sábado, 29 de noviembre de 2014

La modernidad del opúsculo: Wilde y Harry G. Frankfurt




Oscar Wilde, La decadencia de la mentira, y Harry G. Frankfurt, On Bullshit:  El opúsculo como provocación.




Dos opúsculos muy distintos he reunido en esta entrada en que pretendo revisitar de forma muy superficial el género cuya brevedad constituyente lo convierte en fundado candidato, en estos tiempos de la deseada tiranía de los 140 caracteres, a disfrutar de la predilección del público lector, cada vez más hecho al laconismo ambiente y al desistimiento de la extensión como fuente de placer y poza, ¡ay!,  sospechosa de prolijidad, redundancia y pecado de grafomanía. Es obvio que a los esforzados viatores que recorren estas entradas al laberinto de la impostura, en la oscura pedanía del dilentantismo que es mi Diario, no les asusta la extensión y son capaces, por ello, de apreciar en lo que vale la concisión de los opúsculos, sobre cuya condición de diminutivo (opus, opusculum; “obra”, “obrilla”) no ha de especularse para concluir un juicio desestimatorio que pecaría de precipitado; por más que, paradójicamente, mucho tiene de precipitado, en términos químicos, esta destilación del ingenio que suele manifestarse en el opúsculo.
He escogido dos de diferente naturaleza: literario, uno; filosófico el otro, si bien ambos tienen como objeto de sus reflexiones, diatribas, desplantes y provocaciones la mentira, todo un clásico con no pocas manifestaciones detrás, desde el refranero hasta la aforística pasando por la ética, la lógica, la novela, el ensayo, y, fuera de la escritura, en la política y la vida conyugal, por poner variados ejemplos de ocurrencia. Es llamativo, porque la etimología tiene siempre esa vertiente espectacular, que la palabra mentira tenga que ver con la raíz indoeuropea men–, en cuyo grado cero, mn–, aparece en griego  para la diosa Mnemosine, diosa de la memoria, y, modificada por un procedimiento lingüístico que no viene al caso, para sus hijas, las Musas. Que se haya de tener feliz memoria para ser un eficaz mentiroso es, y no podía ser de otro modo, uno de los grandes tópicos recurrentes en este tema.
No es mi intención elaborar ninguna teoría sobre la mentira, sino hacerme eco de dos autores, tan distantes, que hablan sobre ella. Se trata de un género, además, que nunca ha pasado de moda, porque ha constituido, hasta tiempos recientes, y aun en estos,  una vía de agitación de las conciencias muy poderosa. Todos están al corriente de la ventura editorial que ha tenido el opúsculo de Stéphan Hessel, ¡Indignaos!, de cuyos ecos desvaídos incluso quiere vivir un nuevo partido político;  recuerdan el muy famoso de Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre; el del preclaro defensor del crecimiento cero Paul Lafargue: Derecho a la pereza o la irreverente humorada de Jonathan Swift, Una modesta proposición.
Oscar Wilde deja claro desde el título que aborrece el realismo factual que amenaza con desterrar la belleza del mundo y con ella la mentira con que el artista la crea. Une indisolublemente una realidad social, el feroz capitalismo naif del siglo XIX y principios del XX, con la pasión por la realidad en crudo y los hechos como los agentes de la verdad, suprema deidad que sustituye a la belleza. Su opúsculo está lleno de sutiles ataques en los que es maestro consumado: Pensar es la cosa más insana del mundo, y hay gente que se muere de eso como de cualquier otra enfermedad. Afortunadamente, en Inglaterra al menos el pensamiento no es contagioso. La espléndida constitución de este pueblo se debe enteramente a la estupidez nacional. La defensa que hace Wilde de la imaginación contra la copia del natural está llena de indignación contra la sordidez de la recreación de lo real y de fe en una concepción estética del arte que sirve precisamente para combatir la fealdad intrínseca del mundo, de lo real, y ello no quiere decir que no le satisfagan autores como Balzac, a quien considera, frente a Zola, como un auténtico y poderoso creador de mundos que inventa, no que, como Zola, copia, o dicho por Wilde, siempre tan epigramático: La diferencia entre un libro como La taberna del señor Zola y las Ilusiones perdidas de Balzac es la diferencia entre el realismo sin imaginación y la realidad imaginativa. Resulta difícil hurtarse a la comunión con el entusiasmo desrealizador de Wilde, porque advertimos lo sobrado que está de razón, y más en estos tiempos en que literatura y periodismo han cruzado, para mal de ambos, sus caminos. Su principio básico, la vida imita al arte, lo refuerza con la convicción de que las cosas son porque las vemos, y lo que veamos, y cómo lo veamos, depende de las Artes que nos hayan influido. Mirar una cosa es muy distinto de verla. Nada se ve mientras no se ve su belleza. Entonces, y sólo entonces, adquiere existencia. Es evidente que para un decadentista como Wilde, la belleza es incompatible con la utilidad: Las únicas cosas bellas, como alguien dijo, son las cosas que no nos conciernen. Mientras algo nos sea útil o necesario, o nos afecte de cualquier modo, doloroso o placentero, o apele con fuerza a nuestra compasión, o sea parte vital del ambiente en que vivimos, estará fuera de la esfera propia del arte. A lo largo de su opúsculo, Wilde no pierde la ocasión de despachar algunos juicios críticos dignos de su afilada pluma y llenos de una admirable tinta venenosa, como el dedicado a George Meredith, que valdría para tantos de nuestros contemporáneos: Su estilo es el caos iluminado por fulgores de relámpago. Como escritor lo ha dominado todo menos el lenguaje; como novelista sabe hacerlo todo menos contar una historia; como artista lo único que le falta es saber expresarse. Perdido en su mundo de absenta y belleza, Wilde sabía, como muchos intelectores seguimos sabiéndolo, que las únicas personas de verdad son las que nunca existieron, y si un novelista tiene la vileza de tomar la vida de sus personajes, al menos debería aparentar que son creaciones y no hacer alarde de que son copias. Solo desde ese conocimiento puede comprenderse una confidencia como la de que una de las mayores tragedias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré. Es un dolor del que jamás he podido liberarme. Porque pocos serán a los que no se les ha quebrado la voz y desbordado el lagrimal ante el dolor de Sancho: -¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
On bullshit se nos presenta como un tratado sobre la charlatanería como epidemia que nos asuela y frente a la que es difícil no ya plantar cara, sino esquivarla, porque la charlatanería es hoy santo y seña del comercio social, de la vida mediática y, ¡ay!, del fundamento político de nuestro atribulado país y, si hacemos caso al autor, del mundo entero. No son la consecuencia directa de la irrupción del tertulianismo, pero éste ha contribuido poderosamente a su establecimiento y reconocimiento sociales. El autor, filósofo reconocido, se aplica a elaborar distinciones para precisar el campo de aplicación el concepto, de ahí que reconozca la charlatanería como algo radicalmente alejado de “lo real” y en nada interesada en el valor de “verdad” de cuanto se dice.  No se trata sin embargo de que las afirmaciones de los charlatanes sean falsas, cuanto de que sean fraudulentas. Como dice Frankfurt: El charlatán crea falsificaciones. Pero no significa que las haga necesariamente mal. El mentiroso, el embustero, sí que tiene en cuenta lo real y lo verdadero, si es que quiere conseguir una mentira eficaz; no así el charlatán, que se mueve más en el arte del pavoneo enunciativo, indiferente a esos criterios de verdad e incluso verosimilitud, de ahí que a Frankfurt le parezca más peligroso el charlatán que el mentiroso. Lo peligroso, con todo, porque el tipo del charlatán tiene un ascendente nefasto en la sociedad estriba en el reforzamiento  de las formas modernas de escepticismo que reiteran su cantinela de la imposibilidad de saber “exactamente” cómo son las cosas. Al decir de Frankfurt: Esas doctrinas “antirrealistas” socavan la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso, e incluso en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva. Lo que le lleva al autor a la conclusión inevitable: el solipsismo del charlatán que solo ofrece lo que pomposamente denomina “su” verdad, derivada del único conocimiento al que tiene acceso: el de sí mismo. Aunque Frankfurt es taxativo al respecto: Como seres conscientes, existimos sólo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en absoluto a nosotros mismos sin conocer aquéllas. Más aún, no hay nada en la teoría, y ciertamente nada en la experiencia, que sustente el extraordinario juicio de que lo más fácil de conocer es la verdad acerca de uno mismo. Los hechos que nos conciernen no son especialmente sólidos y resistentes a la disolución escéptica. Nuestras naturalezas son, en realidad, huidizas e insustanciales (notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de otras cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería.
Nadie ignora el nutrido repertorio de expresiones coloquiales que nos permiten identificar inequívocamente la charlatanería, ante la que solo cabe, una vez detectada,  una huida inmediata, y si es política, un vacío absoluto. He aquí una bonita muestra de esos modos oratorios que retratan a quienes los usan como un programa electoral retrata, a su modo mentiroso, a quienes harán justo lo contrario, en cuanto arañan el poder: ¿Pero no te lo estoy diciendo?
Esto va a misa. ¿Pero te he mentido yo alguna vez? Lo sé de buena tinta. Pero si todo el mundo lo sabe. Eso es una verdad como un templo. ¿Me tomas por mentiroso? Que me quede en el sitio, si lo que digo no es cierto. ¡Por estas!, escucha lo que te digo. Cuando el río suena… Oye, yo te digo “mi” verdad… ¡Qué mentira ni qué niño muerto! Eso cae por su propio peso.  ¡Si lo sabré yo! Eso es de juzgado de guardia. A mí me lo vienes a decir. Se coge antes a un mentiroso… Lo que es es y no le des más vueltas… De lo que te hablo son hechos, hechos contrastados… Ya lo dicen las estadísticas… Es un sentir popular…No hay más ciego que quien no quiere ver. Se han creído que somos todos tontos… A mí no me dan gato por liebre. Como para no estar al cabo de la calle… Pues a mí me han dicho que… Aquí no hay más cera que la que arde.
Advertidos quedan los intelectores que hasta aquí hayan llegado. A ellos y a quienes ellos tengan a bien comunicárselo, les anuncio la próxima publicación, en edición digital, de mi Opúsculo/libelo La España vulgar. En su momento oportuno comunicaré la editorial y el precio. 


martes, 25 de noviembre de 2014

Las apostillas de David Ruiz García a mi "Nota a pie de Diario".

