Sobre la virtud, la dialéctica y la creación de los
nombres: un recorrido sinuoso por la humanidad de un filósofo en permanente
alerta contra su propio saber y las trampas del lenguaje
Excelentísimo, el retrato
que hace Menón de Sócrates, y muy curiosa esa reticencia del filósofo a salir
de Atenas, tan determinante, además, en su renuncia a dejarse ayudar para
escapar de la prisión, una vez condenado a muerte. El diálogo con Menón, en
busca de la definición de “virtud” es un ejemplo clarísimo del método socrático
y, al mismo tiempo, de sus virtudes y sus limitaciones, porque en él hallamos
alguna confidencia socrática que más de miles deberíamos hacer nuestra por su
humildad especulativa y su rigor reflexivo: a
decir verdad, hay algunos puntos en mi razonamiento sobre los cuales no me
atrevería a ser realmente aseverativo; pero considerando como un deber el
buscar lo que ignoramos, nos volvemos mejores, más enérgicos, menos perezosos
que si consideramos imposible y ajeno a nuestro deber la búsqueda de la verdad
desconocida. Claro que ese reconocimiento del valor de la búsqueda de la
verdad, tan encomiable, es posterior a un retrato de Sócrates y del propio Menón en
su trato con él que merece los honores de la transcripción completa: Yo, Sócrates, aun antes de encontrarme
contigo, había oído decir que tú no hacías más que encontrar dificultades en
todas partes y hacerlas encontrar a los demás. En este mismo momento, por lo
que me parece, no sé mediante qué drogas y qué magia, gracias a tus
encantamientos, me has embrujado de tal manera que tengo la cabeza llena de
dudas. Me atrevería a decir, si me permites una broma, que me parece eres
realmente semejante por tu aspecto y por
todo lo demás, a este gran pez marino que se llama torpedo. Este, en efecto, se
entumece y adormece apenas uno se le acerca y le toca; y tú me has hecho
experimentar un efecto semejante. Sí, estoy verdaderamente entumecido corporal
y espiritualmente, y soy incapaz de responderte. Y, sin embargo, innumerables
veces he hecho disertaciones sobre la virtud delante de las muchedumbres, y
siempre, a lo que creo, me he salido muy bien de ellas. Pero en estos momentos
me es absolutamente imposible de decir ni tan siquiera lo que ella es. Haces
muy bien, créeme, en no querer navegar ni viajar al extranjero; con una
conducta así, no tardarías mucho en ser detenido como brujo en una ciudad
extraña. A lo que Sócrates, con una soberbia humildad -recordemos lo
orgulloso que estaba él de la respuesta del oráculo de Delfos: Sócrates es el hombre más sabio de toda Grecia- , responde con lo que a mí me
parece toda una declaración de principios: Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo,
lía a los demás; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro en el
más absoluto embrollo. Tras ese reconocimiento de su disposición habitual
para iniciar la indagación filosófica,
esa suerte de “permíteme que me aclare”, con la que va enredando a sus
interlocutores en una cadena autocrítica de cada juicio, está claro dónde se
cimenta la fama de Sócrates y cómo su droga mayéutica es capaz de llegar a
conclusiones que sitúan a los interlocutores en las antípodas de lo que defendían
nada más iniciar el diálogo con él. El tema de la virtud del que se habla en el
diálogo de Menón es muy significativo del orden que siguen los discursos, pues
partimos de la definición de Menón: La
virtud de un hombre consiste en ser capaz de administrar los asuntos de la
ciudad y, haciendo esto, asegurar el bien de sus amigos y el mal de sus
enemigos, guardándose él mismo de todo mal. (…) La virtud de la mujer consiste
primeramente en administrar bien su propia casa para mantenerla en buenas
condiciones y luego en obedecer a su marido. [Sigue diciendo que hay, así
mismo, virtudes específicas de los
niños, las niñas, los jóvenes, los ancianos…, sean libres o esclavos.] y
enseguida Sócrates levanta la objeción que posibilitará la continuidad de la
