Restaurador: Robert Walser. Plato: Los hermanos Tanner.
Escójase
un joven con predisposición a la oratoria clásica, a la reflexión y al análisis
psicológico, propio y ajeno. Añádase una actitud vital que lo lleva a
conducirse con arreglo a unos principios éticos y estéticos inflexibles.
Rodéese de cuatro hermanos cuyas vidas discurren ajenas al personaje principal,
si bien a lo largo de la novela entrará en contacto con todos ellos, aunque
siempre de manera fugaz. Apenas ha de haber circunstancias reales que
condicionen la vida de los personajes, aunque a lo largo del libro se hagan
algunas referencias a las necesidades básicas, sobre todo la alimentación, que
han de satisfacerse. En contadísimas ocasiones, sin embargo, la descripción pormenorizada
de la vida real ha de irrumpir en la novela, dominada, por el contrario, por un
planteamiento reflexivo que eluda lo cotidiano hasta la inverosimilitud. Cuando
Simon, el protagonista, recibe una carta de su hermano Klaus, mayor que él, se
niega a contestarle porque, siendo consciente de su estado actual de desdicha,
no ve motivos para compartirlo con su hermano: “Al escribir nos vamos dejando
arrastrar y acabamos diciendo imprudencias. En las cartas el alma siempre
quiere tomar la palabra y por lo general hace el ridículo”, piensa.
Simon, el
personaje de Los hermanos Tanner, de
Robert Walser, es un culo de mal asiento y ama la libertad, sobre todo de
movimientos, por encima de todas las cosas. No ha nacido para uncirse a un
destino que lo amarre a una profesión a una localidad o a una familia: “Quiero
luchar con la vida hasta hundirme yo solo, no quiero saborear la libertad ni
las comodidades, odio la libertad cuando me la tiran a la cara como se tira un
hueso a un perro.” Queda claro, pues, que Simon va a contracorriente del
pensamiento tradicional cuyas aspiraciones clásicas le repelen. No le importa
vivir incluso la degradación y la miseria si con ello preserva su independencia
de criterio: “la verdadera infelicidad
no es ningún oprobio y solo puede parecerles ridícula a los espíritus y mentes
vulgares, a esas personas que, burlándose de ella, no hacen más que deshonrarse
a sí mismas”. Recuerda, su actitud, en cierta manera a la de T.E.Lawrence (Sí,
el de Arabia…) descrita en El troquel,
donde el autor narra su reincorporación al ejército como soldado raso,
sometiéndose a las brutales maneras que emplean los “formadores” de la tropa
sin revelar en ningún momento su verdadera identidad y su condición de coronel
del ejército. La extrañeza que habita a nuestro protagonista es lo que, en
cierta forma, lo hace intemporal, porque se ajusta al modelo del heterodoxo,
del insociable, del solitario dueño de una moral estrictamente individual,
enfrentada, por lo general, a la de la colectividad en la cual le ha tocado
vivir. Así lo pone de manifiesto un alma gemela del personaje, con quien tiene
un anticlimático escarceo homosexual: “Ya no puedo compartir los sentimientos
de mis compatriotas. Entiendo tan poco sus preferencias como sus iras y
aversiones. En cualquier caso, soy un extraño, y siento que toman a mal el que
alguien se convierta en un extraño” Que esa actitud puede incluso conducir
a la pobreza no es algo que haya de
arredrar a nuestros personajes: “Vale la pena ser pobre a cambio de la
libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me
indigno cuando alguien me viene con la palabra “trabajo fijo” y los compromisos
que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta
lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!” Simon, así pues, está
instalado en el presente, en el aquí y ahora, con la terquedad de quien no
ignora la trampa mortal que suponen las convenciones sociales, y entre ellas,
la necesidad de “labrarse un futuro”: “No quiero un futuro, lo que quiero es un
presente. Me parece más valioso. Solo se tiene futuro cuando no se tiene un
presente, mientras que si se tiene un presente, uno hasta se olvida de pensar
en el futuro.
El
párrafo anterior creo que describe sobradamente las características del
personaje-tipo de la novela mittleeuropea que
cualquiera se puede atrever a escribir siguiendo esta receta. Añadamos
algo más: Simon, con quien Kafka empatizó al instante, nos revela el porqué de
esa empatía: “La verdad es que somos dos bichos
raros, tú y yo. Nos movemos por este planeta como si en él solo viviéramos
nosotros dos y nadie más”. “La vida es muy aburrida, y esto favorece la
proliferación de bichos raros. Nos
volvemos bichos raros antes de que
nos demos cuenta”. (Las cursivas son mías). Y aún un poco más: “ se decía, ¿por
qué el hombre deseará siempre la vastedad, además de la nostalgia, que es tan
oprimente?”. He ahí, descrito metafóricamente, el individualismo feroz que
quizás su autor, Walser, leyera en Max Stirner (“el de la ancha frente”), de
cuya obra las reflexiones de Simon parecen, a veces, meras paráfrasis. Aunque
es muy probable que lo leyera en Nietzsche, que fue el “descubridor”, por así
decirlo, de Stirner, cuando éste yacía en el olvido de los pensadores de
finales del XIX. Así lo indica por ejemplo, la descripción de la imposible
fortaleza de su hermano Sebastian (vid infra).