                          




             Quiero agradecerle a David Ruiz García (Autógeno) la extraordinaria reflexión que ha tenido la delicadeza de elaborar -Apostillas al Desencajado la titula-,  a propósito de mi  Nota a pie de Diario  de hace unas entradas. La publica en su blog El peso del Universo.  
            En justa correspondencia, quiero hacerlo público en este semidesértico Diario para quien quiera acercarse a ellas y saber lo que es bueno... Ofrezco un avance, amparándome en el "derecho de cita", aunque quizá lo exceda. Un blog es, sin duda, también un hábitat. Y los textos que en ellos leemos tienen un contexto del que no podemos erradicarlos sin, acaso, restarles buena parte de su significado o de sus connotaciones. Osado como soy, ni siquiera he pedido permiso a David para airear sus apostillas. Confío, en todo caso, en que no me mida, dialécticamente, las costillas... Que conste que salgo perdiendo en la comparación que nunca debe hacerse por aquello de que son de mala educación, pero un verdadero Artista ha de saber distinguir entre un borrador, mi Nota y una obra acabada, las Apostillas. Con afecto y agradecimiento.




20.11.14


Tal es la miserable condición humana, que no queda otra salida que o reírse o dar que reír como no tome uno la de reírse y dar que reír a la vez, riéndose de lo que da que reír y dando que reír de lo que se ríe.
Miguel de UNAMUNO
Amor y pedagogía

Con la erudita prosa que es marchamo de su casa y solaz para el visitante que no viaja apresurado, en su entrada más fresca debate consigo el oblomovista Juan Poz acerca de las lecturas aplazadas que lo reclaman desde anaqueles y archivos, donde el polvo al polvo del tiempo finito que apremia infinitivo por otros frentes hace tejuelos de aplazamientos sucesivos. Tema libresco, por tanto, que este amante de las granadas —de huerta y de biblioteca, no aventuren carnicerías—, a quien gané en un reto nada azarosolos lindos euros que invertí en los Escolios de Gómez Dávila, aprovecha para ir desglosando algunos de sus incesantes apetitos literarios, al hilo de los cuales hasta me lanza un guiño parabólico al que quiero corresponder en generosidad, aunque frustre las impresiones razonadas que espera de mí sobre la obra del colombiano, a la que alude por estar incluida en su larga lista de futuribles. Me excusará, seguro, esta eventual omisión, máxime cuando a fuer de nobles gestos el intercambio de ideas pueda servir de acicate para un sincero esparcimiento. Mentiría si declarase haber recorrido en más de un tercio el apretado volumen de mil cuatrocientas páginas que Dávila se tomó una vida en componer con la trama de sus filias y la urdimbre de sus fobias, a veces permitiendo entrever los libros que desfilaban ante su quirúrgica mirada; es volumen intenso y extenso, destilado para degustar a sorbos y disgustar a torvos, y además comparte la simultánea apertura de lomos con otra docena de ejemplares en los que me sumerjo con menos asiduidad de la que tenía por disciplina antes de precipitarme en la edad angosta que subrayamos, con más dureza que vergüenza, bajo el eufemístico antifaz de la madurez. Que llegados a esta etapa de la peripecia existencial el decurso se comprime no es secreto, ni brinda excusas a los propósitos sólidos, ni por ello deja de asombrar a quien se descubre inserto en la fugacidad sobrevenida. A mis jornadas les faltan horas y, más que nada, los momentos dilatados en esa nocturnidad que invita a concentrarse en aquello que el día excluye de su tributo regular a los ritmos de la ecúmene. Ahí están, como lección impúdica de mis interrupciones, mareados en la montura de mi actual dispersión, los Errores celebrados de Zabaleta, Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond, La presencia del pasado de Rupert Sheldrake, Historia de la melancolía de Jackson, La religión y la nada de Nishitani, Golem XIV de Stanislaw Lem y las trapacerías expuestas en la Vida del falso nuncio de Portugal de Alonso Pérez de Saavedra, por citar algunos de los tomos que diviso apiñados en la mesita contigua a mi confesionario. Contemplo el panorama y creo, por un instante, estar releyendo al benigno Joubert cuando pensaba que «el mayor defecto de los libros nuevos es que nos impiden leer los libros viejos».


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lunes, 24 de noviembre de 2014

Entrar en Julian Barnes a destiempo; pero no a deshora.

                      


Julian Barnes novela el remordimiento: The Sense of an Ending: Un perfecto mecanismo narrativo.

