las tuyas. Contentémonos con admitir de común acuerdo que no hay que partir de los nombres, sino que hay que aprender a investigar las cosas partiendo de ellas mismas, más bien que de los nombres. (…) Ningún conocimiento, evidentemente, conoce el objeto al que se aplica, si este no tiene ningún estado determinado. (…) Y probablemente tampoco podría ya haber ninguna cuestión o problema sobre el conocimiento, Cratilo, si todo se transforma y nada permanece. El remate viene a cuento de lo imposible que sería una teoría del conocimiento si, siguiendo las teorías de Heráclito, todo fluyera y mudara su estado permanentemente, como ya vimos la referirse a la creación de ousía, “la esencia de las cosas”. Hay, al menos desde el punto de vista de la creación del alfabeto, una base pictórica que, muy en el fondo, puede advertirse en la creación de las grafías, como es el caso de la m, por ejemplo, tomada de la imitación gráfica de las olas, según puede leerse en ese amenísimo libro de A. C. Moorhouse, Historia del alfabeto, en la mítica colección de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Lo que sí puedo asegurar es que a nadie le puede resultar ni abstrusa ni aburrida la lectura del Cratilo, como espero que haya podido deducirse de mis torpes líneas de presentación del diálogo.