El
retrato del personaje central de la novela mittleeuropea ha de adobarse con una pasión por la naturaleza de índole
romántica. Ése es su espacio vital: la naturaleza. De hecho, en una de las
escenas más conmovedoras de la novela –en la que los sentimientos apenas tienen
cabida, a fuerza de sublimación, o por puro rechazo visceral: “Simon inclinó la
cabeza. Estaba furioso por la ternura de sus sentimientos”– es el suicidio por
congelación de uno de sus hermanos en una tormenta de nieve. Cuando se lo
encuentra, en lo alto de la montaña, lo deja allí sepultado, sin tocarlo,
formando parte de la naturaleza como las raíces de un árbol: “¡Con qué nobleza
ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de
nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su
muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves
nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni
sensaciones (…). Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve:
¡qué espléndido reposo!. Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre
dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus
sufrimientos. Saluda a los queridos y silenciosos muertos debajo de la tierra y
no ardas demasiado en las eternas llamas del no ser (…). Despreciabas a tus
semejantes, Sebastian. Pero esto, querido mío, es algo que solo un set fuerte
puede permitirse, y tú eras débil”.
Al
cóctel narrativo han de sumársele opiniones sobre el arte, pues los familiares
de Simon cultivan la pintura y la poesía, con desigual fortuna. Quizás el
modelo de Walser sea el Werther de
Goethe, donde el protagonista se manifiesta sobre lo divino y lo humano. No ha
de faltar, pues, en la composición de nuestra novela mittleeuropea su buena dosis de reflexión sobre el arte, algo que
practican, en general, casi todos los personajes de la novela, como Klara, por
ejemplo, la mujer casada de quien se enamoran los dos hermanos, Simon y Kaspar
(el pintor): “Por más refinada que sea la cultura, seguirá siendo naturaleza,
pues no es más que una lenta invención, realizada a través de los tiempos por
seres que siempre dependerán de la naturaleza”. Pero no solamente sobre el
arte, pues un rasgo particularísimo de este tipo de novelas es que están
trufadas de reflexiones, de carácter aforístico, que seleccionan realidades
hasta cierto punto comunes pero contempladas desde una óptica original y, en la
medida de lo posible, sorprendente: “No oír nada es mucho más angustioso que
oír algo cuando se está en la oscuridad, con el oído atento”; “A menudo necesitamos del delirio para
mantenernos de algún modo a flote sobre el oleaje de la vida”; “Las intenciones
demasiado buenas envenenan el corazón de un hombre mucho más que lo contrario”.
Quedan avisados, por consiguiente, quienes no se sientan con fuerzas para
esmaltar la narración con broches de ingenio semejantes a los aquí expuestos.
El
protagonista de la novela que queremos escribir, asocial por convicción y por
“naturaleza”, ha de ser descrito como un ser excepcional que contempla lo que
le rodea bien como un campo de investigación bien como una fuente de
reflexiones morales mediante las que expresar su divorcio de lo gregario:
“<<¿No es el pueblo un gran niñito pobre que debe estar bajo tutela y
vigilado?>>, exclamaba una voz en su interior.” A sí mismo se ve no solo
como el bicho raro del que hemos hablado
ut supra, sino como un ser cuyo destino fatal le sirve de alimento espiritual:
“Se sentía a gusto haciendo cualquier cosa allí sentado, y entregándose a la
idea de ser un hombre olvidado”. Regodearse en el fracaso, intelectualizándolo,
forma parte esencial del ser del protagonista:
“No soy proclive a sentir una carencia como algo opresivo. ¡Cómo podría
serlo! Por el contrario, hay en ella algo liberador, que aligera”. Algo
parecido, aunque salvando las distancias, a la “necesidad” del “amaneramiento
maldito” de Vila-Matas, quien llegó a escribir que su ideal consistía en
desaparecer como Vila-Matas y comenzar una nueva carrera renunciando a su
nombre y a su gloria, algo que está perfectamente a su alcance, pero que, en el
fondo, le resulta tan indeseable como falso es su deseado malditismo y el
ansiado olvido de sí.
Es
evidente que entre el autor y el protagonista central hay una unión tan
estrecha que la novela ha de caer, por fuerza, en el apartado de la
autoficción. Es significativo a este respecto que un intento de escritura del
protagonista tengo por objeto su niñez: la vida en familia, los primeros
estudios, donde se aprecian los conflictos que condicionan, desde lejos, su
presente actual.