        Por esos azares que quienes frecuenten este Diario saben que gobiernan los días y lecturas de los intelectores todos, ha dado la casualidad de que en un plazo muy breve he leído obras de dos autores ingleses de la misma generación, Barnes es del 46 y McEwan del 48, lo cual permite explicar ciertas similitudes en su mundo creativo, porque, además, ambos son autores estrictamente realistas e inclinados a lo que antes llamábamos novela psicológica o de caracteres y ahora ignoro qué marbete se les puede adjudicar. Se trata, aunque parezca incomprensible, de mi primera lectura de Barnes, contra quien no tenía ningún prejuicio, y a pesar de sentirme atraído por el tono ensayístico de El Loro de Flaubert que leyó mi conjunta –y a veces, bien lo sabrán algunos intelectores conjuntados, que la pareja lea ciertas obras y te explique con pelos y señales lo magnífica que es, no constituye, ciertamente, la mejor invitación para leerla, y si el Artista lo es, y, además, se le alborota la pelusa, pues menos….– , no encontré nunca la ocasión de intercalarla entre las obras del estante de espera. Ahora, sin embargo, después de cerrar esta magnífica obra menor del autor, y habiendo quedado a partes iguales admirado y complacido, la leeré en cuanto pueda (y me lo permitan los compromisos que en otra entrada aquí adquirí, ¡quiquiriquí de mí…!, claro está).
         La he calificado antes como “menor” y, sin embargo, es una novela que me ha interesado muchísimo. Menor, pues, no se refiere a la calidad de la obra, sino que tiene que ver con la ambición creativa. No siempre se escribe El loro de Flaubert o Expiación, ciertamente, y a veces, en ausencia de ese gran proyecto impactante, los escritores han de ejercer su oficio y aplicarse a narraciones relativamente modestas pero cuya calidad no tiene por qué ser inferior a la de sus grandes obras. Algo así sucedió con Nabokov, por ejemplo, e incluso con Thomas Mann. A veces, por complicar algo este planteamiento, resulta que esos grandes proyectos acaban convertidos en mausoleos pretenciosos que nadie visita –no me pregunten el porqué, pero nada me atrae menos en esta vida mía intelectora que la tediosa posibilidad de entrar en José y sus hermanos, por ejemplo; y me fue imposible acabar Ada o el Ardor…–, y las obras menores adquieren una importancia a la altura de la ambición de las otras, como es el caso de La metamorfosis, de Kafka. En cierta manera, el autor parece haber seguido el consejo que leyó en algún sitio: I’d read somewhere that if you want to make people pay attention to what you’re saying, you don’t raise your voice but lower it: this is what really commands attention.
Barnes ha alargado un cuento y lo ha dotado de una consistencia francamente atractiva por la estructura, por las sorpresas argumentales y por la creación de un narrador cuyas reflexiones sobre la memoria, la propia vida entendida como una sucesión de fases, la sociedad y la influencia del pasado en el presente al menos a mí siempre me han interesado. Más aún si unimos a este planteamiento una sutil ironía mordaz no solo hacia la falsedad de las relaciones humanas, sino hacia uno mismo, hacia ese average man (Average, that’s what I’d been, ever since I left school)  desde el que el narrador nos cuenta la historia tragicómica de un ser cuya vida ha estado condicionada por su primer fracaso sentimental, y aun a pesar de haber vivido casi 40 años en la ignorancia de unos sucesos en los que, sin embargo, tuvo una influencia tan directa que le llevan, en su vejez, a la dolorosa experiencia del remordimiento y la impotencia. Como se advierte por lo que acabo de decir, la novela está planteada en dos tiempos: la juventud y la senectud del personaje. Y del hiato de 40 años entre ellas, un matrimonio, una hija y un divorcio en buenos términos, solo tenemos referencias someras, teñidas siempre del humor ácido de un personaje que, sin considerarse un fracasado, sabe que no ha pasado de la medianía, de ese average que nada tenía que ver con el protagonista indirecto de la novela, el amigo casi superdotado intelectualmente que le acaba robando la novia. Como dice el narrador: It strikes me that this may be one of the differences between youth and age: when we are young, we invent different futures for ourselves; when we are old, we invent different pasts for others. El drama de la novela tiene que ver, sin embargo, con lo inconcebible para el narrador protagonista: que sean los otros los que nos “inventen” el pasado.
La  anécdota argumental, como suele pasar en estas obras “menores”, no parece dar para mucho y hasta puede considerarse poco imaginativa, trillada, común, nada especial, “del montón”. Ahí es donde entra el genio creativo de Barnes para establecer una ruta subliminal que se anuncia desde el comienzo de la novela: We live in time –it holds us and mould us- but I’ve never felt I understood it very well. Y esa es la razón por la que I need to return briefly to a few incidents that have grown into anecdotes, to some approximate memories which time has deformed into certainty. If I can’t be sure of the actual events any more, I can at least be true to the impressions those facts left. That’s the best I can manage, lo cual es una demostración de ese escepticismo hacia la contundencia de los “hechos” y hacia la no menor de la interpretación de los mismos, que es lo que, según Epícteto, en aforismo de todos conocidos, nos conturba. Descubrir de qué modo ese tiempo desconocido nos moldea la vida, o el final de ella, en este caso, es lo que nos cuenta la historia de Tony Webster, ese tipo mediano que, como su primera novia lo define, es el tipo que “no lo coge”, que “no se entera”. Algo que le lleva a hacer un necrofílico juego sobre su propio epitafio [Un género literario, por cierto, poco explorado hermenéuticamente y sobre el que he abierto una modesta línea de investigación que no sé a dónde me llevará]: An epitaph on  a chunk of stone or marble: ‘Tony Webster. He Never Got It. But that would be too melodramatic, even self-pitying. How about ‘He’s On His Own Now’? That would be better, truer. Or maybe I’ll stick with ‘Every Day is Sunday’. El segundo de esta breve relación es la frase con la que su ex, Margaret, lo define, para convencerle de que no está ligado al pasado de la desastrosa primera relación amorosa que emerge como un fantasma del pasado para perturbar su presente, y la última, el título de una canción que corrobora la ingenuidad de la adolescencia, en la que aún parece instalado emocionalmente.
Parte sustancial de ese camino, del terreno compacto por el que inicia el viaje son las reflexiones de tipo ensayístico, desde lo anecdótico hasta lo filosófico, sociológico o político que ilustran el texto como algunos frutos exóticos las ensaladas así llamadas: ilustradas. Puede discutirse si son congruentes con los personajes que las enuncian o se le va un poco la mano al autor a la hora, por ejemplo, de ampararse en el clásico “He leído por ahí” “¿Quién fue quien dijo…?” y otros rasgos encubridores de la autoría para trasladarnos sus, en algunos casos, excelentes aforismos:
History is that certainty produced at the point where the imperfections of memory meet the inadequacies of documentation.
Who was it said that the longer we live, the less we understand?
Cuando no usa alguna cita ajena sin rendir el tributo de la paternidad, aunque imaginó que será porque es de dominio común en su país, como esta de J.B.Priestly: Some Englishman once said that marriage is a long dull meal with the pudding served first. [Cuyo original varía levemente:  Marriage is a long dull meal with pudding as the first course.]
A lo largo de ese entretenido sendero que es la novelita, podemos hallar incluso una teoría sobre la literatura y sobre la formación del carácter, en su doble sentido, como ser humano y como personaje de novela. Se trata de reflexiones que nos ayudan a comprender la dimensión de los acontecimientos, que no son gratuitas, por lo tanto, un mero y puro alarde intelectual para “subir” el nivel hasta el highbrow propio de autores de su categoría, novelista de ideas, además de serlo de caracteres: This was another of our fears: that life wouldm’t turn out to be like Literature. Look at our parents –were they the stuff of Literature? At best, they might aspire to the condition of onlookers and bystanders, part of a social backdrop against which real, true, important things could happen. Like what? The things Literature was all about: love, sex, morality, friendship, happiness, suffering, betrayal, adultery, good and evil, heroes and villains, guilt and innocence, ambition, power, justice, revolution, war, fathers and sons, mothers and failure, murder, suicide, death, God. And barn owls. Of course, there were other sorts of literature –theoretical, self-referential, lachrymosely autobiographical–nut they were just dry wanks. Real literature was about psychological, emotional and social truth as demonstrated by the actions and reflections of its protagonists; the novel was about character developed over time. De esas “pajas mentales”, como califica el narrador de Barnes a la novelística highbrow, es de lo que se quiere apartar esta narración, algo que consigue plenamente, porque la minuciosa construcción del personaje-narrador desde las dos perspectivas mencionadas, la primera juventud y la vejez, nos ofrece una creación lo suficientemente verosímil y convincente como para que asistamos al drama que se narra con la suspensión de ánimo exigible cuando la tragedia se entremezcla en los destinos humanos. En el caso de Tony Webster, además, se trata de ese personaje que, sin ser literario –el miedo juvenil–, acaba siéndolo incluso a pesar del escepticismo acerca del supuesto progreso moral que se requiere para ello –el remordimiento de la vejez–, confirmando, de alguna manera la otra reflexión literaria que articula la novela: Does character develop over time? In novels, of course it does; otherwise there wouldn’t be much of a story. But in life? I sometimes wonder. (…) Perhaps character resembles intelligence, except that character peaks a little later: between twenty and thirty, say. And after that, we’re just stuck with what we’ve got. We’re on our own. If so, that would explain a lot of lives, wouldn’t it? And also –if this isn’t too grand word– our tragedy. De alguna manera, en la medida en que hablamos de una autobiografía, la del narrador-personaje, no de un ficción, la reflexión sobre la materia narrativa es crucial:  How often do we tell our own story? How often do we adjust, embellish, make sly cuts? And the longer life goes on, the fewer are those around to challenge our account, to remind us that our life is not our life, merely the story we have told about our life. Told to others, but –mainly– to ourselves. La novela es la irrupción en la peaceable life del protagonista de uno de esos pocos, una, en este caso,  que nos modifican sustancialmente nuestra propia historia, con consecuencias inimaginables.
Finalmente, lo cual espero que anime a algunos intelectores  a enfrentarse a este texto emocionante, no es justo silenciar el poderoso ejercicio de ambigüedad argumental con que juega el autor, Julian Barnes, y que ha llevado de forma admirablemente sintética al título de la obra: The Sense of an Ending. Si las modernas corrientes de la crítica literaria ponen el acento en el lector como último eslabón indispensable del “acto” literario, casi como su condición inexcusable, no cabe duda de que Barnes le confiere una importancia trascendental, porque la ambigüedad en la resolución del enigma que sobre los acontecimientos de la novela se le plantea al lector es de tal naturaleza, que bien pueden hallarse diferente sentidos a esos facts sugeridos, más que descritos, en la novela. A título anecdótico debo decir que he leído hasta tres interpretaciones diferentes de lo que en realidad ocurrió entre los personajes y que determina el final de la novela. The Sense of an Ending se convierte, así pues, en una suerte de novela-quest por la que el intelector ha de andar sobreaviso para que nada se le pase por alto, aunque lo suyo, lo de todos los que la han leído, en realidad, me imagino, es haber de volver atrás para comprobar –si ello es posible– la bondad de nuestra elección. Y ya se sabe que la capacidad de decidir es el fundamento de la moral.       


[Anecdóticamente he hallado una página en la que se extractan quotes de toda la novela. En modo alguno su consulta puede sustituir la lectura de la novela, pero para quienes la hayan leído les puede ser de utilidad.]           













viernes, 21 de noviembre de 2014

Dos diálogos platónicos de Paul Valéry



                                   
Valéry en su atélier.
 
Paul Valéry: El alma y la danza y Eupalinos o el arquitecto. (Traducidos por José (sic) Carner.) Editorial Losada, 1944.        

