Oscar Wilde, La decadencia de la mentira, y Harry G. Frankfurt,
On Bullshit: El opúsculo como provocación.
Dos
opúsculos muy distintos he reunido en esta entrada en que pretendo revisitar de
forma muy superficial el género cuya brevedad constituyente lo convierte en fundado
candidato, en estos tiempos de la deseada tiranía de los 140 caracteres, a
disfrutar de la predilección del público lector, cada vez más hecho al
laconismo ambiente y al desistimiento de la extensión como fuente de placer y
poza, ¡ay!, sospechosa de prolijidad,
redundancia y pecado de grafomanía. Es obvio que a los esforzados viatores que recorren estas entradas al
laberinto de la impostura, en la oscura pedanía del dilentantismo que es mi Diario, no les asusta la extensión y son
capaces, por ello, de apreciar en lo que vale la concisión de los opúsculos,
sobre cuya condición de diminutivo (opus,
opusculum; “obra”, “obrilla”) no ha de especularse para concluir un juicio
desestimatorio que pecaría de precipitado; por más que, paradójicamente, mucho
tiene de precipitado, en términos químicos, esta destilación del ingenio que
suele manifestarse en el opúsculo.
He
escogido dos de diferente naturaleza: literario, uno; filosófico el otro, si
bien ambos tienen como objeto de sus reflexiones, diatribas, desplantes y
provocaciones la mentira, todo un clásico con no pocas manifestaciones detrás,
desde el refranero hasta la aforística pasando por la ética, la lógica, la
novela, el ensayo, y, fuera de la escritura, en la política y la vida conyugal,
por poner variados ejemplos de ocurrencia. Es llamativo, porque la etimología
tiene siempre esa vertiente espectacular, que la palabra mentira tenga que ver
con la raíz indoeuropea men–, en cuyo
grado cero, mn–, aparece en
griego para la diosa Mnemosine, diosa de la memoria, y,
modificada por un procedimiento lingüístico que no viene al caso, para sus
hijas, las Musas. Que se haya de
tener feliz memoria para ser un eficaz mentiroso es, y no podía ser de otro
modo, uno de los grandes tópicos recurrentes en este tema.
No
es mi intención elaborar ninguna teoría sobre la mentira, sino hacerme eco de
dos autores, tan distantes, que hablan sobre ella. Se trata de un género,
además, que nunca ha pasado de moda, porque ha constituido, hasta tiempos
recientes, y aun en estos, una vía de
agitación de las conciencias muy poderosa. Todos están al corriente de la ventura
editorial que ha tenido el opúsculo de Stéphan Hessel, ¡Indignaos!, de cuyos ecos desvaídos incluso quiere vivir un nuevo
partido político; recuerdan el muy
famoso de Pico della Mirandola, Discurso
sobre la dignidad del hombre; el del preclaro defensor del crecimiento cero
Paul Lafargue: Derecho a la pereza o la
irreverente humorada de Jonathan Swift, Una
modesta proposición.
Oscar
Wilde deja claro desde el título que aborrece el realismo factual que amenaza
con desterrar la belleza del mundo y con ella la mentira con que el artista la
crea. Une indisolublemente una realidad social, el feroz capitalismo naif del
siglo XIX y principios del XX, con la pasión por la realidad en crudo y los
hechos como los agentes de la verdad, suprema deidad que sustituye a la
belleza. Su opúsculo está lleno de sutiles ataques en los que es maestro consumado: Pensar es la cosa más insana del mundo, y
hay gente que se muere de eso como de cualquier otra enfermedad.
Afortunadamente, en Inglaterra al menos el pensamiento no es contagioso. La
espléndida constitución de este pueblo se debe enteramente a la estupidez
nacional. La defensa que hace Wilde de la imaginación contra la copia del
natural está llena de indignación contra la sordidez de la recreación de lo
real y de fe en una concepción estética del arte que sirve precisamente para
combatir la fealdad intrínseca del mundo, de lo real, y ello no quiere decir
que no le satisfagan autores como Balzac, a quien considera, frente a Zola,
como un auténtico y poderoso creador de mundos que inventa, no que, como Zola,
copia, o dicho por Wilde, siempre tan epigramático: La diferencia entre un libro como La taberna del señor Zola y las
Ilusiones perdidas de Balzac es la diferencia entre el realismo sin imaginación
y la realidad imaginativa. Resulta difícil hurtarse a la comunión con el
entusiasmo desrealizador de Wilde, porque advertimos lo sobrado que está de
razón, y más en estos tiempos en que literatura y periodismo han cruzado, para
mal de ambos, sus caminos. Su principio básico, la vida imita al arte, lo refuerza con la convicción de que las cosas son porque las vemos, y lo que
veamos, y cómo lo veamos, depende de las Artes que nos hayan influido. Mirar
una cosa es muy distinto de verla. Nada se ve mientras no se ve su belleza.
Entonces, y sólo entonces, adquiere existencia. Es evidente que para un
decadentista como Wilde, la belleza es incompatible con la utilidad: Las únicas cosas bellas, como alguien dijo,
son las cosas que no nos conciernen. Mientras algo nos sea útil o necesario, o
nos afecte de cualquier modo, doloroso o placentero, o apele con fuerza a
nuestra compasión, o sea parte vital del ambiente en que vivimos, estará fuera
de la esfera propia del arte. A lo largo de su opúsculo, Wilde no pierde la
ocasión de despachar algunos juicios críticos dignos de su afilada pluma y
llenos de una admirable tinta venenosa, como el dedicado a George Meredith, que
valdría para tantos de nuestros contemporáneos: Su estilo es el caos iluminado por fulgores de relámpago. Como escritor
lo ha dominado todo menos el lenguaje; como novelista sabe hacerlo todo menos
contar una historia; como artista lo único que le falta es saber expresarse.