Una
vez que ya tenemos claro el tono de lo que hemos de escribir, conviene
introducir personajes que nos permitan abordar realidades próximas o conocidas,
como ocurre en la novela que nos ocupa, Los
hermanos Tanner. Hedwig, la hermana de Simon es una maestra que ha perdido
la vocación, lo que permite introducir una reflexión a la que serán sensibles todos
aquellos docentes que sientan la tentación de la Literatura: “¡Los niños! Ya no
puedo soportarlos. Al principio me encantaban sus caritas, sus pequeños gestos,
sus afanes y hasta sus defectos. Me alegraba la ida de haberme dedicado a ese
grupo de seres menudos, tímidos y desvalidos. Pero ¿puede un solo pensamiento
como éste engañarnos a lo largo de toda una vida? ¿Puede vivirse una vida
entera con una sola idea? ¡Ay de nosotros, si esa idea y ese sacrificio nos
parecen un día indiferentes, si nos volvemos incapaces de seguir pensando en
esa idea, llamada a sustituirlo todo para nosotros, con el apasionamiento que
pueda justificar aquel trueque en nuestra alma!” Adviértase que el
planteamiento abstracto ha de tener suficientes dosis de oscuridad enunciativa
como para que incluso el lector más atento perciba que se ha perdido y que
necesita volver a leer algún párrafo para asegurarse de que lo ha entendido. De
ahí la tendencia al retruécano o a la paradoja: “No quiero ser infeliz porque
me falte valor para confesarme que se puede ser infeliz por haber intentado ser
feliz. Esta infelicidad es digna de respeto, no la otra: pues no se puede
respetar la falta de valor”.
A
la hora de plantearnos escribir una novela mittleeuropea hemos de tener en
cuenta, finalmente, que nuestro personaje central, además de todas las
características que hemos ido enumerando, ha de ser un ser hiperestésico y
propenso al insomnio, razón por la que el ideal de salud es, en él, más
estimulante que el ideal del conocimiento: “Dormir tranquilamente una sola
noche puede, según he oído, cambiar por completo a un ser humano. Y lo creo”.
Se trata de un vitalismo instintivo que sin duda Walser bebió ávidamente en
Nietzsche, el gran defensor decimonónico del cuerpo, los sentidos y el deseo. “¡Qué
maravilla es un hombre sano, desnudo! ¡Qué dicha más grande no llevar ninguna
prenda puesta, estar desnudos! Ya es una dicha venir al mundo, y no tener más
dicha que la de estar sano es algo que supera en brillantez y esplendor a las
piedras más preciosas, a todas las flores y alfombras bellas, los palacios y
maravillas del mundo. Lo más extraordinario es la salud”. Ha de tenerse claro que nuestro protagonista
tiene entablada una dura lucha represiva contra sus “desórdenes”, de modo que,
en sus palabras: “En algún momento hay que reprimir y ordenar los sentimientos,
consolidando una postura”. Con todo, el sutil análisis que el personaje lleva a
cabo le fuerza a situar en una dimensión abstracta aquello que le afecta
emocionalmente: La desdicha es la amiga un poco hosca, pero tanto más sincera,
de nuestra vida. Ignorarlo sería
bastante desvergonzado e indecoroso por nuestra parte. En el primer momento
nunca entendemos qué es la desdicha, por eso la odiamos en el instante mismo en
que se nos presenta. Es una compañera tan sutil y silenciosa que siempre nos
sorprende sin anunciarse, como si fuéramos sólo una caterva de necios a los que
se puede sorprender en cualquier momento”. Esa actitud “desdeñosa” para con los
pobres de espíritu se refleja en la indignación que se apodera de él cuando se
enfrenta a las personas “compasivas”: “Mi corazón es a veces muy duro, sobre
todo cuando veo gente que rebosa compasión. En esos casos me entran ganas de
arremeter con burlas y denuestos contra esa compasión tan fervorosa”.
Estoy
convencido de que “con estos mimbres”, como dicen los pedantes, se pueden
escribir novelas mittleeuropeas por docenas; sesudas novelas que horrorizarán a
cualquier editor/pegamento de los que sólo tienen como ideal estético que sus
“productos” “enganchen” a los lectores (aunque se pringuen de vulgaridad).
Antes, los exquisitos solían referirse al fenómeno de la atracción que ejerce
el libro sobre el lector como un proceso de “imantación” o como la redicha
“epifanía” que deslumbraba al desprevenido lector, pero ahora, en la era del
masvendidismo (casi del masbandidismo), del lector solo se habla como
“instancia” que completa el fenómeno de “lo” literario. Pero todo esto son ya
palabras mayores ante las que mi escasa capacidad intelectiva se desmaya,
totalmente acomplejada. Queda cumplida, con creces y con sus buenas dos horas
de trajín gastronómico, mi promesa
culinaria.