Los intelectores que hicimos una mala digestión del libro de Feyerabend, Contra el método, no podemos resistirnos a semejantes ocasiones como la presente: la adquisición bien barata, 10€ en este caso, de un libro del que nada sabía pero a cuyo autor profeso un respeto y amor intelectuales profundos: Paul Valéry. El libro fue traducido, además, por José (sic) Carner, lo que confiere a la adquisición un valor añadido que multiplicaría por 5 el precio del volumen en otra librería de segunda mano distinta de ésta que ofrece su nutritivo género en el lateral exterior de un mercado de abastos, junto a paradas vecinas de artículos de droguería  y de ferretería básica. Me callo y pago religiosamente, aunque me llevo otros dos volúmenes que suben la cuenta a la razonable cantidad de 40€, lo cual me aplaca el lógico malestar de conciencia que me impedía saborear el hallazgo a mis anchas. Tener una conciencia escrupulosa es uno de mis grandes defectos. Me refiero a El alma y la danza y a Eupalinos o el arquitecto, publicados ambos en 1923. Se trata de dos diálogos platónicos en los que Valéry desarrolla con airoso brío su hermoso y agudo mundo de abstracciones, al que prácticamente entregó su vida, por más que las ironías de la República de las Letras lo consagraran como poeta e incluso como gran poeta, casi como poeta nacional, de panteón. No entiendo por qué me gustan con pasión epígonos suyos como Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, y, sin embargo, me adormezco en la brillantez metafórica de su Cementerio marino. Ahora bien, en cuanto abro el libro de su alter ego, Monsieur Teste,  o me meto en los aforismos de sus Cuadernos, renace en mí el ardor pasional de la reflexión y se me llenan de destellos luminosos las sinapsis neuronales. La alegría explosiva de la reflexión, de la agudeza, de la crítica acerada, del ensimismamiento no complaciente (Hay que entrar en uno mismo armado hasta los dientes), de la paradoja inesperada, del escepticismo casi visceral, del gozo de la idea pura…, todo ello es lo que he encontrado en estos dos diálogos platónicos que harán las delicias de un especialista reconocido como Gregorio Luri, cuya Introducción al vocabulario de Platón, publicado por la Fundación Ecoem en 2011, es la más amena introducción que haya leído en mucho tiempo sobre la filosofía platónica, y las de cualquiera que tenga la perversa inclinación a regodearse en el mundo de las ideas y el de las cosas, en el del ser y en el del no ser, porque de todo ello es de lo que nos hablan estos dos diálogos que, en el deleznable castellano de un insigne escritor catalán, apodado, en el ámbito de la cultura catalana en lengua catalana Príncep dels poetes, ha significado una alegría intelectora que no me esperaba. La deslumbrante capacidad dialéctica de Valéry, sobradamente demostrada en obras como las citadas, se despliega en estos dos diálogos platónicos con una verdad tan intensa, con una capacidad creativa de tal envergadura, que bien pudiera creer el lector de ellos que está leyendo una traducción de dos diálogos platónicos perdidos.
Dejo para el final el comentario sobre la traducción y me centro en las ideas fundamentales que nos ofrece Valéry, al hilo de dos artes no del todo tan distintas como la danza y la arquitectura. Tengo la sensación de que ambas artes son meros pretextos para  que Valéry nos ofrezca una ontología sobre la que trabajó, sin establecer jamás conclusiones definitivas, durante toda su vida. La interrogación sobre el ser, sus condiciones, sus límites y sus posibilidades llena ambos diálogos, sobre todo en las intervenciones de un filósofo como Sócrates, quien, amante de las digresiones, nos ofrece un despliegue admirable de juicios que nos obligan a repensarnos y a repensar lo real: Ya lo real, ya la ilusión nos recoge; y el alma, en definitiva, no tiene más recursos que lo verdadero, que es su arma, y la mentira, su armadura. Erixímaco y Fedro son los interlocutores de Sócrates en el primer diálogo, mientras que Fedro y Sócrates lo son en el segundo. A través del análisis de la gracia de una danzarina, del modo como parece el cuerpo vencerse a sí mismo para convertirse en espíritu alado, los interlocutores nos plantean ese enfrentamiento entre naturaleza y razón, entre cuerpo y espíritu, en un debate desbordante de eternidad: ¿No somos un capricho organizado? Y nuestro sistema viviente, ¿no es una incoherencia que funciona, y un desorden puesto en obra? Los acontecimientos, los deseos, las ideas, ¿no se cambian en nosotros del más necesario y más incomprensible modo?... ¡Gran cacofonía de causas y efectos? (…) La razón, a las veces, paréceme ser la facultad que en nuestra alma radica de no comprender nada de nuestro cuerpo, dice Erixímaco, con un escepticismo amargo que es nota propia de Valéry, como se expresa en el monólogo a tres voces de los interlocutores:
Sócrates: Este absoluto tedio no es en sí más que la vida enteramente desnuda, cuando claramente a sí propia mira.
Fedro: La vida se ennegrece a su contacto con la verdad, como lo hace el hongo dudoso a su contacto con el aire, cuando se le aplasta.
Erixímaco: No hay cosa, sin duda, más mórbida en sí misma, no hay cosa más adversa a la naturaleza que ver las cosas como ellas son. La claridad fría y perfecta, veneno es que será imposible combatir. Lo real, en estado puro, detiene instantáneamente el corazón… (…)¿Por qué existen los mortales? –Su negocio es conocer. ¿Conocer? ¿Y qué es conocer? –Es, seguramente, no ser lo que se es. ¡Y ahí tenemos a los humanos delirando y pensando, introduciendo en la naturaleza el principio de los errores ilimitados, y esa miríada de maravillas! (…) Los engaños, las apariencias, los juegos de la dióptrica del espíritu, profundizan y animan la lamentable masa del mundo… En lo que es hace entrar la idea la levadura de lo que no es…
Sócrates: Sin duda, el objeto único y perpetuo del alma es claramente lo que no existe: lo que fue y ya no es; lo que será y no es todavía; lo posible, lo imposible, he aquí el negocio del alma: pero nunca, nunca lo que es.
Me parece tan admirable esa observación, tan de la elegancia intelectual de Valéry: En lo que es hace entrar la idea la levadura de lo que no es, que ella sola bastaría para justificar la totalidad del diálogo, lleno, como hemos visto, de agudas reflexiones. Una declaración de amor a las ideas que justifica el culto platónico declarado extensamente en toda la obra del autor, como en sus Cuadernos: Lo que no es es lo profundo de lo que es, que parece un eco sutilmente distinto de la última afirmación de Sócrates en el monólogo a tres voces. Moverse en esas inexistencias y distinguir, además, el pan de la verdad que crece en el horno del pensamiento no es tarea que se haga sin percibir la inanidad de lo real e incluso de nosotros mismos. Otra vez en sus cuadernos: Estás lleno de secretos a los que llamas Yo. Tú eres la voz de tu desconocido.
       Eupalinos o el arquitecto, obra que a veces se confunde con Le Paradoxe sur l’Architecte, publicada en la revista Ermitage, en 1891, fue publicada en la revista Architecture, aunque enseguida se advierte que el pretexto, el elogio del gran arquitecto del que sólo se conserva en Samos el llamado acueducto Eupalino, aunque Valéry se detiene a considerar la esencia de dicha arte, se queda pequeño ante el vuelo que toma el diálogo a partir de una situación extraña: Fedro y Sócrates hablan de tú a tú incorpóreamente, en el reino del Hades, puros espíritus que, de tanto en tanto, se permiten alguna licencia humorística sobre su propia condición. No en vano, Valéry fue siempre hombre de extrañas lecturas y aficiones. En el magnífico artículo, PaulValéry, que le dedica la Larousse on-line hallamos un dato significativo, la rebeldía escolar de Valéry que le lleva a lecturas como la del Dictionnaire raisonné de l'architecture française du XIe s. au XVIe s. de Viollet-le-Duc*, lo cual daba ya a entender el carácter singular del autor. Con todo, en Eupalinos, más que una teoría sobre la razón de ser de la arquitectura, que es una manera concreta de entender la naturaleza y sus leyes, Valéry plasma un ontología en la que destaca sobremanera el concepto de la pluralidad de yoes con que nacemos, como refiere el siguiente pasaje del diálogo:  
Sócrates: Ya te dije que nací muchos, y que morí solo uno. El niño que viene es un tropel de gentes, que la vida reduce demasiado presto a un mero individuo, el que se manifiesta y muere. Nacieron conmigo una copia de Sócrates de la que poco a poco se desprendiera el Sócrates destinado a los magistrados y a la cicuta.
Fedro: ¿Y qué se hicieron de todos los demás?
Sócrates: Ideas. En condición de ideas permanecieron. Vinieron a pedir el ser, y se les rehusó. Yo les guardaba en mí, en forma de dudas y contradicciones… A veces reciben estos gérmenes de personas el favor de una ocasión, y henos muy cerca de cambiar de naturaleza. Nos descubrimos gustos y dones cuya presencia en nosotros no sospecháramos jamás: el músico en estratega se convierte, el piloto se siente doctor; y aquel cuya virtud se miraba y se respetaba a sí misma, da con su propio Caco celado y un alma de ladrón.
       Esta perspectiva, absolutamente deliciosa e imaginativa, de estar poblados por un mundo de yoes propios que se manifiestan de las maneras más curiosas y hasta extraordinarias en nuestros actos demuestra la naturaleza ambigua de la personalidad de Valéry. Siguiendo el planteamiento, no duda Valéry en ofrecernos algo así como una revelación autobiográfica de Sócrates:
Fedro: Certísimo es que algunas edades del hombre son como cruces de caminos.
Sócrates: En medio de caminos situada está singularmente la adolescencia… Un día entre los más bellos, querido Fedro, supe de una extraña vacilación de mis almas. Vino el azar a poner en mis manos el objeto más antiguo del mundo. Y las infinitas reflexiones que en mí causara, tanto podían conducirme al filósofo que fui como al artista que no he llegado a ser.
       Y en ese mundo de los espíritus, en el que se habla del mundo real, Sócrates se queja de la importancia que siempre ha tenido, para su destino, esa pluralidad interior: Siento que soy, contra mí mismo, el Juez de mis Infiernos espirituales. Mientras la facilidad de mis dichos famosos me acosa y aflige, póngome a suscitar para las Euménides las acciones mías que no acaecieron, las obras mías nonatas: crímenes vagos y enormes son esa gritonas ausencias, y por asesinatos las tengo, cuyas víctimas fueron cosas imperecederas…
De hecho, Eupalinos, se convierte en una reflexión sobre el ser y el espíritu, sobre el ser y la naturaleza y sobre cómo la idea mediante la forma – Extravíanse algunos pueblos en sus pensamientos; mas para nosotros los griegos, todas las cosas son formas. (…) ¿Qué será la razón, sino el discurso mismo, cuando las significaciones de los términos están bien limitadas y aseguradas de su permanencia, y cuando esas significaciones inmutables se enlazan unas con otras, y diáfanamente se componen? Y esto y el cálculo son una cosa misma– deshace el orden de la naturaleza para componer otro orden ideal. El mundo formado por el gran Demiurgo del Caos ha de ser desbaratado por la acción del hombre para recomponerlo en un nuevo orden, suyo, con la intención última de la solidez y la pervivencia; un orden lleno de obras de las que, como dice Fedro: La elegancia inesperada nos embriaga. Los ejemplos del diálogo no se detienen en la arquitectura, sino que se extienden a la artesanía, a la construcción naval y a cualquier dedicación humana. En realidad es la tensión entre lo material y lo espiritual lo que atraviesa todo el diálogo, como se refleja en el diálogo entre Fedro y el arquitecto, en el que éste toma voz, sumándose al diálogo fantasmal, para expresar esa máxima contradicción: ¡Oh cuerpo mío, que a cada instante me recuerdas ese temperamento de las tendencias mías, ese equilibrio de los órganos tuyos, esas justas proporciones de tus partes, que hacen que en efecto seas y te restablecen en el seno de las cosas movedizas, cuida de mi obra, enséñame sordamente las exigencias de la naturaleza y comunícame ese arte soberano de que estás dotado, así como por él constituido: el de sobrevivir a las estaciones y recobrarte de los azares. Otórgame que en tu alianza halle el sentimiento de las cosas verdaderas; modera, refuerza, asegura mis pensamientos. Por más perecedero que seas, harto menos lo serás que mis sueños. Algo más que una fantasía, dirás; eres responsable por mis actos, y mis errores expías: Instrumento como eres de la vida, vales para cada uno de nosotros como único objeto que al universo se compara. (…) Eres la medida del mundo, del que mi alma no me presenta sino lo de afuera. Conócelo ella sin profundidad, y tan vanamente, que a las veces le introduce por capricho en el rango de sus sueños; así, duda del sol… Engreída de sus fabricaciones pasajeras, créese capaz de infinidad de realidades distintas, pero tú de nuevo la reclamas como el áncora tira hacia sí de la nave…
       Mediante un artificio retórico, la existencia de un objeto a la orilla del mar que cambió el destino de Sócrates y lo convirtió en filósofo en vez de en arquitecto, por ejemplo,  un objeto, al decir de Sócrates, que estaba hecho: De igual materia que su forma: materia de dudas,  el diálogo ofrece una reflexión ontológica entreverada con una reflexión sobre la capacidad de creación artística humana, a partir del dominio sobre la naturaleza y de su transformación. Fedro, y este intelector, seducidos por la artimaña retórica socrática (Tus meditaciones, alrededores deliciosos de tus dudas, como dice Fedro) avanzan por el diálogo a la espera de esa revelación que cambió la vida del filósofo y le hizo vivir y morir como el Sócrates que fue, como concluye la obra:
Sócrates: ¡Inmortal allá abajo, relativamente a los mortales!... Pero aquí… Ms no hay aquí; y cuanto acabamos de decir tanto es juego natural del silencio de estos infiernos como capricho de algún retórico del otro mundo a quien de títeres servimos.
Fedro: En lo cual, rigurosamente, consiste la inmortalidad.
      