indagación: Yo andaba buscando una virtud única y encuentro en ti un enjambre de
virtudes. Y de ahí le va a ser casi imposible a Sócrates sacar a Menón, con
quien se acaba Sócrates enredando para no concluir nada positivo, excepto lo
único con lo que podemos quedarnos a falta de una definición más ajustada: La
virtud no es ni un don de la Naturaleza ni la consecuencia de una enseñanza,
sino que, en aquellos que la poseen, se debe a un favor divino, sin
intervención de la inteligencia, a no ser que por casualidad se encontrara
algún político capaz de transmitirla a los demás. Si se encontrara un hombre
así, se podría decir de él que sería entre los vivos lo que Homero dice de
Tiresias entre los muertos, cuando afirma que en el Hades “es el único que
posee la sabiduría” y que los demás “no son más que sombras errantes”. De
la idea de que es imposible “enseñar” la virtud se derivó la importancia de la
ejemplaridad como método de transmisión de la misma, y de ahí a las vidas
ilustres o a las colecciones de apotegmas de los que derivar, como de los de
sentencias, aforismos, etc., un manual de virtudes, apenas había un pequeño
paso que cimentó, sin embargo, una tradición didascálica actualmente muy bien
considerada, seguida y remedada. En el Eutidemo
o el discutidor, que continúa esa línea de crítica radical de la sofística,
Platón nos ofrece algo así como un entremés cómico al subir a la escena del
diálogo a un par de hermanos, sofistas ambos, Eutidemo y Dionisidoro, quienes
se jactan poco menos de poseer el saber de saberes, el saber supremo, gracias al cuál son ellos los únicos capaces de enseñar la virtud y de hacerlo en el
menor tiempo posible. Frente a ellos, Sócrates y sus amigos pondrán de relieve,
aprovechando las sofisterías de ambos hermanos, que a la sabiduría solo nos
llevan dos caminos: la del verdadero interés por las cosas y el conocimiento y
la falsa que solo busca el lucimiento personal, que no es, por lo tanto, vía
alguna a la sabiduría, sino un mero juego de malabares con los nombres dejando
intactas las cosas y el conocimiento de las mismas. Ese afán exhibicionista,
narcisista, es lo que lleva a Sócrates a comparar los embaucamientos sofísticos
con las danzas de los misterios que bailaban los coribantes en el momento de la
entronización del aspirante a la iniciación, cuando dichos coribantes bailan a
su alrededor mientras el candidato está sentado en una suerte de silla
gestatoria. Con todo, en esa indagación
sobre cuál sea la ciencia de la virtud, la que la enseñe, la que la transmita
-esa de la que se reclaman aventajados poseedores ambos hermanos- no siempre se alcanzan resultados que nos
consuelen del penoso esfuerzo intelectual para conseguirlos, como dice Sócrates:
Como los chiquillos persiguiendo
golondrinas o alondras, a cada momento nos creíamos a punto de coger cada una
de las ciencias, y ellas cada vez se nos escapaban. ¿Para qué contarte los
detalles? Llegamos finalmente al arte regio, y estábamos dispuestos a examinar
si era ese el que produce la felicidad; pero, entonces, como si hubiéramos ido
a caer en un laberinto, cuando pensábamos ya tocar al término, nos volvimos a
encontrar, como quien dice, luego de haber dado toda la vuelta, al comienzo de
nuestra búsqueda y habiendo avanzado tan poco como al comenzar nuestra
investigación. Ese arte regio no es otro que el de la política, del que
parece que derive, dada su actividad, la virtud, pero Sócrates no tarda ni un
minuto en levantar una crítica de esa nueva ciencia que la inutiliza para el
fin que se persigue: Todos los resultados
que alguien podía atribuir a la política -e imagino que habría más de uno, como
son la riqueza que procura a los ciudadanos, la libertad y la ausencia de partidos-,
todos estos resultados, digo, no nos habían parecido ser ni males ni bienes;
este arte tenía que hacer sabias a las gentes y comunicarles la ciencia, para
ser el que da el provecho y la felicidad. Pero en modo alguno lo es.