Perdido en su mundo de absenta y belleza, Wilde sabía, como muchos intelectores seguimos sabiéndolo, que las únicas personas de verdad son las
que nunca existieron, y si un novelista tiene la vileza de tomar la vida de sus
personajes, al menos debería aparentar que son creaciones y no hacer alarde de
que son copias. Solo desde ese conocimiento puede comprenderse una
confidencia como la de que una de las
mayores tragedias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré. Es un dolor
del que jamás he podido liberarme. Porque pocos serán a los que no se les
ha quebrado la voz y desbordado el lagrimal ante el dolor de Sancho: -¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se
muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años,
porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir,
sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la
melancolía.
On bullshit se
nos presenta como un tratado sobre la charlatanería como epidemia que nos
asuela y frente a la que es difícil no ya plantar cara, sino esquivarla, porque
la charlatanería es hoy santo y seña del comercio social, de la vida mediática
y, ¡ay!, del fundamento político de nuestro atribulado país y, si hacemos caso
al autor, del mundo entero. No son la consecuencia directa de la irrupción del
tertulianismo, pero éste ha contribuido poderosamente a su establecimiento y
reconocimiento sociales. El autor, filósofo reconocido, se aplica a elaborar
distinciones para precisar el campo de aplicación el concepto, de ahí que
reconozca la charlatanería como algo radicalmente alejado de “lo real” y en
nada interesada en el valor de “verdad” de cuanto se dice. No se trata sin embargo de que las
afirmaciones de los charlatanes sean falsas,
cuanto de que sean fraudulentas. Como
dice Frankfurt: El charlatán crea
falsificaciones. Pero no significa que las haga necesariamente mal. El
mentiroso, el embustero, sí que tiene en cuenta lo real y lo verdadero, si es
que quiere conseguir una mentira eficaz; no así el charlatán, que se mueve más
en el arte del pavoneo enunciativo, indiferente a esos criterios de verdad e
incluso verosimilitud, de ahí que a Frankfurt le parezca más peligroso el
charlatán que el mentiroso. Lo peligroso, con todo, porque el tipo del
charlatán tiene un ascendente nefasto en la sociedad estriba en el
reforzamiento de las formas modernas de
escepticismo que reiteran su cantinela de la imposibilidad de saber “exactamente”
cómo son las cosas. Al decir de Frankfurt:
Esas doctrinas “antirrealistas” socavan la confianza en el valor de los
esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso, e incluso
en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva. Lo que le lleva
al autor a la conclusión inevitable: el solipsismo del charlatán que solo
ofrece lo que pomposamente denomina “su” verdad, derivada del único
conocimiento al que tiene acceso: el de sí mismo. Aunque Frankfurt es taxativo
al respecto: Como seres conscientes,
existimos sólo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en absoluto a
nosotros mismos sin conocer aquéllas. Más aún, no hay nada en la teoría, y
ciertamente nada en la experiencia, que sustente el extraordinario juicio de
que lo más fácil de conocer es la verdad acerca de uno mismo. Los hechos que
nos conciernen no son especialmente sólidos y resistentes a la disolución
escéptica. Nuestras naturalezas son, en realidad, huidizas e insustanciales
(notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de otras
cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería.
Nadie
ignora el nutrido repertorio de expresiones coloquiales que nos permiten
identificar inequívocamente la charlatanería, ante la que solo cabe, una vez detectada,
una huida inmediata, y si es política,
un vacío absoluto. He aquí una bonita muestra de esos modos oratorios que
retratan a quienes los usan como un programa electoral retrata, a su modo
mentiroso, a quienes harán justo lo contrario, en cuanto arañan el poder: ¿Pero no te lo estoy diciendo?
Esto va a misa. ¿Pero te he mentido yo alguna vez? Lo sé de buena tinta.
Pero si todo el mundo lo sabe. Eso es una verdad como un templo. ¿Me tomas por
mentiroso? Que me quede en el sitio, si lo que digo no es cierto. ¡Por estas!,
escucha lo que te digo. Cuando el río suena… Oye, yo te digo “mi” verdad… ¡Qué
mentira ni qué niño muerto! Eso cae por su propio peso. ¡Si lo sabré yo! Eso es de juzgado de
guardia. A mí me lo vienes a decir. Se coge antes a un mentiroso… Lo que es es
y no le des más vueltas… De lo que te hablo son hechos, hechos contrastados… Ya
lo dicen las estadísticas… Es un sentir popular…No hay más ciego que quien no
quiere ver. Se han creído que somos todos tontos… A mí no me dan gato por
liebre. Como para no estar al cabo de la calle… Pues a mí me han dicho que… Aquí
no hay más cera que la que arde.
Advertidos
quedan los intelectores que hasta aquí
hayan llegado. A ellos y a quienes ellos tengan a bien comunicárselo, les
anuncio la próxima publicación, en edición digital, de mi Opúsculo/libelo La España vulgar. En su momento oportuno
comunicaré la editorial y el precio.