Un giro cervantino que añade más alicientes al juego de perspectivas que se desarrolla en el diálogo y que incluso permite que Sócrates hable de sí mismo como un posible arquitecto y declare algo así como los principios que alentaran su dedicación, una reflexión que permite la extrapolación sin restricciones a la creación de cualquier obra artística, estos diálogos incluidos: Ahora bien, entre todos los actos, el más completo es el de construir. Una obra requiere el amor, la meditación, la obediencia a tu más bello pensamiento, la invención de leyes por tu alma, y otra variedad de cosas que ella de ti mismo saca, cuando de poseerlas no abrigabas sospecha. Esta obra dimana de lo más íntimo de tu vida, y no se confunde, a pesar de ello, contigo. Si estuviese dotada de pensamiento, presentiría tu existencia, que jamás alcanzaría ella a establecer ni a concebir con claridad. Le serías un Dios…, porque, como concluye en su disertación acerca de su alter ego constructor: Me engañaré algunas veces, y veremos algunas ruinas; pero se puede siempre, con sumo beneficio, contemplar una obra fallida como un peldaño que nos acerca a lo más bello.
Para llegar a esa belleza, no hay otro camino que el de la creación a partir del pensamiento, porque, para concluir con el elogio de la actividad intelectual que hace Fedro: Siempre admiré que la idea que sobreviene, aún(sic) la más abstracta del mundo, le dé a uno alas y le lleve a cualquier parte. Detenerse, partir de nuevo: eso es pensar.
                
            


*Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc (1814 -1879), arquitecto, arqueólogo y escritor francés. Not to be confused with Violette Leduc (1907-1972) autora de La bastarda, autobiografía indispensable en la biblioteca de cualquier aficionado al género memorialístico





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He querido que un sencillo pseudofirulete ponga punto y aparte para aportar algunas pruebas, al azar,  de la deficiente traducción hecha (al menos firmada) por Josep Carner, como prueba inequívoca del respeto que me merece el arte de la traducción. Las expongo sin acritud, de ahí la ausencia de comentarios, excepción hecha de algunos que me parecen obligados:
 Es un bosquecillo de bellas ramas al estremezo de la brisa musical.
El más versado entre los yatros
Empinadas torres donde alguien vela, donde la llama de las piñas de pino, de impenetrables noches al decurso, baila y hace riza, dominando el largo, en la punta espumosa de los muelles…
¿Serán palabras negligentemente creadas por el discurso, que a toda prisa decoran, pero que no toleran que se las reflexione?
Veía venirse del largo esas grandes formas que parecen correr desde las riberas de la Libia, transportando sus cimas fulgurantes, sus huecos valles, su implacable energía desde el África hasta el Ática, por la inmensa líquida extensión.
Lo propio del hombre es crear en dos tiempos, uno de los cuales fluye en el dominio del puro posible…
Unas veces, se decía, se sale para el largo, y otras no puede estar uno más abarloado. [Salirse para el largo es literalmente incompresible. Abarloado es, por su parte, un tecnicismo marítimo de indudable uso restringido.]
Pero vi acometer el largo a la más pura de sus hijas… [Parece traducción de prendre la large: “despegar”, lo cual pudiera hacer sospechar que la traducción fuera firmada por él y hecha por su esposa,  Émilie Noulet, belga, una de las mayores especialistas en Valéry, como lo demuestra su libro Paul Valéry publicado en 1938 en la editorial Grasset,  pero “zarpar” es prendre la mer…]
Hizo regolfar casi todo el fuego en las cavidades subterráneas. [En el DRAE nos dice que regolfar se dice del agua y del viento, pero no del fuego. Por el significado más cercano, además, el del fuego, “cambiar de dirección por un obstáculo”, tampoco casa mucho.]

sábado, 15 de noviembre de 2014

[Nota a pie de Diario]

                                                          