Advierta el intelector la curiosa condición benéfica de la democracia, tal y
como Sócrates la plantea al menos: “la ausencia de partidos”, ¡nada menos! Pero
ya llegaremos, en su momento, a la lectura de La República para percatarnos de
las verdaderas ideas políticas platónicas, porque el fundamento del Eutidemo
es, sobre todo, la limitación intrínseca de la sofística, el trampantojo de sus
logomaquias y charlatanerías sin sentido, como les recuerda, a los hermanos,
Ctesipo: Ve con cuidado, Eutidemo -dijo Ctesipo-, que, como suele decirse, “no atas el lino con el lino”. (…) Me
parece, Eutidemo, que estás dormido estando despierto y, si es posible hablar
sin decir nada, me pareces estar haciéndolo. Sócrates se apresura en hacer
callar a los hermanos que se vanaglorian de su capacidad para hacer fortuna: Es la rareza, Eutidemo, lo que se cotiza; el
agua es lo más barato que hay, aun cuando sea “el primero de los bienes”, según
Píndaro. Y ahí advertimos esa singularidad socrática del razonamiento que
desarma y reduce al contrario, dejándolo en la inferioridad que hiere y que
educa, porque a Sócrates le preocupa la búsqueda de la verdad no aplastar a un
interlocutor, razón por la que acaba el diálogo con una compasiva
consideración: Situados en tercera fila
en la realidad, buscan la manera de ocupar la primera en la opinión.
Perdonémosles esta ambición, y, sin enfadarnos, tomémoslos por lo que son; hay
que dar buena acogida a todo el que manifiesta en sus expresiones la chispa más
pequeña de razón y lleva adelante su ingeniosidad con una valentía obstinada.
Y llegamos al Cratilo o de la exactitud de las palabras,
uno de los grandes diálogos de la obra de Platón, porque la investigación
gnoseológica, con una aproximación a la teoría de las ideas incluida, ha
suscitado innúmeras discusiones entre los estudiosos de Platón y también entre
los lingüistas, porque la reflexión sobre el lenguaje y su naturaleza no es
privativo de los filósofos, obviamente, y aun me atrevería a decir que es
terreno más propio de la poética que de la teoría del conocimiento. Algo tan
obvio como la naturaleza convencional del lenguaje , que no hay nexo causal
alguno entre el lenguaje y la realidad más que el acuerdo de los hablantes para
que cada palabra designe una realidad, se somete a discusión en el Crátilo con
una pasión etimologizante que hace las delicias de los aficionados a la
genealogía de las palabras, como a mí me ocurre, lector asiduo del monumental Diccionario Crítico Etimológico castellano e
hispánico, de Joan Corominas. El diálogo arranca con la decidida posición
de Hermógenes, hijo de Hipónico, uno de los fieles discípulos de Sócrates. En
favor de la convencionalidad del lenguaje: la
Naturaleza no asigna ningún nombre en propiedad a ningún objeto; es cuestión de
uso y de costumbre que han adquirido el hábito de asignar los nombres. Y
Sócrates, precavido como siempre, lo inicia con un “ya veremos”: Hay un antiguo proverbio que dice que “las
cosas bellas son difíciles”, cuando se trata de llegar a conocer su naturaleza.