La carpeta, el archivo y el  estante seductores: Ulises desamarrado…

         Si el azar guía los pasos intelectores del Artista Desencajado, quien se caracteriza por no obedecer a plan alguno y guiarse exclusivamente por el capricho, por esa “real gana” que tanto ensalzaba Bergamín, a la hora de escoger las lecturas, no es menos cierto que a veces se acumulan y entonces la angustia aparece en quien con tanta desenvoltura escoge este o aquel volumen para abrirlo y aventurarse en él a lo que saliere y a lo que él, de su parva cosecha, en los intersticios de la lectura pusiere.
 Cuando se adquieren, en las ferias de saldos de las vanidades que son las librerías de ocasión, mi verdadera patria, nada nos cuesta elegirlos, y los compramos con una insensata pasión, porque no sabemos negarnos a que nos pase por delante la semicalva sin asirnos de su rala cabellera. Lo mismo sucede cuando navegamos en la red. Nos salen al paso pedeefes de obras que, fuera absolutamente de la circulación artesanal libresca o bien de obras que nos suscitan un interés por solo alguna parte de ellas, descargamos con una alegría digital nerviosa que, después, cuando vemos la larga lista de lecturas pendientes nos sobrecoge el ánimo, nos aterroriza. Máxime cuando los años se van cumpliendo con la inevitable aceleración que impone saberse en el lado declinante de la biografía. La contabilidad nada tiene que ver con el arte de la lectura, pero las horas que pasan parece que tengan manguitos y visera de contable explotado que se venga trasladándonos los escasos haberes a un Debe impagable, y su risa espectral se convierte en la osteoporosis de nuestra esperanza.
Si a esas caudalosas aportaciones de sugerencias intelectoras añadimos el archivo de Word colocado en el escritorio, bien visible, donde voy apuntando las lecturas inmediatas que, porque me salen al paso en otras aventuras, he de hacer, reconozco que la situación se complica hasta ese punto en que la ambición linda con el terror. Porque el insomnio, que es el agente provocador de los intelectores, me acalambra en mitad de una noche mal dormida y me obliga a ensillonarme  en un salón sin más ecos de arpa arrinconada que el sonido de mis dedos pasando las páginas.
En la Edad Media el conocimiento de la biblioteca de un autor era capital para trazar su biografía literaria o intelectual. Hoy es absurdo pensar que los libros que se amontonan por miles en estanterías que forran casi todas las paredes de una casa tengan ese valor identificatorio. La moda actual, no tan extrema como la del Carvalho de Montalbán, pasa por ir deshaciéndose de un legado que no les traerán sino complicaciones a los herederos, entre ellas la de tener que pagar para que se los lleven o, en el caso de un extraño amor a los progenitores, alquilar un sitio donde almacenarlos por amor a la memoria del amor que acaso se recibió. En cualquier caso, se trata de una perversión “a lo Diógenes” como otra cualquiera, aunque obviamente más limpia, que no más higiénica, si considerada desde el punto de vista de la salud mental y con el recuerdo de D. Quijote siempre presente.
        Sea como fuere, el caso es que entre la carpeta donde se archivan los pedeefes y la estantería donde no menos de 50 libros, en doble fila, aguardan pacientes a que mi impaciencia intelectora tenga a bien escogerlos, vivo un sinvivir, que no un sinleer, consumido por la fiebre y, sin embargo, lúcido y sereno al tiempo. La situación curiosamente no me impele a leer con avidez, sino a recrearme cuanto haga falta en aquello que me satisface plenamente, si bien no es menos cierto que tengo mucha menos paciencia que antes con lo que “se me cae de las manos”. Por suerte, el apresuramiento y este Artista Desencajado se han divorciado de mutuo acuerdo. Ya he llegado a la alta cota de miseria predicha por Marx y desde ella  ninguna lectura me es ajena, pero ninguna me turba la serenidad con que acojo sus posibles desasosiegos.
        ¿Y qué lecturas son esas que me convocan con tan irresistible atracción, con músicas tan sirénidas que hacen trastabillar mi bien ganada serenidad intelectora y artística? He aquí una breve lista con algunas de ellas, por que el intelector visitante tenga cumplida noticia de la fuente de mi horror a su propia etimología: estar horro de lecturas, que aún sería más dramático: Comienzo por la Institución Oratoria, de Quintiliano, extrañamente traducida siempre en plural, que he querido leer desde hace veinte años. Antes no disponía de ella. Ahora aguarda, aunque con una vieja encuadernación en la que tendré que emplear el cortaplumas, en la segunda fila del estante. De hace dos días tengo la referencia de un diccionario de Barbara Cassin. Vocabulario europeo de las filosofías. Diccionario de los intraducibles. Paris. Seuil/Le Robert 2004, del que hay, al parecer, edición en Siglo XXI con traducción de Néstor A. Braunstein, que me está haciendo salivar las neuronas desde que se me atravesó en el camino. Otro tanto podría decir del libro de Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito, del que espero algún anticipo por parte de un miguelturreño ilustrado que soporta  con entereza El peso del universo.¿Y qué decir de La vida secreta  de Pascal Quignard, cuyo discurso tan íntimo como seductor seguí en una entrevista en la RTF, en Nantes, tras la cual decidí que sería mi “siguiente” lectura, y aún, por esos azares de la existencia, ni siquiera lo he adquirido? Las Noches áticas de Aulo Gelio sí que me guiñan, picaronas, el ojo, desde el estante, con su extensión contundente. De Jean Rhys he de comprar, para mi conjunta, El ancho mar de los Sargazos, pero Una sonrisa, por favor, su autobiografía, me da voces tan poderosas como conminatorias, y es bien posible que al acabar The sense of an ending, de Julian Barnes, que tengo entre manos, me engolfe en ella con una sed reciente, porque hasta hace relativamente poco, unos quince años, no había sido lo suficientemente sensible al género autobiográfico, lo confieso, pero desde que descubrí toda la imaginación que cabe dentro de él, soy un adicto. Como mi diletantismo es ejemplar, la dispersión ha de presidir la pluridisciplinariedad (ahí queda eso…) de mis pasiones y por ello un libro como  el de Christopher Lasch, La cultura del narcisismo, a buen seguro que colmará mis expectativas, porque los ensayos no son, a pesar de las modas, productos perecederos. Ahí está, para demostrarlo, uno que tengo más cerca aún que los de la estantería, en la gaveta, y que, vuelto a hojear para buscar una referencia concreta, veo que admite una segunda lectura de la que saque más provecho que en aquella primera de mi juventud casi analfabeta. Me refiero a Una nueva Edad Media, de Nicolás Berdiaeff. Su turno espera también Michel del Castillo, cuyo volumen Las lobas del Escorial, aunque sea del género de la novela histórica, que no es mi favorito, me atrae por la devoción que tengo por su autor a raíz de una obra estremecedora: Mi hermano el idiota, una autobiografía que no dejará indiferente a todos aquellos intelectores que se acojan a su emoción y a su verdad. El cor quiet, de Josep Carner forma parte de ese tipo de lecturas que yo “me prescribo” por higiene cultural, como el Diari, 1918 de J.V.Foix, del que  podrán contarse con los dedos de una mano los secesionistas que hayan entrado y lo hayan acabado. Da la casualidad, ¿y qué, si no, si soy hijo suyo?, de que recién he terminado de leer una de esas rarezas que nos acreditan a los diletantes: El alma y la danza y Eupalinos o el arquitecto, ambas de Paul Valéry, en nefasta traducción de quien es presentado como “José” Carner. Entiendo que en aquellos años del exilio había que ganarse el pan como fuera, pero el nivel de exquisitez de su obra catalana se da de coces con la dejadez, y relativa ignorancia del castellano, con que tradujo a Valéry. Ignoro si hay traducción reciente y cuidada. De Santiago Rusiñol, sin embargo, tengo pendiente El jardí abandonat, que leeré con el placer con que leí hace muchos años La “niña gorda”, un magnífico esperpento, y El català de la Manxa, cuya lectura tanto contribuirá a entender ciertos delirios del presente. Un conocido le propuso a Cátedra una reedición crítica de la obra. Ni puto caso. De más enjundia son, sin duda, los tres volúmenes de los Discursos de Isócrates y los dos de Lisias, aunque en estos casos, lo difícil es dar el primer paso. Una vez dentro, son tantas las recompensas que no sin dolor han de arrancarme de su lectura las exigencias de otros menesteres, como los creativos. Es probable  que alguna lectura de caballería ligera como la de Jean Paul: Elogio de la estupidez y otros textos sobre idiotas, que es casi novedad, de 2012, de la editorial Cómplices, pase por delante de la gravedad forense helénica. Sobre todo porque ya he leído la excelente Historia de la estupidez humana, de Paul Tabori y es posible que me saliera una entretenida entrada para este Diario. Por último, en esta breve muestra de mi “carnet de baile” lector,  figura, como no podía ser de otro modo, la entusiasta recomendación que hacía Alain, en su libro sobre la felicidad de una novela de George Sand: Consuelo, a la que no me habría acercado de no haber mediado su recomendación. Ahí está, pues, pendiente de validar mi afinidad con el escritor francés y deseoso de confirmar que parte del no método que he seguido en mi aventura lectora sigue deparándome placeres intensos.
        Es tanto mi agradecimiento a los sufridos intelectores que, en sus ratos muertos, visitan estas páginas, esos que continúan aumentando mis conocimientos de lugares geográficos inverosímiles, y aportando alguna señal de vida inteligente en el espacio de los comentarios, que, en justa reciprocidad y a modo de parvopaupérrima recompensa, estoy dispuesto a modificar mi próxima elección intelectora al gusto de quienes me la exijan para elaborar una entrada en este Diario. De lo que mi pigricia congénita ya no responde es del cumplimiento de un plazo perentorio. Soy oblomoviano, con carnet de primerísimo número, como corresponde a mi condición de socio fundador del club de amigos de tan insigne criatura de ficción. Sobre mi capacidad para cumplir los compromisos que asumo, ya he dado pruebas contantes y sonantes.
Vale.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Ian McEwan y las novelas de corto aliento.

                       



Los perros negros. Una discreta novela “contemporánea” de Ian McEwan.