Con todo, no tarda Sócrates en admitir la congruencia de la tesis de Cratilo,
que él resume a la perfección: Cratilo
tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y
que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino
solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es
capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Ya
advertimos, no obstante, que, entre las dos posturas enfrentadas, que el nombre
sea imitación de la cosa o que mantenga con ella una relación arbitraria, se
inmiscuye en el diálogo el asunto del “hacedor de nombres”, del “artesano” a
quien corresponde la creación de los mismos y, como veremos al final, Cratilo
acaba recurriendo a los dioses como, a lo largo del diálogo, le sugiere
Sócrates a Hermógenes: Imitemos a los
autores trágicos quienes, cuando se encuentran en una situación embarazosa,
recurren a las máquina, levantando dioses por los aires. Lo más curioso de
este Cratilo, lleno de observaciones fecundas sobre las que se ha de volver,
con la reflexión una y otra vez, como cuando refiere que las mujeres están
directamente emparentadas con el habla ancestral, a diferencia de los hombres,
más en contacto, pues, con la lengua primigenia; lo curioso, decía, es que
Platón se siente más que atraído por el postulado imitativo de Cratilo, según
el cual, los nombres son imitación estricta de las cosas, o, en palabras de
Sóctrates: Así pues, para que el nombre
sea semejante al objeto, los elementos a base de los cuales se constituirán los
nombres primitivos deben, necesariamente, ser por naturaleza semejantes a los
objetos, ¿no es así? (…) De la misma
manera, ¿podrían nunca los nombres parecerse a ningún objeto, si estos
elementos de que se componen los nombres no ofrecieran en su forma originaria
alguna semejanza con los objetos de los que los nombres son imitaciones? ¿Y esos
elementos que deben servir para la composición no son acaso las letras? Cratilo le responde afirmativamente, pero
ello más se debe a que Sócrates ha hecho
un maravilloso despliegue etimológico previamente con la intención de concluir,
diríase, que, en efecto, en el nombre está la cosa misma, y, así, ha pasado
revista a un buen número de conceptos cuya explicación etimológica prueba esa
relación entre nombre y realidad. La relación sería larga, aunque siempre
atractiva para los amantes de esa novela policíaca que es cualquier indagación
etimológica. Poniéndose,
momentáneamente, del lado de Cratilo, Sócrates parece convencido de la teoría
de este: Cratilo tiene razón al decir que
los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le
ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos
los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de
este a las letras y a las sílabas. Así, por ejemplo, ocurre con: Orestes corre el riesgo de ser un nombre dado con
exactitud sea que el nombre se haya debido al azar, sea que se deba a algún
poeta, pues su naturaleza hosca, su carácter salvaje y montañés (oréinos) se manifiesta en su nombre. Agamenón: admirable (agastós) por su perseverancia (epimoné). Atreo
tiene un sentido bastante claro: tanto en el sentido de inflexible (ateïrés) como en el de intrépido (átrestos) y de funesto (atéros). Alma (psyché) se debe a que ella con su
presencia es para el cuerpo la causa de la vida, procurándole la facultad de
respirar y refrescándole (anapsychon); apenas falta este principio refrescante,
el cuerpo perece y muere. Cuerpo
(sóma). Algunos lo definen como la tumba o sepulcro (sêma) del alma, donde ella
se encontraría actualmente sepultada; y, por otra parte, puesto que por medio
de él es como el alma expresa sus manifetaciones bajo este concepto es
exactamente llamado signo (sêma). En cuanto a los que escriben ôsia [para ousía, la esencia de las cosas], estos
deben cree más o menos, como Heráclito, que las cosas existentes se mueven
todas y que nada permanece; que ellas tienen, pues, como principio y como causa
directores el impulso (to ôzoun), de donde se sigue con razón el nombre de
ôsia. Respecto del nombre Hades, la
mayoría parece admitir que este nombre expresa el invisible (aeïdés). Y el nombre de Hades, Hermógenes, lejos de ser derivado de invisible (aeïdés) indica mucho mejor el conocimiento (eidenái) de todas las cosas
bellas; de ahí ha sacado el legislador la denominación de Hades. Sócrates
hace en el Cratilo un ejercicio etimológico que no siempre se aviene con la
realidad de las cosas, y llega a conclusiones muy variopintas, como que buena
parte de los nombres originales de la lengua griega han sido deformados con el
paso de los años por buscarles una eufonía y una belleza que ha sepultado, por
decirlo así, las raíces de donde nacieron, su estado primigenio. De hecho, no
duda ni un momento en recurrir, cuando está ayuno de explicación razonable, al
origen “bárbaro” de la palabra, es decir, distinto de la lengua griega, como en el caso de una palabra tan griega como Sofía. Por otro lado, es muy curiosa la teoría
socrática, según la cual, el pensamiento de Heráclito ha determinado, en buena
forma, la actividad creadora de los nombres, porque, como él propio Sócrates
dice: Lo que ha determinado la asignación
de nombres a las cosas es esta idea, la de que son todas ellas presas del movimiento,
del flujo y del devenir. (el pensamiento (frónesis), el flujo (forâ nóesis), el
movimiento (forás ónesis), el conocimiento (gnome), la intelección (nóesos).