McEwan es un excelente novelista, como todo el mundo sabe. Y en cualquier autor hay libros “menores” dentro de la obra completa, que cumplen la función de entretener a sus lectores habituales hasta la aparición de las “obras mayores”, las que se suelen calificar “de largo aliento”. Se trata, pues,  de utilizar con magnífica artesanía los resortes de un oficio y entregar una obra que se lee con interés pero sin admiración, y en la que algunos momentos anticlimáticos están a punto de arruinar la lectura, aunque se pueden superar sin excesivo esfuerzo ni compromiso, con uno mismo y con el autor, al que le son indiferentes, como debe ser, los desalientos del lector.
Si la división del corpus novelístico de Galdós incluía etiquetas como novelas de tesis, espiritualistas, contemporáneas, mitológicas, etc., bien podríamos hablar en esta de McEwan de un conflicto entre la ideología y la fe, porque el matrimonio protagonista, miembros del partido comunista inglés, se separan precisamente por la fidelidad de uno a su ideología y la renuncia de la otra a ella y su entusiasta adhesión a la espiritualidad New Age, cuyas raíces reconoce en una suerte de “revelación” que tuvo en un momento de máximo peligro, cuando hubo de enfrentarse a vida o muerte con dos mastines salvajes mientras su marido contemplaba arrobado, trescientos metros detrás de ella, a la vuelta de un recodo del camino, una procesión de orugas. El fracaso del comunismo, simbolizado en el del propio matrimonio de sus suegros, lleva a la participación del narrador, en calidad de asistente del suegro, con dificultades “mecánicas”, a la participación en el acontecimiento trascendental que cada 9 de noviembre se conmemora, la caída del muro de Berlín, una caída que también actúa a nivel metafórico en las relaciones de dicha pareja, cuya historia es la base de la novela.
Lo importante, con todo, como dije al principio, es el artefacto retórico que ha construido el autor. La invención del narrador, un huérfano poco sociable con sus iguales y perfectamente avenido con los padres de estos, en cuyas casas es recibido con todos los honores y casi en condición de adulto. Mientras sus jóvenes no-iguales pierden el tiempo en sus tópicos afanes adolescentes, Jeremy, el narrador, aprende de sus anfitriones una buena porción de saberes heterogéneos que contribuyen a su formación. Su afición a los padres de sus amigos, esa necesidad, en parte, de llenar el vacío que le dejaron los suyos, lo lleva a interesarse por la historia de sus suegros, de quienes pretende escribir, cuando ya están divorciados, la historia de su relación. Con ese pretexto, visita a su suegra en la residencia para ancianos donde debido a su precaria salud ha sido internada. El narrador se admira de que la suegra sea capaz de soportar el encierro en esa residencia, comparándola con la casa y el estudio de que dispone en su residencia francesa, en la bellísima zona de Larzac, por donde discurrió el viaje de bodas de los suegros y donde sucedió la revelación trascendental de June. No es fácil reconstruir la historia común de dos personas que parece que no hubieran tenido nunca nada auténticamente “en común” y que hacia el final de sus vidas han de vivirlas separados, aunque no divorciados.
La investigación de Jeremy, el narrador acercándose ya al marido ya a la mujer, para sonsacarles información valiosa para su propósito es lo que nos permite asistir, por ejemplo, a ese desmoronamiento simbólico del muro que coincide con el del protagonista, su suegro, Bernard, quien, finalmente, acaba como diputado laborista en el parlamento, y a visitar la zona francesa de Larzac, donde reconstruye buena parte de los sucesos que, durante su viaje de luna de miel, condicionaron la relación de sus suegros. El retrato de dos jóvenes comunistas airados de la posguerra de la II Guerra Mundial se hace sin contemplaciones ni miramientos, y nos deja entrever la secuencia tópica del envejecimiento de los ideales al compás del de los cuerpos y del de los sentimientos. Se trata de una suerte de Secretos de un matrimonio o, más propiamente, de secreto singular de un matrimonio, porque no hay otro que el  de su separación, el alejamiento que induce a June a romper su convivencia con Bernard e instalarse durante la mayor parte del año en Francia, lejos de él. Jeremy, casado con la hija de ambos, Jenny, no parece tener ningún conflicto propio y sí un solo interés: conocer los entresijos de ese matrimonio, algo de lo que su propia mujer quiere disuadirlo, porque ella conoce perfectamente las flaquezas de sus padres y, como el narrador nos dice le ha costado mucho aislarse de ellos, poner distancias, como para que ahora su marido la “devuelva” al extinto núcleo familiar.
“Perro negro” era como llamaba Churchill a la depresión, si bien en esta novela, se juega con la realidad y con los símbolos de tal manera que ni siquiera la “conversión” espiritual de June tiene una explicación explícita, por más que aparezca en la traducción un término propio de la teología que no figura en el DRAE: poslapsaria, el cual significa, hecha la correspondiente inquisición: “posterior a la caída”, esto es, la de la especie humana simbolizada en  Adán. Lo que sobrevive, sin embargo, aun después de llevar años separados, es la fortaleza de un vínculo entre los protagonistas, un constante querer saber qué dice o piensa el otro de ella o ella del otro y un permanente análisis descalificador que sitúa a Bertrand poco menos que en la ingenuidad infantil y a June en la alienación más trivial. El narrador en ningún momento ultrapasa su función notarial y tiene la suficiente habilidad como para ejercer la compasión, antes que el juicio censor.
Estamos, pues, ante una suerte de episodio generacional que se lee con cierto interés diría que casi documental. Es cierto que hay episodios narrados con magnífico nervio narrativo, como el del asalto de los dos canes, y otros, como el de la fugaz visita a Berlín, llenos de irónica comicidad.
No hace mucho tuve la oportunidad de leer On Chesil Beach, una triste novela sobre la frigidez y la inexperiencia sexuales que marca a los protagonistas en su noche de bodas, anécdota alrededor de la cual gira todo el libro. La pareja, curiosamente, también está formada por dos izquierdistas, en este caso activistas antinucleares, lo que mueve a pensar que, quince años más tarde, vuelva el autor sobre el núcleo del conflicto de los suegros del narrador –la extraña vivencia de sus relaciones sexuales– para elevarlo a la categoría de eje central de una novela. Con todo, On Chesil Beach me parece una novela más conseguida que Los perros negros.                                           

viernes, 7 de noviembre de 2014

Alain, un "maître à pénser", a propósito de la felicidad.

                                                           
                       
Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. Los Propos de un autor recóndito y admirable: Alain.

Hay escritores que nunca estarán de moda, porque lo suyo es el modo, la manera, el estilo, la solidez del pensamiento y la renuncia a las pompas, pero no a las obras, ni a la comunicación, y saben que, de igual manera que otros le influyeron, sin relumbrón alguno, él servirá de faro silencioso, pero de intenso brillo, a muchos otros que contraen con él deuda eterna de gratitud, de difícil pago, salvo en ocasiones como la presente en que una publicación adquirida en la bendita segunda mano con que actúa el dios azaroso que guía las lecturas de este Artista Desencajado le franquea el paso hacia posibles intelectores que lo devuelvan a la vida que nunca ha perdido, por más que, en apariencia, parezca resurgir, como ave fénix, del rescoldo permanente que late bajo la serenidad de sus cenizas.
         Alain no necesita, para los lectores franceses, que se añada su nombre civil: Émile Chartier (al estilo de ese sinsentido que ha sido siempre lo de Azorín, a quien su nombre civil lo ha acompañado siempre entre paréntesis (José Martínez Ruiz) como un injusto agravio a su decidida voluntad pseudonómica), para identificar a uno de los grandes maître à penser del pasado siglo. Su dedicación a la filosofía la combinó eficazmente con un interés humanístico de amplísimo espectro, que fijo en una forma expresiva, el Propos –la substantivación de un marcador del discurso– que bien podría traducirse por “por cierto” o “a propósito”, es decir, un texto de carácter incidental, un comentario al hilo de un discurso de mayor entidad que actúa como referente implícito que, salvo en contadas ocasiones, nunca se menciona. La intención humilde de estos propos de Alain no le restan un ápice de profundidad psicológica, filosófica, histórica, sociológica o cualquiera que sea la disciplina desde la que lo construye, porque hemos de apresurarnos a decir que la vía habitual de expresión de estos propos era el diario, la revista, un ámbito de divulgación que él superó con creces sin perder nunca de vista la intención de llegar a un público numeroso. Ecribió más de 3000 que fue recogiendo en colecciones como la presente, Propos sur le bonheur, cuya edición definitiva en 1928 alcanzó la cifra de 97, inexplicablemente reducida a 66 en la traducción hecha por Emilio Manzano y publicada por RBA, cuyo título Mira a lo lejos, 66 escritos sobre la felicidad (2003) –excelente papel y encuadernación, por cierto, en estos tiempos de recortes en los costes de producción–  renuncia al intento de traducir el género, propos, y lo sustituye por un genérico “escritos” que los desnaturaliza, como si no constituyeran un género personal absolutamente reconocibles para cualquier frecuentador del autor.
         Alain es uno de esos autores ampliamente citados pero acaso nunca suficientemente encumbrados al puesto que otros ocupan con menos merecimientos, a pesar de que discípulos suyos como Simone Weil han dejado claro testimonio de su gratitud. Se trata de una figura muy próxima, siquiera sea por su ateísmo, su pacifismo y su escepticismo radical, amén de por su afición a las caminatas por la montaña, ejercicio tan romántico como doblemente higiénico, para el cuerpo y para el espíritu. Fue un viajero inmóvil, porque ya nos dice en el texto que para mi gusto, viajar es recorrer un metro o dos, detenerse y mirar otra vez un nuevo aspecto de las mismas cosas. A menudo, sentarnos un poco a la derecha o a la izquierda es suficiente para cambiarlo todo, mucho más que si recorriéramos cien kilómetros. No se trata del viaje alrededor de su habitación, sino de la adhesión a una curiosidad innata que le permite captar lo novedoso en lo recurrente. Y lector impenitente, por supuesto, por más que en este volumen sostenga que la lectura es contra natura, al menos en los melancólicos: Al melancólico sólo puedo decirle una cosa: “Mira a lo lejos”. El melancólico es, casi siempre, un hombre que lee demasiado. El ojo humano no está hecho para esa distancia; su reposo son los grandes espacios, y de ahí el título del volumen que presento. Me adelanto a confirmar que su profesión de fe en la lectura no está ausente del volumen, por supuesto, como no podía ser de otro modo: Saber leer lo es casi todo. De ese “casi”, sin embargo, es de lo que trata el presente libro.
         La felicidad puede parecer un tema menor, superficial e incluso ingenuo. Nadie ignora que la felicidad tiene poco o nulo prestigio. Y que, además, son pocas las obras que la celebran que hayan conseguido, por su parte, la celebridad. Como autómatas, reconocemos, sin excesiva reflexión, que la felicidad no existe y que quien está dispuesto a confesarse feliz es un ingenuo de tomo y lomo, o, más propiamente, un infeliz, un simple, digno de compasión por parte de los connoisseurs del dolor, el sufrimiento, la angustia, la desesperación, la melancolía y otros desgarros trágicos del espíritu, esos de los que abomina el autor: La tristeza jamás es noble ni hermosa ni útil. Alain llega a la conclusión de que la alegría no tiene autoridad porque es muy joven, y que la tristeza está entronizada y goza de un respeto exagerado. De ahí deduzco que hay que resistirse a la tristeza, no sólo porque la alegría es buena –lo que sería ya una especie de razón– sino porque hay que ser justos, y la tristeza, siempre elocuente, siempre imperiosa, nunca quiere que seamos justos. (…) La elocuencia de las pasiones casi siempre nos engaña.
         Alain, sin embargo, armado con los excelentes recursos del sentido común y el pensamiento positivo, nos invitará en el libro a replantearnos la cuestión de la felicidad desde la vida cotidiana, no como un tema insolublemente metafísico, sino como una realidad cotidiana a la que podemos acercarnos con actos concretos. Cuando estos propos sobre la felicidad fueron escritos, aún no nos habían invadido los devastadores hunos de la autoayuda con sus vademécums recetarios, de ahí que aparezcan en la lectura referencia a Descartes, Spinoza, Platón y otros filósofos con quienes departe familiarmente el autor para intentar persuadirnos de la bondad de sus tesis. Del mismo modo que el estado tiene una escuela de medicina, debería tener también una escuela de sabiduría, nos dice Alain, convencido de que se trata de algo que puede enseñarse, del mismo modo que la felicidad es algo a lo que nos podemos acercar mediante sencillas decisiones que condicionen nuestras maneras de afrontar la realidad cotidiana. En nosotros mismos podemos hallar recursos que nos permitan mejorar no solo nuestro estado sino el de quienes nos rodean, porque, como él sostiene, a fuerza de pensar que una sonrisa no tiene ninguna influencia sobre el humor, nos olvidamos de ejercitarla. Pero la cortesía, con frecuencia, haciéndonos esbozar una sonrisa y un saludo educado, nos cambia por completo. Y enseguida lo remacha con la cita clásica de autores por quienes siente verdadera devoción: “Es la felicidad, si tú quieres, lo que te anuncia el cuervo”, dice Epícteto. Y con eso no quiere decir que hay que alegrarse de todo, sino que la esperanza todo lo alegra de verdad porque es capaz de cambiar los acontecimientos.
         Si el refrán nos dice que “querer es poder”, Alain nos dice que a veces es todo un arte querer lo que estamos seguros de desear. Y es esa actitud positiva, ese esfuerzo por encarar de la mejor manera posible lo que nos “ocurre”, lo que nos permitirá huir de la sumisión a que nos someten nuestras pasiones, porque las pasiones parecen llevar la marca de una necesidad invencible. Nuestra actitud ante la realidad es capaz de crear las condiciones necesarias para la irrupción de la felicidad siempre efímera, pasajera. De ahí que la tesis central de estos propos sobre la felicidad se convierta en un mantra que se va repitiendo a lo largo del libro de una u otra manera: Lo que os deseo para este año que comienza –es decir, para el tiempo que necesita el sol hasta llegar a su cénit y luego descender hasta su punto más bajo– es que no digáis ni penséis que todo va de mal en peor. Si a causa de nuestro humor pintamos a los hombres con colores sombríos y los asuntos públicos en descomposición, la contemplación de ese mamarracho, a su vez, nos sumirá en la desesperación. A menudo, el hombre más inteligente es aquel que se engaña a sí mismo lo mejor posible, porque sus declamaciones tienen una lógica y un aire de razón.
 Me apresuro a defender que Alain en modo alguno es una suerte de Pangloss de baratillo, un ingenuo, un iluso. Al contrario, profundo estudioso de la naturaleza humana, ha comprendido con perspicacia el arte de encantamiento, de autosugestión que muy a menudo significa soportar la existencia. Y lo que le propone a los intelectores es un método para conseguir, con entusiasmo, lo que siempre se ha propuesto como una sabiduría esencial: hacer de la necesidad virtud. Alain sabe que la condición humana es tal, que si no nos imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone el más negro pesimismo. Ignoro si al escribir estos propos, Alain tenía presente el método inventado por su tocayo, el psicólogo francés
Émile Coué, a través de la autosugestión para mejorar el estado psicológico de sus pacientes. Su mantra, al que se conoce como couéismo, y que el paciente había de repetirse continuamente a lo largo del día, rezaba: Día tras día, en todos los aspectos, me va mejor y mejor. Una receta que, al parecer aplicaba Pablo Iglesias –ignorando que existiera tal método terapéutico– de quien es la paternidad del primer verso de la canción que, en su honor, hizo Joan Manuel Serrat: Hoy puede ser un gran día, duro con él.
         Alain, que escribió con dureza contra lo que él consideraba la peor de las humillaciones de la guerra: la obediencia ciega militar, después de su experiencia en la I Guerra Mundial, nos ofrece en este libro una suerte de canto a la vida nada ingenuo ni superficial. No ignora las corrientes devastadoras que nos atraviesan, pero pretende levantar diques tras los cuales intentar llevar una vida lo más armoniosa posible, lo más política posible. Una vida en la que uno ha de ser bondadoso para sí y para con los demás. Una vida en la que si él tuviese que escribir un tratado de moral, pondría el buen humor entre las principales obligaciones. No se trata de olvidarse de uno, de negarse, en una especie de voluntariado solidario que ponga al prójimo y su satisfacción en el lugar del yo. Los memos de los moralistas dicen que amar es olvidarse de sí; es una visión –nos dice Alain– demasiado simple: cuanto más salimos de nosotros más somos nosotros, mejor también nos sentimos vivir.
         No quiero acabar sin recoger el fino diagnóstico que hace Alain del enfermo melancólico. Quienes tengan la desgracia de vivir algún caso cercano coincidirán con él; quienes no, siempre pueden recordar la terrible y hermosa película de Lars von Trier: Melancholia, para hacerse una idea de la devastación de la personalidad que supone tal enfermedad:
Consideremos a los enfermos que se denominan “melancólicos”, veremos que son capaces de encontrar razones para estar tristes en cualquier idea. Cualquier palabra les hiere y, si los compadecéis, se sentirán humillados y desgraciados sin remedio; si no los compadecéis, dirán que ya no tienen amigos y que están solos en el mundo. Esta agitación de las ideas sólo sirve para dirigir su atención sobre el desagradable estado en el que les ha sumido la enfermedad; en ese momento en que argumentan contra sí mismos, aplastados por las razones que creen tener para estar tristes, no están sino masticando su tristeza como auténticos gourmets. Así pues, los melancólicos nos ofrecen una imagen aumentada de cualquier hombre afligido. Lo que en su caso es evidente –que la tristeza es una enfermedad– es cierto en todos los demás; la exasperación de las penas tiene su origen en los razonamientos que les añadimos y con los que, de alguna manera, nos palpamos el lugar más sensible.
De ahí, en consecuencia, la defensa de su método: constatar las bondades de los progresos cuya felicidad sólo puede estribar en que nazcan de un deseo genuino. A ese deseo de hacer, de combatir con la vida los fantasmas que orquesta la “mente depravada” según Rousseau (La mente es una especie de juego que no siempre resulta sano. En general, damos vueltas sin avanzar. Por eso, el gran Jean Jacques escribió: “El hombre que medita es un animal depravado”), se ha de añadir la necesidad imperiosa de subvertir la tendencia a enfatizar los aspectos negativos de uno mismo y de la realidad, porque, como desoladoramente constata Alain: Aunque tratemos de evitarlo, siempre acabamos por sentir aquello que expresamos.