En cuanto al término Sofía (saber),
significa contacto con el movimiento o traslación. El nombre es bastante oscuro
y de forma extranjera. Hay, en la concepción de Sócrates un impulso poético
que repara incluso en el significado de los fonemas y las grafías aisladas, de
tal modo que vocales y consonantes, por el significado que aportan
individualmente, son capaces de darle al nombre que resulta de su agrupación
ordenada por lo que Sócrates llama, en principio, los legisladores o creadores
de los nombres, y que Cratilo identifica, después con los dioses: El
establecer el nombre no corresponde al primero que venga, sino a un hacedor de
nombres; y ese, por lo que parece, es el legislador; es decir, el artesano que
más raramente se encuentra entre los seres humanos. Me viene a la memoria,
leyendo el Cratilo, aquella exigencia perentoria de Fray Luis cuando describe
la actividad del creador literario: elige
las que convienen y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y
las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo
que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura. Algo de eso
observamos en ese escrutinio que hace Sócrates, literalmente entusiasmado, con
las letras y palabras del griego ( La r
me produce la impresión de ser algo así como el instrumentos adecuado para
expresar toda clase de movimientos; la i ha servido para todo lo que es ligero
y especialmente capaz de atravesarlo todo; el efecto de la d y de la t, que es
comprimir la lengua y apoyarse en ella, parece haberle parecido útil parfa
imitar las ataduras (desmós) y la acción de detenerse (stásis), etc.). Después
de ese hermoso despliegue lingüístico, llega, sin embargo, el momento de la
recapitulación, cuando Sócrates, formula la gran paradoja que desarme a
Cratilo: Si en la investigación de las
cosas toma uno como guías los nombres, examinando el sentido de cada uno de
ellos, ¿te das cuenta de que corre uno el gran peligro de engañarse?(…) ¿Cómo,
pues, diremos que los han establecido [los nombres] con conocimiento de causa o
que hacían una obra propia de legisladores, antes de la existencia de ningún
nombre que pudieran ellos conocer, si verdaderamente no puede aprender uno las
cosas más que con la ayuda de los nombres? Y ahí es cuando Cratilo ha de
recurrir al deus ex machina: La que ha
dado a las cosas los nombres primitivos es una potencia superior al hombre, de
forma que ellos son necesariamente exactos. La conclusión en favor de Hermógenes
y su teoría de la relación arbitraria entre el nombre y la realidad viene,
pues, rodada: Conocer de qué manera hay
que aprender o descubrir las cosas existentes está quizá por encima de mis
fuerzas y de las tuyas. Contentémonos con admitir de común acuerdo que no hay
que partir de los nombres, sino que hay que aprender a investigar las cosas
partiendo de ellas mismas, más bien que de los nombres. (…) Ningún conocimiento,
evidentemente, conoce el objeto al que se aplica, si este no tiene ningún
estado determinado. (…) Y probablemente tampoco podría ya haber ninguna
cuestión o problema sobre el conocimiento, Cratilo, si todo se transforma y
nada permanece. El remate viene a cuento de lo imposible que sería una
teoría del conocimiento si, siguiendo las teorías de Heráclito, todo fluyera y
mudara su estado permanentemente, como ya vimos la referirse a la creación de
ousía, “la esencia de las cosas”. Hay, al menos desde el punto de vista de la
creación del alfabeto, una base pictórica que, muy en el fondo, puede
advertirse en la creación de las grafías, como es el caso de la m, por ejemplo, tomada de la imitación gráfica de las olas, según puede leerse en ese
amenísimo libro de A. C. Moorhouse, Historia
del alfabeto, en la mítica colección de los Breviarios del Fondo de Cultura
Económica. Lo que sí puedo asegurar es que a nadie le puede resultar ni
abstrusa ni aburrida la lectura del Cratilo, como espero que haya podido
deducirse de mis torpes líneas de presentación del diálogo.